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Mundos íntimos: De chico, fui abusado. Una marca que no se borra
Por (reenvio) Franco Torchia* - Wednesday, Aug. 12, 2015 at 2:53 AM

A los siete y a los nueve años, el autor –hoy una figura mediática reconocida– sufrió abuso sexual por parte de dos muchachos de su barrio. Ahora se atreve a contar cómo esa experiencia aún le hace pensar que una caricia siempre puede ser una vejación y habla de la soledad que vivió: en su caso no hubo una familia o una comunidad que quisieran ver qué pasaba.

En diciembre, en Milán, pasé una tarde entera buscando datos sobre él en internet. No sabía si quería encontrármelo personalmente o no, pero quería al menos buscar referencias suyas después de más de veinte años de aquellas siestas de mediados de los años 80, cuando salía a la puerta de la casa de su abuela tipo dos de la tarde y asomaba su cabeza con intimidación y certeza: con 5 años más que yo, él me miraba de lejos y me obligaba en silencio a “jugar a los novios” en el galpón de atrás, tirados sobre colchones viejos sin funda, mugre y restos de botellas de vidrio con salsa de tomate.

En el último tiempo había creído escuchar que se había convertido en empleado de una galería de arte, asesor de imagen o diseñador de indumentaria sin título. Y que se había ido a vivir en pareja con otro hombre allí, a Milán.

En marzo de 1990, su familia –padre, madre, su hermana y él– remató el chalecito de dos plantas de Ensenada, la ciudad en el que los dos crecimos: “Si gana Menem, volvemos a Italia” había sido la promesa. Cumplieron: huyeron nomás hacia Boloña y nunca más volvieron a vivir a la Argentina.

Tarde gris de Navidad en Vía Tortona y nada: el buscador no devolvía ningún dato. Pensé: yo tenía siete años y al principio debe haber habido un primer ataque al que me resistí, con aceleración de ritmo cardíaco y la seguridad de estar cometiendo un delito. Él era rellenito, blanco, ruliento y muy sexual: tenía cada posición sexual predeterminada. Me obligaba a desnudarme por completo y manejaba cada asalto con deseo y sabiduría: había detectado mi orientación y conocía de memoria el buen uso y las costumbres de una aldea fabril y petrolera, con padres sobreocupados, madres atentas a la cera de los pisos, ningún psicólogo a la redonda, colegios católicos dirigidos por sacerdotes adictos al videotape porno y un suburbio creciente.

¿Cómo era posible que él, que había optado por desfilar en el último corso del barrio como novio al borde del “Sí, quiero” de mi hermana Gabriela, fuese el mismo que trastornaba así el desarrollo de mi sexualidad?

Una de las primeras veces que “jugamos a los novios” descubrí sus pelos de púber y su aliento desesperado. Fue directo a mi entrepierna. Entre visillos, dio vuelta mi cuerpo para manosearme aún más, mientras yo le imploraba detenerse. Pasó media hora y su abuela salió del garaje: con el ritmo aletargado de una campesina de posguerra arrojada con resignación al más rústico de los destinos bonaerenses, enfiló de a poco hacia el cuartito. Su andar nos dio tiempo de volver a vestirnos y hacer de cuenta que en ese escondite no había pasado nada.

A partir de entonces, si después de mis mañanas en el colegio salesiano yo salía a la vereda, la acción era signo inequívoco de ganas: él era una figura amenazante y su abuso giraba alrededor de nuestra asimetría. Tildado con susurros como el mariconazo más alevoso de la cuadra, había impunidad y altanería en su identidad: yo con siete y él con doce o trece y una madre sobreprotectora que forjaba su seguridad, aunque corriesen otros tiempos históricos que le impidieran autoproclamarse puto.
¿Qué habrá sido de su vida? ¿Vivirá acá al lado, cerca o ya habrá abandonado Milán? ¿Yo debería aprovechar que estoy en su ciudad, enfrentarlo y cobrarle el crimen? No había ninguna cuenta en redes sociales con su nombre. Tampoco fotos. Con la RAI de fondo y al borde del abandono, la epifanía de una página web de perfiles profesionales y curricula vitae interrumpió el misterio: ahí estaba, finalmente, encargado de marketing en locales de grandes marcas de ropa. No había ni una foto de perfil pero un link me llevó a otro link que me llevó a su vez a una imagen de la Semana de la Moda de París en 2011, cuando él y un colega concentraron la atención de la prensa con tacos altos y pantalones ajustados: parece que el celebrado “femme style” volvió por su culpa.

Cayó la noche: no tenía sentido topármelo o forzar un cara a cara. Nada para decir. No sentía que enfrentarlo iba a darme nada pero sí contarle a Tomás, mi esposo, por qué había estado tantas horas conectado quizás para que me conociera aún un poco más.

Mi relación con el poder fue determinada por los abusos que él cometió conmigo: instalar confusión y teñir de falso consentimiento situaciones en las que prima la desigualdad. Siempre acaté, por las dudas. Mis relaciones (afectivas, escolares, sexuales y laborales) fueron sobre todo fenómenos opacos. Sospecho que él me quería y me deseaba: razones suficientes para sentirse inocente, habrá creído. Eso se hizo extensible al resto de mis días: para mí, la caricia siempre encubre su reverso, una vejación. Sin embargo, la primera violencia de género que padecí no fue la suya sino la que antecede a estos arrebatos: la asignación de mi género.

Nací “varón” y me pusieron “varón” en la partida. Mis padres hicieron lo que había y aún hoy hay que hacer: cumplieron con el primer desencadenante de un sinfín de explotaciones a las que el Estado somete a las personas. Nunca me sentí varón y mucho menos mujer: soy apenas una subjetividad irreductible, pero en el DNI mi sexo sigue siendo masculino. En la Argentina, incluso después de la Ley de Identidad de Género, sólo se puede ser dama o ser caballero. Como en los baños. Así de esclavizante.

Fue mi mirada triste la que, algunos años después, le debe haber hecho percibir a otro muchacho de la zona que él también podía sumergirme en un abismo irreparable. El Club Regatas La Plata, al costado de villas miserias, a metros de Punta Lara y Río Santiago, reunía a aquellas familias que sin acceder a una casa quinta propia, vivían en sus predios el sueño británico de practicar deportes acuáticos y saberse a cargo de una segregación socioeconómica. Yo ya tenía 9 o 10 años y como mi hermana se resistía a ir, mi madre me obligaba a hacer valer la cuota mensual pagada con la inagotable fuerza de trabajo de mi padre.

Perteneciente a un clan familiar “de apellido”, andaba siempre en shorcito y cuero. Era un adolescente vivaz e inquieto: tenía 17 o 18, las horas al sol tatuadas en toda su piel y un cuerpo fibroso y terso. A las siete de la tarde mi madre me mandaba a duchar al vestuario de hombres porque a las ocho venía el micro que nos llevaba de vuelta a casa. Hasta cierta edad, los niños podían acompañar a sus mamás al vestuario de mujeres: yo ya había pasado ese límite. Tenía que hacerme hombre.

Una vez, él salía de ducharse y desde el ala de enfrente de los roperos de madera empezó a chistarme. Me di vuelta y lo vi: estaba zarandeando su pene de izquierda a derecha, de pie y con las piernas bien abiertas, haciéndome un gesto cómplice, como el de aquel que ve aminorada la bestialidad de su acto por la ilusión de connivencia. Me recuerdo estaqueado, sin poder mover la nuca ni desviar los ojos del piso de granito vestido con restos de jabón. Hice “no, no, no” con mi cabeza y él insistió, hasta que el desfile de contadores y médicos con toallas húmedas frenó su acecho.

Huí en silencio, sin bañarme. Bajé y le pedí a mi madre que me dejara bañar en nuestra casa. Ella no lo entendió: pagaba por mes para usar a full las instalaciones y consumir ahí gas y agua caliente, entre otros servicios públicos ya diezmados por el alfonsinismo. “¿Qué te pasó? ¿Qué pasa que no te quisiste bañar acá?” preguntó furiosa. No supe responder.

Quise dejar de ir al club, pero mi verano incluía un único plan. El Club Regatas conserva la forma arquitectónica de un barco, con proa, popa, camarotes y pisos varios. A partir de ese debut trunco, el nuevo abusador comenzó a seguirme por cada recoveco: no hablaba. Me miraba. Se hacía presente de forma imprevista, cerca del buffet, en alguna de las piletas o detrás de un árbol. Se encargaba de aparecer y su ultimátum era su mera aparición: “Acá estoy, es obvio que gustás de mí y te morís por besarme. Viste mi pito y te encantó. Ya no podés zafar”: eso parecía decirme. Y eso me decía, porque cuando logró convencerme, me llevó al último piso y me besó con lentitud. Me hundió en un torbellino tan cruel que hasta se permitió simular amor.

Yo iba y venía mucho más temeroso que antes. Fui víctima por más de diez días de su aprovechamiento: en una ocasión, le pedí ayuda a dos señores que se cambiaban a mi lado. En verdad, no pude decirles nada pero algo entendieron. Entonces lo arrinconaron y le pidieron que se dejara de joder conmigo: siempre me llamó la atención que ninguno de esos padres me preguntara por mi familia. Yo vivía con mi padre, mi mamá y mi hermana, aunque no parezca. Aunque no estuvieran.

No podía más: él ya había obtenido mucho de mi cuerpo de casi una década de vida. Le dije a mi madre que ese día, a la hora de ir bañarme, le iba a decir algo muy importante. Y no sé cómo le conté. Le conté algo. Ella dijo: “Bueno”.

Al otro día, me llevó a la casa de una de sus primas, de profesión psicopedagoga: delante de ella y de sus hijas expuso mi caso, mientras mi vergüenza y mis nervios me obligaban a esconderme atrás de los sillones del living. Al poco tiempo, concertó una reunión en la casa de unos vecinos. Mi madre se había enterado de que el mayor de los hijos de ellos había estado de campamento con el sujeto en cuestión y quería advertirlos: no iba a ser cosa que a ese muchacho le pasara lo mismo que a mí. “No tengo nada malo para decir de él”, dijo el camarada de mi abusador delante de mi llanto inmortal.

Me pasé al Club YPF y crecí. Tenía 21 cuando mi madre, al volver de Regatas, me dijo: “¿Te acordás de ese chico con el que vos tuviste aquel problema, aquella vez? Él … sí, él … bueno, me enteré que se hizo travesti”.

No exploré mi sexualidad durante mi adolescencia; tampoco durante mi primera juventud. ¿Cuándo fue mi primera vez? Nunca puedo contestar esa pregunta. Durante años creí que ya había tenido demasiado sexo de chiquito, a muy temprana edad, y que podía vivir el resto de mi vida sin practicar o descubrir nada: para mí ya había habido demasiado, con obstrucción y tortura.

Un calvario merecido por ser diferente, sentirme solo y atreverme a obedecer las órdenes de dos responsables sueltos. No tenía opciones ni interlocutores.

Por no ser un varón clásico, pagué con daño y desconsuelo. Y hoy soy el que habla: mi voz como la voz de un agraviado sustituye el testimonio del agresor. Quienes han padecido saben que, encima, al sufrimiento hay que ponerle palabras y contarlo: para seguir vivos, sí; y para ocupar un espacio verbal que deberían ocupar los que abusan y violan, condenados públicamente al ritmo de un relato que nunca construyen porque ellos nunca están.

A quienes abusan nunca los vemos: siempre quedamos nosotros.

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*Franco Torchia. Se graduó en Letras en la Universidad de La Plata y durante sus primeros años de ejercicio del periodismo trabajó en temas culturales y en la Fundación Proa. Fue el guionista y la voz en off del programa televisivo “Cupido” que reunía, en cita a ciegas, a dos personas que, quizás, podrían formar pareja. Luego, se ha destacado por integrar el panel de “Intratables” y “Zapping”. Desde 2013 conduce “No se puede vivir del amor”, ciclo de diversidad sexual en Radio Ciudad. Casado con el periodista Tomás Balmaceda, Franco, a sus 39 años, apunta a saldar cuentas con el pasado. Y a animarse a hablar. Mientras lo intenta, no deja de hacer aquellas cosas que proporcionan placer: por ejemplo, leer, que no le da sueño sino que se lo quita.

fuente http://www.clarin.com/sociedad/Mundos_intimos-Abuso_infantil-Franco_Torchia_0_1408659268.html

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Silencios que duelen
Por (reenvio) Daniel Ulanovsky Sack - Wednesday, Aug. 12, 2015 at 2:55 AM

8-8-2015

Leer el relato de Franco erosiona. Como si las capas de la piel se tornaran más delgadas y el dolor y la bronca se compartieran. Pasaría ante cualquier historia de abuso pero en la suya, la de un varón no clásico –como él lo dice–, se suma una cierta sensación no dicha de que “el chico era distinto y que entonces por algo habrá sido”.

Esa imagen –intuyo– es la que estaba detrás de aquellos hombres del vestuario que en algún momento pusieron freno al abusador pero que no generaron ninguna alerta institucional para que no se repitiera. Dialogar con esa figura del “varón no clásico” también debe haber sido intrincado para la familia que apenas abordó el tema tangencialmente. En vez de acompañar y denunciar, todos se dedicaron a la parte más visible del iceberg y a no pensar en las secuelas que permanecerían.

Hay, en otro sentido, un análisis que realiza el autor y que no termino de compartir. Dice que la primera violencia de género que sufrió no fueron las agresiones sino el hecho de catalogarlo como varón en el acta de nacimiento. Dice que nunca se sintió varón pero mucho menos mujer y que la subjetividad de cada uno no se reduce a dos opciones. Lo binario no alcanza, lo comprendo. Pero si en la partida no hubiera figurado la casilla varón/mujer, no sé si algo habría cambiado. Los genitales no se extinguen por no mencionarlos. Sí, en cambio habría que trabajar por una sociedad que catalogue menos. A lo mejor es varón pero no le gusta jugar a los autitos. ¿Y qué?

De una u otra manera, apropiarse de la palabra es una lógica de sanación. Los silencios no permiten que lo vivido se empiece a procesar desde una experiencia adulta: quedan el dolor y la vergüenza infantil embalsamados. Para eso es necesario no callar: para quebrar el conjuro y para que cada uno en su espacio, en su comunidad tenga los ojos alerta. Los abusos no suceden lejos.

fuente http://www.clarin.com/sociedad/Mundos_intimos-abuso-columna_Ulanovsky_0_1408659267.html

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