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Carta a quienquiera que sea sobre la “cuestión Palestina”
Por Eduardo Grüner - Wednesday, Oct. 08, 2014 at 7:55 PM

7 octubre, 2014

Número 13, septiembre 2014.

En las últimas semanas, el que escribe esto, como muchos otros/as, tuvo oportunidad de leer, presenciar, participar de, o escuchar alusiones a, diversos debates sobre el conflicto palestinoisraelí. Debates –que son los que importan– entre los que no son, no deberían ser, adversarios constitutivos. Y el que esto escribe se encontró demasiadas veces, como les habrá sucedido asimismo a aquellos otros/as, con el tristemente célebre “diálogo de sordos”.

Y llegó a una primera, modestísima, conclusión: si para poder esbozar una crítica a la política del Estado de Israel tenemos que empezar por aclarar (encima corriendo el riesgo de que se nos impute “negación freudiana”) que no somos antisemitas, o que no estamos a favor del terrorismo irresponsable, o cualquier otra obviedad generalizadora por el estilo, entonces ya perdimos la discusión de antemano. Porque entonces, como se dice vulgarmente, ya “nos marcaron la cancha”: ya caímos en la trampa retórica del otro, que busca transformar nuestra posición política en una suerte de Culpa metafísica. Lo cual es una sutil manera de, justamente, des-politizar nuestra posición a favor de otra política. En lo que sigue, pues, intentaremos preguntar por la trampa misma, cuestionarla críticamente. Lo haremos bajo la forma (también retórica) de un apólogo: como si estuviéramos respondiendo a la carta de un colega, incluso de un amigo, que –con los conocidos trucos de la “corrección política”– nos imputara “complicidades objetivas” o, al menos, “inocencia” ideológica. Y hacemos el descargo canónico: cualquier parecido con situaciones de la vida real es… lo que sea.

Carta a Quienquiera que Sea:

Estimado Quienquiera: empezaría por pedirte, no que estemos de acuerdo si eso no es posible, pero sí al menos que tratáramos de ser consecuentes con nuestras propias argumentaciones. Por ejemplo: ¿Decís que no se puede hablar del Estado de Israel sin hablar de Hamas o Hezbolá? En seguida intentaré decirte por qué yo creo que sí se puede. En lo inmediato, no puedo menos que preguntar –no sin cierta malicia, lo admito, pero es solo para ir rápido–: ¿Sí se puede hablar del Estado de Israel sin hablar de su propia “complicidad” con EE. UU. y sus políticas? ¿Sí se puede hablar del Estado de Israel sin hablar de una sistemática política de colonización del no-Estado palestino, llevada a cabo a sangre y fuego? ¿Sí se puede hablar del Estado de Israel sin mencionar la legalización de la tortura? ¿Sí se puede hablar del Estado de Israel sin mencionar el asesinato de Rabin a manos de los fundamentalistas de derecha israelíes? ¿Sí se puede hablar del Estado de Israel sin aludir a las centenas de niños civiles masacrados por adultos soldados? Digamos la verdad: aun cuando, como vos pedís, fuéramos tan “relativistas” como para aceptar que ninguna de las dos partes tuviera toda la razón, frente a esto, ¿puede haber alguna duda de quién está más equivocado?

Me dirás, con impecable lógica aristotélica de exclusión del “tercero”: Bueno, pero una cosa no quita la otra, lo que hace Hamas también está mal, etcétera. No seré yo el que dejará de objetar los males, políticos y éticos, de la violencia facciosa separada de las masas, del vanguardismo armado y el sustituismo elitista, y todo eso. Lo cual nos lleva al tema de por qué, no obstante lo que acabo de decir, sostengo que sí se puede hablar de una cosa sin necesidad de estar equilibrándola todo el tiempo con la otra. Por una razón muy sencilla: porque no creo, no he creído nunca, y estoy demasiado viejo para empezar a creer, en la teoría de los dos Demonios. En esa teoría que muchos, vos incluido si no me equivoco, recusamos para la Argentina a pesar de haber estado en contra de las políticas de las “formaciones especiales”, y no veo por qué ahora tendríamos que avalar para el Medio Oriente.

No estoy hablando, como vos parecés creer, de buenos y malos en ningún sentido ingenuamente moral. Tampoco de sustituir esa teoría de los dos Demonios por otra de los dos Ángeles. Estoy hablando de la más elemental cuestión política, y de las diferencias irreductibles que esa cuestión presenta: Israel es un Estado –es decir, está obligado a actuar dentro de una aunque fuera formal “legalidad”– mientras los otros pueden ser (vos elegís llamarlas así) “bandas terroristas”, aunque en el caso de Hamas fueron elegidos, conviene no olvidarlo, para bien o para mal. Igual que el gobierno israelí, desde ya. Pero Israel tiene un Estado, los palestinos no. Y no será porque ellos no lo quieran –¿y necesito decir quiénes no lo quieren? ¿Quiénes han hecho de impedir, con cualquier recurso, la existencia del Estado palestino, un eje central de su política externa e interna, fomentando con o sin intenciones ciertas reacciones que no por injustificables vamos a creer ahora, “ingenuamente”, que cayeron de Marte (reacciones que, por otra parte, no son únicas ni exclusivas: ¿o nada hicieron nunca los palestinos por “la libertad y la paz”, como sostenés vos que lo hizo Israel?)?–. El día que efectivamente existan dos Estados –como tienen todo su derecho “burgués” de existir ambos– seguramente podremos discutir en otros términos (y como esto tiene mucha miga, me reservo el derecho a volver sobre el tema más abajo). Mientras tanto el pueblo palestino –no hablo de ninguna “banda terrorista”: hablo del pueblo– tiene el derecho a defenderse. Y me niego, absolutamente, a igualar, o siquiera a comparar, lo inconmensurable. Mis fetichismos, si los hay, pasan por otro lado, mucho más inofensivo. Porque si yo admitiera ese tipo de comparaciones, tendría que (no digo “condenar”, porque eso quizá podría hacerlo, sino) caracterizar por igual al colonialismo inglés y a las bombas que los combatientes que luego serían israelíes (porque entonces todavía no tenían su Estado, y estaban peleando por él con fuerzas irregulares en el seno de uno de los movimientos de liberación nacional del siglo XX) colocaban contra los ingleses, y que mataron muchas “víctimas civiles”, no solamente inglesas –acabo de recordar que hay una novela de León Uris y su versión cinematográfica de Otto Preminger (ambas estéticamente olvidables, pero aquí no estoy haciendo crítica literaria), ciertamente nada “heterodoxas” (una un best seller, la otra un gran show hollywoodense, con Paul Newman y todo), ambas llamadas Éxodo, que no tienen mayor inconveniente no sólo en mostrar sino en glorificar esas acciones “terroristas”–. Y no, tampoco podría hacer esa comparación, esa “generalización”: justamente, sería “ingenuo” de mi parte hacerla. Pero, ¿esa parte de la “historia judía” –que no es solamente “judía”, porque, para mí, está inscripta, desde ya que con sus propias especificidades, en la larga y compleja historia de los movimientos de liberación de lo que alguna vez se llamó el Tercer Mundo– no es una parte de “sus múltiples vicisitudes, su laberíntico camino” a que vos aludís?

Hablemos, entonces, de historia. Con toda la longue durée que vos quieras. No hace falta, te aseguro, que me recuerdes, como lo hacés, que “toda la extraordinaria historia judía” no puede reducirse a lo que hace ahora el Estado de Israel. Pero, qué, ¿la extraordinaria historia islámica sí puede reducirse a Al Qaeda, al EI, a los talibanes? Y qué, ¿la extraordinaria historia cristiana sí puede reducirse a la Inquisición, a los soldados de Cristo Rey, a Tradición, Familia y Propiedad? ¿Qué sería, en efecto, la historia de la humanidad –no digamos ya de Occidente– sin Moisés, sin Maimónides, sin Spinoza, sin, para limitarme a los últimos 150 años, Marx, Freud, Einstein, Lukács, Bloch, Benjamin, Adorno, Scholem, Levinas (ninguno de los cuales, me permito creerlo, tendría palabras “amables”, o siquiera “comprensivas”, sobre el Estado de Israel hoy, como no las tiene, por ejemplo, Chomsky)? Pero, ¿qué sería, asimismo, sin el número cero, sin las traducciones aristotélicas de Averroes, sin la historiografía siete siglos adelantada a su tiempo de Ibn Khaldun, sin la exquisita arquitectura granadina o la poesía andalusí? ¿Y qué sería sin el Giotto, sin el Renacimiento, sin el barroco contrarreformista, sin San Juan de la Cruz? Sin embargo, nunca vi que, cuando critiqué duramente el atentado a las Torres, ningún islámico me acusara de reducir el Islam a eso. Ni que cuando critiqué al Papa Ratzinger, ningún católico me acusara de ser un agente de Lucifer. Nadie, nunca, me imputó “anti-alemanidad” o “anti-italianidad” o “antiruseidad” por hablar mal de Hitler, de Mussolini, de Stalin. ¿Por qué esta vez tendría que ser diferente, tendría que ser más “extraordinario”? ¿Por qué esta vez sí se me puede imputar “confundir la parte con el todo”?

Ya sé que no te estoy diciendo nada que no sepas, o que no tengas en cuenta. Ni estoy en absoluto, a mi vez, haciendo profesiones de fe ecuménicas, ramplonamente “humanistas” o sabiamente “equilibradas”. Simplemente me preocupo mucho cuando tu texto sí reduce a los que critican ciertas acciones del Estado de Israel (no “de los judíos”), a no sé qué hipótesis sobre “la maldad judía”: ¿hay, pues, una esencia eterna “judía”, fuera de la historia, que está siendo sometida a un ataque total por parte de las igualmente esenciales “fuerzas anti-judías” (y reconozco que al menos tenés la elegancia de, por implicación, hablar de “anti-judaísmo” y no de “antisemitismo”, como hacen tantos que, por ignorancia o mala fe, se distraen ante el dato “científico” de que árabes y, claro, palestinos… son semitas)?; digo, ¿con qué fantasma te estás peleando? No me cabe duda de que habrá por ahí bandas de “fachos”, intencionales o no, que por supuesto, y sin importarles un bledo de los niños palestinos, aprovechen la oportunidad para dar rienda suelta a sus delirios psicóticos sobre los Sabios de Sión o el plan Andinia, o incluso muchos “anti-judíos” inconscientes que confundan sus críticas al Estado de Israel con pulsiones menos confesables, pero, ya que estamos generalizando, ¿me vas a decir en serio que en el mundo del poder mundial de hoy hay más odio anti-judío que anti-islámico (o anti-negro, anti-inmigratorio o lo que sea)?

¿En qué estamos, entonces? ¿En el choque de civilizaciones de Huntington? No seré yo –interesado lector de Toynbee, de McNeill, de Sorokin, de Braudel, de Wallerstein– quien niegue la categoría “civilización”. ¿Estamos en la guerra de religiones? No seré yo –ávido lector de Girard, de Burkert, de De Martino, de Lanternari– quien niegue que hay un vínculo entre lo religioso (lo religioso, y no la “teología”: no estoy, al menos en esto, en las filas de Carl Schmitt) y la violencia, incluida la política. No soy un reduccionista “ingenuo”: sé que la gente, a veces alegremente, marcha a matar, y a morir, por su Dios, por su patria, por su civilización, por los colores de su escarapela, y hasta por los de su camiseta de fútbol –y no hace falta aclarar que no estoy igualando todas esas cosas–, y no por el “determinante en última instancia” o por la “tendencia decreciente de la tasa de ganancia” o por “la fusión de capital industrial y bancario”. Pero ese determinante y esa tendencia y esa fusión, creeme, existen. Y a veces también, aunque no lo llamen así, los hombres matan y mueren por ellos –por la jornada de 8 horas, por la “huelga revolucionaria”, por la liberación nacional antiimperialista o lo que corresponda–.

Quiero decir: en algún momento tenemos que pasar de hablar de los universales abstractos de la civilización a los particulares concretos de la política –que es, en definitiva, parafraseando a mi modo a un clásico, historia concentrada–. ¿O, por cuidarnos de no reducir la “extraordinaria historia judía” a lo que hace hoy el Estado de Israel, vamos a incurrir en la reducción contraria de minimizar lo que hace hoy el Estado de Israel para no darle pasto a los que quieren mancillar injustamente la extraordinaria historia judía? ¡Menudos “intelectuales críticos” seríamos!

“Minimizar”, digo, con toda intención. Estamos hablando de política, y por supuesto, y ante todo, de las consecuencias (que forman parte de esa política, aunque se las eufemice como “daños colaterales” o como “errores y excesos”) que esa política tiene sobre los cuerpos que la sufren, y no de entelequias como la “virginidad palestina” o la “maldad judía”, que vos mencionás con innecesario sarcasmo. Y en política, por definición, uno elige su bando –como desde hace tiempo lo eligió el Estado de Israel, o lo eligieron los muy pro-norteamericanos Estados árabes como Arabia Saudita, por cierto–. Pero lo elige no caprichosamente o al azar, ni tampoco por las “extraordinarias historias” de cada uno (porque eso, perdoname, “extraordinarias historias”, lo tienen todos: aquí sí me pongo estrictamente “relativista”), ni tampoco porque haya buenas personas de un lado y malas del otro (eso también lo tienen todos), sino por lo que, en política, significan esos bandos hoy para el futuro inmediato de la humanidad.

No exagero, ni hago yo mismo humanismo lacrimógeno: el de Israel no es un Estado cualquiera en un momento cualquiera de la historia; además de lo que es en sí mismo, es el principal aliado y “punta de lanza” de la potencia bélica más asesina, más “imperialista”, más peligrosa de la Tierra, en una región y una situación que –de extenderse el conflicto, como todo lo indica, y en buena medida por las declaradas intenciones del gobierno israelí de continuar con las “operaciones” – presenta el peligro concreto de un estallido cuyos efectos superarían la pesadilla más inimaginable: ¿me negarás esto?

Y con decir “bandos” –no debería hacer falta aclararlo, pero a esta altura ya no sé qué pensar, y entonces abro todos los paraguas– no estoy hablando de la doble reducción de uno de esos bandos al “terrorismo” y del otro a la “maldad judía”. Estoy hablando de, por un lado, un pueblo colonizado, masacrado, aislado y hambreado durante décadas hasta la desesperación, y por otro de una clase dominante encaramada en la dirección del Estado israelí y “complicada” con la política internacional de su aliado yanqui. Y fijate que ni siquiera estoy hablando, ahora, del Estado israelí como tal, el cual sin esa mínima referencia “clasista” también sería una entelequia abstracta (así que, de ahora en adelante, cuando por mor de brevedad diga “Estado de Israel”, ya sabrás a qué me refiero): qué le vamos a hacer, mi “heterodoxia” frankfurtiana o lo que sea no llega –como no les llegó a Benjamin o Adorno o Marcuse– al punto de abandonar ciertas categorías (“clases”, “lucha de clases”, “Estado clasista”, “imperialismo”, “neocolonialismo”) que todavía, sospecho, pueden servir para entender algunas cosas sin necesidad de apelar a la “maldad” judía (o islámica, o budista, o civilizatoria en general).

Y, al menos, semejantes categorías tienen una ventaja: me permiten ser solidario también con el pueblo israelí oprimido por su propia clase dominante, y con aquellos israelíes que, como bien decís, “han desplegado críticas directas a la militarización de Israel a lo largo de los años”, algunas de ellas, ciertamente, muchísimo más duras que las que hemos tenido el atrevimiento de hacer muchos, sin que vos los acuses de complicidad con el terrorismo o –como se ha hecho con algún otro– de ser “judíos renegados”.

Descuento que entendés lo que estoy diciendo: supongamos que mañana se realizara un acto de buena parte de las comunidades judías argentinas en apoyo al Estado de Israel; supongamos que vos decidís, pese a las críticas que vos mismo puedas tener, participar en ese acto: ¿te parecería fácilmente soportable que alguien (no cualquiera: un compañero, un colega, otro –repito tus palabras– “intelectual progresista bienpensante” que esté “ingenuamente” a favor de la causa palestina) te imputara ser cómplice de la masacre de niños? Por favor, dejémosle esos estilos de discusión a, qué sé yo, Marcos Aguinis.

Pero, para no perder el hilo: es, justamente, el abandono de esas categorías –que, desde ya, pueden resultar insuficientes, pero siguen siendo necesarias– por parte de tantos “intelectuales críticos” lo que los lleva, sin remedio, a la nebulosa abstracta de “maldades” esencialistas y conspiraciones metafísicas. Seamos honestos: cuando decís “a nosotros nos duelen todos los muertos”, ¿quién es ese “nosotros”? ¿es un plural mayestático? ¿Es “nosotros, los judíos (incluyendo a aquellos duros críticos judíos del Estado de Israel que, vaya uno a saber por qué “bondad” esencial no caen bajo la acusación de elegir qué muertos les son “funcionales”)?” ¿Es “nosotros los seres humanos bondadosos”? ¿Cuál es, esta vez, el rango de la generalización?

El problema es con el significante dolor, que habría que especificar: ¿tengo que creer en serio que a un judío que se haga cargo de toda la historia judía le duela la muerte de, digamos, Eichmann? ¿Que al hijo o nieto de un desaparecido argentino, por más que crea en la justicia y en la no-pertinencia de las venganzas personales, le duele la muerte de Videla o de Astiz? ¿Tengo que creer que en el terreno de la política también hay “comunión de los santos”, como hubiera dicho David Viñas? Personalmente, si mañana un comando terrorista asesinara a, no sé, el director de la CIA, yo estaría en contra, por razones políticas y éticas (no creo en la política puramente terrorista, entre otras cosas). Pero, tengo que ser sincero conmigo mismo: no podría, con la mano en el corazón, decir que me duele de la misma manera que me duelen los niños palestinos. El dolor tampoco es, y menos que ninguna otra cosa, un “universal abstracto”. ¿O estamos hablando de los muertos en la guerra, en cualquier guerra, esa que (te cito) “nos comunica con la crueldad que llevamos muy dentro de nosotros” (otra vez: ¿quién es “nosotros”?: porque algunos, te aseguro, a la crueldad la llevan bien afuera; y por otra parte, tendremos que juntar coraje para “comunicarnos” con ella como mejor podamos y sin dejarnos ganar por ella: porque guerra, por lo visto, va a seguir habiendo, así que mejor que no nos agarre del todo “desamparados”). ¿O estamos hablando, como hacés más adelante, de los “civiles israelíes” y de los “civiles palestinos o libaneses”?

Pero entonces, no son todos los muertos. Hay un punto que te puedo admitir: sin duda hay, al menos en el siglo XX, una “excepcionalidad” siniestra de la historia judía, que vos nombrás: la Shoá. Y por supuesto, es inadmisible y repugnante que alguien, cualquiera, niegue eso (pero, en su propia y no comparable medida, ¿no es una suerte de negacionismo “light” minimizar lo que está ocurriendo hoy en Medio Oriente hablando de meras “contradicciones” o “injusticias”?). Y es justamente por eso, porque la Shoá existió, que el Estado de Israel hubiera tenido la obligación irrenunciable de ser, entre todos los Estados existentes, el más férreo, consecuente, consistente y blindado defensor de los derechos humanos, de la democracia más radical, de la más irreductible lucha contra la discriminación y el racismo, del más ardiente anticolonialismo, del más incondicional compromiso con el principio de la autodeterminación de los pueblos. Era una obligación política. Era una obligación ética. Y era, mirá qué solemne me pongo, una obligación ontológica: Israel, como herencia y factura de ese pueblo, tenía que haber sido el Estado que reconstruyera el Ser deshilachado y lacerado de la polis humana, empezando, obviamente, por el Ser judío. ¿Se me dirá que esto era exigirle demasiado, después de todo lo que había pasado ese pueblo? Al contrario: era otorgarle el lugar de ejemplo para una humanidad que tiene una deuda impagable con ese pueblo.

Pero no. Es bien otro, hoy, el rostro –y me gustaría saber qué tendría Lévinas para decir sobre este “rostro del Otro”– que ese Estado está mostrando al mundo. No digo ya los palestinos, o cualquier otro de esos pueblos que, por cierto, han sufrido lo suyo, y para los cuales Israel habría podido ser –porque tanto por su historia como, efectivamente, por sus logros, tenía todas las condiciones para serlo– la vanguardia de la emancipación de ese “Medio Oriente” que es la cuna de las tres grandes civilizaciones que –se crea o no en sus dioses– hoy pueblan la Tierra; no digo, repito, ya para esos pueblos: para el pueblo de Israel lo que está haciendo hoy su Estado es una “injusticia” que, como se dice, clama al cielo. Porque lo que está haciendo ese Estado es favorecer la imagen (falsa, me dirás: pero ¿acaso la ideología no tiene efectos reales? ¿Seremos “ingenuos” también con ella?) de que ese pueblo que era el gran acreedor de la humanidad, hoy podría ser un deudor más. Y no de los menores.

El gran pueblo de Israel no se merecía esto. Lo que su Estado le está haciendo a ellos, no solo a los palestinos, es un crimen de lesa judeidad, y por supuesto de lesa humanidad. No importa cuántos equilibrios se pretendan hacer con las “maldades” de los otros. Esto seguirá siendo verdad. Si se empieza por postular que la historia judía es “extraordinaria”, entonces hay que completar el postulado y decir que el actual Estado de Israel no está a la altura de esa historia. Más: la contradice de la manera más flagrante. Y si el que es firme en la crítica al Estado que está haciendo todo eso, y es firme por amor al pueblo de Israel además del de Palestina, es calificado de “cómplice”, de tener “muertos funcionales”, de postular una sustancialista “maldad judía” (en suma, de ser un miserable racista: ¿quién otro, a buen entendedor, podría hablar de “maldad judía”?), o, si es judío, de “traidor”, entonces ya está todo perdido. Ya no hay nada que hacer. Salvo una cosa: decirle, una y otra vez, con aquella misma firmeza, al que afirme eso: No tenés derecho.

En fin: es una verdadera pena. Porque si algo está demostrando, desgraciadamente, todo esto, es que la posibilidad de la auténtica “barbarie” de la que siempre hablaron, nuevamente, grandes judíos como Marx, Freud, Walter Benjamin, Rosa Luxemburgo, Adorno, ha triunfado plenamente. Y de la peor manera: ha logrado sembrar la división, el odio, la mezquindad, la “renegación” (en todos los sentidos de esa infausta palabra, incluido el “lacaniano”) entre quienes, teóricamente, deberían entenderse, aún cuando no pudieran acordar. En una palabra: “ellos”, el verdadero Terror del que hablaba León Rozitchner, están ganando en toda la línea. Y si eso sigue ganando, como decía Benjamin, ni los muertos van a estar a salvo.

Quizá –francamente no lo sé, pero trato de no dejarme ganar por el desaliento– aún estemos a tiempo de reaccionar, en el tiempo que nos quede. Pero habrá que armarse de mucho coraje: va a ser duro, durísimo. Ya no se trata solamente del cansancio anticipado porque, quienes no somos judíos, tendremos que salir a explicar una y mil veces por qué no somos “antijudíos” (y los que sí lo son, por qué no son “judíos renegados” o “traidores”), y entonces quedar entrampados, por el sólo hecho de tener que dar esa explicación, en la gigantesca extorsión moral, la monumental “psicopateada” que eso implica.

Es el mundo que tenemos, el que nos han hecho. ¿Contribuimos nosotros a hacerlo así? Puede ser. Pero me niego a dejarme arrinconar por el truco ideológico que diluye responsabilidades diferentes e inconmensurables en la abstracción de la Culpa universal. Otra vez: esto no es teología, es política. Y en política, me permito reiterarlo, uno toma partido por la causa que cree más justa –o menos injusta: estoy dispuesto a esa concesión, siempre que a su vez se me conceda que la causa por la que hoy tomamos parte, la del pueblo palestino, es también, o debería serlo, la del pueblo israelí–, hasta que se demuestre lo contrario. “Estamos condenados a ser libres”, dijo célebremente Sartre: elegir no elegir es también una elección. Y de las peores.

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