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Deseo y pornografía. La fantasía es el terreno de la rebelión política
Por reenvío Yael Tejero Yosovich - Monday, Jan. 19, 2015 at 10:19 AM

(AW) El orgasmo no solo es biológico sino que es también una construcción cultural, la pornografía tiene por fin la estimulación del deseo. El porno nos da oportunidad de vislumbrar operaciones de control y politica y permite pensar en la representación explicita de sexualidades disidentes.

Quién construye tu deseo? - Editorial 80

Al orgasmo lo inventó la revista Cosmopolitan en los años ochenta”, dijo una vez Sofovich en alguna emisión de Polémica en el Bar, y las carcajadas fueron unánimes. “¿Vos te pensás que mi madre en los años cincuenta no tenía orgasmos? ¿De dónde te pensás que vine yo?”, le respondió uno de sus interlocutores. “¿Pero qué tiene que ver?”, arremetieron los demás casi al unísono, advirtiendo la confusión del interviniente entre goce sexual y concepción. Gerardo no tenía las palabras justas, pero su sentencia era clara: el orgasmo, como cualquier otro fenómeno o concepto, adquiere completa entidad cuando comienza a ser nombrado. El bautismo corona su existencia en el horizonte de las problemáticas sociales. No es cierto que la representación del orgasmo como cualquier otra instancia vinculada con lo sexual sea propia de la narrativa audiovisual porno, eso sería negar la enorme historia de representaciones eróticas, tanto narrativas como visuales. Estas últimas, sobre todo, datan de la antigüedad, incluyendo las producciones didácticas orientadas a educar en materia sexual como lo fue el Kama Sutra. Los pruritos sociales contemporáneos que convierten el porno en un discurso existente, pero sin carta de ciudadanía, son mucho más modernos de lo que pensamos.

Pero Gerardo no estaba tan errado. La segunda mitad del siglo XX cambió radicalmente el modo de circulación de este discurso, que podría sintetizarse, groso modo, como la representación explícita de lo sexual con un fin extra artístico (a priori): la estimulación del deseo. Claro que esta definición ad hoc tiene fallas y es meramente propedéutica. Definir la pornografía es una operación necesariamente contingente y que debe, sin duda, hacer entrar la dimensión histórica. Como señala Dominique Maingueneau en La literatura pornográfica (2007), en griego antiguo, pornè designaba a la prostituta. Ya desde la palabra que nombra, la cuestión contractual está presente. Su derivado, pornografía, no aparece hasta el XIX. Desde entonces, pasó a referir a cosas “obscenas”, desapareciendo el vínculo directo con la prostitución. El sufijo “grafía”, por otro lado, ubica la palabra entre la pintura y la escritura como modos de representación. Por lo tanto, la literatura pornográfica tiene absoluta legitimidad como concepto. La pornografía es, tanto hoy como en el siglo XIX, una categoría de análisis que permite clasificar distintas producciones semióticas, a la vez que, como adjetivo, es usualmente descalificador. El lingüista francés se centra en el término como categoría de análisis, que requiere el ingreso de lo histórico en la medida en que la frontera entre lo lícito y lo ilícito ha ido modulando en distintas épocas y sociedades (y claramente no de manera lineal).

Además, la pornografía incluye en su etimología la palabra grafía, de modo que Andén consagra este número a otra forma de grafía de la que quizás nunca fuimos directos artífices, pero sí consumidores. No está de más reconocerlo, ya que hacemos un número al respecto. Y sobre eso, adviene el pudor, los patrones sociales y el ineludible interrogante ético-moral. Al ser un discurso a menudo silenciado, en el sentido de que existe y circula, pero no goza del estatus de otros géneros, es un indicador de lo que sucede en una sociedad en un momento histórico determinado. Y por eso, nuestra atención esos productos semióticos que todos consumimos y sin embargo, pocas veces damos carta de ciudadanía. Este número intenta ser un reconocimiento como miembro honorario de la sociedad. Libres de toda falsa moral, podemos entonces distanciarnos de la pornografía comercial y heteronormativa para pensar en representaciones de la sexualidad que se alejan del canon para plantear un proyecto político y estético diferente.

Una de las primeras preguntas que nos planteamos es si esa grafía es estrictamente visual y solo se restringe a la esfera pornográfica misma, o si rebalsa sobre la vida cotidiana. Y por eso, no descartamos cualquiera de los ámbitos en los que una cierta forma de representación de lo sexual pueda convertirse en pornográfica o al menos participe de esa categoría. Con ese horizonte, aunamos las líneas de análisis que se presentan en este número.

Cada nota aborda un eje, pero, al hacerlo, pone sobre el tapete problemáticas que exceden al tema del artículo, e incluso al eje del número. Es así como la reflexión sobre la desnudez masculina en un calendario de rugbiers se convierte en pretexto para hablar del canon cultural de belleza o del consumo actual de la intimidad. Una investigación sobre el costado erótico-pornográfico de la poesía árabe nos exhorta a reconocer nuestros prejuicios sobre cultura arábiga en general y adquirir herramientas lectoras. El porno animado japonés sirve para descubrir la historia de las representaciones pictóricas sexográficas; la indagación sobre la actividad cerebral frente al consumo pornográfico permite advertir sobre la aparición de adicciones. El porno, desde los aportes de Beatriz Preciado, nos da la oportunidad de vislumbrar operaciones de control y política y es un paradigma que permite pensar en la representación explícita de sexualidades disidentes.

. Eso no se toca: porno para mujeres - Andén 80

Escrito por Giselle Mendez.
Lo pornográfico, lo erótico, lo obsceno: categorías definitorias pero también contingentes, como la mirada. De eso se trata este artículo: frente al porno tradicional, hiperbólico e inverosímil, la mirada femenina se resiste a un conjunto de representaciones que sugieren indiferencia, pasividad y prejuicio ante la construcción ficcional del deseo.

Entre las diferentes definiciones de pornografía que analiza en su libro El jaguar y el oso hormiguero. Antropología de la pornografìa,[1] Bernard Arcand se pregunta qué diferencia la pornografía del erotismo. Una primera aproximación reconoce en el carácter de “obsceno” al principal elemento que distingue a este particular género. Se hace necesaria entonces una nueva pregunta, ¿cómo se puede definir y reconocer “lo obsceno”? ¿En qué momento una representación del acto sexual cruza la frontera entre el erotismo y la vulgaridad? Es que la pornografía es uno de los géneros con mayor volatilidad. Lo que convencionalmente se considera ofensivo o tabú en relación a la exhibición de los cuerpos y la sexualidad ha cambiado con una rapidez asombrosa en los últimos cien años.

Quizás, sostiene Arcand, sea en vano encontrar el instante exacto en que una representación adquiere el carácter de pornográfico. Y en ese caso es funcional para el análisis enmarcar lo pornográfico como una relación entre un contenido y su contexto. La exhibición de los cuerpos y más específicamente la genitalidad toma un carácter diferente según se la encuentre en libros médicos, en un museo de bellas artes, en una película o en una revista cultural. Más específicamente, la pornografía en tanto producto de consumo puede distinguirse como la representación del sexo por el sexo mismo “sin maquillaje y sin otra referencia”. Sin aspiraciones artísticas ni educativas, la exposición de la sexualidad, como espectáculo, puede utilizarse justamente como un indicador de los cambios culturales en la apreciación de lo obsceno, lo vulgar, lo erótico y el desplazamiento de ciertos tabúes. Y si de tabúes se trata, el goce femenino ocupa un lugar que incluso la pornografía ha tardado años en abordar. Porque si la construcción social del placer que realiza la pornografía mantiene la fascinación de adentrarse en un territorio prohibido, reservado solo para algunos pocos, los protagonistas y consumidores han subestimado el rol y la mirada femenina.

Aquí el porno no escapa a lo que sucedía y aún sucede en muchos ámbitos de la vida social: la mayoría de los espacios relevantes de producción y creación, en este caso cultural, están reservados a los hombres. La presencia femenina quedó relegada a la exhibición del cuerpo. De hecho se reproducen los estereotipos que clasifican a las mujeres. Algunas mujeres ─locas, prostitutas─ usan y parecen disfrutar su cuerpo, su sexualidad ─aunque su goce no tiene por qué ser relevante─. El resto, no sabemos ni nos interesa saber. O en todo caso expresan su deseo en el marco del ideal amor romántico, sin muchas posibilidades de explorar y atravesar esos límites sociales que se vuelven personales. En ese sentido pensemos por ejemplo que la revista Playboy salió a la venta por primera vez en el año 1953. El “entretenimiento para hombres” se ponía en marcha, mientras que todavía faltaban varios años para que las jovencitas pudieran expresarse aunque más no fuera con gritos histéricos ante los sugerentes movimientos de Elvis Presley.

Según Arcand, la lógica del progreso que impulsa el ethos capitalista y se expresa también en las producciones culturales implica una búsqueda constante de superación de los límites. Así, el porno ─como el resto de los géneros─ intenta llevar la experiencia humana y sexual hasta sus propios límites, a la exploración de situaciones extremas. Sin embargo el exceso es una experiencia limitada a unos pocos. “Para la mayoría, la única verdadera superación consiste en ser testigo de experiencias llevadas a cabo por otros”; pero, para las mujeres, ni siquiera eso. Al menos en principio.

La industria del porno ha alimentado el rol de la mujer como protagonista en tanto objeto. Quizás ese lugar preponderante oculta paradójicamente la ausencia de un rol activo. Como en otros órdenes de la sociedad patriarcal, el cuerpo de la mujer está puesto al servicio de satisfacer los deseos masculinos. Las estrellas porno piden más y más en función de un show planteado para satisfacer las más variadas expectativas masculinas. Son mujeres dispuestas a todo por complacer los deseos y la mirada de los otros. Y al desplegar su acción de esa manera, anulan de alguna forma su propio deseo. No encontraremos en la pornografía clásica a ninguna mujer que actúe en función de su propio deseo. Es decir, que pueda explicitar verdaderamente qué le gusta y especialmente qué no le gusta. Y está bien, sabemos que el porno como otras representaciones es simplemente eso, una ficción. Pero como toda ficción refleja y proyecta modos de ser y de hacer aceptados socialmente.

En los últimos veinte años, el consumo masivo de pornografía en diferentes formatos audiovisuales amplió la variedad de prácticas y perversiones. Es difícil imaginar algo, buscarlo y que no exista. Es, quizás, en esa misma masividad ─y por supuesto en los cambios sociales y culturales en torno a los roles de género─ donde se pueden comenzar a encontrar los elementos y los espacios que dan lugar a voces y miradas diferentes. Por ejemplo, femeninas.

Aun actualmente, en las revistas orientadas al público femenino, abundan las notas del tono: “Mi pareja mira porno, qué hago?”, obviando o ignorando la posibilidad de que a algunas mujeres disfruten de la pornografía. Este discurso sigue manteniendo el orden establecido, donde el deseo de las mujeres promedio no intenta siquiera asomarse al mundo perverso del sexo por el sexo mismo. Parecería que el impulso sexual femenino está mediatizado y valorizado por la expresión y puesta en acto de sentimientos amorosos que atenúan la animalidad/ irracionalidad del deseo.

Esa quizás sea una de las trampas del porno soft para mujeres detrás de la exitosa saga Cincuenta sombras de Grey. En la saga, la protagonista, una joven virgen de 28 años es seducida por un guapo millonario que disfruta con prácticas sadomasoquistas. Ella se ve envuelta en una trama donde constantemente se pone en juego “el amor” a la par del “deseo”. El sexo por el sexo mismo, retomando a Acard, parece ser un universo vedado para “ciertas” mujeres. Quizás la crítica más fuerte que se le puede hacer a la historia planteada es la necesidad de la aparición de un personaje masculino para que la protagonista descubra su deseo. La protagonista es una mujer que no puede conocerse a sí misma sin la intermediación de otro masculino. La saga ha sido definida como “porno para mamás”. Algo así como una primera aproximación naif para muchas mujeres que quizás no se habrían acercado de otra forma a explorar universos porno/eróticos “arriesgados”. Probablemente su mayor mérito reside en quitar el pudor alrededor del consumo de este tipo de temática. Nadie esconde su libro de Cincuenta sombras para leerlo en el subte o el colectivo. Sin embargo, desde este tipo de productos no se rompe con el estereotipo dominante sobre la sexualidad femenina.

En cambio, Erika Lust es probablemente la primera referente reconocida del llamado “porno para mujeres”. Como se vio, dentro de una industria dominada por los hombres, ella ha construido una estética particular pensada por una mujer para otras mujeres. Lust representa una postura feminista que no rechaza la pornografía, sino que intenta discutirla o problematizarla “desde dentro”: “La primera vez que vi una película porno, tuve la misma reacción que muchas mujeres, encontré la mayoría de las imágenes insatisfactorias. La calidad audiovisual era horrible. No me identifiqué con nada de lo que vi”, “Aún así, imaginé que era posible llevar a cabo otro tipo de porno”.

Con una estética sumamente cuidada que no tiene nada que envidiarle a las mejores películas de cine-arte, Lust asume la ambiciosa tarea de retratar la sexualidad de una manera más “real”. Sus films se esfuerzan por mostrar el deseo que mueve los cuerpos. Sí, es el sexo por el sexo mismo, pero también hay deseo, personas e historias. Y es quizás eso lo que lo vuelve verosímil. Aquí hay mujeres y también hombres que no están retratados de una manera mecánica e infantil.

Dice Arcand: “…la pornografía […] también es mentira. Antes que nada, está lo más grosero y lo más evidente: cuando ella anuncia el sexo para no ofrecer en realidad más que un estimulante masturbatorio y, por lo tanto, una forma mínima de sexualidad; cuando pretende que es posible eyacular ocho veces en treinta minutos; cuando muestra en la pantalla órganos sexuales de tres metros de largo; cuando pretende sobre todo que el sexo es fácilmente disociable del resto de la experiencia humana […]”. Más allá de las singularidades que pueda tener una mirada femenina sobre lo porno, es saludable que existan, y puedan expresarse, pluralidad de voces, cuerpos y deseos. En definitiva, que cada quien elija su propia mentira■

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