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¿Será porque me vino?
Por Andrea D'atri - Tuesday, Jun. 24, 2014 at 9:35 PM

–7 AM, taladra mi vecino, le grito fuerte... –¡Será porque te vino!

Desde hace varias semanas, el que taladra no es sólo el vecino, sino el jingle publicitario de Ibuevanol, donde una chica atraviesa varias situaciones fastidiosas, pero un coro de varones imbéciles minimiza las razones de su malestar, convencidos de que se trata de algo generado por sus hormonas. No hay una sola mujer, de todas las que encuesté, que no me haya dicho que la publicidad le parecía una porquería, insoportable, discriminatoria, peyorativa, machista o estúpida. Pero en el mundo publicitario (como en el resto de los mundos), incluso a riesgo de perder clientas, todavía mandan los varones.

¿Qué reproduce la publicidad del “será porque te vino”? Nada más ni nada menos que la vieja costumbre de no atender a las razones que tenemos las mujeres para enojarnos, para quejarnos, para indignarnos, para sentirnos molestas, angustiadas, iracundas, violentas. Vieja costumbre que termina con mujeres que, de tanto callarnos, aguantarnos, ser silenciadas y ninguneadas por los siglos de los siglos, terminamos reaccionando en el momento, contra la persona y con el decibel equivocados. Las claras conciencias que no logran captar la esencia milenaria de tales reacciones, se tranquilizan a sí mismas con el fatídico “será porque le vino” (que tiene otros equivalentes tales como “está re loca”, “¿quién las entiende?”, “necesita un tipo” y otros aún peores).

No es difícil imaginarse la vida de esa mujer del aviso –publicidades que por supuesto, tampoco reflejarán, jamás, la vida de la inmensa mayoría de las mujeres, plagadas de oprobios, humillaciones e injurias infinitamente mayores-. Ella tenía puesto el despertador a las 8, pero se levanta una hora antes, con los ruidos del taladro del vecino. Llega a la oficina con una hora menos de descanso que lo habitual, y poniendo su mejor humor, se le ocurre señalarle –con delicadeza- un error a su jefe que le contesta “acá no le pagamos para que piense”. Baja la cabeza y sigue haciendo los asientos contables hasta la hora de salida, esperando pasar por la tienda de la esquina a comprarse un pantalón antes de regresar a casa, porque el que tiene para trabajar ya está muy gastado.

Pero no hay del talle que usa el 90% de las mujeres de su edad. Y aunque esa estadística bastaría para deducir que se trata del talle más común del mundo, la vendedora la mira como si se encontrara frente a un extraterrestre de dimensiones elefantiásicas y la manda a consultar al negocio de “talles especiales”. Frustrada, se sube al colectivo o la suben, mejor dicho, a empujones, porque en horario pico se viaja como ganado. Aunque, más bien, calcula que si fuera ganado (más precisamente, una vaca, como quiso hacerle creer la vendedora de pantalones), no tendría un toro embistiéndola en el camión jaula, como sí lo hace el pelotudo que tiene a sus espaldas. Pero ¿qué puede hacer? Si se corre, le meten un codazo o le clavan un paraguas en las costillas.

Falta poco para llegar a casa, por suerte. Y llega. Lo primero que ve, cuando entra al departamento, son los dibujos del más pequeño... ¡en la pared del comedor! Pero cuando intenta decírselo a su marido, éste ni la mira. Es que justo a ella se le ocurre hablar en el instante en que Di María se la pasa a Rojo, que juega para Messi y... Bueno, por suerte no fue gol y el tiro libre le da dos segundos para preguntarle si advirtió que los crayones están desparramados por el piso y la pared hecha un enchastre. “Uh, no me dí cuenta”, dice impávido, antes de volver a gritar como energúmeno “¡Dale, pateá al arco!”

Y ella, que no podía gritarle al vecino del taladro, porque alquila y no quiere problemas con el dueño del departamento; que no podía gritarle al jefe, porque si no, la hubieran despedido; que no podía gritarle a la vendedora, porque a decir verdad, la piba no tiene la culpa sino los fabricantes de pantalones; que no podía gritarle al acosador del colectivo, porque la habría hecho quedar como una loca aduciendo que el bondi estaba lleno y que quién iba a querer tocarle el culo a una gorda como ella... ella entonces grita estruendosamente y se pone a llorar y tira los crayones por el balcón y zamarrea al niño mientras lo mete en la bañadera y llora más aún cuando él le dice “Calmáte, no es para tanto. ¿No será que te está por venir?”

Lo que le viene es la sangre que hierve, pero no la sangre menstrual, sino la propia y la de millares de mujeres que desde el neolítico hasta nuestros días fueron raptadas, esclavizadas, quemadas, violadas, asesinadas, sin derecho a quejarse, a sublevarse, a enojarse, a defenderse, a levantar la voz. Y cuando apoya la cabeza en la almohada, le caen unas lágrimas (también silenciosas), porque piensa que la gran mayoría de las mujeres ni siquiera puede pensar en esto que ella está pensando, porque la opresión también se naturaliza a tal punto que de coerción, se convierte en consenso, en deseo propio, en “forma de ser” o se convierte en dolores corporales, en enfermedades psiquiátricas y se invisibilizan sus raíces, sus causas.

Y entonces, él –que después de todo no es un hombre de las cavernas- se acerca despacio, le acaricia la cabeza sabiendo que debe resignarse a no tener sexo esta noche y le dice al oído, con todo el amor del que es capaz: “Tranquila, no pasa nada, mañana compro CIF y yo limpio la pared, ¿te parece?”
Tendría más cosas que opinar sobre los que nunca entienden nada. Pero mejor no sigo; mejor me tomo un Ibuevanol. Si escribí todo esto, será porque me vino...

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