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Alucinar no cambia la realidad
Por Juan del Sur - Saturday, Mar. 24, 2018 at 5:21 PM
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La paradoja de las movilizaciones por los derechos humanos es que los que se ponen en primera fila son los más asesinos.

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Hay una película reciente, “Tres anuncios por un crimen” (así se llama en la Argentina), que trata acerca de una madre que decide sacudir la indiferencia de sus conciudadanos sobre la violación y el asesinato de su hija, que el tiempo va sepultando en el olvido sin que nada se avance en encontrar al o a los culpables.

En esa película hay una escena en que la madre le menciona al cura, que ha ido a presionarla a su casa, unas leyes que se aprobaron en algunos estados para combatir a las pandillas, que establecen que si alguien se une a ellas y se mueve con ellas, es culpable de todos sus crímenes, aun de los que no participó, y más, también de aquellos que no estaba ni siquiera enterado. La idea es que esas bandas adquieren su potencial de la masa de sus adherentes (y de quienes son indiferentes a los delitos que cometen, agregaría yo): la mujer echa al cura de su casa, por cómplice de los múltiples crímenes que comete su banda —la Iglesia— y que él incluso conoce, pese a lo cual permanece en ella. Crímenes que lo inhabilitan para erigirse en pontífice de la moral.

Representémonos ahora una escena absurda: los adherentes del partido nazi concurriendo a un acto de repudio al asesinato en prisión de los miembros de la Fracción del Ejército Rojo: colocándose en la fila de los deudos —políticos— en postura, incluso, de merecer las condolencias.

¡Es falsa su protesta!: usan esas muertes como arma arrojadiza contra la Justicia que condenó a sus líderes, o contra el gobierno, que aspiran a remplazar alguna vez.

Y ni siquiera suman a la movilización, sino que la desnaturalizan, porque ellos, los peores asesinos, se disfrazan con el ropaje de víctimas, o sea, hacen un embrollo en el cual quien no está avisado se ve despojado de medios para distinguir amigos de enemigos.

IMAGEN:
https://pbs.twimg.com/media/DZFCkQKW0AAtqnT.jpg

Volvamos a la Argentina: el peronismo en el gobierno ha sido —excluida la dictadura— el partido más represor y asesino de nuestra historia institucional. Sin embargo, en cada circunstancia en que la sociedad se moviliza por causas en que están involucrados los derechos humanos, ahí aparece en primera fila el peronismo como el más concernido. Cuando digo “el peronismo” hablo también de seres de carne y hueso, los peronistas, los prosélitos de Perón, en cuyos gobiernos hubo miles de asesinatos y secuestros seguidos de desaparición. Perón, el creador de la Triple A, el promotor de la Operación Cóndor, que organizó en febriles reuniones, en los pocos meses de su gobierno, con todos los dictadores del Cono Sur.

Esto es hegemonía: desde hace casi 75 años el peronismo es hegemónico, no se oxida, no se raya y no hay dato de la realidad que lo hunda sino por breves momentos: enseguida vuelve a emerger, resplandeciente ante los ojos de las masas.

Bueno —dirán algunos (muchos)—, por algo será: el peronismo tendrá sus defectos, incluso con referencia a los derechos humanos, pero fíjese como estábamos hace 75 años...

¡Claro, fijémonos! Pero fijémonos abriendo la mirada: cómo estaban, también, en Japón, Brasil, Noruega, España, Nueva Zelanda.

Esa mirada comparativa no les va a gustar a los peronistas: 75 años no han logrado hundir al peronismo, pero han hundido al país —A SU GENTE—, casi la mitad de la cual trabaja en negro, la educación que se les ofrece (a los de bajos recursos) es basura, la estructura productiva y la infraestructura es vetusta, la convivencia social se deteriora día a día.

Gran cosa la hegemonía peronista. Mientras dure, parafraseando a un poeta (peronista), habrá más olvido.

Y más penas.

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