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En la ciudad del gran río, los qom no toman agua
Por Brújula Comunicación - Monday, Nov. 16, 2015 at 7:06 PM

Escrito por Fabián Chiaramello

En la ciudad del gra...
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La siguiente crónica recoge voces e historias de un pueblo que llegó a Rosario buscando un nuevo futuro, pero se encontró con la discriminación, el abandono y la desidia estatal. El "Barrio Toba" de Roullión al 4300 es uno de los espacios de la ciudad donde más explícita aparece la desigualdad social y la injusticia sufrida por cientos de familias.

“En algún momento capaz que me voy, de acá a cinco años, pero me quiero ir”, dice Ruperta Pérez, que vive hace tres décadas en Rosario. La nostalgia atraviesa de punta a punta su cuerpo. Es que extraña su familia, la vida tranquila, el monte y los animales... La vida misma.

El pueblo qom comenzó a asentarse en la ciudad a mediados de la década del '60. Las sucesivas migraciones fueron obligando a que grupos de indígenas comiencen a ocupar un territorio, específicamente en Empalme Graneros -en el espacio conocido como “Barrio Toba” de Travesía y Juan José Paso-, zona noroeste de Rosario. La condición de trabajadores golondrinas no permitió por esos años calcular con exactitud la cantidad de habitantes de la zona que llegaban, principalmente, de la provincia de Chaco.

Las familias que habitaban el barrio fueron haciéndose cada vez más numerosas, tratando de sobrevivir vendiendo artesanías, cirujeando y haciendo alguna que otra changa. Sin embargo, la ciudad los descubrió recién a mediados de los ochenta. Durante los años 1984 y 1985, por desbordes del arroyo Ludueña, se produjeron una serie de inundaciones que afectaron a las familias qom y al resto de la población de las villas de la zona.

Este hecho logró quitar el manto de invisibilidad que cubría las condiciones inhumanas de vida de decenas de familias; pero trajo otras consecuencias para la comunidad: el racismo y la discriminación hacia los originarios se profundizó. Según relata uno de los capítulos del libro “Los aborígenes Qom en Rosario”, de la Doctora en Humanidades y Artes, Margot Bigot, luego de las tragedias hídricas, se conformó un movimiento llamado Nu.Ma.In (Nunca más inundaciones). Del grupo participaban varios sectores del barrio; desde ahí no dudaron en señalar a los culpables de la inundación: los qom. Según esta organización, las familias estaban asentadas en áreas donde se debían realizar obras de canalización. El ensañamiento contra los originarios fue tal que, a mediados de 1986, aparecieron nefastas pintadas en las zonas cercanas: “Haga patria, mate un toba”, escribían en las paredes. “Por qué erradicar a la comunidad toba”, se titulaban los carteles firmados por Nu.Ma.In y repartidos en la zona. Según el trabajo de la investigadora, la discriminación alcanzó a las escuelas, llegando incluso a negar la inscripción a niños qom por presiones de padres de alumnos “no indígenas”.

A partir de la hostil situación, sumada al hacinamiento y a la falta de infraestructura, el Servicio Público de la Vivienda (SPV) de la Municipalidad de Rosario comenzó en 1987 un proyecto de relocalización. Recién en 1991 se terminaron unas 90 viviendas del “Barrio Toba” de Roullión al 4300, en la zona oeste de la ciudad, y se asentaron las primeras familias. Desde ese día, el barrio no paró de crecer.


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Ruperta Pérez nació y se crió en El Impenetrable, en el paraje Miraflores, perteneciente al departamento General Güemes de la provincia de Chaco. “Hice la primaria ahí, con mucho esfuerzo, porque nosotros éramos chicos y teníamos que salir a trabajar en la cosecha de algodón”, relata, siempre con una sonrisa en su rostro, sentada bajo un árbol, refugiándose de un fuerte sol de septiembre. Los pájaros acompañan su pausada y serena voz.

Ruperta llegó a Rosario a través de parientes, en 1985. Vivió en Empalme Graneros hasta que fue relocalizada junto a las primeras familias en 1991. “Me costó mucho adaptarme -recordó-. Allá tenía otro ritmo de vida y de trabajo, porque nos dedicábamos a las artesanías, a la recolección, la cría de animales, hacíamos de todo... Y nos encontramos acá con que hay que prepararse para obtener un trabajo”.

A pesar de todo lo que significó el cambio en su vida y el desarraigo, Ruperta fue convirtiéndose de a poco en una referente del barrio. Ya en las primeras reuniones, su alfabetización le permitió realizar las actas, escribir y hacer gestiones de todo tipo. En 1999 fue elegida autoridad de la comunidad qom de Roullión, donde le siguen renovando la confianza para representarlos en la Organización de Comunidades Aborígenes de Santa Fe (Ocastafé) hasta el día de hoy.

Ruperta es una gran defensora y promotora del qomlaqtaq, la lengua de su pueblo. Junto a las demás familias que llegaban a la ciudad, provenientes de distintas regiones del Chaco, y con las que compartían el idioma, surgió la inquietud por el tema: “Fuimos notando que los chicos, hasta mis hijos que nacieron acá, no hablaban nuestra lengua... Por la facilidad digo yo, porque el qomlaqtaq es un poco difícil. Yo lo hablo con mis hijos, pero otra gente no lo habla porque prefiere que sus hijos hablen mejor el español, porque estamos en una ciudad y quieren que consigan trabajo”.

Desde 2004 da charlas para los jóvenes y enseña la lengua qom en el Centro Cultural El Obrador, en el barrio. A sus clases asisten miembros de la comunidad, médicos y hasta Testigos de Jehová. “En la asamblea hablo todo en qomlaqtaq -cuenta Ruperta-, y lo que veo es que cuando la comunidad escucha eso es como que hay una nostalgia... Igual que en las artesanías o cuando ve una planta, un algarrobo; algo que trae nostalgia, como que cura el alma, sana”. El idioma es un arma fuerte para resistir y salvaguardar la cultura.

La organización de los Pueblos Originarios en Santa Fe tiene larga data. Ya a principios de la década del 80, los qom y moqoit (mocovíes) comenzaban a reunirse e iban gestando un espacio para luchar por sus derechos: exigían un territorios, salud, escuelas bilingües. Ruperta Pérez es parte de la generación que continuó esa lucha y mantiene vigente los reclamos. Vigencia que se da por la ausencia de respuestas y soluciones a los conflictos y necesidades que se presentan en el barrio.


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La autodenominación “qom” significa, según la propia lengua, “gente”. Sin embargo, aún hoy se los sigue identificando como “tobas”, que proviene del guaraní y cuyo significado es “frente ancha”. Esta denominación se explica por la forma en que los miembros de esta etnia se depilaban el cabello; además fue usada de modo peyorativo.

El pueblo qom habitó originariamente la región del Chaco Central. Estos grupos cazadores recolectores se encontraban, principalmente, en la región de lo que actualmente son las provincias de Chaco, Formosa, Salta y parte de Santiago del Estero. La destrucción de los modos de vida, el quiebre de organizaciones económicas y de subsistencia, obligaron a las familias a realizar trabajos en condiciones de explotación, como en la recolección de algodón. A partir de la introducción de nuevas tecnologías para el modelo productivo, las circunstancias de vida fueron siendo año a año más complicadas. Se dieron grandes migraciones hacia urbes dentro de las propias provincias y hacia ciudades como Rosario, Santa Fe, Córdoba y Buenos Aires. Los asentamientos fueron atrayendo progresivamente a más y más familias, a partir de los lazos de solidaridad construidos por el parentesco.

Mientras se gestaba la explosión del neoliberalismo, con un aumento a pasos agigantados de pobres e indigentes, fue creciendo el número de indígenas caídos en esa cuenta. Demás está aclarar que han sido los más excluidos de la historia, los que sufren la pauperización extrema y las condiciones de vida más indignas. En este contexto, comunidades enteras se trasladaron a las urbes para cambiar su presente. Claro que nada de eso pasó. La situación en muchos casos fue peor, ya que la ciudad los invisibilizó y excluyó aún más, limitando sus posibilidades de trabajo y subsistencia.


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“Además que nos dejaron sin trabajo, dejaron muchos campos muertos”, reflexiona sentida Ruperta. Los vecinos pasan y la saludan, ella devuelve el gesto con mucho entusiasmo. Es que en el barrio pareciera que todos la conocen. Los motivos de las migraciones fueron varios, pero todos giraron en torno a una misma cuestión: la situación social, económica y política de cada época.

El proyecto de asentarse en una ciudad nació en Ruperta luego de la primavera democrática. Habían pasado las muertes y desapariciones de la Dictadura y los qom de edad más corta se encontraban en una situación muy complicada: “Cuando llegó la democracia, los jóvenes empezamos a salir, porque tampoco teníamos trabajo. Con la tecnología, con las cosechadoras que trabajan mil hectáreas por noche, nuestra mano de obra ya no servía... Ni siquiera para carpir, porque ya había un líquido matayuyos”. También reconoció en el desmonte una de las principales causas de las migraciones y por lo que los pueblos indígenas sufren aún hoy: “Por ejemplo en Salta no hay chaguar, lo que conocemos y usamos para nuestras artesanías o para hacer sogas para atar los caballos o sacar agua; los aviones no dejaron nada. Aborígenes y no aborígenes quedamos sin trabajo”.

Nacida y criada en el monte, tiene un pedacito de él en el alma, lo siente, lo llora... La actualidad sigue siendo tan cruel que no puede evadir la tristeza. “Algún día quisiera que vayas y veas -interpela Ruperta-; sacan camiones y camiones, no sé cómo hacen. Cuando voy y veo eso me hace mal, me produce rechazo”. Se lamenta que la Ley de Bosques no haya servido para nada: el desmonte continúa arrasando y arrasando. Un reciente informe presentado por la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO, por su sigla en inglés) ubica al país en el noveno lugar en un ranking de los países que más deforestan en el mundo: cada año se pierden alrededor de 300 mil hectáreas de los vitales bosques, lo que equivale al 1% del total.

Esta situación tiene que ver con lo que relataba Ruperta. La profundización de un modelo basado en el agronegocio fue expandiendo cada vez más la frontera agropecuaria, arrasando monte y todo lo que había en su camino; es decir, destruyendo comunidades enteras, expulsando directa e indirectamente a los indígenas de sus tierras. La referente no puede entender esta realidad en su provincia sin complicidad de funcionarios políticos y el propio gobernador.

“En los ochenta ya había desmontes; en Machagai y Quitilipi ya no hay monte ni animales, ahora es pampa, no pudieron defenderlo”, se lamenta, y aclara: “El único monte que queda es pasando Castelli, pero eso fue por la resistencia de los aborígenes. Pero muchos murieron por la resistencia”. Ruperta apura en aclarar que la zona donde está asentada su familia, donde se crió, está exenta de esta situación. Lo hace como con miedo, con temor a que esa fortuna cambie. Sus padres son de los que resistieron y hoy habitan en una zona que es parte de una reserva de unas diez mil hectáreas, que no son tocadas por el desmonte. En cada uno de sus viajes puede ver como salen “camiones y camiones” cargados con rollizos (madera). “Ahora ya como que no queda nada”, dice afligida.

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Ya es casi el mediodía, el barrio está tranquilo, el sol pega fuerte y los changos andan con la gomera por la plazoleta. El resto de la comunidad hace unas compras y se van guardando en las casas. Camino hacia la Escuela Nº 1333, la única institución educativa bilingüe.“Nueva Esperanza” se llama el colegio de nivel primario y jardín. Los alumnos van formando filas para ingresar a las aulas, en el centro del patio flamean una bandera argentina y una wiphala, cada una en su mástil. Hace apenas minutos que la mayoría de ellos pasaron por el comedor que alimenta a unos 500 chicos y chicas de la etnia qom.

“Los días que no hay comedor, si no van al centro, no comen”, dice con conocimiento de causa Herminia, una de las trabajadoras de la escuelita levantada en pleno corazón del barrio qom. Los feriados o los días que el comedor permanece cerrado por diferentes razones, los pibitos y pibitas no tienen nada para alimentarse. Ahí nomás, a minutos del centro de la ciudad, ahí donde se dirigen para hacer unas monedas y pedir algo de comer. Algunos pocos venden artesanías. A otros se los puede ver pasear por Avenida Pellegrini o cerca de la Plaza Pringles, según la hora y el día, con una bolsita de poxi o una botella de nafta. Son apenas unos gurises, y ahí andan, abandonados, a la deriva, evadiendo la indiferencia, invisibles para el resto de la sociedad que tolera que haya niños aspirando combustible o pegamento. Quemándose la corta vida.

En el barrio coinciden en que hay cada vez más droga y son cada vez más niños los que la consumen. El panorama es desolador. La Nueva Esperanza no es suficiente.

Los niños con la gomera son, quizás, de los pocos que aún no cayeron en esa otra trampa del genocidio invisible, la más cruel de todas, la que les quema la vida. Todavía ríen y cazan pajaritos. Ahí andan, pero son unos pocos. Ese puñado de changuitos está protegido no por la providencia divina, sino por el trabajo, la militancia y la lucha de organizaciones, trabajadores sociales y un grupo de vecinos que aún se siguen organizando e intentan dar vuelta una situación cada día más jodida, más cruel e inhumana.

Es que la vida en el barrio es dura, y está cada día más difícil. Las condiciones de hacinamiento en las que se encuentran las familias, en muchos casos compartiendo entre casi una decena de personas una sóla vivienda, se hacen insostenibles. Ni hablar de la falta de opciones para trabajar o subsistir, la falta de infraestructura y el abondono por parte del Estado.

Se van a cumplir 25 años de la relocalización de las familias qom y aún no se concretaron promesas básicas. El barrio, cada día más grande, no cuenta con los servicios más básicos para una vida digna: agua potable de red, gas, cloacas, salud y educación eficientes, pavimento, transporte público. Incluso los títulos de propiedad territorial fueron negados a la comunidad.

Uno de los recursos elementales para la vida es un drama en el barrio. Los vecinos se abastecen con cubetas y bidones del agua que acerca diariamente el personal de Aguas Santafesinas. Con la llegada del calor del verano la situación se hace cada vez más insoportable y hasta se generan conflictos entre los vecinos, porque la carga no alcanza. Hacia finales de 2014, el gobierno provincial anunció con bombos y platillos la concreción de las obras de una nueva planta potabilizadora para la barriada, ubicada en Roullión y Maradona. La realidad lejos de la propaganda estatal es otra: la planta funciona sólo en un horario restringido y el agua no es apta para consumo humano.

Los vecinos coinciden en el veredicto: el agua no sirve ni para lavar la ropa. Sale marrón o con mucho cloro, a veces las dos cosas juntas. “Se usa para limpiar el baño o baldear. Para cocinar o tomar mate sacamos cuando vienen los camiones”, explica Ruperta. Según la referente, ante los reclamos, la respuesta desde la empresa era que a partir de octubre el servicio se iba a “regularizar”. Ya se fue otro mes, con la promesa incumplida. Eso no es todo: ante el reiterado pedido de los vecinos, organizados en una asamblea, y respaldados por médicos y trabajadores del centro de salud, Gustavo Sader -director del Centro Municipal de Distrito Oeste- negó que el agua presente esos problemas. El funcionario rechazó el reclamo frente a los propios afectados. Mientras, puertas adentro, los trabajadores de las instituciones toman agua de dispenser.

La bronca y la indignación se hace todavía más grande cuando se toma conciencia del panorama: apenas a unas cuadras, el servicio de agua es normal. Ahí está la discriminación y la indiferencia explícita. Durante el verano pasado el reclamo se hizo más fuerte, incluso se realizó una toma simbólica de uno de los centros de salud por esta problemática.

“Estamos hasta las manos”, expresa con desazón un trabajador del Centro de Salud "Bº Toba". La realidad está a la vista: faltan profesionales de distintas ramas de la salud, no cuenta con agentes sanitarios, y la atención se encuentra saturada en todo momento. A eso se le agrega la falta de insumos, llegando a casos extremos de no contar con gasas. Hay que tener en cuenta que en la comunidad tienen que lidiar con muchas enfermedades, incluso algunas que perviven y que el resto de la sociedad cree casi erradicadas. Trabajar en ese contexto, poder brindar una atención digna es imposible en esas condiciones. Apenas dos centros de salud, uno municipal y otro provincial, en similares condiciones, para alrededor de 30 mil personas, en una zona que no para de crecer. Además, el centro municipal abarca al barrio 23 de Febrero, Loteo Consiglio, Loteo Saranitti, Sector 6, 7 y 8, barrio Gendarmería y los asentamientos Villa Cariñito, La Amistad, La Tacuarita, La Cava , El Sol, La Villita, entre otros. Sólo el barrio qom está compuesto por más de seis mil habitantes.

Frente al Centro de Salud, sobre la calle Tareguec, media decena de niños y niñas dibujan y pintan al sol. Participan de una de las actividades que proponen trabajadores de la salud y del Centro Cultural El Obrador, ubicado a unas tres cuadras. Generan un quiebre dentro de un paisaje monocromático, lleno de gris, y bastante desolador. Los changos colorean al sol, imaginan, dejan salir al menos por un rato otros aires y otras luces. Los chicos, cada tanto, forman parte de alguna muraleada. Ahí nomás, donde las nenas y nenes ahora están pintando se erigía un hermoso mural, realizado por artistas y vecinos, principalmente los más chiquitos. En el marco de la campaña política pasada, un grupo de militantes (¿será acertado definirlos así?) taparon con blanco la pintada colectiva. Ellos también son una muestra de la indiferencia hacia el pueblo qom.

Los changos ya están empezando a pintar otro mural, acompañando a un artista. Llenando de color y cultura, nuevamente, una pizca del barrio, hambriento de luminosidad.

Un capítulo aparte merecen los adolescentes qom. Sin posibilidades de trabajar, con pocas opciones de parte del Estado para incluirlos y presentarles alternativas y con una sociedad que los discrimina, muchos caen en la droga y el alcohol. Es difícil ser joven, pobre y qom. Las opciones son pocas y ahí es cuando se presenta una de las más terribles: caer en la red de algún narco. Los pibes matan el tiempo juntándose en alguna esquina, fumando, escuchando música. Algunos entran y salen en moto. Se puede ver y sentir el estancamiento, la falta de intereses, actividades y, por supuesto, la falta de propuestas para paliar la crítica situación por la que un joven del barrio, que vive en esas condiciones, continúa excluido en el ámbito laboral.

Formas de marginar y discriminar hay muchas, y en Roullión las conocen a todas. Porque las padecen a todas. El transporte urbano es otra muestra del desprecio hacia la comunidad. La única línea que llega a la barriada, la 110, apenas da una vuelta a la plaza (o lo que queda de ella) y deja de pasar a las 20. A partir de esa hora quedan aislados; en caso de que exista alguna urgencia, y si tienen suerte, pueden conseguir trasladarse en un remis trucho. Sin el colectivo, una barriada popular no va a ningún lado. Muchos trabajadores se dirigen a sus tareas caminando o en bici. Eso hacía hace unas semanas Claudio López cuando lo asesinaron mientras caminaba a realizar su labor en una empresa que lo había contratado y lo explotaba por 17 pesos la hora.

En la zona hay cada vez más asentamientos, el barrio se agranda por todos sus costados. Llega mucha gente de otras zonas, pero ya no del pueblo qom. Esta región de la ciudad es en partes inhabitable, por las problemáticas relatadas más arriba y otras; sin embargo las familias siguen llegando. Una de las explicaciones es que es uno de los pocos lugares periféricos de Rosario donde queda algo de espacio.

Según Ruper -así le dice la mayoría cuando la saludan-, hace unos cinco años que no hay migraciones internas, porque se empezaron a “regularizar” esas situaciones. “Porque hay gente que tiene su vivienda allá y viene para acá, donde hay necesidades. Eso se fue entendiendo, por eso no hay tanta migraciones; muchos vienen a pasear”, explicó. Una medida tomada por la comunidad para frenar el crecimiento y, también, para evitar la profundización de las problemáticas. De igual manera, la práctica de estas “visitas” es muy común en la comunidad qom.


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El barrio está más populoso, más duro, más difícil. Del otro lado hay un Estado sordo, que lo ignora. La mayor parte de los reclamos tienen más de dos décadas de vigencia, desde que se relocalizó a las primeras familias, allá por 1991. Los qom van perdiendo sus lazos culturales, su organización. Por supuesto que todavía existen miembros de la comunidad, como Ruperta, que luchan para revertir esa situación. Incluso los jóvenes están organizados en el grupo Qompi, formándose como referentes. También están los dos Centros de Convivencia Barrial y el Centro Cultural El Obrador que, además de promover la cultura, integrar a niños y niñas, ofrece varios talleres abiertos.

Hace unos meses que vecinos, trabajadores de la escuela Fontanarrosa y de la 1333, los Centros de Salud Libertad, Che Guevara, Nº 13, Bº Toba y dos Centros de Convivencia Barrial, 23 de Febrero y El Obrador, se organizaron y conformaron una Multisectorial para visibilizar y reclamar todos juntos por las faltas de obras en el barrio. En septiembre realizaron la primera manifestación.

Un capítulo aparte merecen los medios locales. Parecen ignorar todo tipo de reclamo, necesidad y situación que se vive dentro de la barriada. Es un desafío indagar cuál es el núcleo de tal invisibilización, por qué tanta discriminación e indiferencia con una comunidad que sufre tantas injusticias.


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“Mirá, estos son mis papás”, dice Ruperta con orgullo, mientras muestra a dos viejitos parados frente a su hogar. Ceba un mate y pasa la siguiente foto de su celular. Su rostro se ilumina y se le dibuja una enorme sonrisa: la imagen devuelve el monte que rodea la casa de su familia. “Tengo que subirlas al Facebook”, dice mientras busca la siguiente fotografía: “Estos son los animales de mi papá”. En el aparato electrónico se ven decenas de cabras corriendo en el enorme patio, que es nada más ni nada menos que el monte mismo.

Sus padres todavía viven en El Impenetrable chaqueño, esa es una de las razones por la que viaja seguido: “Tengo a mi papá que va a cumplir 87 años y mi mamá 83; son visitas de dos días compartiendo con familiares”.

Ruper sufrió dos veces el desarraigo: cuando tuvo que dejar el monte y la vida tranquila y luego, ya en la ciudad, cuando fue separada la comunidad qom para relocalizar esa otra parte. “Entiendo a la gente que se va a Europa o a otros países”, dice, y marca la diferencia: “El pueblo qom se iba asentando porque conocía todo el territorio, tenía el GPS acá -señala su cabeza-, y nunca agotaba los recursos para poder vivir”.

Pasaron treinta años y Ruperta Pérez quiere volver al monte. La nostalgia se le nota a lo lejos, cuando habla de su vida, cuando recuerda el monte. También cuando sufre por las condiciones que llevaron a perder gran parte de la vida de su pueblo. Ruperta resiste porque vive en ella la convicción de rescatar y recuperar la cultura qom y luchar por una vida digna, por el respeto de sus derechos.


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“Esto es un exterminio en vida”, dice Valentina, una de las trabajadoras de El Obrador. En sus ojos se nota la tristeza, algo de resignación y mucha, pero mucha rabia. Es que todas las semanas va al barrio y siente la insoportable injusticia, el doloroso abandono y la nefasta indiferencia.

Las palabras no son exageradas, la vida en el barrio qom de Roullión al 4300 comprende un capítulo más del genocidio invisible que se repite a lo largo y a lo ancho de todo el país contra los Pueblos Originarios. Son esos “nadies” de los que hablaba Galeano, los bastardeados de hace siglos, el último eslabón de la cadena de marginalización y pobreza. Expulsados de sus tierras desde hace siglos, viviendo en los márgenes de las ciudades y sobreviviendo como sea. Son invisibles. De entre los pobres, los más pobres.

Charlando con vecinos, trabajadores y observando nomás, uno puede entender qué es lo que pasa en el sudoeste rosarino. Cientos de familias condenadas a vivir en la pobreza, marginadas por el Estado e invisibilizadas por los medios y la sociedad. En la televisión, los diarios, por la web... Nada. Ni un minuto de aire, ni una línea, nada. Cada tanto, aparece en alguna página policial, en las crónicas cada vez más negras de una ciudad cada día más violenta y desigual.

En la ciudad del gran río, los qom no tienen ni agua corriente. Ni cloacas. El agua está servida, en las cunetas y en la calle... Y a veces hasta atraviesa la puerta de los hogares. El centro de salud no da abasto, está colapsado, falta personal y no cuenta con insumos básicos. Los jóvenes tienen poco y nada para hacer. ¿Quién les va a dar trabajo si encima de pobres son indios? Y ahí andan, matando el tiempo. Algunos con faso, otros con merca, poxi o nafta. Hay de todo. Son cada vez más pibitos cuando entran en la droga... Los que tienen suerte -que acá funciona como eufemismo, es evidente que la fortuna no ha pasado ni cerca de las criaturas-, rescatan unas monedas o algo para comer en el centro, a minutos del barrio, ahí donde ya son tan invisibles que sienten el desprecio y las miradas desconfiadas en el centro de su pecho. Cada tanto caen en alguna de las razzias que llevan adelante las fuerzas policiales, humillados en público y criminalizados sólo por ser pobres.

Se va cumpliendo ese deseo que unos vecinos indignados y racistas plasmaron en las paredes: “Haga patria, mate un toba”. Pero la muerte no la da una bala. Tampoco tiene prensa. Esta muerte es más segura y eficaz, mata de a miles y deja poco rastro. Es la muerte invisible.

En la foto: el exterior de la Escuela Nº 1333.

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