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Indígenas en México se discriminan a sí mismos y se vuelven pobres urbanos
Por Crónica / México - Tuesday, Apr. 25, 2017 at 12:01 AM

Por ANTIMIO CRUZ, 24/04/2017.- Reportaje. Al menos cuatro millones de indígenas mexicanos ocultaron su origen étnico en el Censo Nacional de Población 2010 y falta calcular cuántos lo ocultaron en la Encuesta Intercensal 2015. Así lo concluyen estudios de estadística e investigación de campo hechos por Ecosur. Esto afecta “a la baja” los presupuestos de ayuda social.

Indígenas en México ...
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(Primera de tres partes)

"Yo no necesito nada del Gobierno; ni les pido nada. Yo nada más vengo a vender y luego me voy. No soy de aquí”.

Sentado frente a veinte canastos y tortilleros de palma tejida, don Roberto Tapia, indígena náhuatl originario de Tlamacazapa, Guerrero, espera compradores, sentado en un escalón de la tienda de pinturas Comex, frente al mercado de Portales, en la Ciudad de México.

“Vivo con unos paisanos, por allá”, dice señalando hacia el oriente de la Ciudad de México. “Pero yo soy de cerca de Taxco”, agrega, mientras acomoda sobre los canastos unas sonajas rojas, hechas de guaje. Parece nervioso. Es moreno, de piel algo colorada, y cubre su cabello canoso con una gorra deportiva que anuncia la marca alemana Adidas, en colores negro y verde limón fosforescente. Usa pantalón tipo Topeka, camisa de cuadros y botines negros, viejos.

Don Roberto se esfuerza por disimular su ascendencia indígena. Trata de que ese detalle no resalte en su apariencia. Sólo con tiempo y algo de confianza aclara su origen étnico pues, según él, es mejor que en la ciudad no sepan que es indio. Él no sabe que, de acuerdo con el Centro de Estudios Sociales y de Opinión Pública, de la Cámara de Diputados, en marzo del año 2010 uno de cada tres indígenas de México ya habitaba en ciudades.

También desconoce que al menos 4 millones de personas que son indígenas y habitan en contextos urbanos ocultaron su origen étnico en el Censo Nacional de Población de 2010 y todavía se desconoce cuántos ocultaron este linaje en la Encuesta Intercensal 2015, de acuerdo con estudios estadísticos y de campo realizados por el doctor Jorge Horbath, de El Colegio de la Frontera Sur (Ecosur).

Muchos hombres y mujeres indígenas tratan de mimetizarse en las ciudades, pero con este esfuerzo generan un efecto adverso. Los presupuestos públicos destinados al apoyo de indígenas urbanos son incompletos, pues el cálculo de derechohabientes es inferior a la realidad que se percibe en las calles.

“Yo hablo español y mexicano (náhuatl) y entiendo el inglés. ¿Usté sabe cómo se dice esto?” —pregunta Don Roberto señalando a un canasto—. “Se dice basket. ¿Ve? Sí soy indígena, pero no necesito ayuda”, insiste el hombre de 57 años que, cada vez que puede, baja la visera de la gorra para ocultar la mirada de iris color café. Esto es un segundo camuflaje, detrás del escondite que le aporta el estar en un bullicioso mercado donde miles se mueven, concentrados sólo en sus menesteres.

POBREZA RURAL. El 99 por ciento de los municipios de la República Mexicana tiene población indígena, según dos investigaciones realizadas en los años 2000 y 2005 por la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI) y el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD).

La migración de los indígenas a las ciudades se ha acelerado por la pobreza en el campo, pues aunque hay algunos sistemas agrícolas exitosos, como los que están articulados con agroindustrias, la mayoría de los indígenas que se dedica al campo obtiene ingresos y satisfactores a través de otra dinámica de intercambios, que los académicos han llamado economía solidaria articulada. El problema es que cuando se rompe un eslabón de estos intercambios, comienzan a afectarse todos.

“Muchos de los indígenas que viven en las ciudades han tenido que elegir entre salir de sus comunidades o desaparecer”, explica el doctor Jorge Horbath Corredor, investigador del Departamento de Sociedad y Cultura de El Colegio de la Frontera Sur (Ecosur), quien ha realizado la investigación de ciencia básica “Exclusión, discriminación y pobreza de los indígenas urbanos en México”, financiado por el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Coancyt). Esta investigación ha sido nutrida con los estudios de Horbath en grupos de indígenas migrantes a la Ciudad de México, Guadalajara, Mérida, Campeche, Ciudad del Carmen, Tizimín y en los municipios turísticos que albergan a Cancún y la Rivera Maya: Benito Juárez, Solidaridad y Othón P. Blanco.

“Cuando los indígenas llegan a las ciudades comienzan a despojarse de sus características culturales a cambio de algo de subsistencia. La pérdida que ellos experimentan es muy grande, a cambio de un ingreso precario. El indicador más fácil de observar y medir es la pérdida de su lengua materna, pero paulatinamente pierden más: su identidad cultural, sus usos y costumbres”, dice el economista, maestro en estudios de población y doctorado en Ciencias Políticas y Sociales.

Al volverse invisibles, como resultado de su esfuerzo por no parecer indígenas en las ciudades, ellos también quedan fuera de las estadísticas oficiales y del presupuesto nacional, pues los programas sociales se deciden en función del tamaño de la población a la que van a beneficiar.

“Nosotros vimos que en el Censo Nacional de Población 2010 se calculó que había 18 millones de indígenas, a partir de dos variables: la primera fue preguntar a las personas si hablan lengua indígena, y 7 millones respondieron afirmativamente. Luego se suman otros 11 millones que respondieron que no hablan una lengua pero sí se reconocen como indígenas. La cifra oficial quedó en 18 millones de indígenas y con eso trabaja, por ejemplo, el Coneval (Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social). Sin embargo, nosotros hicimos otro cálculo, con otras variables y encontramos que para el mismo año había 22 millones de indígenas. O sea que al menos 4 millones se autodiscriminaron”, agrega Horbath Corredor.

El trabajo de Jorge Horbath aplicó herramientas estadísticas y de trabajo de campo que no sólo incluía dos variables, incluyó más interrogantes y datos observables, por ejemplo, pudieron ver que había niños que hablaban lengua indígena, con padres que negaban ser indígenas.

AUTODISCRIMINACIÓN. Al caer el Sol, pequeños grupos de mujeres indígenas caminan por las calles del Centro Histórico de la Ciudad de México. Venden chicles o sólo piden dinero. Algunos comerciantes de la zona dicen que son controladas por una mafia. Lo cierto es que en estas mujeres también se mira nervio y miedo en el rostro.

Afuera de una tienda de la calle Regina, que ya ha cerrado su cortina metálica, dos mujeres hablan en una lengua indígena. Al sentir que alguien se les acerca, guardan silencio. Y voltean hacia arriba con miedo, pues están sentadas frente a la tienda, con una Coca-cola pequeña, cada una.

“¿Nos quitamos?”, pregunta la más joven, una mujer que más tarde contará que se llama Lucía, tiene 35 años (aunque parece de más edad) y la lengua que hablaba con su compañera, de cabello canoso, es mazahua. “Aquí trabajamos cuando comienza a pardear porque antes anda una camioneta con policías. Yo vivo por La Viga y ella, no sé, pero aquí nos encontramos para platicar porque somos del mismo rancho”.

En ese momento habla la otra mujer, que no quiere dar su nombre: “Somos de Michoacán, del rancho de Cresencio Morales. Allí, de la primera manzana”.

Cuando se les explica que la conversación es para hacer un texto para un periódico y se les muestra una credencial de identificación, con fotografías y logotipos, Lucía hace un gesto difícil de describir; es una sonrisa agridulce, quizá más agria que dulce y dice:

“Ay, señor. Yo no sé leer. Yo soy como un animalito del campo que voy nada más por ahí”, dice y baja la mirada. Su falda y blusa color rosa son de la ciudad, pero transporta un bulto grande amarrado a un rebozo azul marino. No es un niño, parecen otras pequeñas pertenencias; además de su caja de chicles. “Yo no vivo en la Ciudad. Vine nada más un tiempo, para vender”.

POLOS DE ATRACCIÓN. De acuerdo con un estudio sobre migración indígena a las ciudades, elaborado en 2006 por Daniel Ponce Vázquez, de la CDI. Hace 10 años la Zona Metropolitana de la Cuidad de México ya recibía, cada año, 7 mil 413 indígenas, que llegaban a la capital del país con la idea de encontrar mejores condiciones de vida de las que tenían en sus lugares de origen.

Para el año 2010 el número de destino o polos de atracción para la migración indígena comenzaba a diversificarse, como se puede leer en el estudio elaborado por Jesús Mendoza Mendoza para la Cámara de Diputados, con el título “La comunidad indígena en el contexto urbano. Desafíos de Sobrevivencia”.

Este documento indica que la entidad que recibe más migrantes indígenas es el Estado de México, seguido por el Distrito Federal, Sinaloa y Quintana Roo. El 30 por ciento de la población indígena migrante se dirigió a la megalópolis de la Ciudad de México y sus zonas aledañas en el Estado de México. Seguidos de éstos, se encuentran los estados de Sinaloa, Quintana Roo, Nuevo León, Oaxaca, Baja California, Puebla, Veracruz y Jalisco.

De acuerdo con el estudio del doctor Horbath, entre el 2005 y el 2010, el número de indígenas que llegó a las 14 ciudades incluidas en la investigación fue de 50 mil 780. Más de la mitad de concentró en la Ciudad de México y otra parte importante se ubicó en Quintana Roo, cerca de 13 mil personas. Los migrantes provienen de 25 estados, y la mayoría son de municipios declarados como indígenas o con población mayoritariamente indígena.

SE INVISIBILIZAN. Aunque la Cámara de Diputados y organismos gubernamentales como la CDI, el Coneval y el Conapred reconocen que la migración indígena a las ciudades está en aumento, hay un fenómeno familiar que aumenta la precariedad económica y el limitado o nulo acceso a programas de desarrollo social: Al interior de las familias indígenas se procura evitar que se conozca esta ascendencia y son los padres los que más se esfuerzan en esto.

Jorge Horbath opina que muchos padres y madres indígenas sufren el peor mecanismo de control y segregación: la autodiscriminación, instalada por múltiples experiencias de exclusión que no desean que sus hijos vivan.

“Cuando se acerca uno a estas familias vemos que muchos padres responden: ‘No, mire, yo no soy indígena’. Esto parece el resultado de un proceso sociocultural, es el dispositivo más fuerte de control social que existe: la negación y la autodiscriminación. Entonces, en muchos núcleos familiares los padres son los que luchan por negar que son indígenas, pero en entrevistas con otros familiares sale a la luz que el origen étnico de la familia sí es indígena. Más allá de lo que la negación pudiera significar a nivel de experiencias individuales o micro-comunitarias, a nivel nacional esto jala hacia abajo las estadísticas y evita que se sepa con claridad que existe una mayor proporción de población indígena en el país”, dice Jorge Horbath, quien está adscrito a la Unidad Chetumal de Ecosur.

SEIS PAISANOS. En la fila de una tienda de conveniencia Oxxo, cerca del metro Tacubaya, dos jóvenes esperan para pagar unas sopas de pasta y una lata de frijoles. El color cenizo de sus manos revela que han estado trabajando con arena, posiblemente de una obra en construcción. Hablan entre ellos una lengua diferente al español. Uno tiene una gorra azul y verde del equipo de básquet bol Hornets de Charlotte, Carolina del Norte, Estados Unidos; el otro una gorra del equipo de futbol americano Raiders, de Oakland. Sus tenis son de marca, pero ya están maltratados, y visten mezclilla y camisetas holgadas.

Al saludarlos se sorprenden, como si una pregunta rompiera la burbuja de confidencialidad. Se miran y se ríen un poco cuando se les pregunta qué lengua hablan.

“No es lengua, es el dialecto amuzgo. Nosotros somos de Guerrero”, dice el que carga los frijoles, pero no quiere decir su nombre. “Pero sí hablamos el español. Somos seis paisanos. Vivimos en Nonoalco, pero ahorita hay trabajo por aquí”, añade.

Rápidamente los jóvenes se retiran. Es difícil saber si conocen los equipos deportivos a los que son aficionados. Pero eso no importa, pues pueden confundirse entre todas las personas alrededor del metro Tacubaya. A fin de cuentas, lo único que necesitan para pasar inadvertidos es no hablar su lengua, pues sus trajes tradicionales y otros rasgos culturales, quedaron atrás.

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