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¡A las trincheras! Escuelas públicas en guerra
Por (reenvio) Roberto Lépori - Wednesday, May. 20, 2015 at 2:07 PM

Tandil 16 al 20 de marzo de 2015 / “Sí, algo estudia uno para destruir esta sociedad.”

Hacia fines del año 2014 la directora de un colegio estatal bonaerense del nivel medio me contó una historia que me gustaría retransmitirles como parte actual de guerra.

Promediaba noviembre y me reincorporaba, por esos días, a la función docente después de una obligada ´licencia sin goce de sueldo´. La obligatoriedad –que no era tal- había surgido de dos causas relacionadas y diversas. Desde hacía meses no cobraba mi salario (nada demasiado importante -alguien me diría- apenas el olvido de un burócrata de presionar ´enter´ y que no es más –entiendo- que la versión banalizada de un caótico e involuntario plan para disciplinar docentes pendientes de intrincados reclamos). Era –la segunda causa- aquella escuela el tipo de institución en el que los estudiantes viven en eterno estado de gracia haciendo y deshaciendo (casi) lo que se les viene en ganas entre la resignación y el sopor psicotrópico de los funcionarios al frente.[1]

La directora –seria, comprometida y con las manos atadas para (casi) cualquier cosa excepto para intentar un mínimo nivel de orden y coherencia, firmar planillas y, en el mundo exterior, detectar padres o tutores que se resistieran a entregar hijos al sistema- me invitó, cuando me reincorporaba, a su despacho. Una vez los saludos de rigor, me preguntó:

-¿Te acordás de NN?

NN, cómo no recordarlo, se presentó el primer día de clases chocho de la vida. En alguna intrépida acción se había fracturado el brazo derecho y por eso -me aclaraba junto a un vago gesto hacia el espacio circundante- el yeso le iba a impedir durante meses copiar, y si no le creía que fuera a preguntarle a la vieja rubia y pelotuda que estaba allá. NN tenía por ese entonces –y tal vez todavía tenga- 18 años; pelo castaño corto, a la moda; arito; ojos claros. Era –tal vez aún lo sea- jugador de fútbol. Y, se parecía bastante -inevitable decirlo-a los denominados ´líderes negativos´.

Días después –y mientras NN ofrecía en las horas de clases sus funciones gratuitas de stand up– oí al salir de la escuela el reclamo informal de una profesora. El grupo al que NN comandaba cumplía su último paso antes de migrar. Los estudiantes rondaban, casi en su totalidad, la mayoría de edad y, como no podría ser de otra forma, a estos jóvenes (ya adultos) no se les pasaba por alto la siguiente paradoja: aunque se los tratara de controlar, técnicamente podían entrar y salir de la escuela sin autorización de nadie, ni de docentes, ni de ente patriarcal alguno. El problema era, y es, que si un joven –aun cuando fuera autónomo por su edad- se escapaba de la escuela y en el recorrido a la casa le sucedía ´algo´, esa responsabilidad recaía en la institución, en los funcionarios, en el docente. En este tren de eventual peligrosidad, la profesora –subrayada cada tanto por el traqueteo de la ruta nacional pegadita al edifico- reclamaba. Si bien los ´adultos responsables´ intentábamos que ninguno se ausentara del aula (pocilga repleta de trastos que cumplía la función de tal), los estudiantes, en particular NN, en el habitual cambio de hora, ensayaban fugarse. La docente veía en eso un problema y de los grandes.

Unas semanas después de la incursión antropológica y chismosa –porque no estaba morfando y porque los embrollos judiciales me dan pereza de solo imaginármelos- licencié las horas de clases que NN, de infinita gracia, coordinaba sin reclamar un mango y con una destreza magistral que debería hacer las delicias de todos nuestros buenos pedagogos.

-Sí, claro que me acuerdo- respondí, aquel día en el que retornaba, ansioso por conocer más aventuras del héroe local.

-Hace unas semanitas –satisfizo mi curiosidad la directora- poco antes del mediodía, en el patio, en algún aula, en el pasillo y hasta donde le alcanzó el arsenal, NN roció a compañeros, docentes, porteras y a quien por ahí estuviera, con gas pimienta. Una calamidad. Vino la ambulancia. Hubo serios afectados que al día siguiente no pudieron ir a trabajar. Hubo gritos, corridas… y finalmente, y gracias-a-dios…

Se pudo tapar. Sin escándalos. Bien o mal, a este altura no lo sé, el comité disciplinario de la escuela, contra la voluntad de la directora, decidió castigarlo y se le solicitó (se lo obligó) a que pidiera a cada uno de los alcanzados por el gas, sinceras disculpas prometiendo que nunca más…

-Pero…- intenté opinar.

-Ni lo sueñes, y lo sabés, ni pensar en sacarlo o en echarlo o en no sé qué…

-Pero, el gas pimienta, supongo que…

-Ni idea de cómo se le ocurrió ni de cómo llegó a pasar. Es NN medio conflictivo, lo conocés, pero con una ejemplar capacidad intelectual. Es más –recomenzó- el año pasado fue uno de nuestros representantes en la simulación parlamentaria de la ONU para jóvenes que se organizó en…

No la escuché más.

La simpática anécdota del gas pimienta me había recordado un chiste de pésimo gusto que usaba años atrás cuando calificaba a una escuela nocturna en la que trabajaba, ´Kosovo´. Siempre me pareció que la metáfora bélica –batalla, bombardeo, heridos, sobrevivientes, rehenes, ruinas, armamento, alarmas antiaéreas, hambre, destrucción, posguerra- era un modo de pensar la escuela media. No se trata de desprecio –con intermitencias, hace quince años que trabajo en ese espacio- sino de una manera de aprehender, por fuera de los discursos institucionales prefabricados, una realidad que limita, en gran parte, con la pesadilla. La metáfora de la guerra me permitía argumentar, además, que, como suele pasar en esos transes, los grupos que se enfrentan no son los que motivaron el cruento encuentro. Unos u otros recaen en la violencia y en la vida valor cero porque son las armas que finalmente priman en espacios digitados desde oscuros, aunque detectables, Ministerios. En fin, usaba esa imagen –ni siquiera demasiado original- como chiste interno, como mínima y estúpida catarsis… pero parece que lo de la guerra va en serio.

Quienes nos quejamos del actual estado de cosas en la escuela media para abrir la discusión en tanto trabajadores por fuera de intereses partidarios, facciosos, gremiales, esos quejosos, somos calificados de ´reaccionarios, conservadores, alienados´. Solo falta que nos llamen ladrones y que nos ofrezcan la cárcel. Existe en política una desconfianza absoluta frente a los –que con falta de otros vocablos llamaría- ´lobos solitarios´. Se inventa un grupo de referencia o se insiste en que aquí o allá, con esta o con aquella palabra, se le hace a uno u otro el juego. Ese es el caso, por ejemplo, de Gonzalo Santos cuyo libro, En las escuelas, reseñé en el texto inmediatamente anterior en este blog.[2]

No comparto –nadie lo hace con el otro en un ciento por ciento- con Santos todo lo que arguye en su breve libro (a la vez ficción, informe, memoria, queja, excursión, lamento) centrado en las escuelas sureñas del conurbano bonaerense. Sin embargo, creo, en su presentación a veces brutal capta algo difícil de comunicar a quien nunca estuvo allí. Más allá de las siempre mentadas buenas intenciones y voluntades, considerando la diversidad, reconociendo la existencia de instituciones coherentes, algo del tono de la desidia, del desorden, de la abulia, de la burla, de la sorna, de la opresión, del delirio, de la parodia, de la mugre, del abandono, de la algarabía, de la desconfianza, de la paranoia, del sinsentido, de la arbitrariedad sobrevuela esos reductos.

Si aceptamos esta escenificación y si polarizamos los roles, en esos espacios se libran batallas -docentes versus estudiantes- en una guerra de largo aliento. En esta lógica ficticia, el equipo directivo es un grupo de mercenarios (dicho con cariño) que a veces se inclina por unos, otras veces por otros y que siempre (¡siempre!) responden a una pieza clave en la jerarquía que provoca este belicismo sin linaje: los inspectores. Los inspectores –en mi vocabulario, ´las ratas´- son los encargados de obligar a los directivos a hacer esto y aquello; fiscalizan que se pongan en práctica las órdenes de los tecnócratas (corruptos e ineficaces) de los Ministerios y de dependencias aledañas. Los inspectores son (casi) inalcanzables e inhallables para los docentes, excepto que el profe se mande alguna que permita ponerle la soga al cuello. Las ´ratas´ nunca están presentes para defender los derechos de seres humanos que hasta hace poco fueron sus compañeros, porque el inspector es un ex profesor, con lo peor de lo peor de los conversos.

En este marco de cosas –recuerden: esto es una ficción-, vale preguntarse: ¿por qué en muchas, en demasiadas aulas, se libran esas batallas sordas entre evidentes últimos orejones del tarro para la consideración social reinante? Una probable respuesta inicial sería: se tomó una decisión política, a la que uno podría calificar, en el sentido positivo, de fabulosa, sin revisar nada, ni la estructura general, ni los objetivos, ni el plan pedagógico vigente, ni la formación del plantel docente, ni el presupuesto disponible, ni las condiciones edilicias. La decisión política de la inclusión –ningún chico fuera de las aulas– se tomó en el vacío. Misma estructura, mismos docentes, misma mirada filosófica de fondo sobre el asunto. Corolario: aquello que parecía fabuloso en un sentido positivo, debería ser considerado, también, en su sentido negativo. Mucha retórica. Más polvareda que indios.

En resumidas y bizarras cuentas, el debate oscila desde los docentes son unos vivos y no quieren laburar hasta los pibes son un desastre. Con incontables ribetes, es un debate abierto, mientras las escaramuzas continúan en alza, y ni siquiera estoy seguro de que a todo el mundo parezca realmente interesarle –ni siquiera a los que están ´en tema´.

Por ejemplo, en un ataque gratuito, desde algún claustro universitario quisieron disolverle la parada expositiva a Santos quien En las escuelas [2013] -según el reseñista Pablo Castro- cruza definitivamente la frontera para alinearse con la reacción privatista y construir a los jóvenes escolares bonaerenses como un ´otro´ peligroso. Castro, además, infiere que en el juego con la filosofía que realiza Santos construye una máscara de escepticismo para evitar declararse explícitamente de derechas. [3]

Hubo reacciones positivas sobre el libro que pueden encontrar en Internet, sin embargo, entre la opciones posibles el caso de la universidad es central porque debería ser el espacio núcleo para discutir ese texto de Santos –discutir y no condenar de antemano.

Castro, en su reseña, coquetea con el delirio. Utiliza para referirse al posicionamiento del escritor figuras como ´alinearse´ y ´cruzar la frontera´. Si bien ese uso está calcado sobre la poética de En las escuelas, Castro apela al paradigma bélico como parámetro de realidad. Coloca, en su reconstrucción del texto, en pie de igualdad al escritor-profesor y a los despreciables ´corderos pitagóricos´ (es decir, a los tecnócratas que hilvanan con sus guarismos el discutible ´Sistema educativo´) y afirma que ambos, esos ´corderos´ y Santos, niegan la escuela como trinchera de lucha popular.

Pues bien, supongamos que nunca hubiera pensado ´la guerra´ como metáfora de la realidad escolar y que, entonces, es la primera vez que me pongo a discurrir sobre el asunto, en consecuencia, Castro, me gustaría preguntarte: esa lucha –que no es idéntica, según entiendo, a la que me refería más arriba- ¿sucede desde cuándo?, ¿hasta cuándo?, ¿contra quién?, ¿para qué?, ¿por qué?, ¿cómo?; y, además, ¿se les avisó a los docentes que entraban a las escuelas a batallar?; ¿vos creés que todos tienen en claro qué trinchera les toca?; y en las universidades, ni hablar de en los profesorados, ¿se están dando mínimas impresiones sobre táctica militar pedagógica? ¿De qué lucha, en realidad, estás hablando Castro? ¿No será hora de matizar la mística bélica (porque una cosa es una imagen, otra una declaración) y reconocer que ya nadie sabe bien qué hacer con la educación pública tal como está? ¿Por qué los ´diversos sectores´ no se sacan la careta y levantan la banderita blanca? ¿Por qué no se reconoce la falta de rumbo? ¿No sería hora de poner a la educación como problema número uno realmente y ya? (Y no digo que para vos no lo sea).

Para que esas respuestas aparezcan es necesario aceptar que la educación secundaria –y esto puede extenderse a otros niveles- pasa por un estadio pésimo, al tiempo que están todas las condiciones dadas –dinero y recursos humanos- para que no sea así.

Por otro lado –retomo-, ¿Santos alineado a la reacción privatista? ¿En serio? ¿Acaso no existen leyes nacionales que permitieron germinar esos híbridos intragables que son las escuelas de gestión privada hacia donde se desvía, en un sentido literal, un enorme flujo de dinero surgido de las arcas del Estado? ¿Acaso esas leyes –hablo en general, pero estoy pensando en la Ley Federal de Educación sancionada en los noventa- no fueron sustentadas por ideólogos tecnócratas que trabajaban, y que trabajan, en universidades y en cátedras bastante cercanas a la que hoy es tu plataforma de publicación? Santos tendrá su cuota de responsabilidad, como la debo tener yo, y otros tantos reaccionarios que piensan: ´ok, hay una guerra, pero suena a mucho bardo, así que habrá que ver si hay que aceptarla como dada´. Debemos, entonces, los nombrados ser responsables por nuestra deficiente praxis, pero hay gente que puso el gancho. Y esas responsabilidades no son de igual calibre.

Dicho esto, reconozco, Castro, el interés y movilización de docentes y de estudiantes bonaerenses hoy en la lucha (incierta todavía) por la mejora de la educación. Y, aunque te cueste entenderlo, con su librito, Santos también forma parte de esa lucha, de esa desazón, de ese displacer, de esa tensión que toda ´guerra´ implica (sobre todo cuando parece estar estancada). Es la voz de un docente y desde adentro. Por eso tu lectura de En las escuelas me parece arbitraria cuando le hacés decir a la historia que el narrador-autor ve en los alumnos lo mismo que el siglo XIX veía en los bárbaros ranqueles. Creo que, más allá de cierta inevitable tendencia al estereotipo en un tema con tal nivel de sensibilidad, lo que se describe En las escuelas es bastante parecido a lo que sucede en una dimensión de ´la realidad escolar´. Negarle la voz a Santos, volverlo un mamotreto conservador, supone desconsiderar la voz de un trabajador.

Así, creo, deberíamos dejar de lanzar, por un momento, consignas bélicas solo por el placer de sentir que algo pasa, cuando en la mayoría de los casos las escuelas se derrumban y los docentes trabajamos en esas ruinas. Si dar clases es poner el pecho, por ahora, solo está peleando la infantería, los de a pie. Como verás, hablar en términos de guerra –de las trincheras- es entrar en un mundo complicado, por lo menos.

Propongo ponerse a pensar. Los diagnósticos están, las teorías están, los profesionales están, los tecnócratas (mal que me pese) están, los voluntariosos están.[4] Falta la decisión política de encarar un sistema anquilosado y para eso deberíamos luchar. Sucede que acerca de educación, todos hablamos y nadie se siente responsable por el desastre. En ese sentido, según un viejo pensador, la educación es como un crimen perfecto ya que hay un muerto pero no hay asesino: “…la sociedad a través de una educación autoritaria continúa domesticando a su generación venidera. Yo digo que la educación es un crimen perfecto porque nadie lo reconoce como tal. Es el socio de lo que Eisenhower llamaba el ´complejo militar-industrial´. No podría sostenerse el ´complejo militar-industrial´ si no se educa a las personas para funcionar sin chistar dentro de este sistema donde la cuestión no es el crecimiento personal sino servir a la producción o a los que manejan la producción. Es una educación para ser carne de cañón o carne de tanque…”.[5]

Eso es -sin golpes bajos, ni hipocresía, al menos hasta donde puedo entender mi propia subjetividad- lo que NN con su foquismo áulico, y con su gas pimienta, me confirmó. Tal como están las cosas, y en esta batalla desigual, muchos estudiantes salen de las aulas listos para ser engullidos (en muchos casos rumiados) por un sistema socio-económico atroz y desigual. Si es por buscarle poderes ocultos a las posiciones individuales -por ejemplo, Santos es de derechas y no osa decirlo– ojo con las trincheras que se arman, contra enemigos invisibles o mal dimensionados, que tal vez luego no se puedan desarmar.

La educación es un problema, al menos, occidental. Es una problemática en el contexto del capitalismo sea el adjetivo que este lleve. En Argentina, a ese problema, se le suma la cuestión ideológico-política. Si la ´realidad escolar´ es (o ha sido) naturalizada –las cosas son tal como están, y en ese contexto hay que luchar– esto supone una naturalización de la desigualdad. Y no es justo. Pregunto: ¿por qué no reducimos el presupuesto universitario al 25 % y convertimos a las academias –que bastante han perdido el sentido- en trincheras de lucha? ¿Por qué no se inyecta el dinero que el Estado invierte en becarios abúlicos de humanidades, en la escuela media? ¿Estamos tan interesados, como decimos, en la educación en su conjunto? Sé que no solo es cuestión de dinero, pero ¿no resulta un poco aberrante que los colegios secundarios nacionales, dependientes de las universidades, reciban millones de pesos en inversión mientras que los provinciales apenas si pueden sostenerse en pie? Me importan un bledo las jurisdicciones. La injusticia las excede. Y me pregunto, ¿esas decisiones surgen de los enemigos o surgen de qué bando en esta guerra?

Quiero decirlo francamente y en concreto: no entiendo cuál es la guerra que estamos llevando adelante. Perdón, pero no la veo en tanto no sé quién es exactamente el enemigo. No es el momento de reabrir temas aquí, y sin embargo, me dejan muchas dudas las ´luchas´ que impulsan algunos gremios docentes. Al contrario, me genera cierta ilusión (aunque se dé en contadas escuelas) que los estudiantes se organicen en centros. Si existe esa lucha, es una lucha dispersa, y cruzar acusaciones contra los que también quieren meter la voz en la cuestión no parece tan inteligente, porque de esa manera se difuminan las fuerzas contra… Y me surge de nuevo, ¿contra quién luchamos? (si lo conocemos, exijámosle que deje de interferir en la educación pública) ¿Qué tipo de guerra es? ¿Hay buenos y malos? ¿Hay cínicos y malos? ¿O hay solo cínicos que, a favor o en contra, ya acarician ya le pegan al fantasmático ´pueblo´ para poder acumular con la otra mano?

Tengo oído decir que a esta versión del problema la denominan ingenua. Las muchas preguntas que matizan el texto también lo son. Parece bastante fácil, en consecuencia, copar la parada con respuestas inteligentes y maduras que desasnen mi cortedad en materia de políticas educativas.

Por lo demás, me despido de ustedes hasta el próximo parte de guerra.

notas:
[1] En un tema de tanta complejidad como el educativo, parece necesario ofrecer un mínimo de información sobre quien opina: https://ymeescribesparanoica.wordpress.com/recorrido-y-experiencia-en-contextos-educativos/
[2] “El fin de la educación” https://ymeescribesparanoica.wordpress.com/2015/03/11/el-fin-de-la-educacion/
[3] Ver reseña en http://www.eltoldodeastier.fahce.unlp.edu.ar/numeros/numero-9/ALCastro.pdf
[4] La diferencia entre el profesional y el tecnócrata –los términos para describirlos podrían ser otros, lo importante es la distinción- radica en la posición ética adoptada frente a la acción. En una versión ideal del asunto, el profesional pone reparos si entiende que con su accionar lesiona a otros o va contra sus convicciones. El tecnócrata –parásito por medio del cual los regímenes democráticos y dictatoriales se intercomunican- se regodea en su latiguillo: no me preocupo por si está bien o mal, es justo o injusto lo que hago; tan solo actúo. El inspector escolar, por ejemplo, es un exponente del tecnócrata.
[5] Claudio Naranjo, Conocimiento transformador [conferencia], Buenos Aires, 24-04-2013. En Youtube.

fuente https://ymeescribesparanoica.wordpress.com/2015/03/21/a-las-trincheras-escuelas-publicas-en-guerra/

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Contra los trabajadores docentes
Por Un trabajador - Wednesday, May. 20, 2015 at 4:20 PM

Reducir el presupuesto de la educación universitaria y descalificar la lucha gremial docente: tal el programa que propone este señor. Tiene derecho a enunciarlo, tal como tienen derecho tantos otros, que se arrastran al servicio del sistema, a pronunciarse en contra de los intereses populares. Y tenemos nosotros derecho a luchar para transformarlo todo.

No alcanza con algunas críticas puntuales y mucha sarasa para adornarlo: cuando atacás a los trabajadores, te ponés del lado de los intereses patronales y del poder económico.

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