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La lección de Calfucurá
Por El Día / La Plata - Monday, Dec. 15, 2014 at 6:03 PM

POR ALEJANDRO FONTENLA (*)

La lección de Calfuc...
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Los archivos del cacicazgo de Salinas Grandes, el agrupamiento aborigen más importante de la región central del actual territorio argentino, fueron encontrados en forma casual por Estanislao Zeballos en 1879. Recorriendo los montes y médanos ya sin vestigios de las abandonadas tolderías de Calfucurá, Zeballos divisa una hoja de papel que sobresale de la arena. Excavando, encuentra allí un verdadero manantial de revelaciones históricas, políticas y etnográficas. Dicho en síntesis, la documentación completa, desde el punto de vista aborigen, del período histórico que va de 1830 a 1875; sin duda, el espejo que le falta a la historia oficial.

Las cartas de Juan Calfucurá permitieron conocer, además de sus reclamos políticos, aspectos valiosos de su idiosincrasia: su conocimiento detallado de todas las tribus de un vasto territorio a ambos lados de la cordillera, su sentido de los vínculos familiares, sus concepciones religiosas y mágicas, y en general su cosmogonía.

AL MAESTRO

Espigando ese material y parte de la bibliografía que generó, me conmovió en particular un episodio. En 1856 el maestro Francisco Larguía, que tenía a su cargo en Buenos Aires la educación de unos de los hijos del cacique, se encuentra en Salinas Grandes tratando de suscribir, subrepticiamente, las bases para un tratado de paz , según las instrucciones recibidas en la capital. La respuesta de Calfucurá, citada aquí en la versión del escritor Omar Lobos, es impresionante: “Maestro-responde el cacique-, explíqueme usted qué es la famosa Civilización que nos tiene que barrer de estas pampas por la angurria de unos pocos hombres que se van repartiendo en tajadas grandotas lo que nos van quitando a nosotros. Pero explíqueme también todas las muertes y todos los atropellos y piense que les están dejando a sus hijos una patria equivocada, empantanada en la injusticia y la mentira. Todos nosotros somos parientes, y vivimos en amistad sobre la misma ancha tierra, pero el huinca tiene la idea errada de que sólo él tiene derecho a vivir en ella. Por ignorancia o por pura mezquindad, está tratando de matar el alma de esta tierra, plantando aquí un mundo ajeno donde caben pocos. Quien sabe algún día vendrán las lluvias y nuestras desgracias retoñarán en algo que sea bueno para nuestros hijos”.

El maestro Larguía, que dictaba sus clases en la escuela de Catedral al Norte, la más prestigiosa de Buenos Aires, fundada por Sarmiento y la primera de América del Sur destinada a la educación común, en la que luego estudiarían Ambrosetti, Ingenieros, Sáenz Peña y el poeta Almafuerte, debió escuchar en silencio las opiniones del cacique. Y sin muchos argumentos para oponer.

Los salineros, como los ranqueles, los pampas, y en general todos los pueblos originarios, se sentían parte de la tierra. Desde que dejaron de ser cazadores y recolectores nómades y se apaisanaron, aprendiendo a sembrar, teniendo sus casas y sus corrales en un mismo lugar, mezclándose con esos médanos y esos montes, la vida para ellos “se hacía dulce y buena, se hacía sagrada. Nos ha tocado nacer dentro de esto que somos”, afirmaban en cada negociación.

LO QUE PUDO SER

Ahora bien, entre las actuales investigaciones sobre la documentación aborigen, se destaca la recopilación de Carlos Martínez Sarasola, “La argentina de los caciques”, publicada en 2012. El trabajo propone la visión del país que hubiera sido en caso de prevalecer las propuestas de integración, tanto de los aborígenes como de los “blancos” dispuestos a convivir con ellos. Por supuesto la historia fue otra. Pero plantear la hipótesis del “país que pudo ser” implica una mirada crítica hacia lo que en realidad ocurrió.

Sin embargo el texto de Martínez Sarasola tiene un colofón polémico. Subraya la importancia de rescatar la palabra indígena, “máxime teniendo en cuenta el actual punto en que nos encontramos los argentinos como sociedad y como cultura, y en el cual, trabajosamente, todos nos encaminamos a vivir en un país más cercano a aquel por el cual lucharon no sólo los patriotas en la alborada de la Argentina, sino muchos de los caciques, quienes lo vislumbraron y percibieron en sus sueños”. Esta suposición me parece una expresión de deseos, pero no sé si se ajusta a la realidad. En mis oídos sigue resonando la advertencia del cacique al maestro Larguía: “dejarán a sus hijos una patria equivocada, empantanada en la injusticia y la mentira”.

Es cierto que hay sectores del mundo académico y de la militancia social que promueven el reconocimiento cultural y la restitución de derechos de los pueblos originarios. Pero esa justa voluntad vindicativa encuentra poco eco en las autoridades públicas. El punto en que nos encontramos “todos los argentinos, como sociedad y cultura”, está atravesado también por la indiferencia y la mera retórica del discurso político respecto a estos temas, producto de la vacuidad de valores y la frivolidad de la dirigencia, que privilegia otros intereses, muchas veces contrapuestos a los reclamos de los pueblos autóctonos.

RECLAMO VIVO

Pese a un contexto cultural dominado por la banalidad y la desmemoria, los pueblos originarios del actual territorio argentino no se extinguieron con la “conquista del desierto”. Tras un siglo y medio de desarraigo y penurias, sus sobrevivientes existen, y pugnan por hacer cada vez más visibles reclamos.

No sé si nos encaminamos a ese país por el que lucharon “los caciques y los patriotas en la alborada de la Argentina”, como afirma Martínez Sarasola. Si pienso en los valores que aquellos sostenían en cuanto al respeto a los congéneres, la comunión con la naturaleza y la sacralidad de la vida, creo que nos alejamos cada vez más.

En 1873 moría Calfucurá, el venerado y temido Piedra Azul, a los 104 años, después de dominar durante más de tres décadas el mundo pampa y de haber agrupado en torno suyo la confederación aborigen más poderosa en defensa de sus tierras. Un año atrás, en marzo de l872, había tenido lugar la batalla de San Carlos, en las afueras de la actual Bolívar, el combate en que la moderna artillería y los rémington sellaron el fin de la resistencia indígena. Presintiendo una derrota irrevocable, Calfucurá dejaba una nación de veinte mil almas, tres mil guerreros y tres hijos dispuestos a sucederle. Desde entonces el despojo y el éxodo fueron el destino de esa progenie, de esos pueblos. Y el ruego del viejo cacique, pidiendo un tiempo de bonanza para sus hijos, hasta ahora ninguna lluvia lo pudo traer.

(*) Escritor. Profesor en Letras (UNLP)

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