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Hacia una teoría marxista de las élites
Por César Albornoz / ABP Ecuador - Tuesday, Sep. 26, 2017 at 12:40 AM
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Jefes, grandes hombres, aquellos que mueven a grandes masas, a pueblos en bloque, y, dentro de cada pueblo, a clases enteras, como se ha subrayado en la cita anterior, los verdaderos resortes de la historia, las fuerzas motrices, que habría que investigar para comprender los grandes cambios históricos: solo le falta a Engels denominarles élites.

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Anticipaciones de Marx, Engels y Plejanov para una teoría marxista de las élites

Si los fundadores del marxismo no utilizaron el concepto de élites, eso no significa que no hayan concebido el fenómeno. Marx y Engels (1976ª, pp. 45‒46) tempranamente cuando desarrollan su concepción sociológica en la Ideología alemana tienen claro el papel que desempeñan esos grupos destacados de la sociedad y cómo al interior de las clases sociales se constituye una élite intelectual, que ellos llaman miembros activos de la clase, producto de la división del trabajo espiritual y material, revelando a una parte de ella: los pensadores, los ideólogos conceptivos, que hacen que los demás adopten sus ideas e ilusiones de manera pasiva y receptiva; en ocasiones ese desdoblamiento puede desarrollarse en “términos de cierta hostilidad”, la que desaparece inmediatamente cando surge cualquier factor de peligro para toda la clase. Posteriormente Marx en sus magistrales análisis de ciencia política, El dieciocho brumario de Luis Bonaparte (1852) y La guerra civil en Francia (1871), aborda temas relacionados con las élites y su desempeño político.

Con más precisión se expresa Engels (1976b, pp. 194‒195) cuando escribe la introducción de Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850 de Marx. Al referirse al papel que juegan a lo largo de la historia esas pequeñas minorías −que hoy se llaman élites− en los procesos revolucionarios de las sociedades donde la clase obrera y las masas todavía no tienen una fuerza real, en todos ellos, antes de 1848, la minoría

dominante derribada era reemplazada por otra “que empuñaba en su lugar el timón del Estado y amoldaba a sus intereses las instituciones estatales. Este papel correspondía siempre al grupo minoritario capacitado para la dominación”, por su desarrollo económico, mientras que la mayoría dominada intervenía en la revolución a su favor, o la aceptaba sin mayores reparos. Eso, en opinión de Engels, las caracterizaba como revoluciones minoritarias, en las que la mayoría cooperaba consciente o inconscientemente en su beneficio, con cuya actitud pasiva y de no resistencia, la “mayoría daba al grupo minoritario la apariencia de ser representante de todo el pueblo”.

En otro célebre trabajo Engels (1976c, pp. 386‒387) se refiere directamente al problema del papel de las grandes personalidades y de las masas populares en la historia, que será la línea desarrollada por marxistas posteriores, en lugar del de las élites que proviene de la vertiente sociológica contraria. Esto lo que expresa al respecto:

Por tanto, si se quiere investigar las fuerzas motrices que –consciente o inconscientemente, y con harta frecuencia inconscientemente– están detrás de estos móviles por los que actúan los hombres en la historia y que constituyen los verdaderos resortes supremos de la historia, no habría que fijarse tanto en los móviles de hombres aislados, por muy relevantes que ellos sean, como en aquellos que mueven a grandes masas, a pueblos en bloque, y, dentro de cada pueblo, a clases enteras; y no momentáneamente, en explosiones rápidas, como fugaces hogueras de paja, sino en acciones continuadas que se traducen en grandes cambios históricos. Indagar las causas determinantes que se reflejan en las cabezas de las masas que actúan y en las de sus jefes –los llamados grandes hombres– como móviles conscientes, de un modo claro y confuso, en forma directa o bajo un ropaje ideológico e incluso divinizado: he aquí el único camino que puede llevarnos a descubrir las leyes por las que se rige la historia en conjunto, al igual que la de los distintos períodos y países. Todo lo que mueve a los hombres tiene que pasar necesariamente por sus cabezas; pero la forma que adopte dentro de ellas depende mucho de las circunstancias.

Jefes, grandes hombres, aquellos que mueven a grandes masas, a pueblos en bloque, y, dentro de cada pueblo, a clases enteras, como se ha subrayado en la cita anterior, los verdaderos resortes de la historia, las fuerzas motrices, que habría que investigar para comprender los grandes cambios históricos: solo le falta a Engels denominarles élites.

El teórico ruso Georgi Plejanov (2007, p. 55) será de los primeros en seguir a Engels en su análisis del papel del individuo en la historia, cuando en 1898 retoma su concepto de gran hombre, definiendo así a aquel que por sus cualidades especiales se destaca en la historia y ejerce liderazgo en sus procesos: “Un gran hombre lo es no porque sus particularidades individuales impriman une fisonomía individual a los grandes acontecimientos históricos, sino porque está dotado de particularidades que le convierten en el individuo más capaz de servir a las grandes necesidades sociales de su época, surgidas bajo la influencia de causas generales y particulares”.

A esa definición suma sus virtudes más sobresalientes: “un iniciador, porque ve más lejos que otros y desea las cosas más enérgicamente que otros. Resuelve los problemas científicos planteados por el proceso precedente del desarrollo intelectual de la sociedad, señala las nuevas necesidades sociales, creadas por el desarrollo anterior de las relaciones sociales, toma la iniciativa de satisfacer estas necesidades”. Eso lo convierte en una especie de héroe, “no en el sentido de que pueda detener o modificar el curso natural de las cosas, sino en el sentido de que su actividad constituye una expresión consciente y libre de este rumbo necesario e inconsciente”. Cualidades que lo confieren una importancia colosal y una tremenda fuerza.

Pero, a diferencia de los teóricos clásicos de las élites (Mosca, Pareto, Michels) coetáneos suyos, Plejanov (2007, pp. 38‒39) resalta el principio marxista que por más cualidades que tengan esos grandes hombres éstas no se manifestarían si la correlación de fuerzas, la organización de la sociedad o las relaciones sociales lo permiten: “gracias a las peculiaridades singulares de su carácter, los individuos pueden influir en los destinos de la sociedad”, siendo determinado el grado de su influencia por los factores señalados. “Se nos puede objetar −aclara− que el grado de la influencia personal depende asimismo del talento del individuo. Estamos de acuerdo. Pero el individuo no puede poner de manifiesto su talento sino cuando ocupa en la sociedad la situación necesaria para poderlo hacer”.

Reitera Plejanov (2007, p. 41) “que los individuos ejercen, con frecuencia, una gran influencia en el destino de la sociedad, pero esta influencia está determinada por la estructura interna de aquélla y por su relación con otras sociedades”, sin agotar con eso la cuestión del papel del individuo en la historia, debiendo abordarse otros aspectos más.

El aporte de Lenin y Rosa Luxemburgo al desarrollo de la teoría de las élites

Es sin embargo Lenin, indudablemente uno de los más importantes teóricos de la política del siglo XX, quien con especial dedicación analiza la compleja problemática de los grupos sociales y sus miembros destacados que la ciencia ahora define como élites.

Lenin (1975, pp. 80‒82) desarrolla con cierta profundidad varios aspectos del papel que deben desempeñar en el proceso revolucionario destacamentos o vanguardias, líderes y dirigentes cuando crea su teoría del partido de nuevo tipo en cuya estructura orgánica considera a los cuadros más destacados, es decir, varios de los aspectos que estudia la teoría de las élites referente a uno de su componentes fundamentales: las élites del poder.3

El pensador marxista húngaro Georg Lukács (1974, pp. 57) confirma esta aseveración cuando se refiere a la controversia sostenida por Rosa Luxemburgo con Lenin en cuestiones de organización: “Tampoco coincidía con Lenin –dice– en el enjuiciamiento de la relación partido – clase obrera. Postulaba un partido abierto, de organización muy democrática, sin aceptar la tesis leninista de la necesidad de una élite revolucionaria y una férrea disciplina para garantizar la fuerza y cohesión teórica y práctica del partido. Zinoviev sostuvo una fuerte polémica con Rosa Luxemburgo en la que ésta fue acusada de poner excesiva confianza en la “espontaneidad” revolucionaria de las masas.”

Esto lo que sostenía Rosa Luxemburgo (2008, pp. 124‒125), posiblemente la primera marxista que en sus escritos utiliza reiteradamente la palabra élite –concepto que está circulando en su tiempo desde orillas ideológicas opuestas, la sociología paretiana–, en su crítica a la centralización leninista con la que no está de acuerdo:

Un paso adelante, dos pasos atrás de Lenin, el gran representante del grupo Iskra, es una exposición metódica de las ideas de la tendencia ultracentralista en el movimiento ruso. El punto de vista que este libro presenta con incomparable vigor y rigor lógico es el del centralismo implacable. Se eleva a la altura de un principio la necesidad de seleccionar y organizar a todos los revolucionarios activos, diferenciándolos de la masa desorganizada, aunque revolucionaria, que rodea a esta élite.

Que el Comité Central del partido goce del privilegio de elegir a todos los organismos de dirección local, posea el derecho de elegir los ejecutivos de tales organismos, imponga a todos sus normas de conducta partidaria, cuente con el derecho de decidir, sin apelación, cuestiones tales como la disolución y reconstitución de las organizaciones locales, pueda decidir a voluntad la composición de los organismos más importantes y del propio congreso, o sea el único organismo pensante en el partido y los demás solo sus brazos ejecutores, le parece a Rosa Luxemburgo demasiadas atribuciones, aunque Lenin argumente “que la combinación del movimiento socialista de masas con una organización tan rígidamente centralizada constituye un principio científico del marxismo revolucionario”.

Considera Luxemburgo (2008, p. 135) que con todo ese poder la élite política e intelectual del partido dirigido por Lenin, sería un verdadero peligro y que en nada contribuirá el sometimiento “de un joven movimiento obrero a una élite intelectual ávida de poder que este chaleco de fuerza burocrático, que inmovilizará al partido y lo convertirá en un autómata manipulado por un Comité Central”. Abonaría, en su criterio, a la intriga oportunista y a la ambición personal, atentando contra “el sentido de la responsabilidad política y la confianza en sí mismos” que los obreros deben adquirir. “Lo que hoy es un fantasma que ronda la imaginación de Lenin puede convertirse en realidad mañana”, concluye. Los acontecimientos anteriores y posteriores a 1989 le darían la razón en varios de sus temores a la revolucionaria polaca, más allá de los motivos que justificaban en su tiempo al líder ruso a forjar ese tipo de organización partidista.

Rosa Luxemburgo (2008, p.187) utiliza el término élite también para referirse a un sector destacado de los obreros, concretamente al que cuando se intenta establecer la jornada de 8 horas en San Petersburgo, uno de los mayores centros industriales rusos, defiende la conquista laboral: “Algunos trabajadores aceptaron negociar y obtuvieron en determinados lugares la jornada de diez horas y en otros la de nueve. La élite del proletariado de Petersburgo, los obreros de los grandes talleres mecánicos estatales, permaneció firme; el lock-out dejó en la calle durante un mes entre cuarenta y cinco a cincuenta mil hombres. El movimiento por la jornada de ocho horas llevó a la huelga general de diciembre, preparada en gran medida por el lock-out.”

Ya en 1903, en su conocido trabajo ¿Qué hacer?, aborda Lenin (1975, pp. 28, 30) varios problemas relacionados con las élites políticas e intelectuales. El socialismo, en su opinión, como concepción teórica es producción de un grupo de este tipo: “la doctrina del socialismo ha surgido de teorías filosóficas, históricas y económicas elaboradas por intelectuales, por hombres instruidos de las clases poseedoras”. Y el liderazgo sería un conjunto de cualidades forjadas con mucho esfuerzo: “La experiencia revolucionaria y la habilidad de organización son cosas que se adquieren con el tiempo.

¡Lo que hace falta es querer formar en uno mismo las cualidades necesarias! ¡Lo que hace falta es tener conciencia de los defectos, cosa que en la labor revolucionaria equivale a más de la mitad de su corrección!”.

De Kautski, a quien más tarde llamaría renegado, rescata su explicación de la función fundamental de esas élites intelectuales en la formación de la conciencia a la que apela:

“La conciencia socialista moderna solo puede surgir de profundos conocimientos científicos. En efecto la ciencia económica contemporánea es premisa de la producción socialista en el mismo grado que, pongamos por caso, la técnica moderna; y el proletariado, por mucho que lo desee, no puede crear ni la una ni la otra; ambas surgen del proceso social contemporáneo. Pero el portador de la ciencia no es el proletariado, sino la intelectualidad burguesa (subrayado por Kautski): es del cerebro de algunos miembros de este sector de donde ha surgido el socialismo moderno, y han sido ellos quienes lo han transmitido a los proletarios destacados por su desarrollo intelectual (…) la conciencia socialista es algo introducido desde fuera en la lucha de clase del proletariado, y no algo que ha surgido espontáneamente dentro de ella (…) es tarea de la socialdemocracia introducir en el proletariado la conciencia (literalmente: llenar al proletario de ella) de su situación y de su misión” (Lenin, 1975: 36).

También diferencia Lenin (1975, p. 79) jerarquías y funciones que les corresponde desempeñar en la actividad de concienciación política: teóricos, propagandistas, agitadores, organizadores, toda una élite a forjarse mediante la disciplina, el estudio y el esfuerzo para adquirir las cualidades necesarias que les faculte el cabal cumplimiento de esos roles sociales en su relación con las clases sociales o las grandes masas que deben ganar como adeptos a su programa de transformación social: “Debemos “ir a todas las clases de la población” como teóricos, como propagandistas, como agitadores y como organizadores”.

Tres lustros antes del triunfo de la revolución bolchevique, Lenin (1975, p. 93) advierte sobre las consecuencias políticas que pueden generar la falta de preparación y debilidad de los dirigentes: “no hemos tenido dirigentes y organizadores revolucionarios preparados en grado suficiente, que conocieran a la perfección el estado de ánimo de todos los sectores oposicionistas y supieran ponerse a la cabeza del movimiento (…) nuestro atraso seguirá siendo aprovechado de manera inevitable por los revolucionarios no socialdemócratas más dinámicos y enérgicos”.

En medio de los fuegos cruzados entre defensores y opositores de la revolución triunfante Lenin (1977b, p. 114) sigue desarrollando su teoría política en Las tareas inmediatas del poder soviético, publicado en 1918. Respecto a las élites interesan sus recomendaciones acerca de su descubrimiento, preparación y entrenamiento para poder llevar adelante los postulados de la revolución: “Es inmenso el número de organizadores de talento que existen en el “pueblo”, es decir, entre los obreros y campesinos (…) Nosotros aún no sabemos descubrirlos, animarlos, ponerlos en pie, destacarlos. Pero aprenderemos si nos aplicamos a ello con todo el entusiasmo revolucionario, sin el cual no puede haber revoluciones victoriosas”. Hay que seguir, “nuestro camino tratando de poner a prueba y estudiar pacientemente, con el mayor cuidado posible, a los verdaderos organizadores, a los hombres de mente clara y visión práctica, a los hombres que reúnan la fidelidad al socialismo con la capacidad de organizar sin alboroto (y a pesar del desorden y del alboroto) el trabajo unido, solidario y común”. Esos serán los escogidos: “Sólo a hombres así, después de probarlos diez veces y pasarlos de los trabajos más sencillos a los más complejos, debemos llevarlos a los puestos de responsabilidad de dirigentes del trabajo del pueblo, de dirigentes administrativos. Todavía no hemos aprendido a hacerlo. Pero aprenderemos”.

Y en lo que concierne al ejercicio del poder durante el período de transición señala: “Así pues, no existe absolutamente ninguna contradicción de principio entre la democracia soviética (es decir socialista) y el ejercicio del poder dictatorial de ciertas personas” pues la base de la nueva economía, “la gran industria mecanizada”, “requiere una unidad de voluntad absoluta y rigurosísima que dirija el trabajo común de centenares, miles y decenas de miles de personas. La revolución “en beneficio precisamente de su desarrollo y robustecimiento, en beneficio del socialismo, exige la supeditación incondicional de las masas a la voluntad única de los dirigentes del proceso de trabajo. Está claro que semejante transición es inconcebible de golpe. Está claro que solo puede llevarse a cabo a costa de enormes sacudidas y conmociones con retornos a lo viejo, mediante una tensión colosal de las energías de la vanguardia proletaria que conduce al pueblo hacia lo nuevo” (Lenin, 1977b, pp. 120‒121).

Cuando en 1920 escribe La enfermedad infantil del “izquierdismo” en el comunismo, agrega nuevas e importantes ideas aplicables a la teoría de las élites, concretamente, la relación que existe entre jefes, partido, clase y masas:

Todo el mundo sabe que las masas se dividen en clases; que contraponer las masas y las clases sólo es admisible en un sentido: si se opone una inmensa mayoría en su totalidad, sin dividirla según la posición ocupada en el régimen social de la producción, a categorías que ocupan una posición especial en ese régimen; que las clases son dirigidas de ordinario y en la mayoría de los casos (al menos en los países civilizados modernos) por partidos políticos; que los partidos políticos están dirigidos, como regla general, por grupos más o menos estables, compuestos de las personas más prestigiosas, influyentes y expertas, elegidas para los cargos de mayor responsabilidad y llamadas jefes (Lenin, 1977c, pp. 21‒22).

En la última parte que hemos subrayado, prácticamente a Lenin solo le falta reemplazar la palabra jefes por élites. Además, didácticamente grafica la correlación social existente entre masas, clases, partidos y jefes o líderes políticos, descubriendo una verdadera jerarquía en la interdependencia política de estos sujetos sociales. Y refiriéndose a la típica tendencia en muchos autores a contraponer las élites a las masas como algo casi natural, Lenin (1977c, pp. 22‒23) es preciso cuando esclarece la relación que existe entre ellas: “salta a la vista el uso irreflexivo e incoherente de algunas palabrejas “de moda” en nuestra época sobre “la masa” y los “jefes”. La gente ha oído muchos ataques contra “los jefes” y se los ha aprendido de memoria, ha oído que se les contraponía a “la masa”, pero no ha sabido reflexionar acerca del sentido de todo eso y ver las cosas claras.” Fenómeno que ya lo habían percibido en su opinión los fundadores del marxismo: “El divorcio entre los “jefes” y “la masa” se ha manifestado en todos los países, con singular claridad y relieve, al final de la guerra imperialista y después de ella. La causa fundamental de este fenómeno lo explicaron muchas veces Marx y Engels de 1852 a 1892 con el ejemplo de Inglaterra”. Se refiere a la conformación de una “aristocracia obrera” que desertando de su clase se alineaba con la burguesía.

Al referirse a las funciones del partido destaca una vez más que su papel “consiste en instruir, ilustrar y educar a los sectores y las masas más atrasados” de las clases populares” (ibíd., p. 31), puesto que esas élites intelectuales y políticas al ser “las mejores vanguardias expresan la conciencia, la voluntad, la pasión y la fantasía de decenas de miles de hombres, mientras que la revolución la hacen, en momentos de entusiasmo y de tensión especiales de todas las facultades humanas, la conciencia, la voluntad, la pasión y la fantasía de decenas de millones de hombres aguijoneados por la más enconada lucha de clases” (ibíd., p. 77).

Sin el desarrollo de una teoría como la descrita, para su inmediata aplicación en las urgentes tareas de la construcción de una nueva sociedad en el país más extenso del mundo, no se podría entender como “bajo la dirección de Lenin veinte y algunos miles de bolcheviques, en una increíblemente compleja situación lograron enrumbar a una masa de millones por el camino de la construcción socialista” (Spasov, 1984, p. 178).

El aporte de Gramsci a la teoría de las élites

Cuando Gramsci (1974, p. 388) estudia la formación de los intelectuales llega a importantes conclusiones relacionadas con esta élite fundamental de la vida política de la sociedad. Una de ellas es que todo grupo social que nace por factores económicos en una sociedad, “se crea al mismo tiempo y orgánicamente una o más capas de intelectuales que le dan homogeneidad y conciencia con su propia función, no solo en el campo económico, sino también en el social y político”. Es decir, define claramente la relación orgánica entre élite y clase social.

Justamente en este trabajo el teórico marxista italiano, a más de reconocer y utilizar el concepto de élite,4 explica la compleja interrelación que se establece en las sociedades modernas entre los distintos grupos jerárquicos de la sociedad que ahora la teoría social denomina élites del poder:

Una élite, al menos, de los empresarios, si no todos, ha de tener una capacidad de organización de la sociedad en general, en todo su complejo organismo de servicios, hasta llegar al organismo estatal, por la necesidad de crear las condiciones más favorables a la expansión de su propia clase; o ha de tener al menos la capacidad de escoger los «administradores» (empleados especializados) a los que confiar esa actividad organizativa de las relaciones generales exteriores a la empresa. Puede observarse que los intelectuales «orgánicos» producidos por cada nueva clase al constituirse ella misma en su progresivo desarrollo son en su mayor parte «especializaciones» de aspectos parciales de la actividad primitiva del tipo social nuevo sacado a la luz por la nueva clase.

En nota a pie de página polemiza con Mosca precisando que lo que él llama «clase política», en la edición aumentada de sus Elementi di scienza política de 1923, “no es sino la categoría intelectual del grupo social dominante”, y que “el concepto de «clase 4 Gramsci es en el marxismo quien introduce ampliamente el uso del término élite para la explicación de fenómenos sociales referentes a la dirección de procesos sociales. En todas las transcripciones siguientes se pone el término con cursivas, para destacarlas en los textos gramscianos seleccionados.

política» de Mosca tiene que relacionarse con el concepto de élite de Pareto, que es otro intento de interpretar el fenómeno histórico de los intelectuales y su función en la vida estatal y social” (ibíd., p. 389). En las dos citas anteriores Gramsci claramente diferencia los tipos de élites: la económica y la intelectual, definiendo a esta última en su rol político fundamental, posición que de alguna manera le convierte en pionero de una teoría marxista de las élites que por obvias razones no pudo desarrollarla mejor.

El énfasis de Gramsci está en el tratamiento de las élites intelectuales. Después de esclarecer que no hay actividades completamente físicas, pues, la más simple de ellas siempre tiene un mínimo componente intelectual −por lo que la intelectualidad es un atributo humano general, pudiendo decirse que todos los hombres son intelectuales pero no todos “tienen en la sociedad la función de intelectuales” (ibíd., p. 391)−, Gramsci (1974, pp. 392‒393) establece el origen y la relación de los intelectuales con los demás grupos sociales. Históricamente, dice, se forman categorías especializadas para el ejercicio de la función intelectual en conexión con todos los grupos sociales, pero especialmente con los grupos sociales más importantes, y experimentan elaboraciones más amplias y complicadas en relación con un grupo social dominante. Una de las características más salientes de todo grupo que se desarrolla hacia el dominio es su lucha por la asimilación y la conquista «ideológica» de los intelectuales tradicionales, asimilación y conquista que es tanto más rápida y eficaz cuanto más elabora al mismo tiempo el grupo dado de sus propios intelectuales orgánicos.

Gramsci destaca también el rol fundamental que tiene la escuela en la selección, reclutamiento y formación en sus diversos grados de la intelectualidad, tema ampliamente analizado posteriormente en múltiples estudios relacionados con las élites del poder: Lipset et al. (1971), Bourdieu (2013) o Roderic Ai Camp (1985), para citar algunos casos. Esto lo que señala: “La escuela es el instrumento para la elaboración de los intelectuales de los diversos grados. La complejidad de la función intelectual en los diversos Estados puede medirse objetivamente por la cantidad de escuelas especializadas y por su jerarquización: cuanto más extensa es el «área» escolar y cuanto más numerosos son los «grados» «verticales» de la enseñanza, tanto más complejo es el mundo cultural, la civilización de un Estado determinado” (ibíd., p. 393).

A más de la escuela, como relación pedagógica entre maestro y estudiante en la que ambos mutuamente aprenden, Gramsci (1986, p. 210) amplía el ámbito de incidencia de la formación de aquellas generaciones que se incorporan a la sociedad: “las nuevas generaciones entran en contacto con las viejas y absorben sus experiencias y los valores históricamente necesarios, "madurando" y desarrollando su propia personalidad histórica y culturalmente superior”. Relación que “existe en toda la sociedad en su conjunto y para cada individuo respecto a otros individuos, entre clases intelectuales y no intelectuales, entre gobernantes y gobernados, entre élites y seguidores, entre dirigentes y dirigidos, entre vanguardias y cuerpos de ejército”.

Y explica como desde los niveles iniciales y más avanzados de las instituciones educativas y sociales de un país, en las sociedades modernas se amplía también internacionalmente el campo de la incidencia ideológica que las clases dominantes imponen para lograr el equilibrio de su bloque histórico que permita su dominio:

Toda relación de "hegemonía" es necesariamente una relación pedagógica y se verifica no sólo en el interior de una nación, entre las diversas fuerzas que la componen, sino en todo el campo internacional y mundial, entre complejos de civilizaciones nacionales y continentales. Por eso puede decirse que la personalidad histórica de un filósofo individual es dada también por la relación activa entre él y el ambiente cultural que él quiere modificar, ambiente que reacciona sobre el filósofo y, obligándolo a una continua autocrítica, funciona como "maestro" (1986, p. 210).

En la celda donde los fascistas lo habían recluido con la ilusión de que su cerebro deje de funcionar, el pensador sardo sigue haciéndolo trabajar y anticipa futuros campos de investigación en los que se relacionen población y masa intelectual, especialmente en las instituciones educativas y religiosas que tanto pesan en el control y en la formación de las conciencias, así como la influencia de la prensa, revistas y editoriales. No escapa a su poderosa mente la importancia de las instituciones educativas privadas, tan estudiadas en nuestros días como centros de reclutamiento de las élites del poder; y, el tema de profesionales con presencia preponderante en la vida cultural de la sociedad. La brecha entre élites intelectuales y masas populares tampoco queda excluido de su análisis y el poco peso o casi nula influencia que las universidades pueden tener en su entorno social, menor incluso en su parecer al de algunos individuos, por lo que sería interesante estudiar en concreto, para un solo país, la organización cultural que tiene en movimiento el mundo ideológico y examinar su funcionamiento práctico. Un estudio de la relación numérica entre el personal que profesionalmente está dedicado al trabajo cultural activo y la población de cada país sería también útil, con un cálculo aproximado de las fuerzas libres. La escuela, en todos sus grados, y la iglesia, son las dos mayores organizaciones culturales en cada país, por el número del personal que ocupan. Los periódicos, las revistas, y la actividad editorial, las instituciones educativas privadas, tanto como integrantes de la escuela de Estado y como instituciones de cultura del tipo universidades populares.

También otras profesiones incorporan en su actividad especializada una fracción cultural que no es indiferente, como la de los médicos, los oficiales del ejército, la magistratura. Pero debe notarse que en todos los países, aunque sea en distinta medida, existe una gran fractura entre las masas populares y los grupos intelectuales, incluso los más numerosos y más cercanos a la periferia nacional, como los maestros y los curas. Y que esto sucede porque, incluso allí donde los gobernantes lo afirman con sus palabras, el Estado como tal no tiene una concepción unitaria, coherente y homogénea, por lo que los grupos intelectuales están disgregados entre estrato y estrato y en la esfera del mismo estrato. La universidad, excepto en algunos países, no ejerce ninguna función unificadora; a menudo un pensador libre tiene más influencia que toda la institución universitaria, etcétera (Gramsci, 1986, pp. 259‒260).

Otro aspecto relevante para una teoría de las élites que Gramsci analiza es la relación mediatizada de los intelectuales con la economía en diversas gradaciones. Para él, podría “medirse la «organicidad» de los diversos estratos intelectuales, su conexión más o menos íntima con un grupo social fundamental, estableciendo una gradación de las funciones y de las sobreestructuras de abajo a arriba” en dos grandes planos: “el conjunto de los organismos vulgarmente llamados «privados», y el de la «sociedad política o Estado», los cuales corresponden, respectivamente, a la función de «hegemonía» que el grupo dominante ejerce en toda la sociedad y a la de «dominio directo» o de mando”, es decir, funciones “organizativas y conectivas” que convierten a los intelectuales en “«gestores» del grupo dominante para el ejercicio de las funciones subalternas de la hegemonía social y del gobierno político”. Lo que correspondería “al consentimiento «espontáneo» dado por las grandes masas de la población a la orientación impresa a la vida social por el grupo dominante fundamental, consentimiento que nace históricamente del prestigio (y, por tanto, de la confianza)” que le confiere su posición en la esfera de la producción (1974, p. 394). Y a los que no dan su consentimiento espontáneo, ni activa ni pasivamente, se los disciplina mediante la coerción estatal.

Dado que la actividad intelectual genera una gradación interna, “que en los momentos de oposición extrema dan una diferencia cualitativa”, en el escalón más alto se ubicarían, según Gramsci (1974, p. 395), los creadores de las varias ciencias, de la filosofía y del arte, quedando en los peldaños más bajos de esa gradación “los más humildes «administradores» y divulgadores de la riqueza intelectual ya existente, tradicional, acumulada”. Es mucho más específico cuando intenta una tipología y jerarquiza a la intelectualidad:

Por intelectuales hay que entender no [solo] aquellas capas designadas comúnmente con esta denominación, sino en general toda la masa social que ejerce funciones organizativas en sentido lato, tanto en el campo de la producción, como en el de la cultura, como en el campo administrativo–político: corresponden a los suboficiales y a los oficiales subalternos en el ejército (y también a una parte de los oficiales superiores con exclusión de los estados mayores en el sentido más restringido de la palabra (Gramsci,1981, p. 103).

Incluye, como se ve, a la élite militar, los señores de la guerra que posteriormente Wrigt Mills (1956) considerará entre las tres fundamentales de la sociedad norteamericana.

Tampoco deja de lado Gramsci (1981, p. 103) los factores psicológicos y actitudinales de los intelectuales como aspecto metodológico esencial: “Para analizar las funciones sociales de los intelectuales hay que investigar y examinar su actitud psicológica respecto a las grandes clases que ellos ponen en contacto en los diversos campos:

¿tienen una actitud “paternalista” hacia las clases instrumentales? ¿o “creen” ser una expresión orgánica de aquellas? ¿tienen una actitud servil hacia las clases dirigentes o creen ser ellos mismos dirigentes, parte integrante de las clases dirigentes?”

En cuanto a la relación entre élites y masas coincide con Lenin en el papel que las primeras tienen que emprender en la formación y concientización de la segundas generando una verdadera revolución cultural: “se trata, es cierto, de trabajar en la elaboración de una élite, pero este trabajo no puede ser separado del trabajo de educar a las grandes masas, es más, las dos actividades son en realidad una sola actividad y es precisamente eso lo que hace difícil el problema (recordar el artículo de Rosa sobre el desarrollo científico del marxismo y sobre las razones de su detenimiento); se trata, en suma, de tener una Reforma y un Renacimiento simultáneamente” (1984, p. 179).

Es mucho más explícito en sus Apuntes para una introducción y una iniciación en el estudio de la filosofía y de la historia de la Cultura respecto a esa creación de la élite intelectual llamada a orientar y dirigir a las masas, como factor ineludible de su organización política. Reconoce lo complejo del proceso con todas sus contradicciones:

Autoconciencia crítica significa histórica y políticamente creación de una élite de intelectuales: una masa humana no se "distingue" y no se vuelve independiente "por sí misma" sin organizarse (en sentido lato) y no hay organización sin intelectuales, o sea sin organizadores y dirigentes, o sea sin que el aspecto teórico del nexo teoría-práctica se distinga concretamente en un estrato de personas "especializadas" en la elaboración conceptual y filosófica. Pero este proceso de creación de los intelectuales es largo, difícil, lleno de contradicciones, de avances y retiradas, de desbandadas y reagrupamientos, en los que la "fidelidad" de la masa (y la fidelidad y la disciplina son inicialmente la forma que asume la adhesión de la masa y su colaboración en el desarrollo de todo el fenómeno cultural) es sometida en ocasiones a duras pruebas.

Y continúa desmenuzando la complicada dialéctica de aproximaciones y alejamientos en la relación que se establece entre masa e intelectuales:

El proceso de desarrollo está ligado a una dialéctica intelectuales-masa; el estrato de los intelectuales se desarrolla cuantitativa y cualitativamente, pero cada salto hacia una nueva "amplitud" y complejidad del estrato de los intelectuales está ligado a un movimiento análogo de la masa de simples, que se eleva hacia niveles superiores de cultura y amplía simultáneamente su círculo de influencia, con puntas individuales o incluso de grupos más o menos importantes hacia el estrato de los intelectuales especializados. Sin embargo, en el proceso se repiten continuamente momentos en los que entre masa e intelectuales (o algunos de éstos, o un grupo de éstos) se forma una separación, una pérdida de contacto, de ahí la impresión de "accesorio", de complementario, de subordinado. El insistir en el elemento "práctico" del nexo teoría-práctica, después de haber escindido, separado y no sólo distinguido los dos elementos (operación meramente mecánica y convencional) significa que se atraviesa una fase histórica relativamente primitiva, una fase todavía económico-corporativa, en la que se transforma cuantitativamente el cuadro general de la "estructura" y la calidad-superestructura adecuada está en vías de surgir, pero no está aún orgánicamente formada (Gramsci, 1986, pp. 253‒254).

En Voluntarismo y masas sociales, Gramsci (1999, p. 68) hace una importante definición de la élite como la expresión orgánica de la masa:

En toda una serie de cuestiones, tanto de reconstrucción de la historia pasada como de análisis histórico-político del presente, no se tiene en cuenta este elemento; que hay que distinguir y valorar diferentemente las empresas y las organizaciones de voluntarios, de las empresas y las organizaciones de bloques sociales homogéneos (es evidente que por voluntarios no debe entenderse la élite cuando ésta es expresión orgánica de la masa social, sino el voluntario separado de la masa por impulso individual arbitrario a menudo en contraste con la masa o indiferente a ella.

Y en la misma línea de Lenin −cuyos escritos conoce bien y los lee durante su estadía en Rusia− complementa la relación elite intelectual, masa con la del partido. Para Gramsci (1986, pp. 253‒254) los partidos son integradores esenciales de los procesos ideológicos puesto que seleccionan individualmente la masa operante tanto en el campo práctico como en el teórico conjuntamente:

Por eso puede decirse que los partidos son los elaboradores de las nuevas intelectualidades integrales y totalitarias, o sea el crisol de la unificación de teoría y práctica entendida como proceso histórico real, y se comprende cómo es necesaria la formación por adhesión individual y no del tipo "laborista" porque, si se trata de dirigir orgánicamente "toda la masa económicamente activa" se trata de dirigirla no según viejos esquemas sino innovando, y la innovación no puede llegar a ser de masas en sus primeras etapas, sino por mediación de una élite en la que la concepción implícita en la humana actividad se haya convertido ya en cierta medida en conciencia actual coherente y sistemática y voluntad precisa y decidida.

Las élites políticas según Gramsci (1984, pp. 200‒201) legitiman, con su adhesión espontánea a un partido, la reglamentación coercitiva y punitiva del Estado. Esto lo que afirma cuando en sus notas de la cárcel escribe sobre Estado y partidos:

La función hegemónica o de dirección política de los partidos puede ser valorada por el desarrollo de la vida interna de los mismos partidos. Si el Estado representa la fuerza coercitiva y punitiva de reglamentación jurídica de un país, los partidos, representando la adhesión espontánea de una élite a tal reglamentación, considerada como tipo de convivencia colectiva en el que toda la masa debe ser educada, deben mostrar en su vida particular interna que han asimilado como principios de conducta moral aquellas reglas que en el Estado son obligaciones legales.

Gramsci (1986, p. 258) analiza también el rol de las élites intelectuales para combatir el pernicioso sentido común y las viejas concepciones del mundo que predominan en la mentalidad popular, elevando sin cesar la cultura intelectual de “estratos populares cada vez más vastos, lo que significa trabajar para crear élites de intelectuales de un tipo nuevo que surjan directamente de la masa aunque permaneciendo en contacto con ella para convertirse en el "armazón" de busto.” Solo así, está convencido, se modifica realmente el “panorama ideológico de una época”.

En esta misma reflexión acerca de la constitución de las élites intelectuales Gramsci (1986, pp. 258‒259) desagrega otros elementos fundamentales como la inevitabilidad de la generación a su interior de una jerarquía de autoridad y de competencia, que mediante individualidades destacadas logra forjar la ideología colectiva para captar la adhesión de las masas. Señala también los riesgos del desencanto que pueden tener las masas populares de ideologías arbitrariamente construidas, prevaleciendo generalmente las que por su racionalidad interpretan correctamente las demandas del momento histórico:

estas élites tampoco pueden constituirse y desarrollarse sin que en su interior se produzca una jerarquización de autoridad y de competencia intelectual, que puede culminar en un gran filósofo individual, si éste es capaz de revivir concretamente las exigencias de la masiva comunidad ideológica, de comprender que ésta no puede tener la ligereza de movimientos propia de un cerebro individual y por lo tanto logre elaborar formalmente la doctrina colectiva del modo más apegado y adecuado a los modos de pensar de un pensador colectivo. Es evidente que una construcción de masas de tal género no puede darse "arbitrariamente", en torno a una ideología cualquiera, por la voluntad formalmente constructiva de una personalidad o de un grupo que se lo proponga por fanatismo de sus propias convicciones filosóficas religiosas. La adhesión de masas a una ideología o la no adhesión es el modo con que se efectúa la crítica real de la racionalidad e historicidad de los modos de pensar. Las construcciones arbitrarias son más o menos rápidamente eliminadas de la competencia histórica, aunque a veces, por una combinación de circunstancias inmediatas favorables, llegan a disfrutar de una cierta popularidad, mientras que las construcciones que corresponden a las exigencias de un periodo histórico complejo y orgánico acaban siempre por imponerse y prevalecer, aunque atraviesan muchas fases intermedias en las que su afirmación acaece sólo en combinaciones más o menos extrañas o heteróclitas.

Deja así claramente establecida la delicada calidad de las relaciones entre masas y élites intelectuales, en dependencia de “la aportación creativa de los grupos superiores en conexión con la capacidad orgánica de discusión y de desarrollo de nuevos conceptos críticos por parte de los estratos subordinados intelectualmente” (ibíd., p. 259). De ahí que la élite intelectual en la comprensión gramsciana tiene que transformarse en política, asumir el control del poder: “Los intelectuales deben ser gobernantes y no gobernados, constructores de ideologías para gobernar a los otros y no charlatanes que se dejan morder y envenenar por sus propias víboras” (1986, p. 117).

También aborda el papel de las élites intelectuales en el periodismo y en la generación de opinión pública. Siendo el periodismo la escuela de los adultos que utilizan el Estado, los partidos y las clases dominantes para el control de las conciencias, la élite revolucionaria debería según Gramsci (1984, p. 218) “después de cada progreso de clarificación y distinción: recrear la unidad [democrática sobre un plano político- cultural más elevado que el del periodo primitivo], destruida en el proceso de avanzada, en un plano superior, representado por la élite que desde lo indistinto genérico ha logrado conquistar su personalidad, que ejerce una función directiva sobre el viejo complejo del que se ha diferenciado y apartado”.

El poder que tienen las élites, concretamente sus minorías activas, en la generación de opinión pública, Gramsci (1999, p. 70) lo describe al explicar el proceso de formación de esas ideas en los cerebros individuales, dependiendo de su eficacia y capacidad de persuasión:

¿Y qué es lo que se mide? Se mide precisamente la eficacia y la capacidad de expansión y de persuasión de las opiniones de pocos, de las minorías activas, de las élites, de las vanguardias, etcétera, etcétera, o sea su racionalidad o historicidad o funcionalidad concretas. Esto quiere decir que no es verdad que el peso de las opiniones de los individuos sea "exactamente" igual. Las ideas y las opiniones no "nacen" espontáneamente en el cerebro de cada individuo; han tenido un centro de formación, de irradiación, de difusión, de persuasión, un grupo de hombres o incluso un individuo aislado que las ha elaborado y presentado en la forma política de actualidad.

Y continúa:

"Desgraciadamente" todos tienden a confundir su propio "particular" con el interés nacional y en consecuencia a encontrar "horrible", etcétera, que sea la "ley del número" la que decida; ciertamente es algo mejor convertirse en élite por decreto. No se trata por lo tanto de quien "tiene mucho" intelectualmente y se siente reducido al nivel del último analfabeto, sino de quien presume de tener mucho y quiere quitar al hombre "cualquiera" incluso aquella fracción infinitesimal de poder que él posee para decidir sobre el curso de la vida estatal. De la crítica (de origen oligárquico y no de élite) al régimen parlamentario (es extraño que éste no sea criticado porque la racionalidad historicista del consenso numérico es sistemáticamente falsificada por la influencia de la riqueza), estas afirmaciones triviales han sido extendidas a todo el sistema representativo, aunque no sea parlamentario y no forjado según los cánones de la democracia formal (1999, p. 71).

En varios de los procesos contrarrevolucionarios o de control del poder por parte de las clases dominantes, particularmente en América Latina, se presenta lo que Gramsci (1999, p. 40) define como el conjunto de las relaciones sociales de fuerza que causan fluctuaciones en la coyuntura política con un desenlace generalmente militar como factor determinante. Procesos que se truncan mediante el terror y la eliminación de su élite pensante y que tienen “por actores a los hombres y la voluntad y capacidad de los hombres” en los que “la situación permanece inactiva, y pueden darse conclusiones contradictorias: la vieja sociedad resiste y se asegura un periodo de "respiro", exterminando físicamente a la élite adversaria y aterrorizando a las masas de reserva, o bien incluso la destrucción recíproca de las fuerzas en conflicto con la instauración de la paz de los sepulcros, acaso bajo la vigilancia de un centinela extranjero.”

Coincidiendo con Lenin, Gramsci trata como sinónimos vanguardia y élite respecto a un partido político. Es el caso cuando se refiere a aquellos partidos que nacen en medio de procesos electorales, sin haber logrado constituirse en “una fracción orgánica de las clases populares (una vanguardia, una élite), sino un conjunto de galopines y mandaderos electorales, una colección de pequeños intelectuales de provincia, que representaban una selección al revés” (1999, p. 102). O cuando analiza la relación del Estado con la clase social que constituye su fundamento:

Y, sin embargo, el hecho de que el Estado-gobierno, concebido como una fuerza autónoma, haga refluir su prestigio sobre la clase que es su fundamento, es de lo más importante práctica y teóricamente y merece ser analizado en toda su extensión si se quiere tener un concepto más realista del Estado mismo. Por otra parte, no se trata de cosas excepcionales o que sean propias de un solo tipo de Estado: parece que puede incluirse en la función de las élites o vanguardias, por lo tanto de los partidos, en confrontación con la clase que representan. Esta clase, a menudo, como hecho económico (y tal es esencialmente toda clase) no gozaría de ningún prestigio intelectual y moral, o sea que sería incapaz de ejercer una hegemonía y, en consecuencia, de fundar un Estado. De ahí la función de las monarquías incluso en la época moderna, y de ahí especialmente el hecho, que se da especialmente en Inglaterra y en Alemania, de que el personal dirigente de la clase burguesa organizada en Estado esté constituido por elementos de las viejas clases feudales desposeídas en el predominio económico (junkers y lords) tradicional, pero que han hallado en la industria y en la banca nuevas formas de potencia económica, aun no queriéndose fundir con la burguesía y permaneciendo unidas a su grupo social tradicional (1999, pp. 194‒195).

Y en esa relación entre élites o vanguardias y partidos políticos diferencia dos tipos de partido: el constituido por élites cultas y el de masas. El primero, “constituido por una élite de hombres de cultura, que tienen la función de dirigir desde el punto de vista de la cultura, de la ideología general, un gran movimiento de partidos (que son en realidad fracciones de un mismo partido orgánico)”. El otro, “partido no de élite, sino de masas, que como masas no tienen otra función política que la de una fidelidad genérica, de tipo militar, a un centro político visible o invisible (a menudo el centro visible es el mecanismo de mando de fuerzas que no desean mostrarse a plena luz sino operar sólo indirectamente por interpósita persona y por "interpósita ideología"). La masa es simplemente de "maniobra" y es "ocupada" con prédicas morales, con aguijones sentimentales, con mitos mesiánicos de espera de edades fabulosas en las que todas las contradicciones y miserias presentes serán automáticamente resueltas y sanadas” (Gramsci, 1999, p. 327).

Pensador que confiere importancia esencial a la moral de esa vanguardia que sustenta al partido, no puede evitar tampoco formularse la pregunta que da vueltas en su cabeza: “¿puede constituirse sobre su base una élite que guíe a las multitudes, las eduque y sea capaz de ser "ejemplar"?” (Gramsci, 1999, p. 277).

Cuando reflexiona sobre El problema de la dirección política en la formación y desarrollo de la nación y del Estado moderno en Italia, Gramsci (1999, p. 385), cual si la pluma de Maquiavelo le inspirara, explica uno de los momentos cruciales de la lucha de clases entre élites en pugna por el control del poder político, para quienes no es suficiente la fuerza material, y descubre cómo, para lograr ese fin, la absorción de las élites del bando contrario es un buen recurso ya que en la práctica decapita al enemigo:

En este sentido la dirección política se convirtió en un aspecto de la función de dominio, en cuanto que la absorción de las élites de los grupos enemigos conduce a la decapitación de éstos y a su aniquilamiento durante un periodo a menudo muy largo. De la política de los moderados resulta claro que puede y debe existir una actividad hegemónica incluso antes del ascenso al poder y que no hay que contar sólo con la fuerza material que el poder da para ejercer una dirección eficaz: precisamente la brillante solución de estos problemas hizo posible el Risorgimento en las formas y los límites en que se realizó, sin "Terror", como "revolución sin revolución", o sea como "revolución pasiva" para emplear una expresión de Cuoco en un sentido un poco distinto del que Cuoco quiere decir.

En profunda cátedra de análisis dialéctico de los procesos revolucionarios europeos Gramsci (1999, pp. 401‒402) continúa descubriendo regularidades que se manifiestan en procesos similares cuando bandos opuestos pugnan por el control del poder, en los que las élites políticas juegan un papel determinante: el ejemplo de los jacobinos o de Cromwell y sus cabezas redondas forzando la situación y generando “hechos consumados irreparables”, obligan, en las revoluciones francesa e inglesa respectivamente, a sectores moderados de la clase revolucionaria a tomar medidas más radicales. Así los unos se impusieron en Francia como partido dirigente radicalizando a la burguesía aun en contra de lo que hubiera realmente querido, igualmente Cronwell en el proceso inglés: “el tercer estado era el menos homogéneo de los estados; tenía una élite intelectual muy dispar y un grupo económicamente muy avanzado pero políticamente moderado”.

También señala lo complejo que resulta la consolidación ideológica en un proceso revolucionario por parte de la nueva élite, las dificultades, luchas y recursos extremos que los jacobinos aplican en esa purga para deshacerse de lo que consideran nocivo para los objetivos de la revolución. Y justifica los métodos extremos utilizados por los jacobinos para la consecución de sus fines y también para evitar la contrarrevolución fortalecida en varios frentes, que en su parecer están en sintonía con el sentir de las masas que guían. Para Gramsci, esa era la alternativa jacobina para no ser vencidos y poder consolidar burocrática y militarmente la revolución a nivel nacional.

En Maquiavelo. Voluntarismo y garibaldinismo, Gramsci (1999, p. 112) expresamente se distancia de concepciones elitistas que circulan en su tiempo, con las que desde su barricada marxista no puede estar de acuerdo, concretamente aquellas que ensalzan y sobredimensionan, con pinceladas nietzschenianas, a las grandes personalidades. Señala también el riesgo al que se exponen ciertas élites intelectuales que se alejan de las masas populares cuando intentan sobreponerse a ellas:

Es preciso distinguir: una cosa es el voluntarismo o garibaldinismo que se teoriza a sí mismo como forma orgánica de actividad histórico-política y se exalta con frases que no son otra cosa que una trasposición del lenguaje del superhombre individuo a un conjunto de "superhombres" (…), y otra cosa es el voluntarismo o garibaldinismo concebido como momento inicial de un periodo orgánico a preparar y desarrollar, en el que la participación de la colectividad orgánica, como bloque social, se da en forma completa. Las "vanguardias" sin ejército de apoyo, los "arditi" sin infantería ni artillería, son también ellos trasposiciones del lenguaje del heroísmo retórico; no así las vanguardias y los arditi como funciones especializadas de organismos complejos y regulares. Lo mismo sucede con la concepción de las élites de intelectuales sin masa, pero no de los intelectuales que se sienten ligados orgánicamente a una masa nacional-popular. En realidad se lucha contra estas degeneraciones de falsos heroísmos y de seudoaristocracias estimulando la formación de bloques sociales homogéneos y compactos que expresen un grupo de intelectuales, de arditi, una vanguardia suya propia que reaccione en su bloque para desarrollarlo y no sólo para perpetuar su dominio gitanesco. La bohemia parisiense del romanticismo estuvo también en los orígenes de muchos modos de pensar actuales que sin embargo parecen ridiculizar a aquellos bohemios.

La inevitable realidad que los que mandan y los que obedecen coexisten en las sociedades por la división social del trabajo y por la desigualdad social que desde siempre ha existido entre los seres humanos, le lleva a plantearse el problema si es factible atenuarlo o hacerlo desaparecer. ¿Está considerando Gramsci (1999, pp. 175‒176) que no siempre será así?:

Primer elemento es que existen verdaderamente gobernados y gobernantes, dirigentes y dirigidos. Toda la ciencia y el arte políticos se basan en este hecho primordial, irreductible (en ciertas condiciones generales). Los orígenes de este hecho son un problema en sí, que deberá ser estudiado en sí mismo (por lo menos podrá y deberá estudiarse cómo atenuar y hacer desaparecer el hecho, cambiando ciertas condiciones identificables como actuantes en este sentido), pero sigue permaneciendo el hecho de que existen dirigentes y dirigidos, gobernantes y gobernados. Dado este hecho, habrá que ver cómo se puede dirigir del modo más eficaz (dados ciertos fines) y, por lo tanto, cómo preparar del mejor modo a los dirigentes (y en esto consiste más precisamente la primera sección de la ciencia y el arte políticos) y cómo, por otra parte, se conocen las líneas de menor resistencia o racionales para obtener la obediencia de los dirigidos o gobernados. Al formar dirigentes es fundamental la premisa: ¿se quiere que haya siempre gobernados y gobernantes o bien se quieren crear las condiciones en las que la necesidad de existencia de esta división desaparezca?, o sea, ¿se parte de la premisa de la perpetua división del género humano o se cree que ésta es sólo un hecho histórico, que responde a ciertas condiciones?

En varias reflexiones de sus célebres Cuadernos de la cárcel, si bien toma posición frente a ese problema fundamental de la teoría marxista, propugnadora de la igualdad social, lo deja como pendiente a ser resuelto por la praxis social futura:

Hay que tener claro, sin embargo, que la división de gobernados y gobernantes, si bien en último análisis se remonta a una división de los grupos sociales, todavía existe, dadas las cosas tal como son, incluso en el seno del mismo grupo, aunque sea socialmente homogéneo; en cierto sentido se puede decir que esa división es una creación de la división del trabajo, es un hecho técnico. Sobre esta coexistencia de motivos especulan aquellos que ven en todo sólo "técnica", necesidad "técnica", etcétera; para no proponerse el problema fundamental. Dado que incluso en el mismo grupo existe la división entre gobernantes y gobernados, hay que establecer algunos principios inderogables, y es también en este terreno donde se producen los "errores" más graves, donde se manifiestan las incapacidades más criminales, pero más difíciles de corregir (ibíd., p. 176).

En síntesis, haciendo un recuento, Gramsci aborda una amplia problemática analizada en cualquiera de las teorías de las élites: funcionalidad de la élite intelectual respecto a la económica y a las clases sociales cuyos intereses expresa, clara diferenciación entre élite y “clase política”, tipologización de las élites y jerarquías en ellas, la función ideológica como una de las fundamentales que cumplen los intelectuales orgánicos respecto a las clases, el papel de instituciones sociales concretas en la selección, preparación y reclutamiento de las élites, las complejas relaciones entre élites y masas, el rol dirigente de las élites en el aparato del Estado, el relevante papel de las élites al interior de los partidos políticos y su condición de guías y educadores de las masas y viceversa: el papel formador de élites por parte de los partidos, la necesidad de conversión de las élites intelectuales en políticas y su papel como generadores de opinión pública, la calidad de vanguardia partidista de las élites del poder.

Las reflexiones gramscianas que se dejan brevemente bosquejadas, sumadas a las de los otros teóricos anteriormente citados, justifican plenamente una teoría de las élites desde la perspectiva marxista, por su utilidad analítica para explicar y entender fenómenos sociales, no solo de la política sino de todas las esferas de la actividad social. Por ello, a los aportes teóricos de Gramsci, generalmente referidos a la ideología, al bloque histórico, la hegemonía, la sociedad civil o la revolución pasiva, entre otros, habría que agregar también el de las élites, directamente vinculado con todos los anteriores y a muchos problemas más, porque, como queda demostrado, es el primero de los clásicos del marxismo que plantea y analiza ampliamente varios de los problemas medulares de la teoría de las élites.

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