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Internet: ¿es buena o mala? Sí
Por (reenvio) Zeynep Tufekci - Thursday, Jul. 24, 2014 at 1:58 AM

Es momento de repensar nuestras pesadillas sobre la vigilancia.

El gas lacrimógeno es un buen maestro. Me enseñó que lo que ellos dicen es cierto: pésimas condiciones pueden sacar lo mejor de las personas. Me enseñó que uno puede acostumbrarse a casi a todo, incluyendo la sensación de asfixia y de muerte inminente. Me enseñó a saborear el simple placer del aire fresco.

El gas lacrimógeno me enseñó incluso algo sobre un tema que había estudiado durante muchos años como académica: las redes sociales. Era junio de 2013 cuando me encontraba en medio de las protestas del Parque Gezi, en Estambul. Después de cada salva de gas, los manifestantes sacaban sus teléfonos celulares y recurrían a las redes sociales para entender qué estaba pasando o para reportar ellos mismos sobre los eventos. Twitter se convirtió en la estructura capilar de un movimiento sin líderes visibles, sin estructura institucional. Sin siquiera un nombre.

Yo estaba allí para estudiar la revuelta, esta rebelión de la era digital. Pero mi mente divagaba. Días antes, las primeras filtraciones de Snowden habían rebotado por el mundo. Pronto aprenderíamos mucho sobre las capacidades de la NSA: que podía acceder a los datos de Skype o Facebook; que podía pinchar cables submarinos y eludir los estándares de criptografía industriales; que podía hackear las conexiones que vinculan los grandes almacenes de datos de Google y Yahoo. Y la agencia, descubriríamos luego, usaba órdenes judiciales secretas para obtener la cooperación necesaria de los gigantes de la industria —y para silenciar a las empresas que se resistían a colaborar.

No fue del todo una sorpresa. Al fin de cuentas, la misión de la NSA incluye la recolección de “inteligencia de señales”. Pero la escala de la vigilancia era impactante. Y sólo era posible debido a que Internet y las compañías de telecomunicaciones han estado acumulando durante años tanta información de sus clientes como podían. Snowden no sólo reveló peculiaridades de lo que estaba haciendo la NSA, también expuso una alianza para la vigilancia compuesta por gobiernos y corporaciones.

Esta alianza puede monitorear casi cada click. Y a menudo lo hace. (De hecho, los no-clicks también son escrutinados: Facebook realiza un seguimiento de las actualizaciones de estado que las personas escriben y luego borran para entender mejor porqué no lo publican). Estos cliks están cada vez más ligados a los registros de nuestra vida offline. Bases de datos comerciales cuentan con la dirección IP de casi todos los votantes estadounidenses. Ellos pueden tomar la información asociada con esta dirección y vincularla con los registros de votación, finanzas, compras, registros criminales, registros de sueldos y otra información.

¿Por qué les damos nuestra información? Por la misma razón que motivó a los manifestantes a sacar sus teléfonos celulares entre los gases lacrimógenos: los canales digitales son una de las formas más fáciles que tenemos de hablar con los demás y, a veces, la única. Hay pocas cosas más poderosas y gratificantes que comunicarse con otra persona. No es casualidad que el más severo castigo legal —aparte de la pena de muerte— en los estados modernos sea la reclusión solitaria. Los humanos somos animales sociales; la interacción social está en nuestra esencia.

Cuanto más interactuamos con otros en forma online, más visibles para gobiernos y corporaciones se vuelven nuestras acciones. Se siente como una pérdida de la independencia. Pero, mientras estaba parada en el parque Gezi, vi cómo la comunicación digital se volvía una forma de organización. La vi posibilitar la disconformidad, el desacuerdo y la protesta.

Resistencia y vigilancia: El diseño de las actuales herramientas digitales las hace inseparables. Y cómo pensarlo es un desafío real. Se dice que los generales siempre pelean la última guerra. Si es así, nosotros somos como esos generales. Nuestro entendimiento de los peligros de la vigilancia se filtra a través de nuestro pensamiento sobre las amenazas previas a nuestras libertades. Pero la guerra actual es diferente. Somos un nuevo tipo de medio ambiente que requiere un nuevo tipo de entendimiento.

El mundo tiembla protesta tras protesta. Tahrir. Occupy. Plaza Syntagma de Atenas, el movimiento 15-M en España. Ahora Ucrania. Y estas son sólo las increíbles manifestaciones callejeras. Los movimientos vienen en otras formas y no todos son por causas que a uno pueden gustarle: Anonymous, grupos “anti-vacunación”, Slow Food, Tea Party. La habilidad de encontrar gente con ideas afines, de sacar fuerza de ellos, de contrarrestar narrativas dominantes. Estas son las cosas que hacen posibles a los movimientos. Como pasó en el Parque Gezi.

Comenzó en mayo pasado, como parte de una pequeña protesta contra lo que parecía un gigante imparable: el exitoso pero polarizante gobierno del Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP). Gezi es un parque relativamente poco conocido pero también es el último pedazo de verde en la plaza Taksim de Estambul, el corazón del centro histórico nocturno y artístico de la ciudad. El primer ministro Recep Tayyip Erdogan imaginaba otra cosa en su lugar: una réplica de las barracas otomanas —una barraca de hecho existió allí alguna vez— con un centro comercial y viviendas de lujo. Para muchos era difícil imaginar algo peor para esta animada zona de la ciudad que esa mezcla de cursilería y ostentación. El proyecto de Erdogan fue recibido con protestas de los residentes locales, incluyendo artistas, jóvenes profesionales y la pequeña pero resistente comunidad LGBT.

Las protestas resonaron. El AKP, sin embargo, es bien considerado: la economía ha prosperado bajo su administración —al menos hasta hace poco tiempo— y ha lanzado muchas politicas populares, incluyendo la expansión de los programas de beneficios sociales. En las últimas elecciones generales de 2011 fue reelegido por una gran mayoría y por un tercer período. Sin embargo, el AKP también ha deteriorado controles y equilibrios mediante la colocación de sus partidarios en todas las ramas del gobierno. Por otro lado, sus proyectos de renovación urbana, a la vez que aportaron dinero a la economía, a menudo han incluido el reemplazo de la delicada e histórica vitalidad de Estambul con gigantescos centros comerciales y viviendas de varios pisos construídas como con moldes. Para peor, los contratos para construir esas viviendas han sido otorgados a “amigos” del gobierno.

Poco de ésto ha sido discutido en los medios mainstream turcos, en parte porque los grandes conglomerados económicos del país han comprado canales de televisión y diarios para realizar una cobertura obsecuente del gobierno. Los pocos grandes medios que se atreven a reportar acerca de la corrupción han sido castigados con impuestos altísimos, del orden de miles de millones de dólares, rescindidos milagrosamente luego de que la expresiones críticas fueran suavizadas.

Aún así, Turquía es un país cada vez más conectado. Es difícil encontrar una persona joven sin celular en Estambul y muchos de esos son smartphones de los que se conectan a Internet. Por eso, cuando los manifestantes trataron de parar las excavadoras que arrancaban los árboles de raíz en Gezi y fueron obligados a retroceder a fuerza de gas pimienta, y sus carpas quemadas, la gente se enteró por las redes sociales, no por la televisión. Twitter no es un medio de comunicación tradicional; no hay editor en jefe que pueda ser comprado o presionado. Por eso, cuando miles de manifestantes más coparon las calles y se encontraron con la policía, los gases lacrimógenos y los chorros de agua, la gente supo sobre ellos nuevamente gracias a las redes sociales. Pronto, la protesta creció: había decenas de miles de manifestantes en el centro de la plaza principal de la ciudad más grande de Turquía que peleaban contra la policía.

La resistencia, coordinada solamente a través de las redes sociales y el boca a boca, se había vuelto tan grande y tumultuosa que CNN Internacional comenzó a transmitir en vivo. Al mismo y exacto momento, CNN Turquía estaba pasando un documental sobre los pingüinos. Algunos ponían dos televisores, uno al lado del otro, uno con los pingüinos y el otro con CNN Internacional en vivo desde Taksim y les sacaban fotos. Eso se volvió viral y los pingüinos se convirtieron en el símbolo poco feliz de la revuelta.

Yo estaba en Filadelfia, en la reunión del Data-Crunched Democracy, invitada por la Escuela de Comunicación Annenberg de la Universidad de Pensilvania, cuando las protestas explotaron en Estambul. Se suponía que sería excitante y un poco polémico pero también soy una investigadora de los movimientos sociales y las nuevas tecnologías. He visitado Tahrir, el corazón del levantamiento egipcio, y la plaza Zuccotti, el lugar donde nació el movimiento Occupy. Y ahora la nueva tecnología estaba ayudando a impulsar las protestas en Estambul, mi ciudad natal. El epicentro, el parque Gezi, está a pocas cuadras del hospital donde nací.

Estaba allí, en una conferencia que había estado esperando meses, sentado en la última fila, tuiteando sobre gas lacrimógeno en Estambul.

Un número de miembros de alto nivel de los equipos de campaña de Obama y Romney estaban allí, es decir en la habitación había mucha gente a la que probablemente yo no le agradara. Unos meses antes, en un artículo de opinión para el New York Times, sostuve que bases de datos enriquecidas para las campañas políticas podían significar democracias empobrecidas para el resto de nosotros. En las campañas políticas de ahora se sabe mucho sobre los votantes estadounidenses, y esa información es usada para personalizar los mensajes que vemos: para decirnos las cosas que queremos escuchar acerca de sus políticas y políticos mientras ocultan los mensajes que puedan desagradarnos.

Por supuesto que estas tácticas son tan viejas como la política. Pero la era digital ha aportado nuevas formas de implementarlas. Señalar ésto ha provocado que los responsables de las campañas me tengan poco aprecio. El ex director de información de la campaña Obama, en otro artículo publicado en el Times, caricaturizó y luego descartó mis argumentos. Afirmó que el común de la gente pensaba que su trabajo era “revolver en la basura de los votantes para buscar las páginas descartadas de los diarios que leían”, una noción que describió como un “montón de bobadas”. Él tiene razón: las campañas políticas no revuelven la basura. No tienen que hacerlo. La información que quieren está online y la mayoría busca ahí.

Lo que sí sabemos acerca del uso del “big data” —la forma abreviada de denominar los volúmenes masivos de datos ahora disponibles por todos lados— es preocupante. En 2012, otra vez en el Times, el reportero Charles Duhigg reveló que Target [NT: una cadena de grandes supermercados de Estados Unidos] cuenta con un modelo predictivo que le permite saber cuando una clienta está embarazada, a menudo en las primeras veinte semanas de embarazo, y es muy probable que Target lo sepa incluso antes de que ella se lo dijera a nadie. Esta información es valiosa porque el parto es un momento de gran cambio, incluyendo cambios en los patrones de consumo. Es una oportunidad para que las marcas te pesquen —un gancho que puede durar décadas ya que los padres sobrecargados de trabajo tienden por hábito a volver siempre a las mismas marcas. Duhigg relató cómo un padre indignado, molesto por los cupones de descuento para bebés y embarazadas que recibía su hija adolescente, visitó el local de ventas de Target y demandó ver al gerente. Obtuvo una disculpa, pero después tuvo que disculparse él mismo: resultó ser que su hija sí estaba embarazada. Analizando cambios en sus hábitos de consumo —que podía ser algo tan sutil como cambios en su elección de cremas humectantes o la compra de ciertos suplementos— Target pudo detectar que ella estaba embarazada, antes de que él lo supiera.

El marketing personalizado no es nuevo. Pero se puede hacer mucho más con la información que ahora está disponible para corporaciones y gobiernos. En un estudio reciente, publicado en Proceedings of the National Academy of Sciences, los investigadores mostraron que el mero conocimiento de las cosas que le “gustaron” a una persona en Facebook puede ser usado para construir un perfil mucho más preciso del sujeto, incluyendo su “orientación sexual, etnia, religión y puntos de vista políticos, rasgos de personalidad, inteligencia, felicidad, el uso de sustancias adictivas, separación de los padres, edad y género”. En un estudio separado, otro grupo de investigadores fueron capaces de inferir registros razonablemente confiables sobre ciertos rasgos —psicopatía, narcisismo y Maquiavelismo— a partir de las actualizaciones de sus estados en Facebook. Un tercer equipo mostró que la información de las redes sociales, cuando es analizada de manera correcta, contiene evidencia del comienzo de la depresión.

Noten que estos investigadores no les realizaron a los sujetos cuyos perfiles examinaban ni una sola pregunta. Todo fue hecho por modelado de datos. Lo único que debían hacer era analizar los fragmentos de información dejados durante sus actividades online. Y los estudios que se publicaron son probablemente la punta del iceberg: los datos son casi siempre de propiedad exclusiva y las compañías que los tienen generalmente no nos dicen qué hacen con ellos.

Cuando llegó el momento de mi presentación, resalté un estudio reciente de Nature sobre el comportamiento al votar. Personalizando un mensaje destinado a incentivar a la gente a votar, de tal forma que el mensaje llegue desde la red social de esa persona, en vez de ser impersonal, los investigadores han demostrado que pueden persuadir a más gente para que participe en una elección. Combinando estos estímulos con perfiles psicológicos extraídos de nuestra información online, una campaña política puede lograr un nivel de manipulación mayor que el bombardeo de anuncios en televisión.

¿Cómo podrían hacerlo en la práctica? Consideren que algunas personas son propensas a votar conservadoramente cuando son confrontados con escenarios alarmantes. Si su perfil psicológico lo pone en ese grupo, una campaña le puede enviar mensajes que enciendan sus miedos. ¿Y para la vecina políticamente más sofisticada que se enoja con el alarmismo? para ella habrá un mensaje de compromiso con alguna temática de segundo orden que la campaña sabe que le puede interesar, y haciéndola sonar importante. Todo está individualizado. Todo es opaco. Usted no ve lo que ella ve y ella no ve lo que usted.

Dados los pequeños márgenes por los que se deciden las elecciones —algo bien entendido por los operadores políticos que llenaban la sala— argumenté que era posible que cambios menores en los algoritmos de Facebook o Google podían inclinar una elección.

Durante una pausa arrinconé al experto del equipo de análisis de datos de Obama, quien en un trabajo anterior analizaba datos para supermercados. Le pregunté si lo que hacía ahora —publicitar políticos del modo en que los supermercados lo hacen con sus productos en las góndolas— le había preocupado alguna vez. Le dije que no se trataba ni de Obama ni de Romney. Esta tecnología no será usada siempre sólo por su equipo. A la larga, la ventaja será para el mejor postor, para la campaña con más recursos.

Se encogió de hombros y, con el más común de los clichés usados para bloquear el impacto de la tecnología, se retiró: “Es sólo una herramienta”, dijo. “Puedes usarla para el bien o para el mal”. (El experto ha dicho que no recuerda la conversación…).

«Es sólo una herramienta». Lo había oído varias veces. Contiene una pizca de verdad pero esconde el impacto de la tecnología en nuestras vidas, el cual nunca es neutral. Suelo preguntar a la persona que lo dice si piensa que las armas nucleares “son sólo una herramienta”. Los seres humanos hemos peleado siempre. Pocos podrían decir que no importa si peleamos con palitos, cuchillos, pistolas o armas nucleares.

Esta vez suspiré y lo dejé pasar. Quería volver a Twitter. Quería volver a mi tierra.

Llegué a Estambul unos días después. Fui a Gezi y pronto escuché a los residentes describir cómo desafiaron por medios legales el proyecto de Erdogan sobre el parque. Enfrentaron un laberinto burocrático del que Kafka habría estado orgulloso de haber imaginado. Las solicitudes para acceder al proyecto desaparecerían de los registros del gobierno. Los funcionarios que parecían demasiado generosos con los pedidos serían reasignados. Los residentes llenaban peticiones y las veían desaparecer. Ni siquiera podían averiguar exactamente qué estaba siendo construido, aún cuando el espacio era un bien público y sujeto a leyes de preservación histórica.

Muchos me decían que la brecha de realidad entre la televisión y Twitter era lo que los había llevado a Gezi. “Sabía que había censura en la TV”, me dijo uno. “Pero fue cuando Twitter apareció que me di cuenta cuán mal estaba la cosa. Una cosa es ser insultado discretamente y otra es ser insultado tan descaradamente. Tenía que estar aquí”.

Les pregunté qué pensaban hacer ahora que estaban en el parque. Muchos no sabían. Al principio, ellos sólo querían mostrarse. Necesitaban ver por sus propios medios y así terminar con la disonancia cognitiva provocada por la diferencia entre la información que llegaba desde sus redes sociales y la que llegaba desde sus televisores.

Una tras otro me decían cuán agradecidos estaban a Internet. Los padres juraban que se disculparían con sus hijos, de quienes se habían burlado por perder tanto tiempo frente a las pantallas. “Ellos tenían razón y nosotros no”, me dijo una mujer. “No entendimos a nuestros hijos. Nada habría sido posible sin Internet. Internet trae aparejada libertad”.

Era una narrativa impresionantemente diferente de la que atravesaba el país que acababa de dejar. A medida que las revelaciones acerca de la vigilancia de la NSA fluían, las ventas de 1984, la novela distópica de Orwell, se disparó un 6.000 por ciento en Amazon. Muchos fueron a ver Oceanía, la aterradora y devastadora novela de vigilancia por parte del Estado, como modelo del Estado moderno digitalmente fortalecido. Se dijo que 1984 había finalmente llegado, apenas unos 30 años después.

Pero ésta es la forma incorrecta de entender qué está pasando. La vigilancia profunda y penetrante es real. Es probablemente peor de la que conocemos y se vuelve más generalizada cada día. Pero 1984 tiene poco que ver con eso.

Otros se inclinaron por una metáfora diferente: el Panóptico, un experimento inventado en el siglo XVIII por el reformador social Jeremy Bentham y luego popularizado por el filósofo francés Michel Foucault. Bentham imaginó una prisión con una torre alta en su centro, localizada de forma tal que los guardias en ella pudieran mirar y vigilar cada celda. La mirada de los guardias —invisible para los reclusos— haría que los prisioneros internalizaran la disciplina en la prisión, pensaba Bentham. Foucault, más tarde, extendió la idea adoptándola como metáfora para el impacto de la vigilancia en la sociedad.

Pero eso también estaba mal. El Panóptico tiene poco que ver con la vigilancia en las democracias liberales.

Y estas metáforas no sólo están mal sino que también pueden confundir profundamente.

En 1984, el anti-héroe, Winston Smith, vive en condiciones deprimentes. Todo es gris. Come pan viejo. Los informantes y las cámaras están por todos lados. El sexo está prohibido. Los niños espían a sus padres. Si un ciudadano desafía las severas reglas de Oceanía, le ponen una caja de ratas alrededor de su cara.

Este futuro imaginario es una alegoría de un estado impulsado por el temor, inspirado por las visiones orwellianas de la Alemania nazi y la Unión Soviética. 1984 habla de la vigilancia en una sociedad donde el poder del Estado presiona a todos cada dia. En otras palabras, habla del totalitarismo.

El Panóptico es un experimento mental: un modelo de prisión que tiene la intención de controlar una sociedad de reclusos. Pero nosotros no somos prisioneros. No estamos encadenados en celdas sin derechos ni opinión.

En nuestro mundo, el placer no está prohibido sino alentado y celebrado, está incluido en el estandarte del consumo. La mayoría de nosotros no vivimos con miedo al Estado. (Hay notables excepciones, como por ejemplo: las comunidades pobres de color y los inmigrantes que sufren bajo las leyes del “deténgase, manos contra la pared” y “muéstreme sus papeles”).

Para comprender la vigilancia del Estado en la sociedad que vivimos, necesitamos hacer cosas mejores que alegorías y experimentos mentales, especialmente los derivados de un sistema de control muy diferente. Necesitamos considerar cómo el poder de la vigilancia es imaginado y utilizado por gobiernos y corporaciones en este momento.

El parque Gezi era un lugar tanto de resistencia como de celebración. Tenía la intensidad explosiva del ataque de un gato salvaje y la profundidad de la solidaridad humana que florece tras los desastres.

Una tarde, mientras charlaba con un grupo de jóvenes, una mujer mayor, vestida con el tradicional atuendo islámico, se nos acercó. Rompió en llanto. “Están tirándoles gases a los jóvenes. No puedo aguantarlo”. Una mujer joven, de shorts y zapatillas, con un piercing en la nariz y tatuajes la consoló. Poco después, una mujer de mediana edad ofreció Börek, una torta turca. “No sé mucho sobre como protestar, pero estos chicos sí”, dijo. “Pero yo sé cómo hacer tortas”.

Un rato después, cuando la noche empezaba a caer, entrevisté a un grupo de gente joven que había colgado carteles condenando la censura de los medios. Los mensajes habían sido traducidos a dos docenas de lenguas. La llegada de la oscuridad incrementó la probabilidad de intervención policial, provocando que una mujer joven sacara un marcador y escribiera grupo y factor sanguíneo en su brazo. “¿Tan decidida está?”, le pregunté. “Somos un arco iris y Erdogan está tratando de pintarnos a todos de negro”, me respondió. “Somos un arco iris. No vamos a rendirnos”.

El parque Gezi era sin dudas un arco iris. Me perdí al derviche girando con su faldas rosadas (y máscara de gas) pero pude ver al regimiento de percusionistas (con máscaras y cascos). Fanáticos del fútbol en grandes cantidades. También gays y lesbianas, que eran más respetados de lo que yo había visto anteriormente en Turquía. Incluso la comunidad LGBT logró que los escandalosos fanáticos del fútbol dejaran de usar “maricón” como insulto —como lo marca el slogan estándar del fútbol turco— y cantaran “Erdogan sexista”. Musulmanes devotos distribuían comida para celebrar el nacimiento del Profeta: feministas entregaban calcos con la leyenda “Mi cuerpo, mis decisiones”. Incluso vi a un grupo kurdo que formaba un tren bailando alrededor de un fogón, observados por un hombre envuelto en la bandera turca y quien de a ratos movía su pie al ritmo. Una escena que no hubiera imaginado antes de llegar a Gezi, dadas las tensas relaciones étnicas existentes en Turquía.

Estaban unidos en resistencia a lo que ellos consideban un creciente autoritarismo del AKP y deliberaban cultivando un aura de pluralismo. La unidad resiste la mayoría de las veces. Éso es lo que puede pasar cuando las personas se dan cuenta de que no están solas. Es lo que logra, en su esencia, una protesta callejera: te hace sentir acompañado. Deberíamos dejar de lado los viejos argumentos sobre las protestas que se dan en las calles contra aquellas que se realizan online. Hay una característica clave que comparten Internet y la calle: nos hace visibles el uno al otro. Ése es su poder.

De hecho, la habilidad que tiene Internet de derribar la “ignorancia pluralista” —la noción equivocada de que tus creencias te posicionan dentro de una minoría cuando, de hecho, la mayoría de la gente siente parecido— es, quizás, su mayor contribución a los movimientos sociales. Los “me gusta” de Facebook son a menudo menospreciados y considerados insignificantes pero pueden hacer que una persona se dé cuenta de que su red social siente de la msma manera, y ésa es un arma social y políticamente poderosa.

Uno aprende a ser “gaseado”. Manten la calma, te dices a ti mismo, a medida que buscas aire fresco. Te ayuda a recordar que el gas probablemente no te matará. Por supuesto que el contenedor en sí mismo puede golpearte en la cabeza o en algún otro órgano interno vital y eso te mataría. Pero yo estaba usando un casco para bicicletas. La mayoría de los manifestantes estaban usando cascos amarillos de los de construcción, vendidos por vendedores ambulantes. (Desde el día uno, los vendedores ambulantes también ofrecían spray, antiparras y otros esenciales para la protesta. ¿Alguien más en el mundo tiene mejor stock y en el momento más oportuno que los vendedores ambulantes?)

Lo único que estaba en falta eran las máscaras anti gas. Se agotaron inmediatamente en Estambul y los vendedores ambulantes sólo tenían máscaras endebles tipo barbijos, como los que usan los médicos en televisión. Ésas son inservibles frente al gas.

Las personas que hubieran inhalado mucho gas vomitarían o se caerían, doblados del dolor. Los manifestantes del contingente médico correrían, armados con camillas improvisadas, algunas hechas de viejas puertas de madera. La mayoría de los heridos se recuperaría. Algunos irían al hospital. Unos pocos, especialmente aquellos golpeados en la cabeza por los contenedores de gas, morirían.

Los manifestantes se volvieron expertos en gas lacrimógeno: Podrían mirar un contenedor y decirte qué era, qué hizo y quién lo hizo. “Éste es el peor, siempre te hace vomitar”, me dijo un manifestante señalando un contenedor entre montones alineados afuera de su carpa. Había discusiones constantes sobre los medicamentos. Vinagre y limón, comúnmente considerados efectivos contra el gas lacrimógeno, eran desestimados en favor de una mezcla de antiácidos y agua. Les creí porque era un grupo educado y bien organizado que incluía médicos y químicos. (Un ejemplo: cuando la munición de otra arma de control de multitudes —cañones de agua— empezó a quemar al contacto, los manifestantes enviaron muestras al laboratorio, en el cual descubrieron que el gobierno agregaba gas pimienta al agua. Meses después, un vocero del gobierno lo reconoció).

Después de que el horrible dolor en nuestros pulmones, ojos y gargantas disminuyera de alguna manera, sacaríamos nuestros teléfonos celulares y tuitearíamos. No se trataba de vanidad ni de una forma desesperada de informar a nuestros amigos que estábamos bien, aunque hacerle saber a la gente que estábamos en buenas condiciones siempre era una gran parte de la cuestión. En el medio de Gezi uno tenía de poca a ninguna idea de lo que estaba sucediendo en cualquier otra parte, aún al otro lado del parque. Las redes sociales eran un salvavidas, y Twitter fue el más usado debido a la simplicidad de uso en el móvil y a lo corto de los mensajes. Significativamente, las relaciones en Twitter pueden ser unilaterales: yo te puedo seguir sin la necesidad de que tu me sigas. Como resultado, los usuarios pueden interactuar con un número mucho mayor de gente y no sólo con aquellos que deberían agregarse como “amigos”.

Antes de llegar a Gezi, seleccionaba algunos tweets del parque y de otros lugares de Turquía. Ahora estaba usando mi tiempo para escuchar y observar y me encontré relativamente despistada. No tenía los ojos entrenados, algo que surge de seguir continuamente un evento por Twitter. Amigos del exterior preguntarían: “¿Qué piensas de la última declaración del Primer Ministro Erdogan?” Y yo no tendría respuesta. “Estoy en el parque, no en Twitter”, diría.

Nos metíamos en Twitter cuando podíamos. La conectividad era generalmente buena, quizás porque las compañías de teléfonos más grandes posicionaban camionetas repetidoras en las calles cercanas. Twitter era una forma de chequear si el último disparo de gas lacrimógeno había sido el único o el comienzo de una operación para despejar el parque. Los camiones blindados, ¿se dirigían a nosotros? ¿Dónde estaba el mandatario? ¿Se estaba deteriorando la situación política o había algún movimiento de negociación? Las noticias, las conversaciones, las fotos, las recetas para neutralizar el gas lacrimógeno, los pedidos de donaciones, las promesas de las celebridades de visitar el parque, los medios de comunicación social palpitaban con estas cosas. Estaba en la estructura social de Gezi.

Nada de ésto significa que hubiera menos vigilancia en Turquía que en Estados Unidos o Europa. De hecho, probablemente habría más. Durante sus primeros años en el poder, la AKP reemplazó libros contables polvorientos por bases de datos. Cada ciudadano tiene ahora un número de identificación nacional asignado, el cual provee el acceso a la página del gobierno, documentando casi toda interacción con el Estado, desde registros de propiedad hasta impuestos. Para muchos es un alivio haber escapado a los viejos sistemas burocráticos, pero las bases de datos también posibilitan la vigilancia masiva. Por ejemplo, los ciudadanos de Turquía necesitan un número de identificación para comprar una tarjeta SIM o para sacar un turno con el médico a través del sistema público de salud.

Periodistas, políticos y casi todas las personas importantes creen que el gobierno va más lejos y también interviene sus teléfonos. (A menudo, los humoristas gráficos dibujan al Estado como una oreja gigante). De hecho, muchos manifestantes especularon con que el gobierno no sólo permite el uso de Internet sino que además lo alienta. Esas camionetas repetidoras pueden haber “aspirado” los números de identificación de los manifestantes. De alguna manera, en los archivos digitales del gobierno probablemente hay una lista de cada ciudadano turco que visitó el parque durante las protestas.

Aún así, la rebelión triunfó en Gezi, al menos en el corto tiempo. Los manifestantes fueron finalmente dispersados pero un tribunal dictaminó más tarde que el proyecto inmobiliario violaba las leyes de conservación histórica. Y la rebelión triunfó en otro sentido: la gente en Turquía volvió a hablar de política y las redes sociales se transformaron en una esfera altamente cargada y política. Los manifestantes de Gezi sacudieron la imagen invencible de la AKP. Quizás alentados por el recién descubierto espíritu de desafío, se destaparon otros tabúes. En diciembre de 2013, un escándalo de corrupción mezclado con luchas internas entre las facciones anteriormente aliadas al gobierno estremeció al país. Una vez más, la mayoría de las noticias relacionadas con el escándalo circularon principalmente por las redes sociales mientras el gobierno intentaba anular la investigación.

No inesperadamente, el gobierno ha seguido forzándolos a retroceder. Recientemente, el parlamento aprobó una ley de censura y vigilancia de Internet que hace que el gobierno pueda cerrar páginas web más fácilmente, sin supervisión judicial. Los proveedores de Internet están obligados por ley a recolectar todos los datos del tráfico de sus usuarios y pasárselos a las autoridades cuando éstas lo soliciten.

Después de la Primavera Árabe me preguntaban una y otra vez: ¿Es buena o mala la Internet?

Ambas. Al mismo tiempo. En nuevas y complejas configuraciones.

Pero “lo malo” no es una versión moderada de Oceanía ni del Panóptico, al menos no en las democracias modernas. En una era en la cual las ideas de ciudadanía y derechos han hechado raíces, la extorsión basada en la violencia tiene un uso limitado. La coacción no puede obligar a la gente a hacer las cosas que los Estados y corporaciones modernas necesitan que hagamos para mantener activo el sistema: votar a sus partidos, consumir sus productos, trabajar en sus corporaciones.

Para entender el actual (y sinceramente alarmante) poder de la vigilancia es mejor recurrir a un pensador que sabe sobre las prisiones reales: el escritor italiano, político y filósofo Antonio Gramsci, quien fuera encerrado por Mussolini e hiciera la mayor parte de su obra en la cárcel. Gramsci entendió que los medios de control más poderosos disponibles para un Estado capitalista moderno no son ni la coacción ni el encarcelamiento sino la habilidad de moldear el mundo de las ideas. La esencia de algunos de los argumentos de Gramsci puden ser vistos en otra gran novela distópica del siglo XX. En Un Mundo Feliz (Brave New World), Aldous Huxley imaginó un Estado que evitaba el terror existencial gracias a una droga, el soma, que mantenía a sus ciudadanos felices y maleables.

Moldear ideas es, obvio, más fácil decirlo que hacerlo. Bombardear a las personas con anuncios sólo funciona hasta cierto punto. A nadie le gusta que le digan qué pensar. Nos hacemos resistentes a los métodos de persuasión a medida que los identificamos como tales. Sólo piensen en avisos de antaño y cuán cursi se ven. Funcionaron en su momento pero ahora estamos alertas. Además, la cobertura total no es fácil de lograr en el paisaje fragmentado de los medios de hoy en día. ¿En cuántos canales puede publicitar una compañía? y más ahora que podemos hacer fast-forward sobre los comerciales televisivos. Pero aún si fuera posible atraparnos a través de los medios masivos, los mensajes que funcionan para una persona a menudo no convencen a otras.

El big data es peligroso exactamente por eso, porque provee soluciones a esos problemas. Individualmente adaptados, los mensajes sutiles son menos proclives a producir una reacción alerta. Especialmente si la recolección de la información que hace posible diseñar estos mensajes personalizados es invisible. Por eso, no sólo la NSA hace todo lo posible para mentener oculta su vigilancia. La mayoría de las firmas de Internet también tratan de monitorearnos subrepticiamente. Sus acuerdos de uso (que todos debemos “firmar” antes de usar sus servicios) están llenos de “letra chica” legal. Giramos nuestros ojos y entregamos nuestros derechos con un click. De igual forma, las campañas políticas no les dejan saber a los ciudadanos qué información manejan sobre ellos ni tampoco cómo la usan. Las bases de datos comerciales nos permiten, a veces, acceder a nuestros propios registros. Pero lo hacen difícil y, dado que no tienes derecho de controlar lo que hacen con tu información, a menudo es inútil.

Esta es la razón de porqué el método actual para instalar ideas en los consumidores no es imponer abiertamente sino seducir de manera encubierta, a partir de una base de conocimiento. Estos métodos no producen un mensaje explícito: ellos crean un ambiente que te induce imperceptiblemente. El año pasado, un artículo en Adweek mencionaba que las mujeres se sienten menos atractivas los lunes y que ése debería ser el mejor momento para mostrarles anuncios de maquillaje. “Las mujeres también enumeraron sentirse solas, gordas y deprimidas como factores que inducen un «estado de vulnerabilidad»”, agregaba el artículo. Entonces, ¿por qué limitarnos a los lunes? El big data puede identificar exactamente qué mujeres se sienten solas, gordas o deprimidas. ¿Por qué no focalizarse en ellas entonces? ¿Y por qué usar solamente esos «estados de vulnerabilidad»? Es sólo un pequeño salto: de identificar las estados de vulnerabilidad a descubrir cómo crearlos. Las ventas actuales de maquillaje deben ser la punta del iceberg.

Las compañías quieren usar este poder para que compremos sus productos. Para los partidos políticos, el objetivo es atraer votantes a través de una presentación personalizada de candidatos del partido e ideas. Pero ambos quieren que hagamos click en una opción que ha sido diseñada en forma personalizada para nosotros. Los diplomáticos llaman a ésto el soft power. Puede ser suave pero no es débil. No genera resistencia —mientras que el totalitarismo sí lo hace—, por lo tanto, es más fuerte.

La tecnología de Internet nos permite quitar capas de divisiones y distracciones e interactuar con los demás, humano con humano. Al mismo tiempo, los poderosos están observando esas interacciones y usándolas para descubrir cómo hacernos más obedientes. Es por eso que la vigilancia al servicio de la seducción puede resultar ser más poderosa y siniestra que las pesadillas de 1984.

Sin embargo, aquí estamos, todavía hablándonos los unos a los otros. Y ellos, escuchando.

Nota:
(*) El resaltado no corresponde al artículo original.

Enlaces:
· Los citados artículos de opinión publicados en New York Times sobre el uso del big data por parte de la campaña de Obama: “Beware the Smart Campaign” por Zeynep Tufekci (noviembre de 2012) y “I Am Not Big Brother” por Ethan Roeder, ex director de datos de la campaña de Obama (diciembre de 2012).
· MIT Technology Review dedicó un número a la utilización política del big data: “Big data will save politics”
· El artículo de Charles Duhigg en el Times sobre la cadena de tiendas Target y sus cupones de descuento para embarazadas: “How Companies Learn Your Secrets”

Traducido por Bibiana Ruiz y derechoaleer.org*

fuente http://derechoaleer.org/blog/2014/04/internet-es-buena-o-mala-si.html

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