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Irrupciones políticas en el tiempo del Estado
Por (reenvio) Hernán Vanoli - Saturday, Jan. 31, 2015 at 7:56 PM

Transcripción del texto leído en las Jornadas “La Letra Argentina”, organizadas por el Ministerio de Cultura de la Nación y la Secretaría de Coordinación Estratégica para el Pensamiento Nacional, 6 y 7 de noviembre de 2014.

Plantearía tres preguntas para desandar la cuestión de las irrupciones políticas en la literatura argentina. La primera es qué significa una irrupción política cuando hablamos de literatura. La segunda tiene que ver con qué irrupciones políticas podrían ser pensadas como propias de mi generación. La tercera tiene que ver con algunos casos puntuales donde puedo leer ciertas irrupciones de la política en novelas de autores argentinos contemporáneos.

1.

Para responder a la primera pregunta voy a tomar un atajo. Hay dos grandes tendencias a la hora de reflexionar sobre qué puede haber de político en un texto literario. La primera es pensar que como el signo es la arena de la lucha de clases, o como “el lenguaje es fascista” porque es un sistema de diferencias arbitrarias, todo texto lleva implícita una carga política, y la labor del crítico es desentrañarla y hacer decir al texto su inconsciente político a través de una lectura de las formas que constituyen su materialidad. El crítico, como un cirujano vestido de demiurgo, secciona y sutura el texto hasta construir un pequeño Frankenstein que logre hacerlo decir más. Pero se acepta que la batalla se libra al interior del enorme y frondoso océano del lenguaje. La crítica literaria argentina conformó de manera laboriosa una tradición de lectura donde Jorge Luis Borges ocupa un lugar privilegiado, donde el Borges de “El escritor argentino y la tradición” opera como fundamento para pensar a la literatura nacional en sus relaciones con lo universal. La fórmula se repite como un mantra algo molesto. Sus expresiones actuales son la vindicación de una literatura que se escribe desde los márgenes, sean los márgenes del mercado mundial o de los procesos productivos contemporáneos, donde el refinamiento literario como credencial de distinción sin valor de uso ni de cambio se sustenta en una vaporosa alquimia sintáctica muy endeble como formación discursiva: la desactivación del lenguaje de la “cultura”, la construcción de lenguas dentro de la lengua, la especificidad de la experiencia poética, la perforación de los idiolectos sociales, la idea de la experiencia de escritura como una performance. El resultado es una cultura literaria que se conforma como una religiosidad de huida del mundo donde el crítico es un sacerdote que administra una droga de pasividad y letanía, bastante parecida a una anestesia para consumo doméstico.

La segunda tiene que ver con mecanismos de lectura de los textos de acuerdo a grillas problemáticas. No importa tanto la cuestión formal sino cierta pericia sintáctica, cierta vocación de juego en los textos y cierto abordaje de los temas. La fetichización de la crónica bajo la aureola de valores como el compromiso, la autenticidad o la ética del trabajo hace sistema con una preponderancia de la tradición realista. Aquí, lo que se valora es cierto profesionalismo, atravesado por un sistema de simpatías personales que sin embargo nunca llega a la lectura de los textos de géneros consolidados por la industria. Este tipo de lecturas por lo general llevan una impronta valorativa y sirven más para la difusión de una obra que para su interpretación. Circulan con el formato de nota o reseña periodística, tanto por los medios impresos como por el laberinto de la web. Se escriben como reseñismo, contratapa o comentario.

Políticas del lenguaje, lectura política de las obras en clave periodística sin embargo traccionada por cierto prestigio de lo literario. Cada modo de abordaje tiene también su vocabulario específico. Y sus límites. En el caso de los estudios críticos vinculados al primer modelo, se puede encontrar un virtuosismo mayor o menor, pero su horizonte de llegada podría ser pensado como “las tragedias de la representación”. En el segundo modelo, no tan aquejado por estas cuestiones, muchas veces tiene como horizonte el “me gusta” de Facebook. Es un tipo de lectura que en el mejor de los casos traza un horizonte de problemáticas presentadas por el texto y en el peor de los casos “cumple” con “llenar un espacio” dejando traslucir las sensaciones del exegeta. En el primer caso el texto es tratado como un refugio del ser, en el segundo como un bien de consumo. El sujeto social del primer caso es una fracción dominadísima de la clase dominante conformada por los miembros del campo de producción literaria; el del segundo caso es una clase media afectada por el poder simbólico de los primeros más otras capas de la clase media que podrán ser arrastradas como público lector dependiendo del lugar que la “cultura” le asigne a la literatura en diferentes momentos históricos.

Entre estas dos formas, la propuesta del ensayismo venía a mostrarse como una solución bonapartista. Sea más académico y erudito, o más plebeyo y adaptado a los protocolos del periodismo, el ensayismo venía a zanjar las distancias entre ambas formas de abordaje. Sin embargo, hay un paso que antecede a estas formas de abordar las “irrupciones de lo político”, y tiene que ver con la función social que se le asigna a la literatura. No ignoro que la cuestión ya fue pensada por gran parte del marxismo occidental, y también por algunas variantes del estructuralismo. Pero el desarrollo actual del capitalismo, y en especial al rol que asume la esfera de “lo cultural”, ameritan un pequeño replanteo. El lugar de lo literario en la imaginación pública se reacomoda de acuerdo a nuevas coordenadas: lo que Hans Robert Jauss llamaba “horizontes de expectativas” de los lectores se modificó. Entonces, las irrupciones políticas de la literatura ya no orbitan tanto en torno a transformaciones en la percepción, ni tampoco esperan un intervalo amplio de tiempo posterior a su publicación, como imaginaba el teórico alemán influenciado por el formalismo. Con la digitalización de la palabra todo es más inmediato y sus alcances políticos están hipermediados por el sistema cultural, que abandona en muchos casos la gramática de la industria. Los vínculos de la literatura con la sociedad se modifican no sólo en términos de su inmediatez y disponibilidad, sino por el aumento de la masa crítica de escritores-editores, la interactividad y la disponibilidad de textos de la literatura universal para una descarga casi gratuita. El pop asume poco a poco un lugar análogo al que ocupaba el alto modernismo, que a su vez empieza a tornarse kitsch. Al cambiar la dinámica de la industria y de los públicos, cambia todo. Los que no quieren aceptarlo se convierten en guardianes del pasado, deshollinadores de chimeneas en desuso.

Vamos a agregar un elemento: no sólo la maquinaria de la cultura es cada vez más veloz y acontece en gran parte con la gramática de las redes sociales, sino que a su vez está enmarcada a su vez por la expansión del sistema universitario. Así, el “horizonte de expectativas” de recepción de la literatura tiene un colchón de mediaciones institucionales cada vez mayor; y la sobreproducción fragmentada de investigaciones académicas trastoca las relaciones entre estética y saber. Por estos motivos, las “irrupciones de lo político” en la literatura se acercan cada vez más a lo que acontece en el plano textual y de la experiencia –el único resquicio que les queda frente a un sistema cultural normalizado y en expansión, donde cada vez es más difícil producir un acontecimiento- pero al mismo tiempo deben alejarse del mismo si no quieren alojarse en una zona de naturalización donde los procedimientos de las vanguardias históricas se muestran caducos, las disciplinas universitarias parecen querer saberlo todo e Internet parece poder mostrarlo y decirlo todo.

¿Cómo pensar entonces en “irrupciones de lo político” dentro de un escenario complejo? Una salida posible es la de reflexionar sobre las maneras en que los textos se insertan en un proyecto cultural más amplio, propio de cada escritor, y en un contexto donde la cultura literaria cuenta con una autonomía relativa cada vez menor. Pensar un “proyecto cultural” incluye a las elaboraciones estéticas pero también, a través de estas, a las formas de imaginación del orden político y los cruces entre subjetividad y consumo que pueden leerse en cada uno de los autores. Esto incluyen su relación imaginaria con el sistema de los objetos pero también con el mercado editorial, con las políticas públicas y con su entorno cotidiano.

2.

Este último punto me lleva a la experiencia generacional. Otra vez, existe una bibliografía profusa en torno al concepto de generaciones, y no faltan los que de un modo un poco ridículo intentan ponerse en el lugar de portavoces de una generación. No es mi caso. Toda experiencia está sesgada por un millón de circunstancias y la política es justamente aquello que segmenta al interior de las regularidades o experiencias compartidas. Sin embargo, voy a arriesgar una hipótesis: el 19 y el 20 de diciembre de 2001 son el 17 de octubre de 1945 de muchos de los escritores con los que comparto una memoria vivencial de lo político. 2001, leído como default de un sistema que se tenía que reiniciarse forzosamente, leído como un escalón más en la conformación del repertorio de lucha de la clase obrera, o leído tan sólo como el momento en que todas las máscaras se cayeron y la inexistencia de sujetos sociales capaces de llevar a cabo una transformación del orden social que iría a atravesar al consenso socialdemócrata posterior fue expuesta en carne viva. Creo que hay que volver a 2001 para leer la literatura que se viene escribiendo en el siglo XXI: 2001, nuestra odisea en el espacio, como una matriz de lectura. Pocos dudan a esta altura de que el estallido, la “crisis”, habilitó en gran medida la llegada del kirchnerismo al poder. No me parece que esta sea la ocasión para hacer un balance minucioso de un proceso que tiene más de una década y dejó saldos más que positivos en muchísimos aspectos, y también una notoria transformación de la cultura política de la cual la literatura argentina no parece haber acusado demasiado recibo. Sin embargo, toda irrupción de la política en los modos de hacer y en las formas de ver de la actividad literaria no pueden evitar esta marca de origen, que puede aparecer muchas veces como un retorno de lo reprimido y algunas otras como una sombra, una mancha que atraviesa al orden republicano actual.

Los acontecimientos de 2001 son de por sí una espinosa irrupción de lo político entendido al modo de Ranciere, como esos lapsos en los que se produce un reordenamiento de los cuerpos. Por ahora, sus formas de representación más frecuentes tuvieron que ver con registros literarios etnográficos o testimoniales. Una serie de textos retratan la percepción subjetiva en los momentos en que todo parecía en duda. Pero 2001 aparece también de otras dos maneras. Emerge cuando empiezan a narrarse los modos de re-estatización de las relaciones sociales. Reaparece la militancia, y el lenguaje de la política se entremezcla con la jerga de la burocracia. Esa modulación, y las nuevas maneras de entender las relaciones entre los sujetos y el estado no pueden leerse por fuera de la matriz espectral de 2001. En otro plano, 2001 pone en cuestión el proyecto estético modernista del progresismo. Ese proyecto era el puente invisible que unía al clima estético del campo literario durante la década del ochenta y el clima estético del campo literario durante la década del noventa. Si los ochentas tenían aún que cerrar cuentas con la dictadura y sus relaciones con la sociedad civil, los noventas venían a tramitar las grietas de un proceso de modernización trunca llevado adelante por el neoliberalismo. Dos inflexiones de la modernidad. Incluso cierto auge pasajero del posmodernismo “a la Argentina”, es decir bastante subordinado a la importación tardía de teoría principalmente francesa, llevaba en sí implícitas las marcas de un porvenir posible.

Podría decirse que 2001 fue la realización concreta del proyecto ligeramente anarquista y ligeramente juguetón de los posmoeruditos de los noventa; una idea de la “literatura de izquierda” como una comunidad inconfesable que por un lado acontece a diario en la web, y por otro se mostró muy incómoda ya que su condición de posibilidad era la imposibilidad de su materialización. Cuando el espectro se hizo presente, sólo hubo silencio y condescendencia hacia ciertos proyectos que podían ser pensados desde la estética relacional que en efecto eran lo nuevo, hasta que fueron asumiendo una posición mendicante y desarticulada a medida que el Estado retomó sus funciones. En oposición a eso, hubo una serie de proyectos híbridos que nunca terminaron de comprar el facilismo de la supuesta “literatura de izquierda” (en realidad literatura progresista de ultraderecha, parasitaria del neoliberalismo) ni del narrativismo lineal (populismo de clase media avant la lettre) de los noventas. Una literatura antimoderna pero no por ello oscurantista que elegía otros caminos para irrumpir y contaminarse con la política, y ponía en tela de juicio el conservador canon nacional sin reclamar un realismo para dummies. Fogwill, que quiso ser apropiado por uno y otro lado, se mantuvo siempre en esta posición incómoda.

Todo esto no puede desentenderse de cierto régimen de prácticas que también es heredero de 2001. No es por supuesto una consecuencia de 2001, como tampoco lo son ciertas derivas estéticas que atraviesan a la narrativa argentina contemporánea, pero son procesos que se superponen. Con la proliferación de las redes sociales se produce un enorme quiebre generacional entre los escritores, y este quiebre reproduce la brecha que existe entre los dos grandes grupos editoriales transnacionales que existen en el país, Penguin Random House, que absorbió Alfaguara, y Planeta, que absorbió Tusquets por ejemplo, con el resto de las editoriales. Se trata de dos grietas que funcionan como condiciones de producción. Ahora bien, leer de manera lineal un tipo de literatura en relación a un tipo de editoriales es un error tosco. Las supuestas editoriales independientes tienen apuestas muchas veces conservadoras y son dependientes del capricho de sus ricos y bienintencionados financistas, mientras que las grandes editoriales transnacionales combinan muchas veces una gran libertad con subordinación logística hacia sus casas matrices.

Amparados en tradiciones propias de una clase media urbana pujante y con historia de ascenso social a través de la palabra escrita, los escritores se agrupan, se critican, se leen y comparten como lo hacían desde el inicio de la modernidad, pero por otro los procesos de reflexión colectiva sobre lo político y lo literario acontecen cada vez más en superficies de publicación que virtualmente permitirían una ampliación de la masa crítica de practicantes, del mismo modo que la masa crítica de escritores se amplía. Hoy, el escritor está más acompañado y más sólo que nunca. Acompañado porque postea en Face, tuitea, acude a alguna de las mil quinientas lecturas, puede montar una editorial con una inversión inicial relativamente escasa, existe una oferta infinita de talleres literarios, lo que hace que la figura del escritor solitario y anónimo sea cada vez más excéntrica. Sólo también porque por más excéntrico que sea, o por más sociable que se presente, la carrera del escritor, como la de otras disciplinas como la alfarería, el origami o las artes visuales, depende en gran medida de la transformación del artista en un gestor permanente de sí mismo. Max Weber escribió en algún momento que las clases sociales pueden terminarse pero la selección social instrumentada a través de la lucha es eterna. Con la autopromoción pasa lo mismo. Podrán terminarse los criterios valorativos a la hora de leer, pero la autopromoción permanecerá. Cada escritor es un pastor de almas, y hasta aquellos que la juegan de anónimos se desviven por la prensa y tienen una cuenta con identidad falsa en Facebook. La diversificación del mundo de las editoriales literarias, con el gran y agujereado paraguas de la “independencia” como coartada extorsiva, hace que esta ineludible faena sea más intrincada, y se realice con mayor o menor nivel de dignidad.

Lo que es claro desde 2001 es que tampoco existen más instancias claras de legitimación. Si la universidad de hipertrofia y se autonomiza, y el periodismo desnuda su condición puramente política, los antiguos altares se descascaran. Cuando casi todo se vuelve social, entonces, se encuentra a mí entender un terreno fértil para la politización, para las irrupciones de la política. Existe el sedimento para la inauguración de nuevas instituciones, nuevas formas de leer, nuevas intervenciones de cara a las políticas públicas. Pienso en proyectos como la Exposición Actual de Narrativa Rioplatense, como la Revista Paco y su Centro de Estudios Contemporáneos, o el colectivo Perros Sapiens. Pienso en las editoriales Tenemos Las Máquinas o Astier o 17 Grises o Nudista, en las Ferias autogestivas como la que Ediciones Godot organizó en FM la Tribu, y también pienso en iniciativas públicas, como el Mercado Negro organizado en el Ecunhi o la nueva Ley del Libro que se encuentra actualmente en elaboración -aunque no estoy conforme con el nivel de discusión que tuvo la definición de “Libro Argentino” que vendría aparejada en la misma, porque es un visión industrialista y obtusa. Con sus claroscuros, todos estos proyectos albergan irrupciones de lo político que conforman figuras complejas al ponerse en tensión con textos, catálogos e ideas sobre la intervención estatal en la cultura. Quedaría pendiente la formulación de un sistema de la crítica que responda a este nivel de complejidad.

3.

Para terminar voy a referirme muy brevemente a tres libros recientes de autores argentinos que a mi entender muestran innovaciones interesantes a la hora de pensar las irrupciones de la política. Antes tengo que hacer una aclaración: soy uno de los editores de la Revista Crisis, que es una Asociación Civil donde también colabora Martín Rodríguez, y junto a Lola Copacabana uno de los dueños de Momofuku Libros, que publicó a Bruzzone y a Godoy. En ninguno de estos espacios tengo patrones, no dependo de padrinazgos de la corporación política y básicamente vivo de changas.

El primer libro que voy a nombrar es un libro de poemas, cuya lectura debería venir acompañada por un libro de ensayos del mismo autor. Hablo de “Ministerio de desarrollo social”, el volumen de poemas de Martín Rodríguez que fue publicada por la editorial Determinado Rumor, y de “Orden y Progresismo”, publicado por Emecé. En “Ministerio…” Rodríguez sintetiza muchos tópicos de la poesía lírica que venía trabajando y los pone a funcionar para confeccionar una investigación teológica sobre las políticas sociales de los últimos diez años. El de desarrollo social es un ministerio sensible porque es donde el territorio y lo estatal se cruzan, donde la discursividad política choca con cuerpos, con huesos, con necesidades y de esa yuxtaposición hace nacer narraciones sobre el bienestar. También es una especie de fábrica donde se ensamblan las subjetividades militantes, la ética del trabajador público y la caridad entendida como un don. Con ese horizonte de problemas, Martín Rodríguez construye un lenguaje de una belleza extrema que logra densificar el vocabulario técnico hasta triturarlo y hacerlo proliferar con un sonido violento que se parece mucho a una plegaria. El otro libro, “Orden y Progresismo”, ilumina la cultura política que queda como legado de un gobierno que instaló un progresismo que en base a algunas de sus batallas logró ser significado como una contracultura oficial. La gran pregunta que atraviesa a la variedad de ensayos, reunidos en torno a diferentes ejes temáticos, se vincula a las formas que va a asumir la trinidad Estado – Peronismo – Clase Media en el futuro, que es al mismo tiempo una pregunta diferida por la emergencia, el fortalecimiento o la consolidación de colectivos sociales que puedan vehiculizar una transformación por fuera de los límites que impone un régimen de significación política de corte posmoderno, con “catch all parties” y amiguismo con el capital. ¿Cómo pensar la sanación desde el Estado? ¿Qué elementos de la cultura de la clase media funcionan como un lente opaco a la hora de enfrentar las contradicciones de un capitalismo subordinado? ¿En qué se está transformando el peronismo y cual es su legado en la actual cultura del trabajo? Esas son algunas de las preguntas que irrumpen políticamente en la literatura de Martín Rodríguez.

Otro caso que quería mencionar es el de la novela “La Construcción”, de Carlos Godoy. Godoy también es poeta, y se destacó con su libro Escolástica Peronista Ilustrada. También publicó “Can Solar” (17 Grises), un extraordinario libro de cuentos. En “La Construcción” Godoy propone una primera parte de una extraña trilogía situada en lo que el crítico Maximiliano Crespi llamaría “post-historia”. Las Malvinas, llamadas las Manchas, parecen arrasadas por algún tipo de catástrofe, nuclear o climática. Escrita en una serie de registros que muestran variaciones sutiles, Godoy despliega una topografía que va abriendo capas de significado a medida que pone en escena la dialéctica entre esa naturaleza inhóspita, oscura y polucionada con las formas de organización social que se le adhieren. Las islas son un hojaldre de microculturas con una relación diferencial con el pasado. Como en “Ministerio…” hay una continuidad opaca entre territorio y sociedad, mediada por textos sagrados y extraños rituales que intentan conjurar la desgracia desde una perspectiva de a momentos animista. Por decirlo de alguna manera, Godoy experimenta intentando pensar modos de construcción literaria de una militancia después de la militancia, un Estado después del Estado. Una suerte de Estado umbandista que prescinde de sus instituciones al mismo tiempo que las invoca y las actúa habitado por una memoria fósil. Existe una vanguardia de geólogos, pero es una vanguardia que se emborracha y se organiza en torno a un secreto. Una vanguardia mística de militantes sin sujeto social. Sin embargo, el clima de guerra permanece. Si en Fogwill la guerra de Malvinas sería para anticipar las inflexiones de una lengua secreta incubada al calor del pacto cívico-militar que funcionaría como partero de la democracia, y si en “Las Islas” de Gamerro las islas eran una incrustación falsamente transparente que funcionaba también como falla de origen, como tumor en un proceso de modernización con aristas grotescas, en “La Construcción” las Islas son una geografía maldita y sagrada a la vez, donde el orden político muestra el fracaso de los intentos gestionalistas para fundarse en una naturalización de la guerra. Esto la convierte en una novela sobre capas geológicas y sedimentos. ¿Cuáles son los sedimentos de la hegemonía actual sobre el retorno del Estado como locus de lo social? ¿Cómo se construye sociedad por sobre un polvorín? ¿Qué formas de lo religioso atraviesan a los especialistas encargados de la dirección de un proyecto estatal?

Finalmente, me gustaría dedicar unas palabras a “Las Chanchas” (PRHM), última novela de Félix Bruzzone. En “76”, su primer libro de cuentos, Bruzzone elaboraba su condición de hijo de padre y madre desaparecidos desde una perspectiva donde la memoria se convertía en un material indócil y al mismo tiempo presente, una suerte de tamiz para la construcción de la identidad en base a la imposibilidad de cerrar un relato sobre lo acontecido en los setentas. Vitalista, la operación de Bruzzone consistía en esquivar los lugares algo trillados de la reparación o el lamento para bucear en las formas en las que las nuevas formas sociales llevan las huellas del pasado pero al mismo tiempo lo desbordan, constituyendo el deambular como modo de vida. Tras “Barrefondo”, una novela tierna sobre dos pileteros, con ribetes policiales y localizada en el norte de conurbano bonaerense, Bruzzone volvió a abordar cuestiones vinculadas a los setentas en la perturbadora “Los Topos”, que es un indagación sobre los vínculos entre el linaje, las investigaciones imposibles, la continuidad no aceptada de ciertas aristas del setentismo en la construcción de la socialdemocracia de mercado y la herencia recibida por su generación. “Las Chanchas” forcluye voluntariamente los tropos vinculados al terrorismo de estado y los mecanismos de construcción de identidad en medio de una memoria agujereada. Pero retoma otra de las constantes en la narrativa de Bruzzone: la militancia. De un tono que podía anticiparse en “Los Topos” y vinculados a una discursividad lisérgica y semi-onírica, con el potenciamiento de cierto infantilismo perverso, “Las Chanchas” es a simple vista un relato algo naif sobre el secuestro de dos adolescentes jugadoras de Hockey por parte de una suerte de Batman y Robin clownescos que en cierto momento participan junto a sus supuestas víctimas en marchas barriales que reclaman mayor seguridad. Romina, la mujer de uno de los secuestradores, es un personaje que proviene de “Los Topos”, ex militante de HIJOS, que se enfervoriza con las marchas que claman por las chicas secuestradas por su marido, que Romina no pude o no quiere ver.

Pero más allá de la cuestión del sentido de la militancia al interior de las organizaciones políticas en el contexto actual, “Las Chanchas” da un paso más. Porque también es un mapeo del lugar de las víctimas del terrorismo de estado, los hijos, como miembros de un sistema cultural oficial que los exhibe como parte del show de la buena conciencia. Andy, el narrador de la primera parte, y Gordini, su compinche, sintetizan las dos caras de la burocracia cultural no sólo Argentina sino también internacional que se sirve de las víctimas para prolongar el negocio de la pedagogía y la concientización. Son dos gestores culturales. Un idealista que hace la vista gorda cuando lo necesita y un rosquero de pura cepa que sin embargo se involucra emocionalmente con el secuestro: esos son los protagonistas de “Las Chanchas”, secuestradores secuestrados, reclamantes por más policía, cuyo anhelo secreto, como el de todo gestor, es también poner los pies sobre el escenario de la banda de covers y show circense que conforman con sus secuestradas, que no son otra cosa que una misma persona escindida por, otra vez, turbulencias en el linaje. No vale la pena anticipar el final de la novela, que por su parte tampoco es tan importante. Lo que me interesa señalar es un desplazamiento en la narrativa de Bruzzone hacia el problema de la víctima como esfinge poderosa, de la desaparecidología como cultura oficial, llámese museo, centro cultural o torneo de fútbol. Construida con materiales de los sueños, fortificada con la parodia y con pasajes de extatismo infantil, la liviandad de “Las Chanchas” se contrapone nuevamente a una serie de preguntas que funcionan como irrupciones políticas en el teatro de la memoria: ¿Cómo elaborar una política cultural capaz de proyectar lazos con la complejidad de las situaciones en lugar de cerrarse en menúes predigeridos con coartada pedagógica? ¿Qué relaciones existen entre los hijos de desaparecidos “que no militan” y no trabajan en el Estado y el lugar que les asigna la espectacularización oficial? ¿Qué tipo de identidades se generan y hasta que punto la cuestión de los setentas como mascarón de proa de la programación cultural del Estado entronizó a las víctimas como monumentos circenses y al mismo tiempo como vencidos vencedores? ¿Se puede construir ciudadanía con una cultura de los vencidos?

Rodríguez, Godoy y Bruzzone me parecen buenos ejemplos de escrituras donde la política irrumpe de manera no lineal pero también desesperada y urgente. Donde “lo político” en la literatura no se mide en términos de un puro planteamiento formal ni en base a la recurrencia a tópicos trillados sino como interrogación sobre las formas sociales del presente. En otro momento sería interesante analizar el proyecto cultural que puede reconstruirse en base a estas irrupciones, el rol que los autores imaginan para su literatura, su sistema de prácticas, las contradicciones sociales en las que se inscriben. Claro que no en busca de soluciones ni necesariamente de propuestas, sino como máquinas para pensar nuevas preguntas. Porque hacerse preguntas también constituye el adn de lo político.

fuente: revista crisis nº20 http://www.revistacrisis.com.ar/irrupciones-politicas-en-el-tiempo.html

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