Julio López
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Küme piwke, küme rakizuan, un buen corazón,un buen pensamiento
Por El Orejiverde - Wednesday, Apr. 19, 2017 at 4:11 PM

En este domingo de Pascua, un líder indígena brinda su testimonio atravesado por la experiencia de la religiosidad cristiana hasta su reencuentro con la espiritualidad originaria

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Mi familia tenía una fuerte impronta cristiana. Mi madre era católica apostólica romana, acostumbraba a ir cada tanto a misa y promovió mi bautismo, comunión y confirmación. Creía en el matrimonio para siempre y en la unidad de la familia.

Mi padre no contradecía esta postura de mi madre pero guardaba cierto rencor por la manera en que los sacerdotes lo habían tratado cuando era un niño en su Santa Fe natal. Siempre recuerdo su relato sobre cómo lo castigaban los curas haciéndolo arrodillarse sobre maíz siendo un niño y haciendo travesuras como tal y como él veía que a las señoras ricas de Santa Fe si bien las castigaban por sus pecados de adultos las hacían arrodillar sobre almohadoncitos, algunos de los cuales tenían su nombre.

Cuando tenía seis años mi madre me envió a la Asociación Cristiana de Jóvenes a la cual asistí durante muchos años y de la que tengo gratos recuerdos. Uno de ellos se relaciona con mi vida espiritual actual. Todos los veranos íbamos a Sierra de la Ventana, con el tiempo me entero que esas montañas eran sagradas para mi pueblo y a ellas iban a buscar valores, dones y conocimientos, eran espacios denominados Renu o Salamancas.

Hubo momentos en que mi fe cristiana fue puesta a prueba y uno de ellos sucedió en mi adolescencia donde accedo por medio de diversos textos al rol que la Iglesia católica había cumplido en la conquista de América. Fue para mí muy doloroso pero aún así me mantuve fiel a la que era mi fe pues yo creía que la religión cristiana era sinónimo de verdad, de amor y justicia. Con el tiempo tuve otras pruebas: las dictaduras militares, la teología de la liberación y el dolor de muchos hermanos indígenas cuando empecé a militar en ese espacio. Aún así seguí adelante.

Todo cambió en el año 1992 cuando la Iglesia católica decidió festejar los 500 años de la conquista de América, el monumento erigido en República Dominicana, la invitación del Papa a todos los presidentes del Continente y en especial una fuerte campaña de la Iglesia en contra de los argumentos esgrimidos por los indígenas y especialistas en el tema.

En ese año yo participaba dando muchas conferencias y planteando mis posturas hasta que un día me entero de una charla a cargo de un profesor de la Universidad del Salvador en el salón parroquial que se encuentra al lado de la Iglesia de San Miguel. En esos tiempos la misma estaba a cargo del Padre Barbich. Cuando llegué el escenario fue muy interesante pues muchos de los presentes eran conocidos ya que estaban siempre en las conferencias que yo daba, yo estaba acompañado de mi esposa Claudia a la que advertí que íbamos a escuchar, nada más. Y no a preguntar o cuestionar. Cuando nos sentamos, adelante y a nuestros costados no se sentó nadie a pesar de que había mucha gente y atrás nuestro se sentó el Padre Barbich y sus fieles más cercanos.

La conferencia fue terrible, le enseñaban a la gente cómo anular los argumentos en contra de la Conquista y para ello basaban su estrategia en teorías absolutas y en general erradas, planteaban que la mayoría de los indígenas eran antropófagos y caníbales, remarcaban el salvajismo y la locura de los sacrificios humanos de las grandes culturas americanas. Los número esgrimidos eran tan grandes que de ser ciertos no hubiera sido necesaria la conquista ya que en veinte años no habría indígenas, se habrían matado solos.

Mi esposa, que poco sabía sobre el tema, estaba indignada, enfurecida y yo le decía que nos mantuviéramos tranquilos ya que no todos los días podíamos escuchar los discursos de nuestros rivales con tanta libertad. Nos retiramos en silencio, abrumados por tantas falacias, por lo menos desde mi punto de vista.

Esa noche me costó mucho dormir. Estaba triste y decepcionado, la religión de la que yo había sido parte tantos años no era lo que yo pensaba. Los valores que había aprendido desde mi niñez fueron barridos en una tarde. Lo único que tenía claro que mi problema no era con Dios sino con su Iglesia y sus representantes en la Tierra.

Me levanté a la mañana, fui a la iglesia de San Miguel y me despedí del Dios cristiano. A partir de ese día no practiqué más esa religión y solo voy a la iglesia cuando mi madre me lo solicita o en alguna ocasión excepcional.

Durante un largo lapso de mi vida anduve por la vida huérfano de fe, hasta que el destino me llevó con mis hermanos a Neuquén y pude conocer mi cosmovisión ancestral. Hace ya diecisiete años que participo de Ceremonias junto a mis hermanos y que rijo mi vida con los valores propios de nuestra cultura: ser solidario, recíproco, comunitario, parte de la naturaleza, respetuosos de nuestros mayores, de la dualidad (nuestra compañía en la vida) y el educar a nuestros niños con amor, sin violencia verbal y mucho menos física.

Aprendí también a vivir sin rencor y sin odio a pesar de lo que hemos vivido y de lo que nos pasa actualmente. A vivir en equilibrio y en armonía, porque femngechi küme piwke, ngengen küme rakizuan: tenemos la certeza que solo un buen corazón nos puede dar buenos pensamientos.

Por Luis Eduardo Pincén

Fecha: 16/4/2017

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