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Miedo. Sobre la ocupación israelí
Por Joan Cañete Bayle - Sunday, Nov. 01, 2015 at 3:59 PM
@jcbayle

21/10/2015 / En el YMCA de Jerusalén Oeste una placa dice: “Este es un lugar cuya atmósfera es paz, donde las rencillas políticas y religiosas pueden ser olvidadas y la unidad internacional fomentada y desarrollada”.

Son palabras de Edmund Allenby, mariscal británico, uno de los muchos militares que pueden decir en su biografía que “tomaron Jerusalén”, alto comisionado (gobernante) de Egipto y uno de los responsables militares de la caída del imperio Otomano. Hazañas (imperiales, por tanto colonialistas) por las cuales se le recuerda con el dudoso honor de bautizar el puente fronterizo entre Israel y Jordania (del lado israelí, puesto que del lado jordano el puente se llama Rey Hussein).

Tomando si no los actos de Lord Allenby, sí sus palabras, el YMCA es un oasis no diría tanto de convivencia como de buen rollo en Jerusalén. Cuenta con una de las terrazas más hermosas de la ciudad (a mi juicio sólo competía con ella la de la Cinemateca hasta que, ay, Israel levantó el muro en Jerusalén Este y arruinó la vista, además de las vidas de miles de personas), una guardería a la que acuden niños de todos los credos y una hermosa y decadente piscina de 17 metros de longitud. Allí, los viernes, sábados y domingos a partir de las seis de la tarde, Ibrahim Tawil enseña a nadar a niños y niñas palestinos. Ibrahim regenta una copistería en Jerusalén Este, y fue en gran medida el responsable de una de las mayores hazañas del deporte palestino: en el 2008, dos de los nadadores a los cuales entrenaba participaron en los Juegos Olímpicos de Pekín. Su historia, cómo un chico y una chica lograron nadar en los JJOO pese a que no hay en los territorios ocupados una sola piscina olímpica, es un gran ejemplo de cómo funciona la ocupación y de cómo vivir el día a día es una forma de resistencia para los palestinos. La nadadora, Zakiya Nassar, compitió pese a que Israel le prohibió nadar en Nazaret. El nadador, Hamza Abdu, entrenó bajo las órdenes de Ibrahim en la piscina de 17 metros del YMCA, la única que podía permitirse pagar la ANP.

Ahora, decía, en esa piscina niños y niñas palestinos aprenden a nadar bajo la supervisión de Ibrahim y alguno de sus hijos los fines de semana en los horarios que han dejado libres las clases para niños israelíes y los huéspedes del hotel. El ambiente en las horas de clase es ruidoso y alegre, los niños gritan, las mujeres con hiyab se mezclan con los instructores en bañador –alguno de luenga barba– y en una cancha cercana los hermanos a los que no les gusta nadar juegan a fútbol o a baloncesto. Ese es el ambiente habitual. Sin embargo, desde que empezó esta “espiral de violencia”, esta “Intifada de los cuchillos”, esta “revuelta 2.0” ha bajado de forma apreciable la asistencia a las clases de natación de Ibrahim. Muchas familias palestinas tienen miedo de desplazarse al Oeste. Lo mismo sucede en la Ciudad Vieja, donde es posible andar en silencio en callejuelas tan sólo frecuentadas por algún que otro turista y policías. Sí, aunque pueda sonar sorprendente, los palestinos también tienen miedo.

La ocupación israelí priva a los palestinos de tierra, recursos naturales, agua, un Estado, derechos, libertad, capacidad de movimiento, patrimonio, casas, hay quien dice que dignidad, sin duda un futuro. A veces quieren quitarles identidad (“no son palestinos, son árabes”), su historia y hasta su gastronomía (el hummus, ese plato árabe que se vende en algunas guías como gastronomía israelí). Muchos han perdido su salud, la física y la mental, y la vida, ya sea literalmente, ya sea en las cárceles a las que pueden ser condenados hasta a diez años adolescentes por tirar piedras (quemar un bebé, si eres colono, está castigado con seis meses). Y otra cosa que la ocupación les ha quitado es el derecho a tener miedo.

Según el discurso oficial, los palestinos pueden sentirse humillados, indignados, airados y cabreados. Pueden haber caído en el nihilismo y en el antisemitismo, odiar a los israelíes y menospreciar a sus mayores y a sus políticos. Pueden sentirse desesperados y haber abrazado el fanatismo religioso. Cualquier cosa menos tener miedo. Eso es patrimonio exclusivo de los israelíes, que son los que acuden a clases de autodefensa para repeler a sus agresores, que son los que temen pisar la calle, que son los que van armados para evitar perder sus vidas. Un palestino ataca, un israelí se defiende, ese es el discurso generalizado, esa es la historia que cuentan las fotos y los titulares, eso es lo que se esconde tras las sonrisas de los equidistantes, tras tanta “espiral de violencia”, tanto “temor en las calles de Jerusalén”, tanta “rebelión de los jóvenes de Oslo”. Para los israelíes, el miedo; para los palestinos, la rabia. Como mucho, el miedo al futuro.

Pero claro, la realidad es otra. Quienes mueren en estas “espirales de violencia” son mayoritariamente palestinos. A quien se está disparando antes de preguntar es a palestinos. A quienes se bombardea con caza y drones son palestinos. A quienes están deteniendo a sus hijos adolescentes es a padres palestinos. A quienes asaltan fuerzas de élite en mitad de la noche para llevarse al padre y al hijo mayor es a palestinos. A quienes buscan turbas de colonos para linchar al grito de “muerte a los árabes” son palestinos. A quienes estadísticamente matan mucho más, por mucho que la mayoría de titulares digan que “mueren cuando iban a/después de” son palestinos. Sí, también hay civiles israelíes que mueren apuñalados y atropellados de forma arbitraria, y la sociedad a la cual pertenecen tiene derecho a tener miedo. El problema es que a los que mueren más y sufren todo el peso de la ocupación no se les reconoce algo tan sencillo como el derecho a tener miedo porque eso sería considerarlos personas. Eso llevaría a hablar de la violencia que sufren los israelíes y de la gama de violencia que sufren los palestinos. Eso llevaría a hablar de la madre del asunto, que es la ocupación. Eso llevaría a hablar de que si esto fuera una Intifada y hubiera que bautizarla de alguna forma, sería la Intifada del Odio, y que en este asunto de odiar al otro los palestinos tampoco pueden competir con los israelíes.

Por eso, personas como las que cada fin de semana ven como sus hijos aprenden a nadar en la piscina del YMCA bajo la mirada de Ibrahim tienen miedo. Mucho miedo. Espero que pronto regresen.Quién sabe, quizá alguno de ellos acabará yendo a unos Juegos Olímpicos. Porque lo que aún no les ha robado la ocupación es el derecho a soñar, aunque sea detrás del muro.

PD: Uno de los mejores titulares que nos ha deparado estos días de violencia: “Un palestino muere después de asaltar con un cuchillo a un civil en Hebrón y que este lo abatiera a tiros”. En otras partes del mundo se les llamaría milicianos o paramilitares, nunca civiles.

fuente https://decimaavenida.wordpress.com/2015/10/21/miedo/

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