Julio López
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La monarquía de Felipe VI y la III República
Por Partido Comunista Internacional - Monday, Jun. 16, 2014 at 5:43 AM
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La abdicación del rey Juan Carlos I a favor de su hijo Felipe tiene como objetivo, únicamente, reestructurar algunos aspectos de la forma del Estado. Seis años de crisis económica, acompañados de los escándalos de corrupción en la Casa Real y del descontento cada vez mayor que en amplias capas de la sociedad existe hacia la monarquía, han bastado para poner en cuestión un modelo que se impuso durante la Transición y que durante los últimos 39 años ha cumplido la función de garantizar la sumisión de la clase proletaria a las exigencias de la burguesía bajo el manto de la colaboración democrática entre clases.




LA MONARQUÍA DE FELIPE VI Y LA III REPÚBLICA SÓLO SON FORMAS DE GOBIERNO DE LA CLASE BURGUESA


Y POR LO TANTO DE EXPLOTACIÓN Y MISERIA PARA EL PROLETARIADO





A la muerte de Franco otra crisis económica, aquella llamada “del petróleo”, daba lugar a un aumento considerable del enfrentamiento entre proletarios y burgueses sobre el terreno de la lucha inmediata por el salario, las condiciones de existencia y, por añadidura, sobre aspectos “sociales” que generaban una tensión soterrada en los últimos años de la dictadura (la cuestión vasca y catalana, la situación de la mujer, etc.) Además el ejemplo cercano de Portugal, donde la guerra colonial de décadas acabó por liquidar la dictadura y volver incontenible la lucha de amplios estratos de la clase obrera, recorría como un espectro infernal las mentes de la clase burguesa española y europea. La llamada Transición democrática fue un gran pacto social capitaneado por la cabeza visible del Rey pero dirigido realmente por el concurso simultáneo de las burguesías europeas y americanas con la colaboración de todos los sectores del Régimen y de la oposición. Se trataba, entonces, de garantizar el gobierno de la clase burguesa enfrentada tanto a una agudización de la lucha de clases como a la necesidad imperiosa de reorganizar los sectores estratégicos de la economía nacional para defender su posición en los enfrentamientos con sus rivales imperialistas y esta tarea no podía realizarse si la forma del Estado continuaba siendo la “democracia orgánica” que había existido desde el final de la Guerra Civil: era necesario realizar una reforma democrática que permitiese extender la ficción de que el proletariado podía ver realizadas sus aspiraciones no mediante la lucha en defensa de sus intereses de clase sino mediante la colaboración con la burguesía que garantizaban las elecciones, las Cortes, la Constitución y la Monarquía parlamentaria y de que debía aceptar los sacrificios que se le exigirían a favor del bien común, la democratización del Estado y la buena marcha de la economía. La burguesía alemana por medio de su partido socialdemócrata, la burguesía francesa como principal potencia con intereses en España, los mismos Estados Unidos y, por supuesto, la llamada oposición democrática (que abarcaba desde el nacionalismo vasco y catalán hasta los partidos de extrema izquierda unidos en la llamada Platajunta democrática pasando por el PCE) colaboraron codo con codo para garantizar que esta reforma institucional se realizase con el mínimo coste posible (aunque, por supuesto, hubo costes insalvables que se asumieron sin problemas: la Transición fue de todo menos pacífica como demuestran los cientos de muertos habidos durante el proceso).

Se trató, en definitiva, de una remodelación del régimen franquista (que ya era considerablemente diferente del que se impuso en 1939) realizada por el mismo aparato del Estado, que se dio la mano con los partidos de oposición a los que encomendó la tarea de mantener, mediante su influencia en la clase proletaria, a los trabajadores dentro del respeto del pacto social establecido. De esta manera la Constitución monárquica fue aceptada tanto por los sectores del Régimen franquista que representaban el dominio de la burguesía desde hacía casi cuarenta años como por los partidos llamados obreros que sometieron a los proletarios a la disciplina necesaria para que el proceso se realizase sin excesivas dificultades. De hecho estos partidos, capitaneados por PCE y PSOE impusieron el orden incluso en las calles, atacando sin miramientos cualquier huelga o protesta que pusiese en peligro incluso los aspectos más secundarios de la reforma, obligando a los proletarios a aceptar la primacía del interés nacional por encima de sus intereses de clase, colaborando también con la guerra sucia ejercida especialmente contra los militantes de ETA… Quienes hoy claman por la III República no sólo están en el origen de la Constitución monárquica sino que la defendieron a capa y espada contra cualquiera que se opusiese a ella.

Hoy el llamado juancarlismo ha tocado a su fin: la figura del rey se encontraba sumamente desgastada como consecuencia de un progresivo desgaste general de la confianza en las instituciones públicas y de los escándalos particulares que han tocado a la Familia Real. Para que el mito de la colaboración democrática siga en pie, sobra el rey, que se ha hecho blanco de todo el descontento en los últimos años. Con la abdicación se pretende atenuar esta tensión, renovar la jefatura del Estado y con ella la confianza en este, contribuir, en una palabra, a hacer gobernable un país en crisis también por esta vía.

A la vez que la monarquía representada por Juan Carlos I se ha desprestigiado hasta el punto de ser un elemento de tensión más que de cohesión social, este malestar generalizado que afecta tanto al proletariado como a ciertos sectores de la pequeña burguesía, ha encontrado su expresión política en una vieja y nueva izquierda parlamentaria que defiende la ilusión democrática de que un cambio en el modelo de Estado, el paso de la monarquía constitucional a la república burguesa democrática, lograría mejorar las condiciones de vida del pueblo. Esta ilusión se basa en dos puntos. Por un lado, en la idea de que la república es la máxima expresión de la democracia, que la democracia, a su vez, es un régimen político que se coloca más allá del capitalismo y en el que, por tanto, crisis y miseria quedan excluidas definitivamente. Por otro lado, en la fantasía de que las penosas condiciones de existencia a las que ha sido arrojado el proletariado, clase que constituye la gran mayoría de la sociedad en el mundo capitalista, son consecuencia no de una crisis capitalista consecuencia de la caída de la tasa de beneficio empresarial, sino de una estafa por la cual las élites dirigentes habrían expoliado a las clases populares de sus derechos sociales y económicos. A partir de estos puntos, la república burguesa permitiría reorganizar el país de manera que todas las clases sociales conviviesen armónicamente, sin enfrentarse y para mayor gloria de la economía nacional (puesta ahora al servicio del pueblo, claro).

El mecanismo es el mismo que en 1978 con la Constitución monárquica: es posible un país en el que, mediante la reforma democrática, todas las clases sociales coexistan en paz. No debe haber, por lo tanto, lucha entre proletariado y burguesía, sino conciliación democrática (monárquica ayer, republicana hoy). Y también es el mismo que defiende la burguesía española haciendo abdicar a Juan Carlos. La equivalencia entre monarquía y república la muestran claramente sus respectivos defensores, que utilizaron y utilizan los mismos argumentos y pretenden los mismos fines. De hecho los partidos republicanos que han defendido una hipotética III República lo han hecho desde el máximo respeto a la Constitución monárquica de 1978, que es la máxima ley con la cual la burguesía sanciona su dominio sobre el proletariado: convocatoria de un referéndum, modificación democrática del Estado, papel central de las Cortes en el proceso… Pretenden que el Estado se reforme a sí mismo, cambiando de ropaje para cumplir mejor su función de clase. De hecho se trataría de una repetición del famoso harakiri que las Cortes franquistas se hicieron para dar paso a la monarquía constitucional: en ambos casos se trata de defender términos El Estado burgués, cualquiera que sea su forma.

Los intereses de la clase proletaria no se verán satisfechos ni bajo la monarquía de Felipe ni bajo la III República. Para el proletariado lo esencial no es la forma que adopte el Estado burgués, sino la misma existencia del Estado burgués, que ejerce la función de imposición y defensa de los intereses del capitalismo nacional tanto en lo referente a la situación interna como en lo que afecta a su rivalidad con los imperialismos extranjeros. Esto no quiere decir que le sea indiferente la forma del Estado, esta forma responde a fuerzas materiales entre las cuales ocupa un lugar principal el enfrentamiento entre las clases. No se puede descartar que mañana, como consecuencia de una agudización de la lucha del proletariado la propia burguesía, sometida a la presión de esta lucha, hiciese girar el Estado hacia formas republicanas. Se trataría de una manera de disipar temporalmente la tensión social y encaminar al proletariado, de nuevo, por la senda de la sumisión a la fuerza política de la burguesía. Así sucedió en 1931, cuando la burguesía española se vio incapaz de gobernar el país por la vía monárquica y le bastaron unas elecciones municipales para echar a Alfonso XIII e imponer un gobierno de partidos republicanos. Un año después, la República asesinaba a los campesinos de Casas Viejas; dos, a los proletarios del Alto Llobregat; en 1934 a los asturianos y en 1936 comenzó el exterminio del proletariado revolucionario que acabaría el régimen franquista.

No hay salida para las aspiraciones del proletariado dentro del sistema capitalista y su Estado. La clase proletaria está enfrentada a la clase burguesa como consecuencia del mismo sistema capitalista, que generaliza la producción social pero la somete a las categorías de propiedad privada y trabajo asalariado, con lo cual la clase productora cae una y otra vez en la miseria, es utilizada como carne de cañón en las guerras imperialistas, es exterminada como fuerza de trabajo sobrante que es cuando la economía nacional ya no la requiere… La clase proletaria lleva en sí un nuevo modo de producción que se levantará sobre los cimientos del actual, basado en la explotación del hombre por el hombre. Pero para imponerlo, debe luchar en primer lugar por aniquilar el Estado burgués, cualquiera que sea la forma que este adopte, totalitaria o democrática, republicana o monárquica, porque es el instrumento de dominio político que utiliza su enemigo de clase para gobernarle. Debe sustituir este Estado por su propio Estado de clase, que ya no es un Estado en el sentido habitual del término (Engels), y ejercer a través de él su dictadura sobre los restos de la clase burguesa y el resto de clases aliadas a esta, que sin duda no abandonarán su época histórica sin batirse a sangre y fuego. A través de esta dictadura no sólo deberá romper la resistencia de la burguesía sino también intervenir despóticamente sobre la economía para comenzar a sentar las bases de la transformación socialista de la sociedad, una transformación que volverá inútil por fin la existencia de cualquier tipo de Estado en la medida en que desaparecerán las clases sociales (y no el enfrentamiento entre las clases como estúpidamente proponen los reformistas de todo tipo), haciendo innecesaria ningún tipo de coerción política.

Frente a la disyuntiva monarquía o república, el proletariado sólo tiene una alternativa: constituirse en clase, y por lo tanto en Partido político, para imponer su proyecto histórico, la revolución comunista. Frente a las propuestas republicanas, que pretenden ligar a la clase proletaria a una lucha interclasista junto a pequeños burgueses y burgueses, con la estúpida aspiración de acabar con el antagonismo entre clases sin acabar con las clases, el proletariado sólo puede dar una respuesta comenzando a luchar sobre el terreno de sus exigencias inmediatas contra la burguesía (pequeña y grande), respondiendo a las agresiones que sufre en la crisis capitalista con su agresión de clase a los intereses de sus enemigos desarrollando y extendiendo sus organizaciones de clase que incluyan únicamente a proletarios y rompan la presión que la competencia entre obreros ejerce sobre los salarios y las condiciones de vida; tomando la vía que, de la lucha económica de defensa se eleve, gracias a la intervención del partido de clase, a la lucha política general, clase contra clase. Frente a la bandera rojigualda y la bandera tricolor, el proletariado sólo puede levantar la bandera roja de la revolución por la conquista del poder político, de la destrucción del Estado burgués y de la superación del modo de producción capitalista.



¡Abajo la monarquía, la república y cualquier forma del Estado burgués!
¡Por la reanudación de la lucha de clase!
¡Por la revolución comunista!


5-6-14
Partido Comunista Internacional (El Proletario)


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