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De cuando el norte y el sur de América pensaban igual
Por Uno / Entre Ríos - Monday, Apr. 07, 2014 at 2:11 PM

Descubriendo Entre Ríos: Palabras de un jefe norteamericano ante nuestros ojos. Comunidad, complemento, humildad, en las palabras de un pensador de este continente cuya coherencia permanece y llama, para dar respuestas al mundo que se enreda en el extractivismo.

De cuando el norte y...
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Bandera. El mapuche, en el sur, comparte la cosmovisión del jefe Seattle del norte. Bandera. El mapuche, en el sur, comparte la cosmovisión del jefe Seattle del norte.

Daniel Tirso Fiorotto / De la redacción de UNO

Hay personas, seres humanos. Todos pertenecemos a una especie. Algún día se determinará otra cosa, quién sabe, pero ¿qué podría cambiar?


Hoy por hoy, todos somos hijos (o si se quiere, nietos) de África. Seres humanos en el planeta Tierra.


En el Abya yala (América), los invasores han llamado “indios” y “aborígenes” y “pueblos originarios” a algunas personas para diferenciarlas de otras, en principio con fines de rapiña y esclavización.


Lo cierto es que todos, unos y otros, somos personas. El violado y el violador, personas.


Hoy mismo, muchos se llaman “pueblos originarios” y también “indios” para identificarse por otra búsqueda: la emancipación.


No dejan de ser, unos y otros, por debajo de los cambios políticos y culturales, personas.


La tierra, que es mucho más que el polvo que recubre el planeta, es considerada por muchos aquí la madre de la vida, el lugar que da vida, la sangre que nos alimenta a todos. Bien decimos: a todos. A los “buenos” y a los “malos”.


Esa “madre” ha sido también esclavizada, principalmente por el europeo, con fines extractivistas. Nosotros, hoy, acá, seguimos sus prácticas,


En pleno siglo XXI, ¿quién tiene más derechos sobre la tierra?


Ahí se presenta un problema complejo, por los “derechos” adquiridos con títulos de propiedad del capitalismo, que los capitalistas no sueltan sino con el ejercicio de la violencia.


Y grave también porque el capitalismo ha enfermado a grandes masas que crearon derechos sobre la base del extractivismo, y tampoco se muestran muy dispuestas a ceder.



Vicios compartidos


El petróleo, por caso, generó un estado de producción y consumo generalizado que no puede sostenerse sin extractivismo.


Pero muchos enviciados en el consumo de cosas suntuosas o innecesarias creemos que el problema está fuera de casa.


Los mismos que despreciamos el extractivismo nos resistiremos a la hora de vivir sin esa energía extraída del fondo de la tierra, aunque sea por la temida fractura hidráulica.


Los mismos que despreciamos la presencia abusiva de la propaganda y las multinacionales hemos dejado que los hipermercados y la propaganda se adueñen de todos los espacios.


Partiendo de la relación armoniosa del hombre en la naturaleza, de la humanidad como especie miembro de esa biodiversidad (un principio que arraiga en lo más hondo de nuestras tradiciones del Abya yala), todo fluye sin obstáculos y todos tienen un ámbito, un hogar, donde desplegar sus potencialidades.


Si se parte del principio de que el hombre es de la tierra, y no la tierra del hombre, caemos en la conclusión de que la tierra no es de una persona, aunque las personas pueden desplegar sus vidas con una mínima invasión que no rompa la resiliencia, ya que el paisaje es elástico pero no inagotable.


Así las cosas, resulta sencillo comprender a la mujer y al hombre sobre el globo terráqueo, conjugando los verbos compartir, complementarse, convivir, intercambiar, interactuar, amar, proteger, en fin.



Un mundo real


Hay intereses mezquinos del capitalismo que tapan esta verdad, la confunden, y se convierten en verdaderos obstáculos para la vida en el planeta (porque nos han llevado al extractivismo y al consumismo que el planeta no puede sostener).


También existen historias del hombre con el suelo, del hombre parte del paisaje, y deben ser atendidas.


El ser humano está en el paisaje, no es ajeno, no es un sujeto que mira a un objeto. Hay comunidades que durante milenios cultivaron esa relación hasta llegar a una simbiosis natural, donde la especie humana toma y da, pide y agradece, y no se coloca en un pedestal para mirarlo todo con el vicio utilitarista sino que está a la par, consciente de su pertenencia, y por eso aspira a una vida austera, con intervención mínima, y desprecia el atropello de otros hombres con químicos, con modificaciones genéticas, con monocultivos, con extractivismo a cualquier costo, y con gastos desmedidos de energía.


Es sabido que los mapuches, por ejemplo, le piden permiso al río para cruzarlo, para lavar la ropa.


Los criollos aprendieron esas tradiciones y las expresaron, por ejemplo en la poesía: “si hay leña cáida en el monte/ yo no v’ya cortar un árbol;/ po’el aire no puedo dir,/ de no, ni pisaba el pasto”, dice el oriental Romildo Risso, y canta Atahualpa Yupanqui.


Entonces: es el ser humano caminando el planeta, con sus estrategias d e vida, como gusta decir al historiador bonaerense radicado en Chajarí, Juan José Rossi.


Algunas comunidades se dan un nombre y exponen su origen antiguo no para imponerse a las demás, no para apartarse, no para aprovecharse de espacios que son de todos ni para reclamar títulos de propiedad, sino con actitud que llamaremos “vuelvista”, para proteger su relación con la naturaleza, su amor por el árbol, el pájaro, el pez, el río, el viento, las cumbres, y su veneración por esa complejidad trascendente que pueden llamar Pachamama, Wallmapu; para proteger un modo de vida y producción en armonía: ayllu, tekoha, chacra. Para el buen vivir: sumak kawsay, suma qamaña, kume mongen, kume feley, tekó kaví, tekó porá.


Ese mundo es real, es un mundo de hoy, sólo tapado por el ruido de la propaganda y las banalidades que pueblas los medios y que se ganaron incluso en la familia, en las instituciones educativas y otras organizaciones.


Tiene principios claros: la complementariedad, la vida y el trabajo comunitario, la armonía con la naturaleza, la integración del hombre en el paisaje, la admisión de distintas vías de acceso al conocimiento. Todo bien lejos del capitalismo, la propiedad privada, el consumismo, la avaricia, el endiosamiento de la razón, el antropocentrismo, propios del mundo moderno.


Principios antiguos


Movido por una revisión de los testimonio de los europeos que pisaron el Abya yala, el historiador Juan José Rossi ha divulgado como pocos los principios de convivencia y las reflexiones antiguas de los pueblos de este continente. Por ejemplo, este adagio sioux: “El corazón de un hombre lejos de la naturaleza se endurece”.


Dice Rossi, autor de La máscara de América: “Sin pretender ser exacto en su formulación por no pertenecer a esa cultura interpreto que el mapuche todo lo vive y entiende desde el concepto y sentimiento subyacente del Waj Mapu que, en nuestra jerga, traduciríamos medio ambiente vivido en el contexto de su propia visión del cosmos. El Waj Mapu no es para ellos un concepto ni un dios personal trascendente ‘separado’ de lo existente. Arriesgando una interpretación en pocas líneas, podríamos decir que se trata de una realidad en la que está todo involucrado (los filósofos occidentales-cristianos lo definirían como ‘panteísmo herético’), cargada de fuerzas invisibles, en cuanto no son percibidas a simple vista. En el cosmos cada elemento tiene su fuerza o newén: las montañas, el mar, los astros, el viento, la nieve, el rayo y el trueno, los árboles y animales, el hombre mismo, que es parte y no ‘dueño’ de las demás realidades. El newén es una fuerza interna del Waj Mapu que se expresa y empuja en cada ser. No es personificado o antropomorfo al estilo del dios, ángeles y demonios de la mitología oriental y del catolicismo, sino fuerza interna, motor y aglutinante de la realidad”.


No hace mucho, este notable estudioso radicado en Chajarí nos aportaba las palabras de un jefe indio, Seattle, de América del Norte.


Las traemos a colación, porque Seattle parte de una cosmovisión coincidente con las de los pueblos guaraní, mapuche, o del altiplano.


Esos principios tradicionales en relación con la naturaleza son rescatados hoy, pleno siglo XXI, por investigadores que ven en ellos una luz para el callejón sin salida en que se embretó la modernidad, que consume lo que el planeta no puede dar, de modo que se está comiendo el planeta.



Comprar el cielo


Corría 1855. Franklin Pierce gobernaba Estados Unidos. El jefe indio Seattle, de la tribu Suwamish, le envió una carta en respuesta a la oferta de compra de las tierras de los Suwamish en el límite con el Canadá junto al Pacífico.


Dice la carta del jefe Seattle, según las traducciones que hemos leído (tomamos algunos fragmentos). Lo que sigue es textual:


Vamos a considerar su oferta, pues sabemos que, de no hacerlo, el hombre blanco podrá venir con sus armas de fuego y tomarse nuestras tierras. El Gran Jefe de Washington podrá confiar en lo que dice el Jefe Seattle con la misma certeza con que nuestros hermanos blancos podrán confiar en la vuelta de las estaciones. Mis palabras son inmutables como las estrellas.


¿Cómo podéis comprar o vender el cielo, el calor de la tierra? Esta idea nos parece extraña. No somos dueños de la frescura del aire ni del centelleo del agua. ¿Cómo podríais comprarlos a nosotros? Lo decimos oportunamente. Habéis de saber que cada partícula de esta tierra es sagrada para mi pueblo. Cada hoja resplandeciente, cada playa arenosa, cada neblina en el oscuro bosque, cada claro y cada insecto con su zumbido son sagrados en la memoria y la experiencia de mi pueblo. La savia que circula en los árboles porta las memorias del hombre de piel roja.


Los muertos del hombre blanco se olvidan de su tierra natal cuando se van a caminar por entre las estrellas. Nuestros muertos jamás olvidan esta hermosa tierra porque ella es la madre del hombre de piel roja. Somos parte de la tierra y ella es parte de nosotros. Las fragantes flores son nuestras hermanas; el venado, el caballo, el águila majestuosa son nuestros hermanos. Las praderas, el calor corporal del potrillo y el hombre, todos pertenecen a la misma familia.


Por eso, cuando el Gran Jefe de Washington manda decir que desea comprar nuestras tierras, es mucho lo que pide. El Gran Jefe manda decir que nos reservará un lugar para que podamos vivir cómodamente entre nosotros. Él será nuestro padre y nosotros seremos sus hijos. Por eso consideraremos su oferta de comprar nuestras tierras. Mas, ello no será fácil porque estas tierras son sagradas para nosotros. El agua centelleante que corre por los ríos y esteros no es meramente agua sino la sangre de nuestros antepasados. Si os vendemos estas tierras, tendréis que recordar que ellas son sagradas y deberéis enseñar a vuestros hijos que lo son y que cada reflejo fantasmal en las aguas claras de los lagos habla de acontecimientos y recuerdos de la vida de mi pueblo. El murmullo del agua es la voz del padre de mi padre.



La tierra, ¿enemiga?


La carta del jefe Seattle, del norte de Abya yala, debiera ser leída una y otra vez. Se basa en una coherencia que la hace indestructible. Aunque existen varias versiones y faltan certezas, elegimos una de ellas y no la más antigua, por lo menos para adentrarnos en el mensaje.


Veamos otros fragmentos:


Los ríos son nuestros hermanos, ellos calman nuestra sed. Los ríos llevan nuestras canoas y alimentan a nuestros hijos. Si os vendemos nuestras tierras, deberéis recordar y enseñar a vuestros hijos que los ríos son nuestros hermanos y hermanos de vosotros; deberéis en adelante dar a los ríos el trato bondadoso que daréis a cualquier hermano.


Sabemos que el hombre blanco no comprende nuestra manera de ser. Le da lo mismo un pedazo de tierra que el otro porque él es un extraño que llega en la noche a sacar de la tierra lo que necesita. La tierra no es su hermano sino su enemigo. Cuando la ha conquistado la abandona y sigue su camino. Deja detrás de él las sepulturas de sus padres sin que le importe. Despoja de la tierra a sus hijos sin que le importe. Olvida la sepultura de su padre y los derechos de sus hijos. Trata a su madre, la tierra, y a su hermano el cielo, como si fuesen cosas que se pueden comprar, saquear y vender, como si fuesen corderos y cuentas de vidrio. Su insaciable apetito devorará la tierra y dejará tras sí sólo un desierto.


La tierra no pertenece al hombre, sino que el hombre pertenece a la tierra. El hombre no ha tejido la red de la vida: es sólo una hebra de ella. Todo lo que haga a la red se lo hará a sí mismo. Lo que ocurre a la tierra ocurrirá a los hijos de la tierra. Lo sabemos. Todas las cosas están relacionadas como la sangre que une a una familia.

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