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Modernos conventillos porteños. Relato de un forastero fueguino
Por Alejandro Romero - Thursday, May. 01, 2014 at 12:10 PM
aleprensa@yahoo.com.ar Buenos Aires

Símbolo ignorado de la crisis habitacional contemporánea, pensiones, hoteles y residencias son el denso hábitat de un mundo subyacente que revela sigilosos movimientos de la sociedad Argentina y de distintas partes de Latinoamérica. Además, denuncia la desigualdad crónica de un sistema que hace de la vivienda familiar un negocio y un privilegio.

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Historias de la convivencia en un planeta saturado de gente

Entre los límites de la cordura existe un lugar, y es el espacio en el que vivo: Avenida Entre Ríos N°733, casi esquina Av. Independencia. Una pensión barata, sin lujos, no muy lejos de Congreso ni de Corrientes y Callao, tampoco de Constitución ni de Parque Patricios; un antiguo caserón de escaleras enormes y habitaciones pequeñas, acomodado para que decenas de personas coexistan en el mismo predio sin notarlo demasiado, como una inmensa familia de 40 integrantes, pero sin conocerse.

El cuarto, con ventana a la ruidosa y eterna realidad exterior, fue dividido a la mitad para aprovechar su altura rara y anticuada; abajo la “sala de estar”, dos diminutos sillones individuales en cada rincón, una mesa contra la pared y el gran armario, todo en un perfecto estado de letargo omnipresente, degradé de amarillos y marrones, y una estética nostalgia que recuerda a las imágenes viejas de alguna clásica película de policial negro; arriba se improvisa una cama y el desorden natural de quien convive con su consciencia, sin falsos ropajes, sin muebles pesados que demoren la partida, sin la hipocresía de la disciplina, sin la necesidad de la paz ni el orden.

Baño y cocina compartida tampoco son impedimentos para la subsistencia y, con el tiempo, uno se acostumbra a los olores que no son propios, a los horarios de los otros entes cuasi etéreos, a las miradas dibujadas en las paredes silenciosas, a las historias que orbitan nuestro presente pero que sólo se dejan leer incompletas.

Por lo general, estos lugares son vigilados y coordinados por los encargados del edificio, seres taciturnos que aparentan no haber tenido pasado, devenidos empleados de los propietarios para hacer el trabajo sucio, y que se jactan de la amarga actividad de molestar lo suficiente a cada inquilino desde un principio, tal vez con el objetivo intrínseco de descubrir hasta dónde pueden estos mantener el equilibrio mental sin cometer homicidio o escapar con la deuda detrás; se trata de una raza de hombres y mujeres capaces de simular normalidad en la muchedumbre, en el supermercado e incluso en la primera entrevista pero que, más tarde -sólo un poco más tarde-, comenzarán a enseñar su verdadero semblante, su sonrisa real y retorcida, su falta de vitalidad mal disfrazada, su concepción encerrada en los muros fríos del micromundo que los ha devorado, agobiando siempre con recomendaciones irrelevantes, mandatos minimalistas que se deben cumplir a raja tabla y una obstinada inclinación a tener la razón a cualquier costo, no importa cuántas fantasías necesiten entretejer para interpretar los movimientos registrados por las cámaras de vigilancia y observados atentamente por la familia completa del susodicho administrador -a quien, claro, nadie quiere tener de vecino directo-. Como los detectives y los periodistas, lo sustancial de su tarea es la desconfianza.

Suele suceder en esta clase de lugares que proliferen escaleras inhabilitadas, puertas clausuradas, pasillos tenebrosos y estrechos, terrazas lúgubres abandonadas o entretechos inexplorados, y jamás faltan rumores de suicidios, crímenes sin resolver, crónicas oscuras de tiempos remotos o escondites siniestros que guardan secretos de antaño; susurros clandestinos que resuenan en cada escenario como leyendas atemporales de transmisión oral, sin rigurosidad científica ni detalles comprobables.

También acontecen regularmente sospechosas desapariciones de objetos personales olvidados en lugares comunes, y las más excéntricas y fugaces apariciones de personajes exóticos que inscriben una breve huella y se esfuman rápido, prácticamente sin dejar más rastro que una estela débil en la memoria de pez de los inquilinos. Extranjeros, visitantes esporádicos y fugitivos del ayer de algún distante origen, son residentes habituales de estas viviendas grupales bien peculiares, pero inclusive hay quienes ya son antiguos pobladores con ciertos beneficios y una especial mitología individual creada instintivamente por los que van llegando, en un medioambiente humano que –como ya habrá comprendido usted, querido lector- por momentos se torna inverosímil aún para el más crédulo.

Las parejas abundan, pero los hijos resultan la proyección de un problema indisoluble. También las hay por cientos llamadas residencias estudiantiles, de condiciones semejantes, amontonando jóvenes alumnos de todas las provincias del país y muchachos provenientes de las naciones amigas de Sudamérica, fundamentalmente de Chile, Colombia, México, Ecuador. Los costos y comodidades varían según la zona, el inmueble y la especulación de sus propietarios sin rostro, y habitualmente el único requisito es pagar por adelantado.

Situaciones misteriosas, amores de verano, amistades impensadas, vecinos escandalosos y biografías de todos lados se reúnen en estos antros antropológicos de la supervivencia urbana, ocultos entre locales comerciales de una gran avenida o en las esquinas sin sol de los barrios aledaños y en el propio al microcentro. Quizás la fábula, los enigmas y la fantasía se apoderan de estos territorios místicos mayormente ignorados por la mirada acostumbrada de los ciudadanos desapercibidos, pero lo cierto es que se trata de una insondable comunidad de excéntricos habitantes migrantes que pululan casi a la deriva y suman su granito de arena a los 3 millones que forman la experiencia radical de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, este hormiguero metrópolis y su concierto barroco de diversidad sui generis, en el centro núcleo de una extendida república que contiene a unos 40 millones de argentinos (poco más del doble que la población completa de la Provincia de Buenos Aires).

Pensiones tomadas por la fuerza y el oportunismo, otras ocupadas al costo por extranjeros de un mismo país y transformadas en versiones de guetos naturalizados a escala barrial, residencias que renuevan sus clientes por completo año tras año para no correr los riesgos de una usurpación, casas convertidas en cotolengos de la nueva era, residencias estudiantiles y hoteles panales de mala muerte que funcionan en libertad absoluta, desnudan a su vez la establecida anarquía comercial capitalista de la actualidad y -junto a las tierras fiscales intrusadas, los ya tradicionales barrios marginales y los miles de niños y adultos que viven y duermen armando casas enteras sin paredes a la intemperie de las calles porteñas- revelan un profundo desprecio social por la dignidad de la vivienda, y la violación de un derecho humano básico indispensable para la evolución del hombre civilizado.

Al parecer, en esta lógica moderna de la decadencia y las prioridades opuestas, el juego de la economía, la burocracia, la política y el mercado del trabajo y de la renta, consigue siempre a los mismos perdedores.

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