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Gilda, corazón valiente
Por Mariel Martínez - Notas.org.ar - Wednesday, Sep. 07, 2016 at 12:33 PM

6 de septiembre de 2016 | Afirmar que el ambiente de la cumbia era o es un mundo dominado casi exclusivamente por hombres es no hacerle justicia a otros mundos. No es la cumbia. También el mundo del rock, de la política, de la escritura, de la guerra, incluso el mundo del crimen, son territorios en donde ser hombre es en principio una condición necesaria para pertenecer primero y destacarse después.

Gilda, corazón valie...
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El patriarcado no reina exclusivamente en el territorio tropical. Tampoco el universo de la violencia, ni de las mafias, ni de los consumos. Con diferentes formatos estos males permanentes del capitalismo se presentan en cada una de las esferas y clases sociales  Pero para la tele, los ojos del sistema, es más fácil subrayar que estas miserias circulan en donde circula la pobreza. En donde viven los pobres. Y al menos desde los ’90, a los pobres nos gusta la cumbia.

Por eso quizás es que en un análisis que prescinda del mito, de los milagros, y de todo aquello que no pueda racionalizarse, no hay cómo no recontar obviedades: Miriam Bianchi, más conocida como Gilda, se abrió paso en un mundo dominado por hombres. Hombres que manejaban el poder y los contratos; hombres de pelo largo y bronceado perfecto que se subían al escenario coreando canciones fáciles; hombres que exigían que si la que subía al escenario era mujer, abundara en tetas y caderas. Ser una mujer menuda, joven, madre, de profesión maestra y de voz melodiosa, no representaba precisamente una llave de apertura al mundo de la bailanta de los años ’90. Años en que el  país entero, incluidos los sitios de esparcimiento, se ponía áspero porque se ponía pobre e injusto.

La biografía de Gilda es harto conocida en certezas y discusiones. Nació en 1961, en el seno de una familia clase media de Villa Devoto. Fue maestra jardinera. “Paró la olla” cuando se murió su papá, siendo ella adolescente. Amó la música desde siempre. Se casó muy joven. También joven tuvo dos hijos. Se decidió a bucear en el mundo musical. Se separó, y aquí ya empieza el recorrido de lo que ya no se puede saber del todo (deseos, amores nuevos, sueños, frustraciones).

Una vez que Miriam se decidió a ser Gilda, las clases populares la acogieron pronto. El resto tuvo que esperar que se muriera. En su último reportaje Gilda habló de su gira exitosa por Bolivia y Perú: “La movida de la cumbia en el norte no es tan sectorial a nivel social como quizás es acá. Tocamos en lugares para gente de ‘muy buen nivel’ y también tocamos en lugares populares para toda la gente”. La cumbia en la Argentina de los ’90 era signo de provinciano, de cabecita. Para ese público cantaba Gilda.

Hay un video que circula en internet, donde Gilda brilla cantando Corazón Herido en una penitenciaria. La fecha es incierta, aunque hay signos claros de que ocurrió en la primera mitad de los 90. Tampoco se indica cuál es la cárcel, aunque podría ser cualquiera de las de hombres de nuestro país. Gilda está enfundada en una minifalda celeste, y canta con la misma dedicación y energía con que lo hiciera para boliches llenos o estudios de televisión. Cuando algunos presos logran evadir el cordón del servicio penitenciario y subir al escenario, la cantante no se asusta. Los acomoda, los invita a bailar, les sonríe. Les sincroniza los pasos. Los transforma en sus bailarines. Los hace parte de su banda. Les corea fuerte: “Corazón herido, vuelve a empezar”.

El video puede ser uno más entre los no tan numerosos videos de Gilda en vivo. Pero el lugar y la forma en el que se sucede subrayan una verdad que otras artistas ya habían construido y que Gilda reactualiza en el mundo de la cumbia. Las mujeres podemos decir. No sólo ser el eco en los coros. Decir. No ser eternas bailarinas. Decir; más allá del volumen de nuestras curvas, más allá de todo el deseo de los otros. Decirles a los hombres que vuelvan a empezar, que amen despacito. Decirles a las mujeres que hay que hacerse valer, que la puerta no tiene que estar siempre abierta, que se puede amar y luego desamar, perder y olvidar. Que vale decir “fuiste”.

En sus cortos años de carrera musical y en sus aún más cortos años de éxito, cada noche, en cada show, varias mujeres le acercaban a sus hijos afiebrados para que Gilda les impusiera las manos. Otros tantos hombres le pedían trabajo. La cantante, que negaba sus supuestos poderes, no se negaba a la gente. Que si los milagros se convocan con manos y besos, bienvenida sea la fe.

Desde que el 7 de septiembre de 1996 Gilda fallece, junto a su madre, su hija y tres de sus músicos, en un accidente de auto en una ruta de Entre Ríos, el recuerdo de su vida y la presencia de su muerte se transformaron en un mito. Ya no son madres nerviosas o padres desocupados interpelándola entre tema y tema. Son todas las madres y todos los desocupados de los barrios, de los diferentes pueblos, que se acercan al sitio del accidente -trasformado en santuario- o al cementerio de la Chacharita en donde descansan sus restos humanos, para pedirle lo que siempre pedimos los pobres: salud y trabajo para sostener el amor.

Porque si hay algo que las clases populares saben, es en quién creer. Las equivocaciones casi siempre han durado poco. Veinte años hace que se viene creyendo en Gilda, la flaquita que se abrió paso en un mundo de hombres. La que le cantó, cómplice, a la mujer desengañada. La que trabajó consciente por un público “cabecita”. La milagrosa. La de la mejor canción.

@Mariel_mzc

Artículo publicado originalmente en el Cambio – periódico quincenal de la izquierda popular

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