Julio López
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La evolución de las ciudades* [1]
Por (reenvio) Elisée Reclus - Friday, Jun. 13, 2014 at 3:57 AM

Bruselas (Bélgica), 1895.

Al observar nuestras inmensas ciudades expandirse cada día y casi cada hora, engullir año tras año nuevas colonias de inmigrantes y extender sus tentáculos, como pulpos gigantes, sobre el espacio que las rodea; se siente una especie de estremecimiento, como si se presenciaran los síntomas de alguna extraña enfermedad social.

Se podría utilizar una parábola bíblica en contra de estas prodigiosas aglomeraciones humanas, como aquella en la que Isaías profetizaba sobre Tiro, «llena de sabiduría y perfecta en belleza», o sobre Babilonia, «la hija de la mañana». Sin embargo, es fácil demostrar que este crecimiento monstruoso de la ciudad —resultado complejo de una multiplicidad de causas— no es pura patología. Si por un lado constituye en algunos de sus episodios un hecho extraordinario para el moralista; es por otro lado, en su desarrollo normal, un indicador de evolución sana y regular. Donde las ciudades crecen, la humanidad progresa; allí donde se deterioran, la propia civilización está en peligro. Es importante por lo tanto diferenciar claramente las causas que han determinado el origen y el crecimiento de las ciudades de las que han ocasionado su deterioro y desaparición; así como de aquellas que ahora las están trasformando poco a poco para ‘casarlas’, por así decirlo, con su entorno.

Incluso en el principio de los tiempos, cuando las tribus primitivas todavía vagaban por bosques y sabanas, la sociedad en ciernes se esforzaba por producir el germen de las futuras ciudades; se adivinaban ya en el tronco del árbol los brotes que estarían destinados a convertirse en ramas poderosas. No es en las sociedades civilizadas, sino en pleno apogeo del barbarismo primitivo donde tenemos que buscar la fuerza creativa que posibilitó la aparición de los centros de vida humana, aquellos que serían los precursores de la ciudad y la metrópoli.

Para empezar, el hombre es sociable. En ningún lugar encontraremos un pueblo cuyo ideal de vida sea el completo aislamiento. El anhelo de la soledad absoluta es una aberración únicamente posible en un estado avanzado de civilización, propia de faquires y anacoretas angustiados por delirios religiosos o derrotados por los sufrimientos de la vida. Y aun así, estos personajes siguen dependiendo de la sociedad que los rodea, que les trae el pan de cada día a cambio de sus oraciones o bendiciones. Si realmente estuvieran absortos en un éxtasis perfecto, exhalarían su último suspiro en ese mismo momento, y si estuvieran realmente desesperados, se escabullirían para morir como el animal herido que se esconde en la oscuridad del bosque.

Pero el hombre sano de la sociedad salvaje —cazador, pescador, o pastor— adora encontrarse entre sus compañeros. La necesidad quizás le obligue a menudo a hacer guardia en solitario para cazar, a seguir un banco de peces en un estrecho bote golpeado por las olas, o a alejarse del campamento en busca de nuevos pastos para sus rebaños. Pero tan pronto como pueda reunirse con sus compañeros con una buena reserva de provisiones, se apresura a volver al campamento, el núcleo de lo que en el futuro será la ciudad.

Salvo en las regiones donde la población era extremadamente escasa y se dispersaba a lo largo de distancias inmensas, era habitual que varias tribus tuvieran un punto de encuentro común, por lo general en algún lugar elegido por su fácil accesibilidad a través de las vías de comunicación naturales —ríos, desfiladeros, o pasos de montaña. Es aquí donde tenían lugar sus fiestas, sus parlamentos, el intercambio de las mercancías que a algunos les faltaban y otros les sobraban. Los Pieles Rojas, que en el siglo pasado todavía poblaban las extensiones de bosque y las praderas del Mississippi, preferían para sus citas alguna península que dominara la confluencia de varios ríos —como la franja triangular de tierra que separa el Monongahela y el Allegheny; o colinas desnudas que dominaran un paisaje amplio e ininterrumpido, desde las cuales pudieran divisar a sus compañeros atravesando la llanura, remando en el río o cruzando el lago —como, por ejemplo, la gran isla de Manitú, entre el lago Míchigan y el Lago Hurón. En las regiones ricas en caza, pesca, ganado y tierras cultivables, la agrupación se estrecha proporcionalmente a la abundancia de los medios de vida. Los lugares en los que se emplazarían las futuras ciudades ya estaban indicados por estos puntos de encuentro entre varios centros de producción. ¡Cuántas ciudades modernas han surgido de esta manera en lugares que han sido centros de atracción desde la más remota antigüedad!

El intercambio de mercancías que se llevaba a cabo a estos lugares de encuentro se convirtió en un incentivo adicional, más allá de la necesidad instintiva de vida social, para la formación de nuevos núcleos de población entre las sociedades primitivas. Además, estos inicios de comercio venían generalmente acompañados de cierta industria incipiente: un yacimiento de sílex para tallar y pulir armas y otras herramientas, una capa de arcilla o loza para hacer hacer vasijas o pipas de barro cocido, una veta de metal que podría ser fundida o forjada para hacer baratijas, un montón de bellas conchas adecuadas para hacer adornos o dinero. Todos ellos son alicientes que atraen al ser humano a estos lugares que, si al mismo tiempo, son adecuados como centros de suministro de alimentos, combinan todos los requisitos necesarios para la construcción de una ciudad.

Pero la vida del ser humano no está influida únicamente por sus propios intereses. El miedo a lo desconocido, el terror de lo misterioso, se ocupan de fijar los núcleos de población en la cercanía de lugares contemplados con temor supersticioso. El propio terror atrae. Vapores ascendiendo de grietas en el suelo, como si del horno donde los dioses están forjando sus rayos se tratara; ecos extraños reverberando entre las montañas como voces de genios burlones; un bloque de hierro que cae del cielo; o una misteriosa niebla que toma forma humana y pendulea en el aire. Tan pronto como uno de estos fenómenos marca un lugar, la religión lo consagra, se levantan templos sobre él, los fieles se reúnen alrededor, y tenemos el origen de una Meca o una Jerusalén.

El odio humano también colabora en la fundación de ciudades, incluso en nuestros días. Una de las constantes preocupaciones de nuestros antepasados fue protegerse contra agresiones externas. Hay vastas regiones de Asia y África donde cada pueblo está rodeado por su parapeto y su empalizada; e incluso en el sur de nuestra Europa, todas las agrupaciones de viviendas situadas en las proximidades del mar tienen sus murallas, su torre de reloj, y su iglesia fortificada o guardada; y a la menor alarma la gente del campo se refugiaba dentro de sus murallas. Todas las ventajas del terreno se utilizaron para hacer del lugar de habitación un lugar también de refugio. Un islote ofrece un emplazamiento excelente para una ciudad marítima o lacustre, desde la que divisar inmediatamente a los enemigos, y en la que recibir a los amigos en el puerto, custodiado por un grupo de cabañas que miran al mar. Rocas escarpadas con flancos verticales desde las que poder lanzar bloques de piedra que rodaran sobre los atacantes constituyen una especie de fortaleza natural que era muy apreciada. Debido a esto, los zuñi, los moqui, y otros habitantes de los acantilados se asentaron en sus altas terrazas desde las que dominaban el espacio como águilas.

Así pues, el hombre primitivo se preocupó de elegir el lugar; y el hombre civilizado fundó y construyó la ciudad. En los albores de la historia escrita, entre los caldeos y los egipcios, las ciudades habían existido desde hacía ya mucho tiempo en las orillas del Eúfrates y el Nilo, y sus habitantes se podían contar por decenas y cientos de miles. El cultivo de estos valles fluviales requería una inmensa cantidad de mano de obra organizada: el drenaje de pantanos, el desvió de los cauces de los ríos, la construcción de terraplenes y canales para el riego... Para llevar a cabo estas obras fue necesaria la construcción de ciudades en las inmediaciones del cauce de los ríos, sobre una plataforma artificial de tierra apisonada levantada muy por encima del nivel de inundación. Es cierto que en aquellos tiempos lejanos, los soberanos que tenían a su disposición innumerables esclavos ya comenzaban a seleccionar los sitios de sus palacios a su antojo; pero por muy grande que fuera su poder, no pudieron hacer más que dejarse llevar por el movimiento natural iniciado por los propios habitantes. Fueron los campesinos, después de todo, los que fundaron las ciudades; las mismas que más tarde con tanta frecuencia se volverían contra sus olvidados creadores.

La época griega ilustra a la perfección este fenómeno normal y espontáneo del nacimiento de las ciudades. Atenas, Megara o Sición brotaron al pie de sus colinas como flores a la sombra de los olivos. Todo el país —la cuna de la civilización— estaba contenido en un espacio limitado. Desde lo alto de su acrópolis se podía seguir con la vista los límites del dominio colectivo: primero a lo largo de la línea de la costa, trazada por la cresta blanca de las olas; después a través de las lejanas colinas azuladas, pasando por barrancos y quebradas hasta las crestas de las rocas brillantes. El hijo de esta tierra podía nombrar cada arroyuelo, cada grupo de árboles, cada pequeña casa. Conocía a todas las familias que se cobijaban bajo aquellos techos de paja, cada lugar memorable por las hazañas de un héroe nacional, o por los rayos lanzados por alguno de sus dioses. El campesino, por su parte, consideraba la ciudad como suya. Conocía los caminos trillados que se había convertido en calles, las amplias plazas y carreteras que aún llevaban los nombres de los árboles que solían crecer allí; podía recordar como había jugado alrededor de las fuentes que ahora reflejaban las estatuas de las ninfas. Sobre la cumbre de la colina protectora se levantaba el templo de la deidad esculpida a la que invocaban en horas de peligro, y todos se refugiaban detrás de sus murallas cuando el enemigo atacaba los campos. En ninguna otra parte engendró cualquier otra tierra un patriotismo de tal intensidad: la vida de cada uno tan ligada a la prosperidad de todos. El organismo político estaba tan nítidamente definido, y era tan simple, tan único e indivisible, como el del propio individuo.

Mucho más compleja era sin embargo la ciudad de la Edad Media, que vivía de sus industrias y su comercio exterior, y que a menudo estaba rodeada tan sólo por un cinturón de pequeños jardines. Veía a su alrededor la inquietante proximidad de las fortalezas de los señores feudales, amigos o enemigos, estrechando las casuchas miserables de los aldeanos a sus pies, como un águila posando las garras sobre su presa. En esta sociedad medieval, el antagonismo entre el campo y la ciudad surgió como resultado de las conquistas. Reducidos a la mera servidumbre bajo el mando del barón, los campesinos —un bien inmueble ligado a la tierra, en el insultante lenguaje de la ley— fueron lanzados contra las ciudades en contra de su voluntad como si de armas se trataran. Fueran labradores o soldados, eran empujados a oponerse al municipio y a su creciente clase industrial.

De todas las regiones europeas, Sicilia es la única en la que la prístina armonía entre campo y ciudad ha sobrevivido casi intacta. El campo está habitado sólo por el día, durante la jornada laboral. No hay pueblos. Los agricultores y los ganaderos regresan a las ciudades con sus rebaños; campesinos por el día, que se convierten en ciudadanos por la noche. No hay visión más conmovedora que la de estas procesiones de trabajadores regresando a las ciudades mientras el sol se esconde detrás de las montañas y proyecta la sombra inmensa de la tierra hacia el este. Los grupos desiguales se suceden a intervalos por el camino ascendente —ya que, para ser más seguras, las ciudades se situaban casi siempre sobre la cima de alguna colina, donde sus blancas paredes para podían ser vistas en diez leguas a la redonda. Las familias y amigos se reúnen para el ascenso, y los niños y los perros corren con algarabía de un grupo a otro. El ganado se detiene de vez en cuando para pastar al borde del camino. Las muchachas se sientan a horcajadas sobre los animales de labranza, mientras los muchachos les ayudan a pasar los lugares difíciles; y cantan y ríen, y a veces cuchichean entre ellos.

Pero no sólo en Sicilia —la Sicilia de Teócrito— se pueden encontrar estos entrañables grupos por la tarde. A lo largo de la costa mediterránea, Asia Menor y Andalucía las costumbres de antaño se han mantenido parcialmente, o al menos han dejado huella. Todas las pequeñas ciudades fortificadas que pueblan las costas de Italia y la Provenza pertenecen al mismo tipo de república en miniatura; son el lugar de encuentro por la noche de los labradores de los campos vecinos.

Si la Tierra fuera perfectamente uniforme en la forma de su relieve y las cualidades de su suelo, las ciudades se habrían colocado con regularidad casi geométrica. La atracción mutua, el instinto social y las ventajas del comercio habrían determinado que su nacimiento se produjera a distancias prácticamente iguales. En una planicie sin obstáculos naturales, sin ríos o puertos situados favorablemente, y sin divisiones políticas del territorio en distintos estados, la ciudad principal se habría colocado en el mismísimo centro de la región. Las grandes ciudades se habrían distribuido de manera equidistante alrededor de ella, rítmicamente separadas entre sí, y cada una contaría con su sistema planetario de pueblos más pequeños, que mantendrían entre ellos una distancia equivalente a un día de marcha a pie —ya que, al principio, el número de millas que un viajero podía recorrer de media entre el amanecer y el anochecer era, en condiciones normales, la distancia habitual entre un pueblo y el siguiente. La domesticación de los animales y, más tarde, la invención de la rueda, modificó estas unidades de medida primitivas. El paso del caballo, y luego la vuelta completa de rueda, se convirtieron en la unidad de cálculo para determinar la distancia entre las regiones urbanas habitadas. En China, en las cercanías del Ganges, en las llanuras del Po, en el centro de Rusia e incluso en la propia Francia se puede discernir por debajo del aparente desorden un autentico orden de distribución regulado tiempo atrás claramente por el paso del viajero.

Un pequeño folleto publicado en 1850 aproximadamente por un hombre ingenioso e inventor llamado Gobert que vivió como refugiado en Londres, llamó la atención sobre la asombrosa regularidad de la distribución de las grandes ciudades francesas antes de que la minería y otras actividades industriales importunaran el equilibrio natural de la población. Así, alrededor de París y de manera radial hacia las fronteras del país, existe un anillo de ciudades grandes pero subordinadas a ella (Lille, Burdeos, Lyon). Siendo la distancia de París al Mediterráneo aproximadamente el doble del radio de este anillo, otra ciudad importante debía aparecer en el extremo de esta línea, y Marsella, la antigua colonia fenicia y griega, tuvo así un desarrollo magnífico. Entre París y estos centros secundarios, surgieron, a distancias prácticamente iguales, un número de ciudades pequeñas, pero de importancia todavía considerable, separadas unas de otras la distancia de una doble jornada, es decir, 80 millas (Orleans, Tours, Angulema). Finalmente, a mitad de camino entre estos centros de tercera categoría, a la distancia de una jornada, se desarrollaron ciudades modestas como Étampes, Amboise, Chatêllerault, Ruffec, Libourne. De esta manera el viajero, en su camino a través de Francia, podía encontrar de manera alternativa un lugar donde detenerse, y un lugar donde descansar, por así decirlo. Siendo el primero adecuado para el viajero a pie, y el segundo, para el cochero y los caballos. En prácticamente todas las carreteras importantes el ritmo de las ciudades sigue el mismo esquema; una suerte de cadencia natural que regula el avance de hombres, caballos y carruajes.

Las irregularidades de esta red de estaciones se explican por las características de cada región: sus subidas y bajadas, el flujo de los ríos, los mil puntos de inflexión geográfica. En primer lugar, la naturaleza del suelo influencia a los hombres a la hora de hacer la elección de la ubicación de su morada. Donde la hierba no crece, la ciudad tampoco puede crecer. Le da la espalda a las tierras estériles, de grava dura y arcillas pesadas, y se expande primero por las zonas fértiles de fácil cultivo —los suelos aluviales de las zonas pantanosas, por ejemplo, bastante fértiles a su manera, no son siempre fácilmente accesibles, y para sacarles partido es necesaria una organización de las tareas sólo posible en un estado muy avanzado de civilización.

Una vez más, las irregularidades del terreno, así como la pobreza del suelo, repelen a la población e impiden, o al menos retrasan, el crecimiento de las ciudades. Los precipicios, los glaciares, la nieve, los vientos helados, expulsan a los hombres, por así decirlo, de los valles entre montañas escarpadas; y la tendencia natural de las ciudades es a agruparse a la salida de estas regiones prohibidas, en el primer lugar favorable que se presenta a la entrada de las mismas. Hay una ciudad a la orilla de cada torrente cuando éste llega a su curso bajo, justo donde su cauce se ensancha y se bifurca en multitud de ramas. De la misma manera, en cada confluencia de dos, tres o cuatro valles, surge una ciudad importante —tan importante como agua llevan las ramas del río junto al que se asienta. Tomemos como referencia la geografía de los Pirineos y de los Alpes. ¿Podría algún lugar ser más adecuado que el de Zaragoza, situada en el curso medio del Ebro donde éste confluye con el Gállego y el Huerva? Al igual que la ciudad de Toulouse, la metrópolis del sur de Francia, que se encuentra en un punto que incluso un niño habría sugerido de antemano como lugar idóneo, allí donde el río se convierte en navegable más abajo de la confluencia del Garona, el Ariège y el Ers. En los extremos opuestos de Suiza, Basilea y Ginebra se sitúan sobre las grandes travesía utilizadas en las antiguas migraciones de los pueblos. Y en la vertiente sur de los Alpes, cada valle sin excepción cuenta con una ciudad que guarda sus puertas. Grandes ciudades, como Milán y muchas otras, marcan puntos principales de convergencia. Y todo el alto valle del Po, que constituye las tres cuartas partes de un circulo inmenso, tiene como centro natural la ciudad de Turín.

Pero los ríos no son sólo la arteria central de los valles; representan, en esencia, el movimiento y la vida. La vida llama a la vida; y al hombre, con su eterno espíritu errante, continuamente atraído por el horizonte lejano; le encanta asentarse al lado de la corriente que arrastra a la vez sus barcos y sus pensamientos. Sin embargo, no elegirá indiferentemente cualquiera de los lados de la corriente, sin hacer distinción entre el lado exterior e interior de la curva, entre la corriente rápida y la lenta. Prueba aquí y allá hasta que encuentra un sitio de su agrado. Elige preferentemente los puntos de convergencia o ramificación, allí donde puede sacar ventaja de tres o cuatro vías navegables, en vez que conformarse sólo con dos direcciones: río arriba y río abajo. O se asienta en un punto de parada obligatoria —rápidos, cascadas, desfiladeros rocosos—, donde los barcos echan el ancla y transbordan las mercancías; o donde el río se estrecha y es más fácil cruzar de un lado a otro. Por último, el punto vital de cada cuenca fluvial es la desembocadura, donde la marea creciente controla y se resiste a la corriente descendente, y donde los barcos empujados por las aguas del río se encuentran con los navíos de ultramar que llegan con la marea. Este punto de encuentro de las aguas en el sistema hidrográfico puede compararse con el punto en que el sistema de vegetación superior de un árbol se encuentra con las raíces que se extienden en las profundidades.

Las desviaciones de la costa también afectan a la distribución de las ciudades. Las costas arenosas y rectas prácticamente ininterrumpidas, inaccesibles a los navíos de gran calado excepto en días excepcionales de calma chicha, son evitadas tanto por marineros como por las poblaciones del interior. Por ello, en las 136 millas de costa en linea recta desde la desembocadura del Gironda hasta la del Adour no hay ni una sola ciudad, con la única excepción de Arcachón, un balneario situado a espaldas del mar detrás de las dunas de Cap Ferré. De la misma manera, la imponente serie de barreras costeras que flanquean las Carolinas a lo largo de su costa atlántica, sólo da acceso, a lo largo de toda la distancia entre Norfolk y Wilmington, a unos pocos puertos pequeños de navegación difícil y peligrosa. En otras regiones costeras, islas e islotes, rocas, promontorios, innumerables penínsulas, acantilados con sus mil puntas y grietas, impiden igualmente la aparición de ciudades, a pesar de todas las ventajas de las aguas profundas y resguardadas. La violencia de las costas demasiado tempestuosas hace que no se asienten allí más que grupos muy pequeños de personas. Las ubicaciones más favorables son aquellas que cuentan con un clima templado y una costa accesible tanto por tierra como por mar; a barcos y vehículos terrestres por igual.

Todas las demás características del terreno, ya sean físicas, geográficas o climáticas, contribuyen por igual al nacimiento y el crecimiento de las ciudades. Cada ventaja aumenta el atractivo, cada inconveniente se lo resta. Dado un mismo ambiente y un mismo estado de evolución histórica, el tamaño de las ciudades se mide exactamente por la suma de los privilegios de su entorno natural. Una ciudad africana y una europea, en un entorno natural similar, serán muy diferentes una de la otra debido a que su evolución histórica es totalmente diferente; y sin embargo, habrá cierto paralelismo entre sus destinos. Por un fenómeno análogo al de la atracción entre los planetas, dos centros urbanos vecinos ejercen una influencia mutua uno sobre el otro, e impulsan el desarrollo del otro complementando sus ventajas —como en el caso de Manchester, la ciudad industrial, y Liverpool, la ciudad comercial—; o se perjudican el uno al otro compitiendo cuando sus atractivos son del mismo tipo. Así, la ciudad de Libourne, situada junto al río Dordoña a poca distancia de Burdeos, pero justo al otro lado de la lengua de tierra que separa el Dordoña del Garona, podría tener hoy en día la misma capacidad comercial y naval que tiene Burdeos; pero su proximidad a ésta ha sido su perdición. Por así decirlo, ha sido engullida por su rival; ha perdido la importancia marítima casi en su totalidad; y es poco más que un lugar de descanso para los viajeros.

Hay otro aspecto importante que debe ser tenido en cuenta: la forma en la que la fuerza geográfica, como la de la electricidad, puede ser transportada a distancia, actuar en un punto alejado de su centro, e incluso alumbrar, por así decirlo, una ciudad secundaria en una ubicación más favorable que la primera. Podemos tomar como ejemplo el puerto de Alejandría, que a pesar de su distancia al Nilo, es sin embargo el emporio de toda la cuenca del Nilo; al igual que Venecia es el puerto de toda la llanura de Padua, y Marsella el del valle del Ródano.

Además de las ventajas del suelo y del clima hay que considerar la riqueza del subsuelo, que a veces ejerce una influencia decisiva en la posición de las ciudades. Una ciudad puede aparecer de repente en un lugar claramente desfavorable, pero en el que sin embargo el terreno es rico en canteras de piedra, arcillas cerámicas o mármol, sustancias químicas, metales o combustibles fósiles. De esta manera, ciudades como Potosí, Cerro do Pasco o Virginia City han surgido en regiones donde, salvo por la presencia de minas de plata, ninguna ciudad hubiera sido nunca fundada. Merthyr Tydfil, Ceuzot, Essen o Scranton son producto de los yacimientos de carbón. Todas las fuerzas naturales que no habían sido utilizadas hasta la fecha, están dando lugar a nuevas ciudades precisamente en los lugares que antes eran desechados; bien a los pies de una catarata, como Ottawa, o bien en zonas de alta montaña cerca de saltos de agua naturales que posibilitan la producción de electricidad, como ocurre en muchos valles suizos. Cada avance del ser humano genera nuevos puntos de vitalidad, de la misma manera que cada nuevo órgano genera para si mismo nuevos centros nerviosos.

A medida que el dominio de la civilización se expande y estos factores ejercen su influencia sobre áreas más extensas, las ciudades, al pertenecer a un organismo mayor, pueden sumar atractivos de un tipo más general a aquellos que provocaron su nacimiento, que pueden asegurarla un papel histórico de primera categoría. Así Roma, que ya ocupaba una posición central respecto a la región cercada por las colinas volcánicas latinas, se encontró enseguida en el centro del ovalo que forman los Apeninos; y más tarde, tras la conquista de Italia, ocupó el punto medio de la península delimitada por los Alpes, y señaló de manera prácticamente exacta la parada intermedia entre los dos extremos del Mediterráneo: la desembocadura del Nilo, y el estrecho de Gibraltar. París, tan exquisitamente situada cerca de una triple confluencia de aguas, en el centro de una cuenca fluvial, y casi en medio de una serie de formaciones geológicas concéntricas, cada una con sus productos especiales; tiene además la gran ventaja de encontrarse en la convergencia de dos vías históricas —el camino de España por Bayona y Burdeos, y el camino de Italia por Lyon, Marsella y la Corniche. Al mismo tiempo encarna e individualiza toda la potencia de Francia respecto a sus vecinos del oeste —Inglaterra, Países Bajos, y norte de Alemania—. No siendo más, al principio, que un simple enclave pesquero entre dos ramas estrechas del Sena, las oportunidades de París se limitaban a sus redes, sus barcas, y la fértil llanura que se extiende desde el Monte de los Mártires hasta el de Santa Genoveva. Más tarde, la confluencia de ríos y arroyos —el Sena, el Marne, el Ourcq y el Bièvre, además del Oise— le otorgó estatus de mercado. Las formaciones geológicas desarrolladas en torno a lo que fue el fondo de un mar antiguo le fueron dando poco a poco una importancia económica, y el camino histórico entre el Mediterráneo y el océano la convirtió en el núcleo de su tráfico.

Poco se necesita explicar sobre las ventajas naturales de Londres, el principal centro de navegación marítima del Támesis. ¿No tiene el privilegio de ser la más central de todas las ciudades del mundo, la más accesible desde todas las partes del globo?

En su interesante trabajo en La posición geográfica de las capitales de Europa, J.G.Kohl (1874) describe cómo Berlín —que durante mucho tiempo fue solamente un pueblo, sin otro mérito que el de ofrecer a los nativos una manera fácil de cruzar entre los pantanos y una base solida en un islote del río Spree—, acabó siendo en el desarrollo histórico de la región, la parada intermedia entre el Oder y el Elba en una vía navegable entre lagos y canales; y el punto donde todas las vías importantes diagonales del país se encuentran y se cruzan de manera natural, desde Leipzig hasta Stettin, desde Breslau hasta Hamburgo. Tiempo atrás, el Oder, en el punto que ahora ocupa Frankfurt, no giraba bruscamente hacia la derecha para desembocar en el Báltico, sino que continuaba su curso en dirección noreste para morir en el mar del Norte. Este inmenso río, de más de seiscientas millas de largo, pasaba justo por el punto donde ahora se encuentra Berlín, que se sitúa prácticamente en el medio de su antiguo valle. El Spree, con sus charcas y pantanos, no es sino el vestigio de aquel poderoso curso de agua. La capital alemana, que domina el curso de los dos ríos, domina también los dos mares, de Memel a Embden; y es esta ubicación, más que cualquier otra centralización artificial, la que la hace atractiva. Además, como todas las grandes ciudades del mundo moderno, ha multiplicado por diez sus ventajas naturales gracias a la convergencia de las líneas de ferrocarril, que atraen el comercio del resto de países y del suyo propio, a sus almacenes y mercados.

Pero el desarrollo de las capitales, después de todo, es en gran medida artificial. Los favores administrativos que se les conceden, y la multitud de cortesanos, funcionarios y políticos, así como todos los interesados que les presionan, le dan un carácter demasiado singular como para poder estudiarlo como tipo. Es menos arriesgado razonar sobre la vida de las ciudades cuyas oscilaciones se deben únicamente a razones geográficas e históricas. No hay estudio más fructífero para el historiador que el de una ciudad cuyos anales y el propio aspecto de la misma le permiten verificar in situ los cambios históricos que han tenido lugar de acuerdo con una cierta regla rítmica.

En estas condiciones, se puede ver la escena desarrollarse ante los ojos. La cabaña del pescador; la cabaña del jardinero al lado de ésta; a continuación unas cuantas granjas salpican la campiña, una rueda de molino que gira en el riachuelo; más adelante, una torre de vigilancia en la colina. Al otro lado del río, donde la proa de la balsa acaba de rozar la orilla, alguien está construyendo una nueva cabaña; una posada, una pequeña tienda al lado de la casa del barquero, invita al que está de paso y al posible comprador. A continuación, una explanada en la que se sitúa el mercado, que destaca sobre todo lo demás. Un sendero, golpeado por los pies de hombres y animales, serpentea desde el mercado hasta el río. Un camino sinuoso trepa por la colina. Las carreteras del futuro se adivinan en la hierba pisada del campo, y las casas se adueñan de los margenes verdes de los caminos allí donde éstos se cruzan. El pequeño oratorio se convierte en iglesia, el andamiaje inacabado de la torre de vigilancia da paso a la fortaleza, al cuartel o al palacio; la aldea se convierte en pueblo, el pueblo en ciudad. La mejor manera de visitar uno de estos conjuntos urbanos con una larga vida histórica, es examinarlo en el orden de crecimiento, empezando por el lugar —generalmente consagrado por alguna leyenda— que le dio origen, para acabar con las ultimas mejoras en sus fábricas y almacenes. Cada ciudad tiene su carácter, su vida, su complexión propia. Una es alegre y animada, otra está impregnada de melancolía. Generación tras generación deja en herencia su carácter. Hay ciudades que te hielan la sangre al entrar con su hostilidad pétrea, hay otras en las que uno se siente despreocupado y optimista como al ver a un amigo.

También hay contrastes en los modos de crecimiento de las diferentes ciudades. Hay ciudades que proyectan sus suburbios como tentáculos a lo largo de los caminos de la región, siguiendo la dirección y la importancia de su comercio por tierra. Otras, si se asientan junto a un río, se extienden a lo largo de la orilla cerca de los lugares de amarre y embarque. Es sorprendente la marcada diferencia que existe a menudo entre las dos orillas del río de una misma ciudad, aunque en principio parezca que tienen las mismas condiciones para atraer a la población. Este fenómeno tiene su explicación en las corrientes del río. El plano de Burdeos sugiere inmediatamente que el centro de la zona habitada debía haber estado en la margen derecha del río, en el lugar que ocupa un pequeño barrio llamado La Bastida. Pero el Garona describe en este punto una curva pronunciada, y lanza sus aguas contra los muelles de la margen izquierda. El comercio se produce necesariamente en la orilla en la que el flujo del río es más rápido, y la población se establece por tanto junto a las aguas profundas de la margen izquierda, evitando las orillas enlodadas de la margen derecha.

A menudo se ha sugerido que las ciudades que tienen una tendencia constante a crecer hacia el oeste. Este hecho —que es cierto en muchos casos— es fácilmente explicable, al menos en los países de Europa occidental y algunos otros de clima similar, ya que el lado oeste es el que está expuesto a las corrientes de aire más limpio. Los habitantes de los barrios occidentales están menos expuestos a las enfermedades que aquellos del otro extremo de la ciudad, a los que el aire les llega cargado de impurezas debido a su paso por innumerables chimeneas, bocas de alcantarillado y similares, y con el aliento de miles o millones de seres humanos. Además, no debemos olvidar que el rico, el ocioso, el artista, que tienen tiempo libre para disfrutar de la naturaleza, están mucho más predispuestos a apreciar la belleza del atardecer que la del amanecer. Consciente o inconscientemente siguen el movimiento del sol de este a oeste, y prefieren verlo desaparecer al final del día en el resplandor de las nubes de la tarde. Pero también hay muchas excepciones a este crecimiento en la dirección del sol. La forma y el relieve del suelo, el encanto del paisaje, la dirección de las corrientes de agua o la atracción de las industrias locales y el comercio pueden empujar a los hombres hacia cualquier punto del horizonte.

Debido a su propio desarrollo, la ciudad, como cualquier otro organismo, tiende a morir. Víctima del paso del tiempo como todo lo demás, envejece mientras otras ciudades nuevas surgen a su alrededor, impacientes por vivir su turno. Por la fuerza de la costumbre, o más bien por la voluntad de sus habitantes, y por la atracción que cualquier centro ejerce sobre su entorno, trata de continuar con su vida. Pero —sin tener en cuenta los accidentes fatales que afectan a las ciudades igual que a los hombres— no hay grupo humano que pueda incesantemente reparar sus desperfectos y rejuvenecer sin invertir cada vez más y más esfuerzo; y a veces las fuerzas se agotan. La ciudad debe ensanchar sus calles y plazas, reconstruir sus muros, y reemplazar sus viejos y ahora inservibles edificios con construcciones que respondan a las necesidades de los nuevos tiempos. Mientras las ciudades americanas nacían bien organizadas y perfectamente adaptadas a su entorno, París —vieja, molesta, llena de suciedad— debía llevar a cabo un costoso proceso de rehabilitación que, en la lucha por la supervivencia, la colocaba en gran desventaja respecto a ciudades jóvenes como Nueva York y Chicago. Por las mismas razones, las ciudades del Eúfrates y del Nilo fueron reemplazadas —Babilonia por Nínive, Menfis por El Cairo. Cada una de estas ciudades —que, gracias a las ventajas de su emplazamiento, mantenían su importancia histórica— fue forzada a abandonar su antigua ubicación y desplazar su centro, con el objetivo de escapar de su propia basura y de la peste que emanaba de sus montones de deshechos. Por norma general, el lugar abandonado por una ciudad que se ha desplazado está destinado a convertirse en un cementerio.

Otras causas de decadencia, más graves que las anteriores ya que resultan del devenir natural de la historia, han acabado con muchas ciudades en su día famosas. Circunstancias análogas a las de su nacimiento han producido su destrucción inevitable. De esta manera, la sustitución de un camino o travesía importante por un medio de transporte novedoso puede borrar de un plumazo una ciudad que en su día fue creada para las necesidades de transporte. Alejandría echo a perder Pelusio, Cartagena de las Indias Occidentales mandó a Puerto Bello de vuelta a la soledad de su bosque. Las demandas de comercio y la supresión de la piratería han cambiado el emplazamiento de prácticamente todas las ciudades construidas en las costas rocosas del Mediterráneo. Antes se asentaban en colinas escarpadas y estaban guardadas por gruesos muros para defenderse de los señores de la guerra y los corsarios. Ahora han salido de sus fortalezas y se desparraman a lo largo de la costa. En todas partes la explanada ha sustituido a la ciudadela, la Acrópolis se ha trasladado al Pireo.

En nuestras sociedades, donde las instituciones políticas han estado influidas a menudo por voluntades individuales; se han fundado por capricho de los soberanos ciudades en un lugares en los que nunca hubieran surgido de manera espontánea. Ubicadas en un sitio ilógico, estas ciudades han precisado de un enorme esfuerzo para desarrollarse. Madrid y San Petersburgo, por ejemplo, cuyas primitivas cabañas y caseríos nunca hubieran evolucionado hasta convertirse en las populosas ciudades que son hoy en día sino hubiera sido por Felipe II y Pedro I respectivamente, fueron construidas a un alto precio. Pero, aunque le deban su creación al despotismo, es al trabajo duro de los hombres al que le deben las cualidades que las han permitido sobrevivir como si hubieran tenido un origen natural. Debido al relieve natural del terreno nunca hubieran estado destinadas a convertirse en grandes centros de población; y sin embargo lo son ahora gracias a la convergencia de vías de comunicación artificiales —carreteras, vías de ferrocarril, canales— y al intercambio cultural. Porque la geografía no es una cosa inmutable, se hace y se rehace cada día, es modificada a cada hora por la intervención del hombre.

Pero hoy en día no hay césares fundando ciudades a capricho. Los constructores de la ciudad de nuestros días son los grandes capitalistas, los especuladores, los presidentes de las sociedades financieras. Ahora brotan ciudades en unos pocos meses, ocupando grandes superficies, magnificamente trazadas y amuebladas con todos los accesorios de la vida moderna; en las que no faltan ni siquiera escuelas o museos. Si el emplazamiento está bien elegido, estas nuevas creaciones se integran pronto en la vida de las naciones. Y Creuzot, Crewe, Barrow-in-Furness, Denver, La Plata, tienen todas ellas un puesto entre los más reconocidos centros de población. Pero si el emplazamiento es malo, estas nuevas ciudades mueren cuando mueren los intereses especiales que las hicieron nacer. Cheyenne City, cuando dejó de ser la última estación de la vía del ferrocaril, envió, por así decirlo, sus perspectivas de desarrollo a la siguiente estación; y Carson City desapareció con las exhaustas minas de plata, única razón por la que se había poblado aquel espantoso desierto.

Pero si los caprichos del capital a veces intentan fundar ciudades a las que el interés general condena a perecer, también destruyen muchos pequeños centros de población que sólo aspiran a vivir. ¿No observamos en las afueras del mismísimo París como el gran banquero y el propietario de las tierras añaden año tras año otros doscientos o trescientos acres a su propiedad, sustituyendo sistemáticamente tierras de cultivo por plantaciones, y destruyendo pueblos enteros que reemplazan con casetas de guardia a una oportuna distancia entre sí?

Entre las ciudades de origen total o parcialmente artificial que no responden a ninguna necesidad de la sociedad industrial, deben ser mencionadas aquellas ciudades que existen sólo con fines militares; sobre todo, aquellas que han sido construidas en nuestros días por los grandes estados centralizados. Esto no sucedía en los tiempos en los que la ciudad podía contener a una nación entera, cuando era absolutamente necesario por razones defensivas construir murallas siguiendo el contorno exterior de la ciudad, construir torres de vigilancia en las esquinas, y erigir al lado del templo, en la cima de la colina protectora, una ciudadela donde todo el pueblo pudiera refugiarse en caso de peligro. Y si la ciudad estaba separada de su puerto por una franja intermedia de tierra —como Atenas, Megara o Corinto— el camino que los unía debía estar protegida por muros a uno y otro lado. Todas las fortalezas quedaban explicadas por la naturaleza de las cosas, y ocupaban un lugar lógico y pintoresco en el paisaje. Pero en estos días de extrema división de competencias, en los que el poder militar se ha vuelto prácticamente independiente de la nación y ningún ciudadano se atrevería a aconsejar o inmiscuirse en materia de estrategia, la mayoría de las ciudades fortificadas tienen una forma poco natural, sin ningún tipo de relación con las ondulaciones del terreno. Cortan el paisaje con un perfil ofensivo para la vista. Los antiguos ingenieros italianos al menos intentaban otorgar un contorno simétrico a sus fortificaciones, dándoles forma de cruz, o de estrella del honor, con sus rayos, sus joyas, sus esmaltes; las paredes blancas de sus bastiones contrastando con regularidad la calma y placidez del campo abierto. Pero las fortalezas modernas no ambicionan ser bellas, este pensamiento no se cruza en ningún momento por la cabeza del estratega. Un mero vistazo a la planta de estas fortificaciones revela su monstruosa fealdad, su total falta de armonía con el entorno. En vez de aprovechar el relieve natural de la región, y extender sus brazos libremente en el campo circundante, sitúan como amontonadas, como criaturas con las orejas cortadas y los miembros amputados. ¡Observad la melancólica forma que la ciencia militar ha dado a Lille, Metz, o Estrasburgo! Incluso París, con toda la belleza de sus edificios, la gracia de sus paseos y el encanto de su gente se ha echado a perder debido a su fortificación. Liberada de ese incomodo óvalo de líneas quebradas, la ciudad se hubiera expandido de manera estética y natural, adoptando una forma simple y elegante sugerida por la naturaleza y la vida misma.

Otra de las causas de la fealdad de las ciudades modernas es la invasión de las grandes industrias . En casi todos las ciudades existentes hay uno o más suburbios plagados de chimeneas apestosas, en los que inmensos edificios bordean las calles ennegrecidas con paredes desnudas y ciegas, o perforadas con repugnante simetría por incontables ventanas. La tierra tiembla bajo los gemidos de la maquinaria y el peso de carros, carretas y trenes de mercancías. ¡Cuántos pueblos hay, sobre todo en América, donde el aire es prácticamente irrespirable, y donde todo lo que alcanza la vista —el suelo, las paredes, el cielo— parece rezumar barro y hollín! ¿Quién puede recordar sin un sentimiento de repugnancia una colonia minera como aquella sinuosa e interminable de Scranton, cuyos setenta mil habitantes no tienen más que unos pocos acres de césped sucio y vegetación ennegrecida para limpiar sus pulmones? Y la enorme ciudad de Pittsburg, con su corona semicircular de suburbios humeantes, ¿cómo es posible imaginarlo bajo una atmósfera aún más sucia que la que ahora tiene, a pesar de que sus habitantes aseguren que ha ganado tanto en limpieza como en luminosidad desde la introducción del gas natural en sus hornos? Otras ciudades, a pesar de no ser tan sucias como éstas, son apenas menos espantosas, debido al hecho de que las compañías ferroviarias han tomado posesión de las calles, plazas y avenidas, y envían sus locomotoras resoplando y silbando por las calzadas, apartando gente a derecha e izquierda a su paso. Algunos de los lugares más encantadores de la tierra han sido así profanados. En Búfalo, por ejemplo, el peatón se esfuerza en vano en seguir la orilla del río Niágara a través de una maraña de raíles, lodazales y canales viscosos, montones de grava y estercoleros, y todas las demás impurezas generadas por la ciudad.

Otro ejemplo de especulación salvaje es aquella que sacrifica la belleza de las calles repartiendo el terreno en lotes en los que los promotores construyen distritos enteros, diseñados de antemano por arquitectos que ni siquiera han visitado el lugar, ni mucho menos se han tomado la molestia de preguntar a los futuros habitantes. Levantan aquí una iglesia gótica para los episcopalianos, allí una construcción normanda para los presbiterianos, un poco más allá una especie de panteón para los baptistas; proyectan las calles, plazas y manzanas variando grotescamente los diseños geométricos de los espacios intermedios y el estilo de las casas, mientras reservan religiosamente las mejores esquinas para las licorerías. El absurdo resultado de esta mezcla heterogénea se agrava en la mayoría de las ciudades por la intervención del arte oficial, que insiste en tipos arquitectónicos que siguen modelos preestablecidos.

Pero incluso si el promotor y el mecenas tuvieran un gusto refinado, las ciudades seguirían presentando un doloroso contraste entre lujo y miseria, entre el suntuoso e insolente esplendor de algunos barrios, y la sórdida pobreza de otros, donde los muros bajos y torcidos ocultan patios que rezuman humedad y familias hambrientas cobijadas bajo ruinosas chabolas de madera o piedra. Incluso en las ciudades donde las autoridades tratan de ocultarla tras un velo, la miseria todavía se muestra al exterior, y la muerte se cobra numerosas víctimas gracias a ella. ¿Cuál de nuestras ciudades no tiene su Whitechapel o su Mile End Road? Aunque se muestren bonitas e imponentes a la vista, cada una tiene su secreto o sus aparentes vicios, una enfermedad crónica que acabará con ellas; a menos que se restablezca una circulación libre y pura por todo el organismo. Observándolo desde este e punto de vista, habría que englobar la cuestión de los edificios públicos dentro de la propia cuestión social. Llegará un día en el que todos los hombres, sin excepción, respiren aire fresco en abundancia, disfruten de la luz y el brillo del sol, la frescura de la sombra y el aroma de las rosas, y puedan alimentar a sus hijos sin temor a quedarse sin pan para mañana. Al menos aquellos que no han reservado sus ideales para el futuro y que reflexionan un poco sobre la vida actual de los hombres, deberían considerar intolerable cualquier sociedad que no contemple la liberación de la humanidad de la hambruna.

Por lo demás, los que gobiernan las ciudades se rigen en su mayoría —muchas veces en contra de su voluntad— por la idea de que la ciudad es un organismo colectivo, del que hay que conservar cada célula en perfecto estado de salud. La responsabilidad más importante de los ayuntamientos es la sanidad. La historia les advierte que las enfermedad no respetan a nadie, y que es peligroso dejar que la peste se cebe en los tugurios pobres que están situados al lado de sus palacios. En algunos lugares se llega hasta a demoler en su totalidad los barrios infectados, sin considerar que las familias que son expulsadas de ellos no pueden hacer más que reconstruir sus casas un poco más allá, quizás llevándose con ellos la infección a zonas que estaban libres de la enfermedad. Pero incluso allí donde estos sumideros de enfermedades son ignorados, todo el mundo está de acuerdo en la importancia de hacer un saneamiento general a fondo —la limpieza de las calles, la apertura de parques y espacios verdes sombreados por altos árboles, la retirada inmediata de la basura y el suministro de agua limpia y abundante a cada distrito y a cada casa. En este terreno, se está llevando a cabo una competición pacífica entre las ciudades de las naciones más avanzadas, y cada una de ellas está realizando sus propios experimentos para mejorar la higiene y la calidad de vida. La formula definitiva, sin embargo, no ha sido encontrada todavía; ya que no se puede conseguir que un organismo urbano continúe con su aprovisionamiento y su circulación sanguínea y nerviosa, recupere fuerzas, y expulse sus desechos mediante un proceso inmediato. Pero al menos, muchas ciudades han mejorado tanto que la calidad de vida en ellas está por encima de la media de todos esos pueblos en los que sus habitantes respiran cada día el hedor del estiércol y que viven en la más absoluta ignorancia de las más elementales normas de higiene.

La conciencia de una vida urbana colectiva se manifiesta de nuevo en los esfuerzos artísticos de los ayuntamientos. Como la antigua Atenas, o como Florencia y las demás ciudades libres de la Edad Media, cada una de nuestras ciudades quiere embellecerse a sí misma. Ni en el pueblo más humilde falta un campanario, una columna, una fuente escultórica. Desgraciadamente este arte, diseñado en su mayoría por profesores reconocidos bajo la supervisión de un comité, tiene poco valor. Y cuanto más ignorante es, más pretencioso resulta. El arte autentico debe encontrar su propio camino. Estos caballeros de los consejos municipales son como el general romano Mummius, que estaba muy dispuesto a dar ordenes a sus soldados para que pintaran las obras de arte que habían destruido. Confundieron la simetría con la belleza, y pensaron que las reproducciones idénticas iban a darles a sus ciudades un Partenón o una San Marcos.

E incluso aunque se pudieran recrear esas obras tal y como les pidieron a los arquitectos que las copiaron, hubiera sido no obstante un ultraje a la naturaleza, ya que ningún edificio está completo sin la atmósfera de tiempo y espacio que lo vio nacer. Cada ciudad tiene su propia vida, sus rasgos característicos, su forma. ¡Con qué veneración debería aproximarse a ella el constructor! Es como una ofensa personal llevarse la individualidad de una ciudad y sepultarla bajo edificios convencionales y monumentos contradictorios fuera de toda relación con su carácter actual e historia. Sabemos que en Edimburgo, la encantadora capital escocesa, manos piadosas están trabajando en una dirección diferente; actuando en sus pintorescas pero sucias calles y transformándolas gradualmente, casa a casa —devuelven a cada habitante su casa tal y como estaba, pero transformada en un lugar más hermoso, que deja pasar el aire y la luz; y agrupan a los amigos ofreciéndoles espacios de reunión para la relación social y el disfrute del arte. Poco a poco, una calle entera, sin perder su carácter original, sólo que sin la suciedad y los olores, aparece limpia y nueva, como una flor brotando en primavera sin nada que la estorbe.[2]

Así, bien por su destrucción, bien por su restauración, las ciudades se renuevan eternamente; y este proceso, indudablemente, se ve acelerado por la presión que ejercen sus habitantes. Cuando los hombres modifican su ideal de vida, necesariamente han de cambiar en función de él esa realidad más amplia que constituye el lugar donde habitan. La ciudad refleja el espíritu de la sociedad que la crea. Si la paz y la buena voluntad reinaran entre los hombres, no hay duda de que la disposición y el aspecto de las ciudades respondería a las nuevas necesidades derivadas de la reconciliación. En primer lugar, las partes totalmente sórdidas e insalubres de las ciudades se borrarían de la faz de la tierra, o se convertirían en grupos de casas colocadas a placer entre los arboles, agradables a la vista, llenas de luz y bien ventiladas. Los barrios más pudientes, esplendidos en apariencia, pero a menudo tan inoportunos como malsanos, serían trasformados de manera similar. La hostilidad o exclusividad que les da el espíritu de la propiedad individual a las viviendas desaparecerá, y los jardines no se ocultarán más detrás de inhóspitos muros; el césped y los parterres que rodean a las casas se trasladarán a los paseos sombreados públicos del exterior, como ocurre ya en algunas ciudades inglesas y americanas. El predominio de lo común, frente a la estrictamente cerrada y celosamente guardada privacidad, unirá a más de una vivienda privada en un grupo orgánico de escuelas o falansterios, que también contará con grandes espacios abiertos que permitan la ventilación y mejoren la apariencia del conjunto.

Obviamente, las ciudades cuyo crecimiento es ya muy rápido, crecerán aún más rápido, o más bien se diluirán gradualmente en el entorno lejano; y a lo largo y ancho de las regiones habrá casas dispersas que, a pesar de la distancia, pertenecerán realmente a la ciudad. Londres, siendo compacta en sus distritos centrales, es una gran ejemplo de este fenómeno, y su población urbana se dispersa a lo largo y ancho de los cientos de hectáreas de campos y bosques que la rodean, llegando incluso hasta la costa. Cientos de miles de personas que tienen su negocio en la ciudad y que, en lo que a su trabajo se refiere, son ciudadanos activos, pasan sus horas de reposo y vida domestica bajo la sombra de altos arboles, junto a un arroyo, o cerca del sonido de las olas al romper. El corazón de Londres, bien llamada ‘the City’, es poco más que un mercado de valores por el día, que se vacía por la noche. Los centros activos del gobierno y la legislación, de la ciencia y el arte se agrupan alrededor de su gran foco de energía, aumentando año a año, y expulsando a la población residente a las afueras. En París se da la misma situación, ya que su núcleo central, con sus cuarteles, sus tribunales, y sus prisiones presenta un aspecto más militar y estratégico que residencial.

El desarrollo normal de las grandes ciudades de acuerdo con nuestro ideal moderno consiste pues, en combinar las ventajas del campo y la ciudad —el aire, el paisaje y la deliciosa soledad del primero, unidos a las facilidades de transporte y los servicios subterráneos de gas, luz y agua que ofrece la otra. La que antes fue la parte más poblada de la ciudad es ahora precisamente la más deshabitada, porque se ha convertido en propiedad colectiva, o al menos, en un centro público de vida intermitente. Demasiado útil para el conjunto de ciudadanos como para ser monopolizado por familias privadas, el centro de la ciudad se convierte en patrimonio de todos. Ocurre igual y por las mismas razones en los núcleos de población subordinados; y la comunidad reclama, además, el uso de los espacios abiertos de la ciudad para actos públicos y celebraciones al aire libre. Cada ciudad debe tener su ágora, donde todos a los que les une una misma pasión puedan reunirse. Hyde Park es un espacio que cumple con estas características, y que con un poco de esfuerzo podría albergar un millón de personas.

Existen otras razones por las que la ciudad tiende a hacerse menos densa y a descongestionar ligeramente sus distritos centrales. Muchas instituciones originalmente situadas en el centro de la ciudad se están trasladando al campo. Escuelas, colegios universitarios, hospitales, hospicios o conventos, están fuera de lugar en la ciudad. Solo los colegios de distrito deberían mantenerse dentro de sus límites, siempre que estén rodeados de jardines; así como los hospitales indispensables para casos de accidente o enfermedad repentina. Los establecimientos trasladados siguen siendo parte de la ciudad; sólo se alejan desde el punto de vista espacial, pero sin perder la relación vital que les une a ella. Son fragmentos de la ciudad ubicados en el campo. El único obstáculo para la expansión infinita de las ciudades y su completa fusión con el campo es el precio de los medios de transporte, no la distancia —ya que, en menos tiempo del que se tarda en andar de un extremo de la ciudad al otro se podría alcanzar en tren la soledad de los campos o del mar a una distancia de sesenta o setenta millas. Esto constituye una limitación del uso del ferrocarril para los más pobres, que se está solucionando gracias a los avances sociales.

Así, este modelo antiguo de ciudad cercada por murallas y rodeada de fosos, esta cada vez más cerca de su desaparición. Mientras el hombre del campo se hace más ciudadano en pensamiento y modo de vida cada día, el hombre de ciudad vuelve la vista al campo y aspira a ser un campesino. Debido a su crecimiento, las ciudades modernas pierden su aislamiento y tienden a fusionarse con otras ciudades y a recuperar la relación original que tenían con el entorno que las hizo aparecer. El ser humano ha duplicado las facilidades de acceso a los placeres de la ciudad, a sus intereses y conocimientos, a sus oportunidades para estudiar y practicar las artes; y con ellas, a la libertad que reside en la libertad de la naturaleza y que se despliega en el campo de su vasto horizonte.

* The Evolution of Cities

Notas:
[1]: Contemporary Review 67. Jan/June 1895. p. 246.
[2]: Iniciativa de The Edinburgh Social Union, que contó, entre otros, con la presencia de Patrick Geddes, N. de E.

Edición del 26-1-2012
Traducción: Mireia Galindo Bragado
Revisión: Carlos Jiménez Romera
Mariano Vázquez

fuente http://habitat.aq.upm.es/boletin/n45/aerec.es.html

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