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Crónicas del Chaco profundo: Pompeyo y la maldición de Lewukw
Por G. Elizabeth Bergallo / La Columna Vertebral - Wednesday, Jun. 14, 2017 at 3:34 PM

Llegar a Misión Nueva Pompeya no es fácil. Una vez allí, todo queda lejos y llega demasiado tarde. Es posible hacerlo por la ruta Juana Azurduy desde J.J. Castelli hacia el noroeste del Chaco, ya chaco seco. Un trayecto casi recto, abierto con filo perfecto y sin titubeos entre palosantales, algarrobales, vinales, cactus, tunas, quimilís, cardos. A mitad de camino está Fuerte Esperanza, creado por decreto en 1978, “con el fin de propiciar el desarrollo de una vasta zona despoblada” (¿?). Lo que no lograron con los soldados, lo lograron con las topadoras, la soja detrás de los antiguos habitantes de la tierra, sean criollos o indígenas. Animalitos cruzan rápidamente la ruta, hasta un oso hormiguero, un tatú mulita, muy de vez en cuando.

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Pero si se desea llegar antes a Nueva Pompeya, antes de llegar a Fuerte Esperanza se dobla hacia la derecha. En el km 82 la ruta Juana Azurduy es atravesada por la ruta 82. Esta ruta desde el año 2013 se llama, hacia el sur, Madres de Plaza de Mayo, hasta Pampa del Infierno, plena zona sojera. Hacia el norte, comienza la ruta Abuelas de Plaza de Mayo y, si es posible sortear kilómetros de pozos, colchones de tierra o barro, empantanarse casi para siempre en días de tormentas, se arriba a lo que fue una antigua Misión Franciscana radicada allí en 1901, a quinientos kilómetros de Resistencia.

La Misión fue promovida por el Gobierno Nacional para posibilitar la evangelización de los indígenas. Hoy es una localidad con considerable población wichi y criolla que está en la zona desde hace mucho, mucho más de un siglo. Antes de aquél decreto de 1978.

Entonces era invisible.

Todavía lo es.

Pero poco antes, justo en la intersección de las mencionadas rutas, frente al Cartel que dice Abuelas de Plaza de Mayo al lado de una flecha que apunta hacia arriba, se ubica el Kiosko “Juancito”. El kiosco Juancito es una especie de panóptico de una calesita abierta de camiones transportando cadáveres de algarrobos centenarios en ritmo continuo. Día y noche.
En Nueva Pompeya las catástrofes ambientales no fueron producidas por causas naturales, como en Pompeya en el año 79 d.C.

El escenario del kiosco Juancito se repite en todo el noroeste chaqueño. Es una especie de circo romano de la destrucción, no importan si son reservas naturales, territorios indígenas, si con ello destruyen las memorias, las posibilidades de sobrevivencia de cualquier especie que allí viva. Las consecuencias no son sólo locales. El hambre de lucro es tan colosal como las ganancias. Titubean algunos funcionarios, no importa de qué signo político. De repente hay una parte del mundo que comienza a ser invisible.

La tierra en carne viva se evapora en remolinos o se abre en grietas por momentos como si fuera un gran panal incendiado. También la piel de hombres o mujeres, wichi y criollos, que deambulan por momentos como fantasmas envueltos en brumas de polvo. Algunos a caballo, gauchos pequeños ganaderos con sus monturas y vestimentas que permanecen idénticas desde fines del siglo XIX, por tradiciones de elaboración familiar.

En el centro del poblado está el edificio de la antigua misión que se eleva hacia un alto y enorme campanario. Imagino su sonido. Todo empuja al silencio, incluidos mis propios labios resecos.

La evangelización tuvo un significado diferente para los primeros franciscanos, la hermana Guillermina, los hermanos maristas, la pastoral aborigen, para aquellos que se aventuraron en estos territorios del far west chaqueño, y se preocupan por los derechos de los otros sean animados o inanimados, con una alegría desconcertante, también razonable indignación. Hay gente admirable.

También llegaron otros, algunos funcionarios que se creen patrones por acumulación en años de obsecuencia. Otros con otras creencias, cosmovisiones, saberes acuñados en siglos de colonización que al imponerlos matan, a su manera. La aniquilación no es sólo física, también se logra con la ruptura de un orden simbólico pleno de significados con el que se nombra y ordena el mundo. Hay también rufianes de variado color y tamaño. Hasta algún político de izquierda que imagina descender en helicóptero con el logo de un megaproyecto para impresionar, con algún fondo.

Un hawaye, chaman wichi, que apenas habla castellano y que vive en un asentamiento no muy lejano a Nueva Pompeya, en zona rural, camina por una antigua senda (totuinek). Lo acompaño. Estas sendas conducen hacia lugares de agua, lagunas, esteros, donde habitan las entidades que protegen el agua (chelaj), donde se encuentra la miel y pueden mariscar el alimento, lograr algunos remedios del monte para la cura. Las mujeres, también, caminan kilómetros para buscar la chagua, obtener las tinturas de los frutos de algunos árboles para luego tejer las yicas, con delicadísimos diseños que preservan la memoria de su pueblo, diseños que hablan. Algunas son vendidas, para comprar otras cosas. Piden permiso a los dueños o protectores del monte (tahyi), del río (tewukw), es decir, a los ayudantes de Lewukw.
De repente comienzo a tener cuidado, de mis propias pisadas, de elevar la voz, mientras un ser invisible le susurra a una semilla “vive”.

Tales seres pueden provocar que alguien se pierda en el monte, como etek-sayntaj que también es un dueño del monte dicen, puede seguir a la persona y golpearla con un garrote si corta una rama de más. Se lo reconoce porque tiene siempre avispas rondando su cabeza, es melero. Pero ojo, la maldición de Lewuku, es terrible cuando la transgresión a un tabú del monte o del agua es muy grave. Puede afectar a la persona y sus descendientes, a todo su entorno. Además de la pérdida del alma todo tipo de dolencias aguardan a quienes se atreven. No habrá hawaye que pueda salvarlos.

Los hawaye son personas que han recibidos dones, y pueden ponerse en contacto con las entidades que habitan el monte, el aire, el agua. Pueden curar, leer los sueños, anticipar el futuro. Pueden recuperar las almas perdidas y devolverlas a sus dueños. Ellos defienden la comunidad. A veces el hawaye cura con el diablo. Ese era el nombre que le daban a sus entidades los colonizadores, por eso lo comenzaron a utilizar.

Qué pensaría el hawaye mientras observábamos las antiguas sendas destruidas por las profundas huellas que dejan los camiones y acoplados en los que se llevan los algarrobos centenarios. Caminos de los mapas de la memoria hacia los lugares sagrados, sendas que transitan los niños que van a la escuela. Qué pensaría de los cementerios improvisados, playones en los que se acumulan los troncos de algarrobos para ser transportados. Con ellos se llevan no sólo el principal alimento, la bebida de sus rituales. Es uno de sus árboles sagrados. Qué pensaría de las medicinas, de los alimentos y artes que se destruyen con el arrastre de cadenas y troncos. Qué pensaría de los hermanos que traicionan a su pueblo firmando algún papel arrimado por algún funcionario con la promesa de alguna mejora, pero que termina significando el saqueo y la destrucción del territorio propio. Saqueo que es imposible controlar o detener. Sobran amenazas. Qué pensaría del funcionario (¿lo dijo un técnico, un abogado?) que le dijo que ya no se usa más el monte, que hay que explotarlo, que estamos en la era de la globalización.

Eso se lo dijo a él. A un hawaye.

Nadie le pidió permiso, tampoco a los lakawos, los intermediarios de Lewuku.

Nadie pide perdón.

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