La educación formal atentó contra nuestra identidad

La palabra identidad tiene aristas: se puede hablar de identidad nacional, identidad cultural, identidad sexual, identidad personal, entre otras. Suele decirse que la identidad es aquello que nos diferencia de un “otro”, un conjunto de rasgos propios de un individuo o de una comunidad. Pero ¿somos realmente libres de poner en práctica nuestras identidades?

04/10/2018

Desde la formación de los Estados, éstos se encargan de fortalecer una identidad nacional basada en un sentimiento de pertenencia a una sociedad que comparte, entre otras cosas, una historia, un territorio, creencias religiosas y costumbres culturales. Es así que “identidad nacional” e “identidad cultural” suelen usarse como sinónimos cuando en realidad no lo son. Sabemos que dentro de los países existen minorías culturales que cuentan con idiomas, creencias y costumbres que difieren con las del país donde habitan.

En el periodo 1871-1885, la escuela sarmientina se instauró con la idea de combatir la ignorancia y difundir la cultura general y cívica del país. Era una etapa en la que se debía conseguir un grado importante de cohesión social y si bien para muchos la asignación de contenidos específicos por parte del Estado es visto como un elemento de unión, también puede ser nocivo. El hecho que de exista un “modelo de argentino” puede – y de hecho lo hace – provocar exclusión. El fortalecimiento del ser nacional desfavorece al desarrollo de las identidades minoritarias.

En el caso específico de los pueblos originarios, según un estudio genético que demandó 12 años de investigación, se determinó que el 56% de los argentinos tenemos antepasados indígenas. Sin embargo perdimos nuestras identidades y es probable que uno de los motivos sea la presión ejercida a través de los años por todo el aparato estatal para que, de algún modo, olvidemos las diferencias y adoptemos la identidad de la supuesta mayoría. Se sabe que en las escuelas el uso de idiomas originarios era castigado físicamente: se sometía al alumno a arrodillarse en maíz por “tremenda falta”.

Las consecuencias que tuvieron esas censuras y prohibiciones en las personas, y por ende en la sociedad entera, son claras. Aquí encontramos una de las claves para entender la discriminación y las ideas que conforman el sentido común, referidas a los aborígenes y a los diferentes en general. De alguna manera el racismo fue legitimado en toda América y reflejado por su clase política, sus pensadores y sus científicos.

La escuela trajo beneficios: enseña a leer y escribir, a plasmar en un papel expresiones y así darlas a conocer, a advertir otros puntos de vista; pero a la vez moldea sin decirlo y excluye a los que no cayeron en las redes de la educación formal, a los que conocen más sobre hierbas medicinales que sobre matemáticas, a los que adquirieron sus valores a través de sus ancestros y no de un Estado nacional. Y así convenció.

Como castigaban por ser quienes éramos, por hablar como hablábamos, empezamos a imitar a los que se comportaban del “modo correcto”. Ya no nos relacionábamos con los que no querían ser civilizados, y cuando fuimos adultos y tuvimos hijos, les ocultamos a ellos su verdadera historia. No les ensañamos a hablar nuestras lenguas ¿para qué? Queríamos evitarles las torturas de la escuela por no hablar en cristiano. Más tarde nuestros hijos empezaron a hacer chistes despectivos sobre los analfabetos y cuando ellos se portaban mal les decíamos que no fueran “indios” o salvajes, que es lo mismo. Pero cuando fueron al secundario ellos comenzaron a avergonzarse de nosotros y no querían que fuéramos a su escuela. Nuestros nietos casi no hablan con nosotros, nuestras historias antiguas les parecen aburridas.

La educación en Argentina se dio así y no puede negarse que tuvo bondades pero ¿podría haber sido diferente? ¿Qué hubiera sido mejor? Hubiera sido mejor tener una escuela que enseñe a respetar, que diera herramientas para desarrollarnos, para expresarnos pero dentro de nuestras propias pautas culturales, que no instalara ideologías colonialistas y euro-centristas y que aceptara que no todos los habitantes de un territorio tenemos que ser iguales. Hubiera sido mejor enriquecernos con las sabidurías de otros antes que discriminarlos.

La escuela, al contrario de lo que hizo, tendría que haber enseñado que nuestros orígenes y religiones no tendrían que representar un límite para tener respeto por las costumbres y creencias ajenas. En una poesía,el sacerdote jesuita, lingüista y antropólogo español Bartomeu Melià evidencia: Felices ustedes, los a-n-a-l-f-a-b-e-t-o-s, los que no leen siquiera el ABC, los que no fueron acorralados por la civilización, ni marcados con las letras del amo, ni domados en una escuela, los que siempre han logrado pensar salvajemente, y no repiten de memoria como loros, en coros, los catecismos del estado de sitio,−niño, rápido, no pienses! –.

Si tuviéramos la libertad de saber quiénes somos, de hablar nuestras lenguas, de vivir regidos por nuestros propios valores y no por los que nos fueron impuestos, nuestro país sería un territorio más diverso y quizás con menos discriminación. Al mirarnos al espejo no tendríamos miedo de la imagen que nos devuelva, de que nuestros rostros nos delaten, y no renegaríamos de nuestros rasgos. Saldríamos orgullosos a la calle y luciríamos esa belleza que los medios, la escuela y el Estado niegan.

Fuente: http://comunicacion.unq.edu.ar/la-educacion-formal-atento-contra-nuestra-identidad/

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