Julio López
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Primavera silenciosa
Por (reenvio) Rachel Carson - Saturday, Jul. 26, 2014 at 2:33 AM

1962 / Fábula para el día de mañana

Había una vez una ciudad en el corazón de Norteamérica donde toda existencia parecía vivir en armonía con lo que la rodeaba. La ciudad estaba enclavada en el centro de un tablero de ajedrez de prósperas granjas, con campos de cereales y huertos donde, en primavera, blancas nubes de flores sobresalían por encima de los verdes campos. En otoño, las encinas, los arces y los abedules, ponían el incendio de sus colores que flameaban y titilaban a través de un fondo de pinares. Entonces, los zorros ladraban en las colinas y los ciervos cruzaban silenciosamente los campos, medio ocultos por las nieblas de las mañanas otoñales.

A lo largo de las carreteras, el laurel, el viburno y el alder, los grandes helechos y las flores silvestres deleitaban el ojo del viajero la mayor parte del año. Incluso en invierno, los bordes de los caminos eran lugares de gran belleza, donde incontables pájaros acudían a comerse las moras y las bayas, y en los sembrados, el rastrojo sobresalía de entre la nieve. La comarca era famosa por la abundancia y variedad de sus pájaros y cuando la riada de las aves migratorias se derramaba sobre ella en primavera y en otoño, la gente llegaba desde grandes distancias para contemplarla. Otros iban a pescar en los arroyos que fluían, claros y fríos, de las montañas y que ofrecían sombreados remansos en que nadaba la trucha. Así sucedió en remotos días, hace muchos años, cuando los primeros habitantes edificaron sus casas, cavaron sus pozos y construyeron sus graneros.

Entonces un extraño agostamiento se extendió por la comarca y todo empezó a cambiar. Algún maleficio se había adueñado del lugar; misteriosas enfermedades destruyeron las aves de corral; los ovinos y las cabras enflaquecieron y murieron. Por todas partes se extendió una sombra de muerte. Los campesinos hablaron de muchos males que aquejaban a sus familias. En la ciudad, los médicos se encontraron más y más confusos por nuevas clases de afecciones que aparecían entre sus pacientes. Hubo muchas muertes repentinas e inexplicables, no sólo entre los adultos, sino incluso entre los niños que, de pronto, eran atacados por el mal mientras jugaban, y morían a las pocas horas.

Se produjo una extraña quietud. Los pájaros, por ejemplo... ¿dónde se habían ido? Mucha gente hablaba de ellos, confusa y preocupada. Los corrales estaban vacíos. Las pocas aves que se veían se hallaban moribundas: temblaban violentamente y no podían volar. Era una primavera sin voces. En las madrugadas que antaño fueron perturbadas por el coro de gorriones, golondrinas, palomos, arrendajos y petirrojos y otra multitud de gorjeos, no se percibía un solo rumor; sólo el silencio se extendía sobre los campos, los bosques y las marismas.

En las granjas, las gallinas empollaban, pero ningún polluelo salía de los cascarones. Los campesinos se quejaban de que no conseguían criar ningún cerdo... las crías eran pequeñas y sobrevivían sólo unos cuantos días. Los manzanos echaban flor, pero ninguna abeja zumbaba entre las ramas, por consiguiente no había traslado de polen y no se conseguía fruto. El borde de los caminos, tan atractivo tiempo atrás, estaba ahora cubierto de vegetación ennegrecida y reseca, como consumida por e] fuego. Aquéllos también se hallaban silenciosos y desiertos de toda criatura viviente. Incluso los riachuelos se veían sin vida. Los pescadores ya no los visitaban, porque todos los peces habían muerto. En los huecos, sobre los aleros y entre las rocas, un polvo blanco y granuloso mostraba aún algunas manchas; pocas semanas antes había caído como nieve sobre los campos, la tierra, las rocas y los arroyos. Ninguna brujería ni acción del enemigo había silenciado el rebrotar de nueva vida en el agostado mundo. Era lagente quien lo había hecho por sí misma.

Esta ciudad no existe verdaderamente, pero podría haber tenido miles de duplicados en Norteamérica o en cualquier otro sitio del mundo. No conozco ninguna comunidad que haya sufrido todas las desgracias que he descrito. Pero cada uno de esos desastres ha ocurrido de verdad dondequiera, y muchas colectividades han experimentado buen número de ellos. Un ceñudo espectro se ha deslizado entre nosotros casi sin notarse, y esta imaginaria tragedia podría fácilmente convertirse en completa realidad que todos nosotros conoceríamos. ¿Qué es lo que ha silenciado las voces de la primavera en incontables ciudades de Norteamérica? Este libro trata de explicarlo.

La necesidad de sostenerse

La historia de la vida en la tierra ha sido un proceso de interacción entre las cosas vivas y lo que las rodea. En amplia extensión, la forma física y los hábitos de la vegetación terrestre, tanto como su vida animal, han sido moldeadas por el medio. Considerando la totalidad del avance de las etapas terrestres, el efecto contrario, en el que la vida modifica verdaderamente lo que la rodea, ha sido relativamente ligero. Sólo dentro del espacio de tiempo representado por el presente siglo una especie -el hombre ha adquirido significativo poder para alterar la naturaleza de su mundo.

Durante el último cuarto de siglo, este poder no sólo ha sido incrementado hasta una inquietante magnitud, sino que ha cambiado en características. El más alarmante de todos los atentados del hombre contra su circunstancia, es la contaminación del aire, la tierra, los ríos y el mar con peligrosas y hasta letales materias. Esta polución es en su mayor parte irreparable; la cadena de males que inicia, no sólo en el mundo que debe soportar la vida, sino en los tejidos vivos, en su mayor parte es irrecuperable. En esta contaminación, ahora universal, del medio ambiente, la química es la siniestra y poco conocida participante de la radiación en el cambio de la verdadera naturaleza del mundo... la verdadera naturaleza de su vida. El estroncio 90, liberado en el aire por las explosiones nucleares, llega a la tierra con la lluvia o cae por sí solo, se aloja en el suelo, se mete en la hierba o en la cebada o en el trigo que crecen allí y de vez en cuando se introduce en los
huesos del ser humano, donde permanece hasta su muerte.

De igual modo, los productos químicos se diseminan por los sembrados, o por los bosques, o por los jardines, se alojan durante largo tiempo en las cosechas y penetran en los organismos vivos, pasando de uno a otro en una cadena de envenenamiento y de muerte. O se infiltran misteriosamente por los arroyos subterráneos hasta que emergen mediante la alquimia del aire y el sol, se combinan en nuevas formas que matan la vegetación, enferman al ganado y realizan un desconocido ataque en aquellos que beben de los antaño puros manantiales. Como dijo Albert Schweitzer: «El hombre difícilmente puede reconocer los daños de su propia obra».

Se han necesitado millones de años para engendrar la actual vida terrestre; eras durante las cuales este desenvolver y envolver y diversificar la vida alcanzó un estado de ajuste y equilibrio con su medio ambiente, y este medio ambiente, que trasformaba y gobernaba esa vida, llevaba en sí elementos que eran tan hostiles como protectores. Ciertas rocas producían radiaciones peligrosas; incluso la luz solar, de la que toda existencia recoge su energía, contenía radiaciones de onda corta con poder dañino. Con el tiempo -tiempo no en años, sino en milenios se ha alcanzado el equilibrio y el ajuste vitales. Porque el tiempo es el ingrediente esencial; pero en el mundo moderno no hay tiempo.

La rapidez, la velocidad con la que se crean nuevas situaciones y cambios siguen al impetuoso y descuidado paso del hombre más que a la deliberada marcha de la naturaleza, La radiactividad ya no es meramente el producto de la emanación de las rocas, el bombardeo de rayos cósmicos o la luz ultravioleta del sol, que han existido antes de que hubiera cualquier forma de vida en la tierra; la radiactividad es ahora la antinatural consecuencia del entrometimiento del hombre en el átomo, La química, a la que la vida tiene que adaptarse, ya no se reduce a ser sencillamente el calcio y el sílice y el cobre y los demás minerales arrancados a las rocas por las aguas y arrastrados al mar por los ríos; es la creación sintética de la inventiva humana, obtenida en los laboratorios y sin contrapartida en la naturaleza.

El ajustarse a esta química requeriría tiempo en la escala de la naturaleza; no sólo los años de la vida de un hombre, sino los de generaciones, e incluso si por algún milagro eso fuera posible, resultaría inútil, porque los nuevos productos salen de los laboratorios como un río sin fin. Casi quinientos anuales se ponen en uso práctico sólo en Estados Unidos. La cifra hace vacilar y sus implicaciones son difícilmente comprensibles... 500 nuevos productos químicos a los cuales el cuerpo del hombre y el de los animales necesitan adaptarse de algún modo cada año; productos totalmente fuera de los límites del experimento biológico.

Entre ellos figuran muchos que se emplean en la guerra del hombre contra la naturaleza. Desde mediados de 1940 se han creado unos 200 productos para matar insectos, destruir malezas, roedores y otros organismos calificados en el lenguaje moderno de «plagas», y que son vendidos bajo varios miles de nombres y acepciones distintas.

Esos polvos, pulverizaciones y riegos se aplican casi universalmente en granjas, jardines, bosques y hogares...; productos sin seleccionar que tienen poder para matar todo instinto, el «bueno» y el «malo», para acallar el canto de los pájaros y para inmovilizar a los peces en los ríos, para revestir las hojas de una mortal película y para vaciar el terreno... aunque el pretendido blanco sean tan sólo unas cuantas malezas o insectos. ¿Puede alguien creer posible que se extienda semejante mezcolanza de venenos sobre la superficie de la tierra sin que resulten inadecuados para todo ser viviente'! No deberían llamarse «insecticidas», sino «biocidas».

El total proceso de su aplicación parece cogido en una espiral infinita, Desde que el DDT fue difundido para uso corriente, se puso en marcha un conjunto de fases sucesivas en las que pueden hallarse elementos cada vez más tóxicos, Esto ha sucedido así porque los insectos, en triunfante reivindicación de la teoría de Darwin acerca de la supervivencia por adaptación han producido razas superiores inmunes a los insecticidas especiales, de ahí que tengan que emplearse otros más mortíferos... y después otros y otros. Y ha sucedido así también porque, por razones que se explican después, los insectos consiguen con frecuencia una «expansión» o resurgimiento, después de la rociadura, en número mayor que antes. De este modo la guerra química nunca se gana y toda vida resulta captada en su violenta contradicción.

Parejo con la posibilidad de la extinción de la especie humana por la guerra atómica, el problema central de nuestra época se presenta por consiguiente con la contaminación del medio ambiente total del hombre por medio de tales sustancias de increíble potencia dañina, sustancias que, acumuladas en los tejidos de plantas y animales e incluso penetrando en las células germinales, pueden alterar o destruir los mismos gérmenes hereditarios de los que depende el porvenir de la especie. Algunos podrán ser arquitectos de nuestro futuro dirigiendo la mirada hacia una época en que será posible alterar de propósito el germen humano. Pero ahora podría hacerse así por inadvertencia, por exceso de química, como las radiaciones, proporcionándonos transformaciones genéticas. Es una ¡roma pensar que el hombre pueda determinar su propio futuro mediante algo tan algún milagro eso fuera posible, resultaría inútil, porque los nuevos productos aparentemente trivial como la elección de una pulverización insecticida.

Se corre este riesgo... ¿.por qué? Los historiadores futuros quizá no comprendan nuestro desviado sentido de la proporción. ¿Cómo pueden los seres inteligentes tratar de dominar unas cuantas especies molestas por un método que contamine todo l0 que les rodea y les atraiga la amenaza de un mal e incluso de la muerte de su propia especie? y sin embargo, esto es precisamente lo que hemos hecho. Lo hemos hecho, no obstante, por razones que se derrumban en cuanto las examinamos. Nos han dicho que el enorme uso de los plaguicidas es necesario para mantener la producción agrícola. Pero nuestro problema real ¿no es de superproducción? Nuestras granjas, a pesar de las medidas para disminuir terrenos de producción y para pagar a los agricultores que no producen, han rendido tan asombroso exceso de cosechas que el contribuyente norteamericano pagó en 1962 más de un millar de millones de dólares para sostener el costo del programa de almacenaje del excedente de alimentos. y la situación se sostiene cuando una rama del Departamento de Agricultura trata de reducir la producción mientras en otros Estados, como se hizo en 1958, “se cree generalmente que la reducción de hectáreas de cultivo, bajo la dirección del Banco Agrícola, estimulará el interés por el uso de productos químicos para obtener la máxima producción de la tierra dedicada a siembra».

Todo esto viene a colación para decir que no hay problema con los insectos ni necesidad de vigilancia. Yo opino más bien, que la vigilancia debe adaptarse a la realidad, no a situaciones imaginarias ya que los métodos empleados tienen que ser tales que no nos destruyan a nosotros al mismo tiempo que a los insectos. El problema cuya solución se busca ha traído a tal vía de desastre en su agitación que representa digno acompañamiento a nuestro moderno sistema de vida. Mucho antes de la era en que apareció el hombre, los insectos habitaban la tierra: un grupo de seres extraordinariamente variado y adaptable a cualquier circunstancia. En el curso del tiempo, desde el advenimiento del hombre, un pequeño porcentaje de más de medio millón de especies de insectos entraron en conflicto con el género humano de dos maneras principales: como competidores de los productos alimenticios y como portadores de enfermedades.

Los insectos productores de males en el ser humano se convierten en importantes cuando las muchedumbres se agolpan, especialmente en condiciones de bajo nivel de salubridad como en tiempo del natural desastre de la guerra o en situaciones de extrema miseria y depauperación. Entonces la represión de aquellos grupos se hace necesaria. Sin embargo, es un hecho palpable, como dentro de poco veremos, que el método de represión química en forma masiva tiene sólo éxito limitado y que también amenaza con empeorar las verdaderas condiciones que se intentan resolver.

Bajo condiciones de agricultura primaria, el campesino tiene pocos problemas de insectos. Éstos crecen con la intensificación de los cultivos: entrega de inmensas extensiones de terreno a una sola cosecha. Este sistema prepara los peldaños para la reproducción masiva de colonias de insectos específicos. Los cultivadores de una sola clase de producto no se lucran de los principios por medio de los cuales trabaja la naturaleza; se trata de una agricultura como puede concebirla un ingeniero. La naturaleza ha introducido gran variedad en el paisaje, pero el hombre ha desplegado verdadera pasión por simplificarlo. De este modo deshace el edificio de divisiones y de equilibrio en el que la naturaleza contiene en sus límites a las especies. Una división natural importante es la de la reducción hasta el número deseable de cada especie. Es obvio, por consiguiente, que el insecto que vive en el trigo pueda elevar su colonia a niveles muy superiores en una granja dedicada a trigales que en una en la que el trigo se alterna con otros cultivos a los que el insecto no está adaptado.

Lo mismo sucede en otros casos. Hace una generación o más, las ciudades de extensas áreas de los Estados Unidos alineaban en sus calles nobles olmos. Ahora, la belleza que fue creada esperanzadamente se ve amenazada de la más completa destrucción, pues la enfermedad se abate sobre esos árboles, extendida por un coleóptero que hubiera tenido sólo limitada oportunidad de reproducirse en gran escala si los olmos hubieran sido árboles diseminados en un plantío de variedades diversas.

Otro factor en el moderno problema de los insectos es uno que debe ser enfocado contra el panorama de la historia humana y geológica: el despliegue de millares de diferentes clases de organismos desde sus puntos de nacimiento para invadir nuevos territorios. Esta migración por el ancho mundo ha sido estudiada y descrita gráficamente por el ecólogo británico Charles Elton en su reciente libro La ecología de las invasiones. Durante el período Cretáceo, hace varios cientos de millones de años, los mares cortaron muchos puentes, entre continentes y los seres vivos se encontraron confinados en lo que Elton llama «colosales reservas de naturalezas separadas». Allí, aislados de otros de su especie, desarrollaron muchas otras variedades. Cuando algunos procedentes de los macizos terrestres volvieron a unírseles, hace unos 15 millones de años, estas variedades empezaron a trasladarse a nuevos territorios en un movimiento que no sólo está aún en progresión, sino que ahora recibe considerable ayuda por parte del hombre.

La importación de plantas es el primordial agente en la moderna propagación de las especies, porque los animales han ido, casi invariablemente, donde las plantas, siendo la cuarentena una innovación relativamente reciente y no del todo efectiva. Sólo la Oficina de Introducción de Plantas de Estados Unidos ha dado entrada a casi 200.000 especies y variedades de plantas procedentes del mundo entero. Aproximadamente la mitad de los 180 mayores enemigos de los vegetales en Norteamérica son importados de fuera, y la mayor parte de esos insectos llegaron como adherencias en las plantas.

En nuevo territorio, fuera del alcance de la mano moderadora de sus naturales adversarios que mantienen en inferioridad su número en tierra nativa, una planta o un animal invasores son capaces de convertirse en tremendamente abundantes. Así pues, no es por accidente por lo que nuestros más perturbadores insectos han introducido sus variedades.
Estas invasiones, tanto las producidas naturalmente como las debidas a la ayuda humana, tienen aspecto de continuar indefinidamente. La cuarentena y las campañas químicas masivas son sólo maneras carísimas de perder tiempo. Según el doctor Elton estamos enfrentados «con una necesidad a vida o muerte no sólo de encontrar nuevos métodos técnicos de supresión de esta planta o de aquel animal»: sino que necesitamos el conocimiento básico de la población animal y sus relaciones con el medio ambiente, lo que «proporcionará el equilibrio y reducirá el explosivo poder de las erupciones y de nuevas invasiones».

Gran parte del conocimiento necesario es ya valioso, pero no se hace uso de él. Instruimos a ecólogos en nuestras universidades, e incluso los empleamos en oficinas gubernamentales, pero rara vez aceptamos su consejo. Permitimos que caiga la mortal lluvia química como si no hubiera otra alternativa, mientras que de hecho existen muchas más, que podrían ser pronto halladas si se trabajase en tal sentido. ¿Hemos caído en un estado de mesmerismo que nos hace aceptar como inevitable lo inferior o perjudicial, como si hubiéramos perdido la voluntad o la visión de demanda de lo bueno? Tales pensamientos, según las palabras del ecólogo Paul Shepard, «idealizan la vida permitiéndole tan sólo que saque la cabeza fuera del agua, unos centímetros por encima de los límites de tolerancia de la corrupción de su propio medio ambiente... ¿Por qué hemos de tolerar una dieta de venenos flojos, un hogar con insípidos alrededores, un círculo de relaciones que no son por completo nuestras enemigas, el ruido de motores con sólo la suficiente disminución para impedimos la locura? ¿Quién puede querer vivir en un mundo que únicamente no es del todo fatal?»

y sin embargo tal clase de mundo está gravitando sobre nosotros. La cruzada para crear un mundo químicamente esterilizado y libre de insectos parece haber engendrado un celo frenético por parte de muchos especialistas y la mayor parte de las llamadas «oficinas de control». De cualquier modo es evidente que los que están comprometidos en operaciones de pulverización ejercen un poder verdaderamente cruel. «Los entomólogos reguladores... funcionan como perseguidores, jueces y jurados, asesores de impuestos y recaudadores y jefes de policía para reforzar sus propias órdenes», dice el entomólogo de Connecticut, Neely Tumer. Los más flagrantes abusos no hallan represión tanto en las oficinas federales como en las del Estado.

No es mi propósito que los insecticidas químicos deban ser descartados siempre. De lo que estoy en contra es de haber puesto potentes productos químicos ponzoñosos, sin discriminación, en manos de personas total o casi completamente ignorantes de su poder dañino. Hemos subordinado enormes cantidades de personas al contacto con tales venenos, sin su consentimiento y, con frecuencia, sin su conocimiento. Si la Carta de Derechos no contiene garantía de que un ciudadano será protegido contra substancias letales distribuidas bien por personas particulares o bien por empleados públicos, es seguramente porque nuestros antepasados, a pesar de su considerable sabiduría y previsión, no podían concebir semejante problema.

Estoy en contra, asimismo, de que se permita que esos productos químicos sean usados con poca o ninguna investigación previa de sus efectos en las cosechas, en el agua, en la vida animal y en el propio hombre. Las generaciones futuras difícilmente perdonarán nuestra falta de preocupación por la integridad del mundo natural que sostiene toda vida. Poseemos todavía un conocimiento muy escaso del alcance de tal amenaza. Estamos en una era de especialistas; cada cual considera su propio problema e ignora o no transige con el engranaje en el que está ubicado.

Es, asimismo, una era dominada por la industria que se arroga el derecho de conseguir un dólar a cualquier precio. Cuando el público protesta, enfrentado con alguna clara evidencia de los estragos resultantes de las aplicaciones plaguicidas, se le suministran píldoras tranquilizantes de medias verdades. Necesitamos urgentemente que se ponga fin a tan falsas seguridades, al caramelo que envuelve hechos impaladeables! Es al público a quien se debe pedir que asuma los riesgos que comportan los insecticidas. El público debe decidir si desea continuar por el actual camino, y sólo puede decidirlo cuando esté en plena posesión de los hechos. Con palabras de lean Rostand: «la obligación de sufrir nos da el derecho de conocer».

Elixires de muerte

Por primera vez en la historia del mundo, todo ser humano está ahora sujeto al contacto con peligrosos productos químicos, desde su nacimiento hasta su muerte. En menos de dos décadas de uso, los plaguicidas sintéticos han sido tan ampliamente distribuidos a través del mundo animado e inanimado, que se encuentran virtualmente por todas partes. Se han hallado residuos de esos productos en la mayoría de los sistemas fluviales importantes e incluso en corrientes subterráneas que fluyen desconocidas a lo largo de la tierra; en la tierra, donde pueden haber sido aplicados una docena de años antes; en el cuerpo de pescados, pájaros, reptiles y animales salvajes y domésticos, hasta el punto de que los hombres de ciencia que efectúan experimentos animales han encontrado casi imposible localizar a seres libres de tal contaminación. Han sido hallados en peces de lagos situados en montañas remotas, en lombrices de tierra recogidas en sembrados, en huevos de pájaros... y en el propio hombre. Porque tales productos químicos están ahora almacenados en el cuerpo de la mayoría de los humanos, sin discriminación de edades. Se encuentran en la leche de las madres y probablemente en los tejidos de los niños por nacer.

Todo esto se ha producido a causa de la súbita aparición y del prodigioso crecimiento de una industria de fabricación de materias sintéticas con propiedades insecticidas. Esta industria es hija de la Segunda Guerra Mundial. En el curso del desarrollo de agentes químicos para la guerra, algunas de las materias fueron descubiertas como letales para los insectos. El hallazgo no se produjo por casualidad: los insectos fueron ampliamente usados para probar los productos químicos mortales al hombre.

El resultado fue un, al parecer, interminable río de insecticidas sintéticos. Al ser elaborados por el hombre -por medio de prácticas ingeniosas de laboratorio consistentes en manipulación de moléculas, sustitución de átomos y alteración de sus composiciones difieren completamente de los insecticidas inorgánicos más simples de antes de la guerra. Estos eran derivados de productos presentados naturalmente en minerales y en plantas: compuestos de arsénico, cobre, plomo, manganeso, zinc y otros minerales: pelitre de las flores secas de una planta compuesta; sulfato de nicotina de algunos derivados del tabaco, y roteno, de plantas leguminosas de las Indias Orientales.

Lo que sitúa aparte a los nuevos insecticidas sintéticos es su enorme potencia biológica. El hecho de que tengan inmenso poder, no solamente para envenenar, sino para introducirse en los más vitales procesos del organismo y desviarlos por una vía siniestra y con frecuencia mortal. Así, como veremos después, destruyen las mismas enzimas cuya función es proteger el cuerpo contra los daños, bloquean los procesos de oxidación de los cuales recibe energía el organismo, impiden el normal funcionamiento de varios órganos e inician en ciertas células el lento e irreversible cambio que conduce a la destrucción. Sin embargo, nuevos y más perjudiciales productos se añaden cada año a la lista y se discurren nuevos usos, de forma que el contacto con tales materiales se ha convertido en prácticamente universal. La producción de plaguicidas sintéticos en Estados Unidos asciende de 124.259.000 libras en 1947 a 637.666.000 en 1960, con un aumento del quíntuplo. El valor total de tales productos supera bastante el cuarto de billón de dólares. Pero según los planes y esperanzas de la industria, esta enorme producción está sólo en los comienzos.

Por consiguiente, nos concierne a todos un «Quién es quién» de los plaguicidas. Si vamos a vivir en tanta intimidad con esos productos químicos - comiéndolos y bebiéndolos y absorbiéndolos en el auténtico tuétano de los huesos mejor será que conozcamos algo acerca de su naturaleza y poder. Aunque la Segunda Guerra Mundial marcó la desaparición de los plaguicidas inorgánicos químicos y una introducción en el maravilloso mundo de las moléculas de carbono, algunos de los antiguos materiales subsisten. El primero entre todos ellos es el arsénico, todavía el ingrediente básico de una variedad de destructores de malezas e insectos.

El arsénico es un mineral altamente tóxico que se presenta en extensa asociación con las gangas de varios metales y en muy pequeña proporción en los volcanes, en el mar y en el agua de los manantiales. Sus relaciones con el hombre son variadas e históricas. Como muchos de sus componentes no tienen sabor ha sido un agente favorito de crímenes, desde mucho antes del tiempo de los Borgia hasta la actualidad. El arsénico fue el primer reconocido elemento carcinógeno (o sustancia provocadora del cáncer), identificado en el hollín de chimenea y enlazado con la nefasta enfermedad hace aproximadamente dos siglos por un médico inglés. Están registradas epidemias de envenenamiento crónico de arsénico que envolvían a la totalidad de las poblaciones durante largas épocas.

La contaminación de ambientes por arsénico ha causado también enfermedades y muertes en caballos, vacas, cabras, cerdos, ciervos, peces y abejas; a pesar de tales antecedentes, el riego y pulverizaciones arsenicales son ampliamente usados. Las pulverizaciones de arsénico en los campos de algodón del sur de Estados Unidos han casi desaparecido actualmente; los granjeros que usaron el arsénico en sus campos durante largos periodos se vieron afectados de envenenamiento crónico; los ganados resultaban envenenados por los riegos de cosechas o por los destructores de malezas que contenían arsénico. El efectuar riegos de arsénico en tierras de bayas silvestres ha extendido el peligro por las granjas de la vecindad, contaminando arroyos, y envenenando fatalmente abejas y vacas y causando males a la humanidad... «Es difícilmente posible manejar sustancias" arsenicales con más olímpico desprecio por la salud general de lo que se ha venido haciendo en nuestro país en años recientes», dijo el doctor W C. Hueper, del Instituto Nacional del Cáncer, una autoridad en la materia. «Cualquiera que haya visto pulverizaciones y riegos con insecticidas arsenicales debe estar impresionado por la casi suprema indiferencia con que se emplean las venenosas sustancias.»

Los insecticidas modernos son todavía más mortíferos. La inmensa mayoría están comprendidos en uno de los dos grandes grupos de productos químicos. Uno, representado por el DDT, es conocido como el hidrocarburo ¡orado. El otro grupo esta compuesto por los insecticidas de fósforo orgánico representado por los nombres, razonablemente familiares, de malatión y paratión. Todos ellos tienen una cosa en común, Como se dice más arriba, están edificados sobre una base de átomos de carbono, que son también los indispensables cimientos del mundo viviente, por lo que se clasifican como orgánicos. Para comprenderlos, debemos ver de qué están hechos y cómo, aunque liados con la química básica de todos los tiempos, tienden a modificaciones que los hacen agentes de la muerte.

El elemento básico, el carbono, está compuesto de átomos que tienen la casi infinita capacidad de formar unos con otros cadenas, anillos y varias otras configuraciones, y también de quedar unidos con átomos de otras sustancias. realmente, la increíble diversidad de seres vivos, desde la bacteria hasta la can ballena azul, se debe ampliamente a esta capacidad del carbono. La compleja molécula de la proteína tiene el átomo de carbono como base, igual que les pasa a las moléculas de la grasa, a los hidratos de carbono, a las enzimas y las vitaminas. y también lo poseen una inmensa cantidad de seres no vivientes, porque el carbono no es necesariamente un símbolo de vida.

Algunos compuestos orgánicos son simples combinaciones de carbono e hidrógeno. El más simple de todos es el metano, o gas de los pantanos, formado en la naturaleza por la descomposición bacteriana de materia orgánica bajo el agua. Mezclado con el aire en proporciones adecuadas, el metano se convierte la temible combustión húmeda de las minas de carbón. Su estructura sencillamente simple, ya que consiste en un átomo de carbono al que se han, unido cuatro átomos de hidrógeno: Los químicos han descubierto que es posible separar uno o todos los átomos de hidrógeno y sustituirlos por otros elementos. Por ejemplo: sustituyendo un átomo de hidrógeno por uno de cloro, produciremos cloruro de metano: Quitando tres átomos de hidrógeno y sustituyéndolos por otros tantos de cloro, tendremos el cloroformo anestésico: Sustituyendo por átomos de cloro todos los átomos de hidrógeno, el resultado es tetracloruro de carbono, el conocido líquido de limpieza: En términos lo más sencillos posible, esos cambios se sostienen sobre la molécula básica del metano esquemático que es el hidrocarburo.

Pero este boceto sugiere poca cosa en la auténtica complejidad del mundo químico de los hidrocarburos, o de las manipulaciones con que el químico orgánico crea sus materiales infinitamente variados. Por ejemplo: de la simple molécula de metano con su átomo simple de carbono, el químico puede trabajar con moléculas de hidrocarburos consistentes en muchos átomos de carbono, dispuestos en anillos o eslabones, con sus cadenas o ramas añadidas y sujetas entre sí con enlaces químicos que no son simplemente átomos de hidrógeno o de cloro, sino también una gran variedad de otros grupos químicos. Con ligeros cambios estructurales varía el carácter total de la sustancia; por ejemplo, no sólo lo que se agrega, sino el lugar de inserción o enlace en el átomo de carbono es sumamente importante. Manipulaciones ingeniosas semejantes han producido un conjunto de venenos de poder verdaderamente extraordinario.

El DDT (abreviatura del dicloro-difenil-tricloro-etano) fue el primero sintetizado por un químico alemán en 1874, pero sus propiedades como insecticida no fueron descubiertas hasta 1939. Casi inmediatamente el DDT fue aclamado como el medio de liquidar las enfermedades producidas por los insectos y de ganar de la noche a la mañana la guerra de los agricultores contra los destructores de las cosechas. El descubridor, Paul Müller, de Suiza, ganó el premio Nobel. El DDT es ahora tan universalmente utilizado que en la mayoría de opiniones toma el aspecto de familiar e inofensivo. Quizá el mito de la inocuidad del DDT se apoya en el hecho de que una de sus primeras aplicaciones fue durante la guerra, para combatir los piojos de millares de soldados, refugiados y prisioneros. Está ampliamente extendida la creencia, desde que tanta gente entró en contacto íntimamente directo con el DDT sin sufrir inmediatamente sus perjudiciales efectos, que tal producto debe ser de uso inocuo.

Este comprensible error parte del hecho de que -al contrario de otros hidrocarburos clorados el DDT en forma de polvo, no es absorbido rápidamente por la piel. Disuelto en aceite, como está usualmente, el DDT es declaradamente venenoso. Si se traga es absorbido lentamente por el aparato digestivo y también puede ser absorbido por los pulmones. Una vez ha penetrado en el cuerpo, se almacena largamente en órganos ricos en sustancias grasas (porque el propio DDT es liposoluble), tales como las cápsulas suprarrenales, los testículos o la glándula tiroides. En cantidades relativamente grandes se deposita en el hígado, en los riñones y en la grasa del grande y protector mesenterio que envuelve los intestinos.

Este almacenamiento del DDT empieza por la más pequeña válvula de admisión del producto químico (que se presenta como residuos en la mayoría de los desechos de los alimentos) y continúa hasta que alcanza el más alto nivel. El depósito en las partes grasas actúa como amplificador biológico, de modo que una dosis tan pequeña como la de 1/10 de micrón en el alimento resulta en almacenamiento de unos 10 Ó 15 micrones, lo que representa un aumento de cien veces o más. Estos términos de referencia, tan familiares al químico o al farmacéutico, son extraños para la mayoría de nosotros. Un micrón o millonésima de gramo nos suena como una cosa muy pequeña... y así es. Pero tales sustancias son tan potentes que una minúscula cantidad puede proporcionamos enormes cambios en el organismo. En experimentos con los animales han sido encontrados 3 micrones por gramo al extraer una enzima esencial en el músculo cardiaco; sólo 5 micrones han ocasionado la necrosis o desintegración de las células hepáticas; sólo 2,5 micrones de los productos íntimamente emparentados, dieldrín y clordano, han hecho lo mismo.

Esto, realmente, no es sorprendente. En la alquimia normal del cuerpo humano, existe tal disparidad entre causa y efecto que, por ejemplo, cierta cantidad de yodo tan pequeña como dos diezmilésimas de gramo representa la diferencia entre la salud y la enfermedad. Como esas pequeñas cantidades de plaguicidas se mantienen almacenadas y sólo se expulsan lentamente, la amenaza de envenenamiento crónico y cambios degenerativos del hígado y otros órganos es absolutamente real.

Los científicos no están de acuerdo sobre la cantidad en que el DDT puede almacenarse en el cuerpo humano. El doctor Arnold Lehman, jefe de los servicios farmacéuticos de la Administración de Alimentos y Drogas, dice que no existe un suelo sobre el cual el DDT no sea absorbido, ni un techo bajo el que cesen la absorción y el almacenamiento. Por otra parte, el doctor Wayland Hayes, del Servicio Público de Sanidad de Estados Unidos, alega que en cada individuo se alcanza un punto de equilibrio y que el exceso de DDT que sobrepase ese punto es excretado. Para fines prácticos no tiene particular importancia cuál de estos dos hombres esté en lo cierto.

El almacenamiento en los seres humanos ha sido bien investigado y sabemos que el término medio de la gente está almacenando potencialmente cantidades peligrosas. De acuerdo con varios estudios, individuos expuestos a esa sustancia en términos no conocidos (aparte del inevitable contacto diario) reúnen un porcentaje de 5,3 micrones a 7,4 micrones; los trabajadores agrícolas 17,1 micrones y los obreros de fábricas de insecticidas nada menos que 649 micrones! Así que la escala de almacenamientos comprobados es amplia y, lo que es incluso más importante en este punto, las cifras mínimas sobrepasan el nivel en el cual empieza el peligro para el hígado y otros órganos o tejidos.

Una de las más siniestras características del DDT y sus derivados químicos es la manera con que pasan de un organismo a otro a través de todas las trabazones de la cadena de alimentos. Por ejemplo, los campos de alfalfa se espolvorean con DDT; después se prepara la comida de las gallinas con esa alfalfa; las gallinas ponen huevos que contienen DDT. O el heno, conteniendo residuos de 7 a 8 micrones, sirve de alimento a las vacas. El DDT reaparecerá en la leche en proporción de unos 3 micrones, pero en la mantequilla elaborada con esa leche, la concentración puede llegar a 65 micrones. A través de tal proceso de transferencia, que arranca de una pequeñísima proporción de DDT, puede llegarse a una altísima concentración. Actualmente los agricultores encuentran difícil obtener alimentos incontaminado s para sus vacas, porque la Administración de Alimentos y Drogas prohíbe la presencia de residuos insecticidas en la leche embarcada para el comercio exterior.

El veneno también puede ser transmitido por la madre a su descendencia. Residuos insecticidas se han hallado en la leche humana en muestras comprobadas por científicos de la Administración de Alimentos y Drogas. Esto significa que el niño alimentado al pecho de la madre recibe pequeñas pero regulares dosis añadidas a la carga de productos químicos tóxicos recogidos por su cuerpo. Éste no es en modo alguno su primer contacto, sin embargo: hay buenas razones para creer que éstos comienzan mientras está en el seno materno. En experimentaciones con animales, los insecticidas de hidrocarburos clorados atraviesan libremente la barrera de la placenta, el escudo tradicionalmente protector entre el embrión y las sustancias dañinas del cuerpo de la madre. Mientras que las cantidades así recibidas por los vástagos humanos son normalmente pequeñas, no son, sin embargo, menospreciables, porque el niño es más susceptible al envenenamiento que los adultos. Esta situación significa también que hoy el porcentaje individual de almacenaje empieza casi con toda seguridad con el primer depósito y va aumentando con la creciente carga de productos químicos que el cuerpo recibirá en adelante.

El conjunto de estos hechos: almacenamiento, incluso a niveles bajos, subsiguiente acumulación y dolencias del hígado que pueden fácilmente producirse en dietas normales, llevó a los científicos de la Administración de Alimentos y Drogas, en fecha tan temprana como 1950, a decir que es «sumamente probable que haya sido subestimado el peligro potencial del DDT». No ha existido situación semejante en la historia de la Medicina. Nadie conoce todavía cuáles pueden ser las últimas consecuencias de la misma.

El clordano, otro hidrocarburo clorado, tiene, como todos, los desagradables atributos del DDT más unos cuantos que son de su peculiar propiedad. Sus residuos son largamente persistentes en la tierra, en los restos de alimentos o en las superficies de los cuerpos en que puedan ser aplicados, aunque son también completamente volátiles, y el envenenamiento por inhalación es un peligro definido para cualquiera que los maneje o se exponga a ellos. El cloro utiliza cualquier forma de entrada al cuerpo humano. Atraviesa fácilmente la piel, se respira como vapor y, desde luego, es absorbido por el aparato digestivo si se tragan sus residuos. Como cualquier otro hidrocarburo clorado sus depósitos crecen en el cuerpo en forma acumulativa. Una dieta conteniendo una proporción tan pequeña como 2,5 micrones por gramo puede en ciertos casos crecer hasta almacenar 75 micrones en la grasa de animales de experimentación.

Un farmacólogo tan experimentado como el doctor Lehman ha descrito el cloro como «uno de los más tóxicos insecticidas... Cualquiera que lo manipule puede envenenarse». Juzgando por el descuido y la liberalidad con que se utiliza el cloro en las pulverizaciones para el césped de los suburbios, esta advertencia no ha sido tomada al pie de la letra. El hecho de que los arrabales no hayan sido instantáneamente puestos en conmoción tiene poco significado, porque las toxinas pueden dormir largo tiempo en el organismo y hacerse manifiestas meses o años después en un oscuro desorden que hace casi imposible seguir la pista de sus orígenes.

Por otra parte, la muerte puede presentarse rápidamente. Una víctima que accidentalmente derramó sobre su piel una solución al 25 por ciento mostró síntomas de envenenamiento a los 40 minutos y su fallecimiento tuvo efecto antes de que pudiera conseguirse ayuda facultativa. No puede confiarse tampoco en recibir avisos que permitan obtener a tiempo tratamiento adecuado. Los percloruros derivados del cloro se expenden como fórmulas separadas. Aquéllos tienen una capacidad especialmente alta para almacenarse en la grasa. Si la alimentación contiene una cantidad tan pequeña como 1/10 micrones, habrá proporciones apreciables del heptacloro en el cuerpo.

Éste tiene asimismo la curiosa propiedad de transformarse en otra sustancia químicamente distinta, conocida como heptacloro epóxido. Esto lo efectúa en la tierra y en los tejidos, tanto de plantas como de animales. Pruebas en pájaros han indicado que el epóxido que resulta de este cambio es alrededor de cuatro veces más tóxico que el producto químico original, que es a su vez cuatro veces más tóxico que el cloro. Hace mucho tiempo, a mediados de 1930, fue descubierto como causante de hepatitis un grupo especial de hidrocarburos; la naftalina clorada, origen también de una poco corriente y mortal enfermedad del hígado entre personas sometidas a su contacto por el trabajo. Este producto ha conducido a enfermedades y muerte a trabajadores de industrias eléctricas y, más recientemente, en agricultura, ha sido considerado como causa de una misteriosa y generalmente fatal enfermedad del ganado vacuno. En vista de tales antecedentes no es de extrañar que tres de los insecticidas que pertenecen a este grupo estén comprendidos entre los más virulentamente mortales de todos los hidrocarburos. Son éstos el dieldrin, el aldrín y el endrin.

El dieldrín, así llamado por el nombre de un químico alemán, Diels, es alrededor de 5 veces más tóxico que el DDT cuando se traga, pero 40 veces más tóxico cuando es absorbido por la piel en una solución. Es notorio por hacer efecto rápidamente y con terribles síntomas en el sistema nervioso, donde provoca convulsiones. Las personas así intoxicadas se recuperan con tal lentitud que pueden deducirse efectos crónicos. Como los de otros hidrocarburos clorados, esos efectos incluyen graves daños en el hígado. La larga duración de sus residuos y lo efectivo de su acción hacen del dieldrín uno de los insecticidas más usados hoy día, a pesar de la lamentable destrucción de la vida salvaje que ha seguido a su empleo. Como se ha comprobado en codornices y faisanes, es alrededor de 40 a 50 veces más tóxico que el DDT.

Existen lagunas en nuestro conocimiento acerca de cómo el dieldrín se almacena o distribuye en el cuerpo o es excretado, porque la ingenuidad de los químicos inventando insecticidas ha corrido, desde hace tiempo, más que el conocimiento biológico respecto a la manera con que esos venenos afectan al organismo vivo. No obstante, hay detalladas indicaciones de larga permanencia en el cuerpo humano, donde esos depósitos pueden yacer dormidos como los volcanes y sólo hacer su aparición en períodos de debilidad física, cuando el cuerpo echa mano de sus reservas de grasa. Mucho de lo que conocemos realmente ha sido aprendido a través de dura experiencia, en campañas contra él malaria efectuadas por la Organización Mundial de la Salud. Tan pronto como el dieldrin sustituyó al DDT en la represión de la malaria (porque los mosquitos de la malaria se hicieron resistentes al DDT), empezaron a presentarse casos de intoxicaciones entre los hombres encargados de las pulverizaciones. El porcentaje fue considerable: desde la mitad de ellos hasta su totalidad (variaban según los diferentes programas), fueron atacados por convulsiones y algunos murieron. Otros sufrieron esas convulsiones por espacio de cuatro meses después del último contacto con 1a sustancia en cuestión.

El aldrin es un producto un tanto misterioso, porque aunque existe como entidad separada, posee una relación de alter ego con el dieldrín. Cuando se sacan zanahorias de un terreno tratado con aldrín, se les encuentran residuos de dieldrín. Tal cambio ocurre en tejidos vivos y también en 1a tierra. Esta transformación química ha conducido a informes erróneos, porque si un quimico, sabiendo que ha sido aplicado el aldrín, hace la prueba de éste, se encontrará decepcionado y pensando que todos los residuos han desaparecido. Allí encuentra unos residuos, pero son de dieldrín, y esto requiere una prueba distinta.

Como el dieldrín, el aldrín es extremadamente tóxico. Produce transformaciones degenerativas en el hígado y en los riñones. Una cantidad del tamaño de una tableta de aspirina es bastante para matar a más de 400 codornices. Ha originado muchos casos de intoxicaciones de personas, la mayoría en relación con las manipulaciones industriales.

El aldrín, como la mayor parte de este grupo de insecticidas, proyecta una sombra amenazadora sobre el futuro, la sombra de la esterilidad. Los faisanes que comieron cantidades demasiado pequeñas para morir, pusieron pocos huevos, y los pollos obtenidos murieron pronto. Tales efectos no se reducen a los pájaros. Las ratas contaminadas con aldrín han tenido pocos embarazos y sus pequeños eran enfermizos y murieron pronto. Los perritos nacidos de madres sometidas a tratamiento de aldrín, murieron a los tres días. De un modo o de otro, las nuevas generaciones sufren debido a1 envenenamiento de sus padres. Nadie sabe si el mismo efecto se verá en 10s seres humanos, aunque este producto químico ha sido rociado desde aviones sobre áreas suburbanas y tierras de labor.

'EI endrín es el más tóxico de todos los hidrocarburos clorados. Aunque, desde el aspecto químico está bastante emparentado con e1 dieldrín, un pequeño cambio en su estructura molecular le hace 5 veces más venenoso. Esto hace que el progenitor de todo este grupo de insecticidas, e1 DDT, parezca por comparación casi inofensivo. El endrín es 15 veces más ponzoñoso que el DDT para los mamíferos, 30 veces para e1 pescado y alrededor de 300 veces para algunos pájaros.

A la década de su uso, el endrín ha matado enorme número de peces, ha envenenado fatalmente el ganado vacuno que andaba desperdigado por huertos pulverizados, ha emponzoñado manantiales y ha dado un serio aviso, desde por lo menos un importante Departamento sanitario del Estado, de que su uso sin discernimiento está poniendo en peligro vidas humanas.

En uno de los más trágicos casos de envenenamiento por endrín, no había aparentemente descuido; se hicieron esfuerzos para tomar precauciones que se consideraban adecuadas. Un niño de un año había sido llevado a vivir a Venezuela con sus padres. En la casa donde se mudaron tenían cucarachas, y después de unos cuantos días emplearon un insecticida conteniendo endrín. El niño y el perrito de la familia fueron sacados de la casa antes de hacer la pulverización a eso de las nueve de la mañana. Después de pulverizar se fregaron los suelos. El niño y el perro volvieron alrededor de media tarde. Cosa de una hora después, el perro vomitó, empezó a sufrir convulsiones y murió. A las diez de la noche del mismo día, empezaba a vomitar el bebé, era presa de convulsiones y perdía el sentido. Tras aquel fatal contacto con el endrín, la saludable criatura se convirtió en poco más que un vegetal: incapaz de ver ni de oír, sujeto a frecuentes espasmos musculares y con la apariencia de estar completamente desarraigado del contacto con cuanto le rodeaba. Varios meses de tratamiento en un hospital de Nueva York fueron inútiles para cambiar su estado o proporcionar alguna esperanza respecto a su recuperación. «Es sumamente dudoso -dijeron los médicos que le atendíanq que pueda presentarse algún grado de recuperación útil.»

El segundo grupo importante de insecticidas, el de los fosfatos orgánicos, figura entre los más ponzoñosos productos químicos del mundo. El principal y obvio riesgo que aguarda con su empleo es el de envenenamiento agudo de la gente que efectúa las pulverizaciones o que se ponga accidentalmente en contacto con las rociadas acarreadas por el viento, con vegetales cubiertos por él, o con un recipiente desechado que haya contenido alquilo En Florida, dos niños encontraron un saco vacío y lo usaron para arreglar un columpio. Poco después ambos murieron y tres de sus compañeros de juego enfermaron. El saco había contenido un insecticida llamado paratión, uno de los fosfatos orgánicos; los análisis revelaron muerte por envenenamiento con paratión. En otra ocasión dos niños pequeños, primos hermanos, fallecieron en la misma noche. Uno había estado jugando en el patio de su casa cuando la pulverización fue desparramada por el viento desde un campo inmediato donde el padre de la criatura estaba tratando patatas con paratión. El otro se había metido en el granero, tras de su padre, y había puesto las manos en la manguera del equipo de pulverizaciones.

El origen de estos insecticidas tiene realmente cierto irónico significado. Aunque algunos de los propios productos ésteres orgánicos y ácido fosfórico eran conocidos desde muchos años antes, sus propiedades insecticidas esperaban a ser descubiertas por un químico alemán, Gerhard Schrader, a fines de 1930. Casi inmediatamente, el gobierno alemán estimó el valor de tales productos como nueva y devastadora arma en la guerra del hombre contra su propia especie, y el trabajo en ellos se declaró secreto. Algunos se convirtieron en gases mortales para los nervios. Otros, de composición muy semejante, en insecticidas.

Los insecticidas de fosfatos orgánicos actúan en el organismo vivo de un modo peculiar. Tienen la habilidad de destruir enzimas -los enzimas que efectúan funciones necesarias en el organismo-. Su blanco es el sistema nervioso, ya sea la víctima un insecto o un animal de sangre caliente. En condiciones normales, se transmite de nervio a nervio con la ayuda de un «transmísor químico» llamado acetilcolina, una sustancia que desempeña una función esencial y luego desaparece. Realmente, su existencia es tan efímera que las investigaciones médicas son incapaces, sin procedimientos especiales, de localizarlo antes de que el cuerpo lo haya destruido. Esta naturaleza transitoria del transmisor químico es necesaria para el funcionamiento normal del organismo. Si la acetilcolina no es destruida tan pronto como ha cesado un impulso nervioso, los impulsos continúan vertiginosamente a través del puente de un nervio a otro, mientras el producto químico ejerce sus efectos de un modo aún... más intensivo.

Los movimientos de todo el cuerpo pierden su coordinación y provienen temblores, espasmos musculares, convulsiones, hasta que se presenta la muerte rápidamente. Esta contingencia ha sido precavida por el organismo. Una enzima protectora llamada colenesterasa está preparada para destruir la transmisión del producto químico cuando ya no se necesita. De este modo se establece un equilibrio exacto y el cuerpo no acumula una cantidad peligrosa de acetilcolina. Pero en contacto con los insecticidas de fosfato orgánico, la enzima protectora es destruida, y a medida que se reduce ésta, crece la cantidad de transmisor químico. En este efecto, los compuestos de fósforo orgánico se parecen al 'veneno alcaloide muscarina encontrado en un hongo venenoso, el amanita volante. El paratión es uno de los fosfatos orgánicos más ampliamente usados.

También es uno de los más potentes y peligrosos. Las abejas se convierten en ferozmente agitadas y belicosas en contacto con él, efectúan frenéticos movimientos para limpiarse y en, media hora están próximas a la muerte. Un químico deseando saber de la manera mas directa posible, cual es la dosis agudamente toxica para el ser humano, tragó una mínima cantidad, equivalente a 0,00424 de onza. La parálisis se presentó tan súbitamente que no pudo alcanzar los antídotos que había preparado y muríó. El paratión parece ser ahora el medio de suicidio favorito en Finlandia. En los últimos años, el Estado de Calífornia ha informado de un porcentaje de más de 200 casos anuales de envenenamiento accidental por paratión. En otros lagares del mundo, la proporción de tales accidentes es la siguiente: 100 casos fatales en la India y 67 en Siria en 1958, y un porcentaje de 336 muertes anuales en Japón.

Sin embargo, unos 7.000.000 de libras de paratión se aplican ahora en campos y huertos de Estados Unidos por medio de pulverizaciones a mano, espolvoreos y riegos motorizados y por avión. La cantidad usada sólo en las granjas de California, según una autoridad médica, «representa una dosis letal 5 ó 10 veces mayor que la totalidad de los habitantes del mundo». Una de las pocas circunstancias que nos salvan de la extinción por tal causa es el hecho de que el paratión y otros productos químicos del mismo grupo se descomponen bastante rápidamente. Sus residuos en las cosechas donde son aplicados tienen por consiguiente una permanencia relativamente bastante corta, comparados con los hidrocarburos clorados. Sin embargo, subsisten lo bastante para proporcionar riesgos y producir consecuencias que oscilan entre simplemente graves y fatales.

En Riverside, California, once de treinta hombres que recogían naranjas se pusieron de pronto muy enfermos y todos menos uno tuvieron que ser hospitalizados. Los síntomas eran los típicos del envenenamiento por paratión. La cosecha había sido pulverizada con paratión unas dos semanas y media antes; los residuos, que les provocaron náuseas, ceguera parcial y estados de semiinconsciencia, tenían de dieciséis a diecinueve días de fecha. Lo cual no es, ni mucho menos, una marca de persistencia. Parecidos trastornos se habían presentado en campos pulverizados un mes antes, y fueron hallados residuos en la cáscara de las naranjas después de transcurrir seis meses del ratamiento de éstas con dosis corrientes.

El peligro de todos los trabajadores que aplican los insecticidas de fosfatos orgánicos en campos, huertos y viñas, es tan extremo, que algunos estados que emplean esos productos han establecido laboratorios donde los médicos pueden obtener ayuda en diagnósticos y tratamientos. Incluso los propios médicos pueden tener cierto peligro a menos que usen guantes de goma al tocar a las víctimas de los envenenamientos. Asimismo cabe en lo posible que les ocurra a los que lavan la ropa de aquéllas si absorben el suficiente paratión para que les afecte. El malatión, otro de los fosfatos orgánicos, es casi tan familiar al público como el DOT, y es usado ampliamente por jardineros como insecticida casero o en pulverizaciones contra mosquitos y en tales cantidades que se aproxima al millón de acres lo pulverizado por las colectividades de Florida para combatir la mosca mediterránea de la fruta. Se considera el menos tóxico de estos productos químicos y mucha gente cree que puede usarlo sin tasa ni temor al peligro. Los anuncios comerciales les animan a esta tranquila actitud.

La pretendida «seguridad» del malatión se apoya en un terreno más bien precario, aunque -como sucede con frecuencia esto no se descubrió hasta que llevaba varios años en uso. El malatión es «seguro», sólo porque el hígado de los mamíferos, órgano con extraordinario poder protector, lo hace relativamente inocuo. La desintoxicación se realiza por una de las enzimas del hígado. Si, no obstante, algo destruye esta enzima o se interfiere en su acción, la persona expuesta al malatión recibe de lleno la fuerza del tóxico.

Desgraciadamente para todos nosotros, forman legión las oportunidades para que suceda algo así. Hace unos cuantos años, un grupo de científicos de la Administración de Alimentos y Drogas descubrió que cuando el malatión y otros determinados fosfatos orgánicos son administrados simultáneamente, resulta un envenenamiento masivo, alrededor de 50 veces más grave que lo que hubiera podido pronosticarse si se hubiese sumado la toxicidad de dos productos. En otras palabras: 1/100 de dosis letal de cada compuesto puede ser letal cuando se combinan dos.

Este descubrimiento condujo a investigar otras combinaciones. Ahora se sabe que muchos insecticidas compuestos de un par de fosfatos orgánicos son altamente peligrosos siendo su toxicidad agudizada o «potenciada» por esa acción combinada. La potenciación parece que se efectúa cuando un compuesto destruye la enzima del hígado capaz de combatir lo tóxico del otro. Aunque los dos no necesitan ser administrados simultáneamente. El peligro no sólo existe para el hombre que esta semana puede pulverizar un insecticida y la próxima otro; existe también para el consumidor de productos pulverizados. La ensaladera corriente puede presentar fácilmente una combinación de insecticidas de fosfatos orgánicos.

Los residuos pueden muy bien actuar dentro de los límites de la legalidad. El total alcance de la peligrosa interacción de los productos químicos es sin embargo poco conocida aún, pero hallazgos que engendran preocupaciones llegan regularmente de los laboratorios científicos. Entre ellos está el descubrimiento de que la toxicidad de un fosfato orgánico puede incrementarse por medio de un segundo agente que no sea necesariamente insecticida. Por ejemplo, uno de los agentes pesticidas es capaz de convertir el malatión es más peligroso, actuando más intensamente que otro insecticida. Repito que esto es porque inhibe la enzima del hígado que normalmente «enseñaría los dientes» al insecticida tóxico.

¿Qué decir de otros productos químicos que se encuentran en el medio ambiente humano normal? ¿Qué, en particular, de las drogas? Un escueto comienzo es todo lo que se ha hecho al respecto, pero ya se sabe que algunos fosfatos orgánicos (el paratión y el malatión) aumentan la toxicidad de algunas drogas usadas como relajadoras de los músculos, y que muchos otros (incluyendo otra vez al malatión) incrementan el tiempo de sueño provocado por los barbitúricos.

En la mitología griega, la hechicera Medea, encolerizada por verse suplantada por una rival en el afecto de su marido Jasón, obsequió a la nueva novia con una túnica que poseía propiedades mágicas. El que se la pusiera sufría en el acto una muerte violenta. Esta muerte por medios indirectos encuentra ahora su contrapartida en lo que se conoce por «insecticidas sistemáticos». Éstos son productos químicos con extraordinarias propiedades que se emplean para revestir plantas y animales de una especie de túnica de Medea, a causa de sus características verdaderamente ponzoñosas. Éstas se les han dado con el propósito de matar los insectos que puedan ponerse en contacto con ellos, especialmente secándoles los jugos o la sangre.

Los insecticidas sistemáticos constituyen un mundo de fantasmagoría que sobrepasa los imaginados por los hermanos Grimm... quizá más próximo al caricaturesco de Charles Addams. Es un mundo en el que el bosque encantado de los cuentos de hadas se ha convertido en la selva venenosa en la que un insecto que chupe una hoja o mastique la raíz de una planta está condenado. Es el mundo en el que una mosca muerde a un perro y muere porque la sangre del perro se ha vuelto venenosa; en el que un insecto puede morir por los vapores emanados de una planta que no llegó a tocar; en el que una abeja puede llevar néctar ponzoñoso a su colmena y poco después fabricar miel envenenada.

El sueño de los entomólogos de crear insecticidas nació cuando los trabajadores del campo de la entomología aplicada se dieron cuenta de que podían sacar una sugerencia de la propia naturaleza: encontraron que el trigo que nacía en terreno que contuviera selenio sódico era inmune al ataque de arácnidos y gorgojos. El selenio, un elemento que se presenta en estado natural y se encuentra esparcido en rocas y terrenos para sembrados en muchas partes del mundo, se convirtió así en el primer insecticida sistemático.

Lo que hace que un insecticida sea sistemático es su habilidad para permeabilizar todos los tejidos de plantas o animales y convertirlos en tóxicos. Esta cualidad la poseen algunos productos químicos, del grupo del hidrocarburo clorado y otros del grupo organofosfórico, todos producidos sintéticamente o bien por ciertas sustancias que se presentan en estado natural. En la práctica, sin embargo, la mayor parte de los sistemáticos están obtenidos del grupo organofosfórieo, porque el problema de los residuos es, en cierto modo, menos agudo. Los sistemáticos actúan en otra forma también: aplicados a los sembrados, bien por riego o en un revestimiento combinado con el carbono, extienden sus efectos a la siguiente generación de plantas y producen cosechas venenosas para pulgones y otros insectos dañinos. Vegetales como alubias, guisantes y remolachas azucareras se encuentran así a veces protegidos. Las cosechas de algodón revestidas de insecticidas sistemáticos han estado en uso durante algún tiempo en California, donde 25 labradores que cultivaban algodón en el valle de San Joaquín en 1959 fueron súbitamente aquejados de enfermedad por haber manipulado las bolsas del insecticida.

En Inglaterra, alguien preguntó qué pasaría cuando las abejas libaran néctar de plantas sometidas a pulverizaciones. Esto fue investigado en áreas tratadas con un producto llamado escradán. Aunque las plantas habían sido pulverizadas antes de que brotaran las flores, el néctar producido después contenía el veneno. El resultado, como pudo haberse previsto, fue que la miel hecha por las abejas estaba también contaminada con escradán.

El uso de sistemáticos para animales se ha concentrado primordialmente en el ganado vacuno para combatir una larva parásita. Debe emplearse con extremo cuidado para crear un efecto insecticida en la sangre y los tejidos sin producir envenenamiento. El equilibrio es delicado y los veterinarios del gobierno han descubierto que el empleo repetido de pequeñas dosis puede ir agotando gradualmente la provisión animal de la protectora enzima colinesterasa, de modo que, sin previo aviso, una ínfima dosis adicional causará la intoxicación. Hay seguras indicaciones de que otros terrenos más próximos a nuestra vida diaria están siendo también invadidos. Ahora, ustedes pueden dar a su perro una píldora que, se asegura, le dejará libre de pulgas convirtiendo su sangre en venenosa para esos insectos. Los peligros descubiertos en el tratamiento del ganado podrán, probablemente, ser aplicados al perro. Aunque todavía nadie ha propuesto un sistemático humano que nos haga ponzoñosos para los mosquitos, quizá sea éste el próximo paso que nos aguarda.

Hasta ahora, en el presente capítulo hemos estado hablando de los productos químicos mortales empleados en nuestra guerra contra los insectos. ¿Qué hay acerca de nuestra simultánea lucha contra las malas hierbas? El deseo de hallar un rápido y fácil método de destruir las plantas indeseables ha dado lugar a una grande y creciente colección de productos conocidos como herbicidas o, menos formalmente, como matamalezas. La historia de cómo son usados y mal empleados esos productos se explicará en el capítulo 6; la cuestión que nos preocupa es si los herbicidas son venenosos y si su empleo contribuye al envenenamiento del medio ambiente.

La leyenda de que los herbicidas sólo son perjudiciales para las plantas y que su uso no amenaza la vida animal ha sido ampliamente difundida, pero, desgraciadamente, no es cierta. Los matamalezas incluyen una larga serie de productos químicos que actúan tanto en el tejido animal como en la vegetación y que varían mucho en su acción sobre el organismo. Algunos son venenos en general, otros poderosos estimulantes del metabolismo que causan fatal elevación en la temperatura del cuerpo, otros producen tumores malignos, bien solos o bien en participación con otros productos químicos, otros atacan los "órganos genéticos de la raza por medio de transformaciones y alteraciones. Así pues, los herbicidas, como los insecticidas, incluyen en su composición algunos productos muy peligrosos, y su uso sin precauciones, en la creencia de que son «seguros», puede tener desastrosos resultados.

A pesar de esto, sigue la competición en forma de constante manantial de nuevos productos que surgen de los laboratorios. Los compuestos de arsénico siguen usándose liberal mente, tanto en cali

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