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Rrevolución y contrarrevolución en psiquiatría argentina
Por Dr. Oscar Adara Bini - Sunday, May. 25, 2014 at 6:07 AM
drabudarabini@yahoo.com.ar

Se recomienda reveer los jalones básicos de la psiquiatría argentina para comprender avances y regresiones.

REVOLUCION Y CONTRA REVOLUJCION EN LA PSIQUIATRA
ARGENTINA

Aunque no lo parezca, la PSIQUIATRIA NACIONAL ARGENTINA tiene un momento fulgurante en el año 1900 cuando su desarrollo alcanza la primera
posición mundial. Esto es de tal envergadura que motiva la visita y posterior estudio del gran Georges Clemmenceau (pensador, político francés de primer nivel)

Sobre un Momento Fulgurante de la Psiquiatría Nacional Argentina que la colocó en el primer puesto mundial y su decurso versa este correo dirigido a colegas, compañeros y amigos con el afecto de siempre.

A principios de los años 70`cuando empecé la profesión, se creía estar ante la Gran Revolución de la Psiquiatria, la segunda mundial posterior a la Revolución Francesa cuando Pinel le quita cadenas y grilletes a los locos. Pichón Riviére, García Badaracco y mi maestro Césal Cabral en Buenos Aires planteaban y practicaban algo tan "loco y revolucionario, tan revolucionariamente loco" como era la Comunidad Terapéutica en el Hospicio. Tal revolución no entrañaba otra cosa que dar palabra al loco, hacer grupos, reuniones comunitarias y Cabral llevó las cosas al cenit de hacer Asambleas Terapéuticas. Ganando por amplio margen a los argentos, teníamos al gran Basaglia abriendo hospicios en Italia y a Laing y Cooper promoviendo la anti psiquiatría en Londres y los EEUU.

Esta enorme revolución mundial en la que tuve la suerte de iniciar mi carrera se presentó ante el mundo y la comunidad científica como el panegírico de lo moderno, como las luces mas rutilantes del iluminismo.

De modo alguno esta era la verdad genealógica de la materia en discusión!

Es verdad que pocos años antes, en las décadas de los años 50`y 60`el mundo, también nosotros, habíamos sopesado una Epidemia de Lobotomías porque por ese entonces, el supuesto saber absoluto de la neurología y la neuro cirugía afirmaba que con unos cortecitos por aquí, unos por allá y unas extracciones de cuarto kilo de lóbulo frontal se resolverían las neurosis graves y también las psicosis.

Nuestro maestro César Cabral inició el jardín de infantes del desasnamiento de nuestros lavados de cerebro presentandonos una paciente del gran Jorge Thenon, el psicoanalista que había deslumbrado al propio Freud con su tratado psicoanalítico sobre la Neuroris Obsesiva publicado en los años 30´. Cabral nos presentaba una señora padeciente de una neurosis obsesiva grave de la época que tenía el temor obseso compulsivo de atacar con sus tijeras a su hijita de 4 años. Luego de ensayar todo su saber psicoterapéutico de gran maestro y aplicarle a la buena señora las medicinas de la época, el gran Thenon optó por la lobotomía. Por tal razón, el maestro Cabral nos presentaba a una señora bien aseñorada que tenía en la frente una hondonada mas grande que una pelota de tenis.

Bien interrogada con la paciencia provinciana del correntino Cabral, la buena señora nos hacía saber que sus temores obsesivo compulsivos no habían variado un ápice luego de haberse recuperado de la cirujía.

¿Y cómo siguió la cosa? Preguntaba al maestro

Ella nos contó que luego de algunos años de intenso sufrimiento propio y del resto de la familia se produjeron cambios sustanciales.

La niña se hizo adolescente y trajo un novio a la casa, cosa de estilo por aquellos tiempos. Y el buen muchacho, un poco vivaracho y casi atorrantón diríamos
hoy no tenía mejor divertimento que traerle a la buena señora las tijeras grandes y provocarla para ver si se atrevía a algo con la ex niña, ahora hermosa
doncella. La buena señora se sentía mortificada ad infinitum pero ni se atrevió jamás a tocar las tijeras.

Este período de la psiquiatría, donde la impotencia del médico y la exigencia de curación por parte de la sociedad se conjugaban había culminado
con la ya mentada Epidemia de Lobotomías. Luego vendrían los electroshocks también epidémicos hasta que se logró imponer la Tercer Revolución de la Psiquiatría con la aparición masiva de los psicofármacos, empezando por la cloropromazina y luego el haloperidol.

Así las cosas en los años 50 y el proceso que llevó a la revolución de los 70´.

Pero volvamos ahora al principio y al primun movens de las cosas.

Para el año 1900 la Argentina tenía ya sus hospicios y la colonia del Dr Cabred cercana a Luján y en ambos lugares, los locos eran los mismos pero los psiquiatras abismalmente diferentes como sustancialmente opuestas las terapias que practicaban.

En el hospicio de la Capital Federal se hacían los tratamientos que ordenaba la ortodoxia de la época: chaleco de fuerza, duchas de agua helada, inyecciónes de leche en el muslo que provocaba un abceso brutal con fiebre alta que bajaba los decibeles del loco mas furioso y así sucesivamente. Mientras tanto y una zona cercana a Luján, el Dr Cabred ensayaba el tratamiento de los locos que mas abajo describe el gran Clemenceau.

La psiquiatría que se practicaba en el año 1900 en la Capital Federal evolucionó hasta lograr hoy la Epidemia de Consumos Masivos de Psicotrópicos que no alcanzó a imaginar la mente afiebrada de Aldos Huxley pero que está cerca de ello. La Terapéutica Revolucionaria del año 1900 que puso a la Argentina en la avang garde de la nouvelle vague forzando a Clemanceau a visitarla, se ha ido opacando, anemizando, casi muriendo y está esperando el tiro del final.

Con afecto a mis colegas, compañeros y amigos y vayamos ahora al texto del gran Clemenceau



Un relato escrito hace 100 años que cuenta cómo era la vida en la Colonia Cabred

El texto fue escrito por elperiodista y político francés Georges Clemenceau (1849-1929) luego de visitar la Colonia en 1910. La nota, generosa en descripciones y enseñanzas, nos muestra muchos aspectos poco conocidos sobre cómo era la vida interna del actual Hospital Interzonal Dr. Domingo Cabred en aquellos tiempos. El relato, fue titulado por Clemenceau: Open Door, Una curiosa casa de locos.

La colonia de dementes de Lujan, a la que su fun­dador y director, el doctor Cabred, ha dado el nombre significativo de Open Door —la puerta abierta—vale una mención más detallada. En una finca de 600 hec­táreas, sobre la línea del Pacífico[1] y a 70 kilómetros de Buenos Aires, hay mil doscientos enfermos repartidos en veinte pabellones, elegantes casitas suizas rodeadas de jardines y que contienen cada uno sesenta enfermos, provistos todos de las instalaciones necesarias para la climoterapia y la balneoterapia, con salas de recreo.

Es un campo cercado por alambre, sin un solo muro ni una cerca de tablas, encontrándose por todas partes la libertad del suelo y del horizonte.

En París hemos elevado una bella estatua a Pinel, en la que lo vemos rompiendo los hierros con que la ignorancia de la Edad Media cargaba aún en 1793 a los locos de Bicétre. Pero si nos tomáramos la pena de visitar nuestro asilo de Santa Ana, muy bien construi­do, nos encontraríamos bien embarazados para decir en qué difiere de una prisión este establecimiento "moderno". Me apresuro a reconocer que, en los otros asilos del departamento del Sena, se empieza a dar el mayor desarrollo posible al trabajo al aire libre. Des­de hace mucho tiempo se había concebido y realizado el pensamiento de colocar a ciertos enfermos con fa­milias de campesinos. El Open Door cuida todas las enfermedades mentales, en cualquier punto que se en­cuentren de su evolución, por lo que se llama "el tra­bajo en libertad". En el trastorno de los fenómenos cerebrales, se trata de abrir la mayor carrera a los refle­jos de la vida inconsciente. Si un enfermo tiene un
ofi­cio, encuentra inmediatamente en el Open Door el empleo de su actividad, porque con el trabajo de los dementes han sido construidos todos los pabellones, desde la estructura y la albañilería hasta la cerrajería, etcétera. En caso contrario, recibe una educación téc­nica y resulta susceptible de adquirir a veces una gran habilidad. El principal asunto es persuadir al recién llegado para que trabaje. Si se niega, no se insiste. "Se le deja aburrirse". Después se le propone un paseo y, cuando se encuentra sobre el terreno, se le ofrece una herramienta para que haga como sus camaradas.



"Yo no he encontrado más que una sola negativa —nos dijo el doctor Cabred—. Un enfermo, sose­gadamente, se propuso demostrarme que en la vida no vale la pena de trabajar para entretenerla. No oculta­ré a usted que consiguió casi desconcertarme y que busco a veces el vicio de su razonamiento sin estar bien seguro de haberlo encontrado. Para el apóstol del trabajo de los locos, es un poco duro preguntar­se si el demente que rechaza el trabajo no tiene sobre sus congéneres la ventaja de una opinión razonada. En todo caso, es el único hombre de la colonia que no hace nada. Pasa su tiempo en leer el periódico o en soñar sin decir una palabra. Cuando voy a verlo, se burla de mí alegando que yo soy el insensato y ver­daderamente, el hecho de entretener su holgazanería es quizás de un hombre bien razonable."

No hay en la colonia camisa de fuerza ni aparato de violencia. No hay excitación ni crisis de violencia que no caiga por el efecto del baño prolongado hasta veinticuatro o hasta treinta horas si es necesario.

Hay pabellones separados para la administra­ción, el depósito de las aguas, la maquinaria, el la­vadero, la lechería, las cocinas, los talleres, el teatro y la capilla. Fuera, el trabajo agrícola bajo todas sus formas: desde la labranza a la cría de ganados. Sólo los capataces que dirigen el trabajo están sanos de espíritu o supuestos tales. A pesar de esta seguridad, no es sin alguna inquietud que en el taller de fun­dición o en la forja se ven locos manejar el hierro rojo o instrumentos tan peligrosos, tanto para los otros como para ellos mismos. Inútil es decir que no llegan a realizar estos trabajos sino después de una larga prueba.

Nuestra visita al Open Door no duró menos de un día entero y, ciertamente, no lo hemos visto todo. Desde el primer minuto hasta el último estuvimos acompañados por un loco fotógrafo que no cesó de tomar clisés a su conveniencia y aun nos amonestó severamente hacia el fin del almuerzo, cuando pudo creer que nos levantaríamos de la mesa sin haber con­sentido servir de modelo. Cuatro días después de mi visita recibía una serie de fotografías que reproducían los diversos incidentes de nuestro paseo al Open Do­or, encuadernadas en álbum naturalmente por un lo­co y expedidas por otro loco a un destinatario bastan­te loco como para suponerse dotado de razón. Por las muestras que le ponen ante la vista, el lector podrá juzgar de la medida en que una expresión de arte se puede acomodar con el desatino.

¿Tengo necesidad de decir que fuimos recibidos al son de La Marsellesa y el Himno Nacional Argen­tino ejecutados por una charanga de locos que, du­rante nuestro almuerzo, nos regaló con su repertorio? Desde aquel día no puedo comprender que no se exi­ja una patente de locura auténtica para la admisión en la orquesta de la ópera.

Y el periodismo, ¿era admisible que no estuviese re­presentado en el Open Door? El buen doctor Cabred no es hombre para caer en estas distracciones. Nos pre­sentó pues el Ecos de las Mercedes, periódico mensual del Open Door, redactado e impreso por locos, con el pensamiento quizás de hacer creer que los otros diarios son obras de personajes que gozan siempre de sentido común. Prosa y poesía. Artículos escritos en español, en italiano y en francés. A veces un poco de abandono en la gramática y en la idea pero, en suma, no muchas más divagaciones que en cualquier otra parte.

Por último, y para terminar la fiesta, se nos ofreció el espectáculo de una carrera de caballos montados por locos. Animales de espíritu sano y jinetes insensatos perfectamente de acuerdo para lanzarse locamente en inútiles esfuerzos hacia un fin perfectamente vano.

¿No es éste el espectáculo ordinario de nuestra humanidad?

Sin embargo, un estimable loco místico, condeco­rado con cien o doscientas medallas, nos perseguía con una lectura de los Santos Evangelios acompaña­da de su bendición. Yo me preguntaba si este ejerci­cio estaba comprendido en el programa del doctor Cabred, que pretende hacer cumplir normalmente por los dementes la obra misma de la sociedad ra­zonable. Un escrúpulo del mismo orden me había ve­nido a la mente, cuando al sonar las doce me encon­traba ante una mesa magníficamente servida:

—¿La comida —pregunté no sin ansiedad— es­ta hecha por los locos?

—Nos hemos resignado a hacer una excepción en favor de usted, se nos respondió con contrición. Y una pregunta me vino a los labios:

—Puesto que usted demuestra prácticamente que los locos son aptos para todo trabajo, ¿cómo ha podi­do usted darse a sí mismo un evidente mentís dejan­do la dirección del Open Door a un hombre que pa­rece gozar de todas sus facultades?

—Sí, es una debilidad —exclamó el amable doc­tor riendo—. Pero después de todo, ¿qué prueba que yo no lleno las condiciones de la doctrina? ¿No le he dicho ya que uno de mis locos, que puede tener muy bien la última palabra sobre las cosas, me ha juzgado delirante porque le inducía a trabajar? Si dice la ver­dad, todo estará en orden en el Open Door.

No quise afligir al eminente doctor, buen arte­sano de una admirable obra; pero otro punto me mantenía en la duda: a aquellos locos que se deja­ban enganchar tan fácilmente para trabajos de toda naturaleza, y que, en el tratamiento de la labor al aire libre sin coerción de ninguna especie, encuen­tran con frecuencia la curación y siempre la dulci­ficación de sus males, ¿se llega verdaderamente, su­primiendo a su alrededor toda suerte de murallas, a darles la ilusión de la libertad? No hacía esta pre­gunta porque la respuesta me había sido facilitada por un viejo jardinero francés que es uno de los huéspedes desde la fundación del Open Door y que, sobreexcitado por nuestra presencia, se puso de pronto a divagar.

—Hace veinticinco años —decía— que me tie­ne usted preso aquí.

He aquí pues un hombre cuya vida se pasaba ba­jo el cielo en un trabajo familiar, como en los días en que tenía su plena razón y, aunque sin ninguna tra­ba aparente, se sentía preso. Es verdad que el determinismo ha reducido lo que llamamos nuestra "liber­tad" aun en las rigurosas fatalidades de un organis­mo, que no nos dejaría, cuando obedecemos sim­plemente al empuje predominante de una energía su­perior, sino la ilusión de la libre voluntad.

¡Oh locu­ra, oh sabiduría, oh vacilantes hermanas! ¿Es verdad que recorréis el mundo tomadas de la mano?

Hacia cualquier solución filosófica que nuestro instinto de sabiduría o de locura nos arrastre, apresurémonos a concluir que el Open Doors es una institu­ción ejemplar por la que, gracias al doctor Cabred, la Argentina ha trazado la vía a los pueblos de las viejas civilizaciones. Añadamos por otra parte, que las evasiones (si me atrevo a utilizar este término impropio) son muy raras, casi imposibles en razón del estado ca­si desierto de la pampa, y que los locos en vías de cu­ración, a quienes se les conceden algunos días de per­miso para ir a visitar a sus amigos antes de su libera­ción definitiva tienen satisfacción en volver a su alo­jamiento en el plazo indicado. ¿Quién sabe si hasta algún loco, lleno de razón, no rechaza secretamente tenerse por curado, a fin de pasar el resto de su días en un trabajo dichoso, bajo un hermoso cielo, entre hombres pacíficos y extraños a todos esos conflictos de eternas competencias que son
el azote de la vida "razonable"? Esto podrá conducir al doctor Cabred al establecimiento de un anexo para los cuerdos.

[1] Hace referencia al ferrocarril de Buenos Aires al Pacífico (hoy llamado General San Martín) que en 1888 habilitó al público el trayecto que iba de la Estación Palermo en la Capital a la localidad de Mercedes.

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