Las calles y el peligro

Por Christian Ferrer
6 de diciembre de 2018

El arrancado de escarapelas

A mitad de noviembre, en apenas un par de horas, un grupo notorio por su inexistencia política –los ácratas– dio la nota del día, e incluso de la entera semana, a pesar de que su vida útil se consideraba extinta desde la década de 1930, lo que significa que nadie esperaba mucho de ellos últimamente. Ante incidentes tan asombrosos, sino insólitos, llegados a primera plana, surgió por un rato en ámbitos políticos y periodísticos la pregunta por el grado actual y real de peligrosidad de los anarquistas locales. Bien, ¿cuáles fueron los hechos informados? Se reducen a unos pocos daños efectivos y a otro poco de alteración del sueño eterno de los ya idos y de perturbación de la siesta de un vecindario porteño.

Fueron los siguientes: un petardo “fatto in casa” cuyo objetivo era despertar a un muerto del que pocos se acordaban y que estalló en las manos de quien lo manipulaba, y un morterete de los de reventón manufacturado según las instrucciones de algún tutorial, lanzado al jardín de la casa de un juez a quien difícilmente amedrenten este tipo de triquitraques de fiestas de Navidad y Año Nuevo. Los “atentadores”, según lo que pudo saberse, daban el porte del novato, sino del improvisado. No tenían en claro un plan de fuga ni tan siquiera una estrategia previa de borrado de huellas. No es exagerado decir que cualquier aprendiz urbano de sustracción de teléfonos celulares tiene más calle y mayor promedio de efectividad en sus propósitos, para no mencionar la conmoción pública que suscitaría el apedreo, por parte de ciudadanos entusiastas de un club de fútbol, de un micro que transportara jugadores del equipo contrario.

¿Son peligrosas, entonces, las ideas anarquistas? ¿Sólo lo son las personas involucradas en estos hechos, ahora presas y arriesgando una temporada quizás larga a la sombra? ¿Cómo ponderar todo esto? Ponderemos –a buscapiés tanto como a cohetes tronadores–. En mayo de 1910, una semana antes de los festejos del Centenario que congregó en Buenos Aires a una manada de dignatarios extranjeros, y al momento de debatirse en el Congreso Nacional la Ley de Defensa Social, el senador por la provincia de Entre Ríos Salvador Maciá Carbó expresó lo siguiente: “A mí me impresionan los documentos de los anarquistas, como aquel en que llaman al gobierno argentino ‘gobierno provisorio de la Nación’, así como el hecho, sucedido en las calles, de las escarapelas arrancadas a viva fuerza de las solapas del saco de los niños inermes e indefensos de las escuelas primarias”. No se diría que el arrancado de escarapelas, en caso de haber sucedido, pueda ser etiquetado como llamativa perturbación del orden público, como tampoco lo habrían sido los piquetes a la entrada de las carnicerías que los anarquistas organizaban de vez en cuando –los más eran vegetarianos–, o, ya más cercanamente en el tiempo, el pedido de independizar la Patagonia entera de la tutela del Estado argentino realizado por el libertario Osvaldo Bayer en 1995 y que le valiera una sesión parlamentaria donde se lo declaró “persona non grata”.

No todo fue, en aquel tiempo, falta de respeto y proclama –claro está–. Hubo lucha social intensa, y también, de parte de los anarquistas, atentados estériles y fallidos contra los presidentes Roca, Quintana, Figueroa Alcorta, De la Plaza e Yrigoyen –todos ellos calles o avenidas en la actualidad–. Y no cabe considerar el abalanzo de una bomba o el gatillado de armas de fuego como pertenecientes al mismo tipo de actitudes que plantarse frente a un comercio de venta de cadáveres de animales o reivindicar la autonomía de una región del país que en su momento fuera arrebatada a los así llamados “pueblos originarios”. Sin embargo, en la historia de los libertarios argentinos no fructificaron las cornucopias de granadas o de trabucos naranjeros –a eso hay que buscarlo, más bien, en épocas de golpes de Estado y de combates contra la guerrilla, o bien en las actuales disputas territoriales entre bandas de narcotraficantes–. Mucho más abundaron las acciones constructivas, hayan sido escuelas, bibliotecas, ateneos, periódicos o sindicatos, instituciones que no le hacen mal a nadie. No obstante, es tiempo perdido señalar los senderos que se bifurcaron o deslindar responsabilidades, pues lo cierto es que basta el resonar de un chasquido estridente en un cementerio para que sea resucitado el identi-kit del espantapájaros prêt-à-porter o el de la marabunta que un siglo atrás asolaba el panal burgués.

Algunas cabezas coronadas perdieron la vida por obra y mano de anarquistas, tal como lo recuerda, en el barrio de San Telmo, la calle Humberto I, y como también lo hacía, en el Abasto, la calle Sadi Carnot –hoy, Mario Bravo–, bautizada así cuatro días después de que el presidente francés fuera acuchillado en 1894, en tanto la antigua calle del Comercio fue rebautizada con el nombre del Rey de Italia al día siguiente de su asesinato en 1900. Pero fueron –esos actos– excepciones a la regla, y por el contrario, sirvieron mayormente para apretarle las clavijas al resto de los anarquistas, y también a otros, por si acaso. En el caso argentino, la Ley de Defensa Social, que concedió poderes al Ejecutivo para expulsar ipso facto a extranjeros “indeseables”, fue aprobada en junio de 1910 y tan sólo en la primera semana de su puesta en vigencia 50 anarquistas fueron desarraigados del país. Un año antes, el 1º de mayo de 1909, el coronel Ramón Lorenzo Falcón había ordenado a 100 policías descerrajar una cerrada descarga de fusilería sobre miles de manifestantes congregados en Plaza Congreso, y dado que las balas suelen atravesar carne y huesos, una decena de caídos jamás volvieron a levantarse. Siete meses después –noviembre, 1909– llegaría el momento del resarcimiento. Quien se decidió a vengar a los muertos tenía 18 años y se llamaba Simón Radowitzky.

La vía de acceso

Las aves pesadas, “presidenciales”, según se les llama, que descendieron sobre Buenos Aires a fines de noviembre transportaban las delegaciones concurrentes al G-20, una reunión de 20 caras no tan bonitas 20 y más teatral que efectiva, y tocaron tierra en el Aeropuerto Internacional Ministro Pistarini, el más importante del país. El objetivo de esa “cumbre” no era tan importante. Al fin y al cabo las actas que debían firmarse ya estaban más o menos resueltas o bien sus temas eran irresolubles. Pero dado que iban a amucharse tantos mandamases, más de un ministro del gabinete argentino debía estar nervioso. El pasaje arribó al centro de la ciudad –momentáneamente prohibida– a bordo de limusinas blindadas, que se corresponden con los carruajes de otrora que trasladaban a reyes, mariscales o monseñores, y para hacerlo recorrieron las avenidas Teniente General Pablo Riccheri y Teniente General Luis Dellepiane, la una continuación de la otra. La gente las conoce bajo el nombre englobante y habitual de “Autopista a Ezeiza”. Por cierto, el ministro Juan Pistarini, que da nombre al aeropuerto, también portaba rango de Teniente General. En verdad, basta echar una ojeada al mapa de la ciudad y la historia sepultada salta a la vista de quien quiera verla. Es cierto que el monstruo del olvido devora progresivamente a los hechos y hombres de la Historia, lo que no significa que bajo las baldosas no esté pegada la sangre seca de otros tiempos, incluso alguna que otra cicatriz no cauterizada del todo.

Considérense los nombres de calles mencionados. El general Luis Dellepiane era el Jefe de la Policía de la ciudad de Buenos Aires al momento de ocurrir los sucesos de la “Semana Trágica” de enero de 1919 (se cumplirán cien años dentro de un mes), y en su calidad de tal se ocupó de reprimir el alzamiento obrero de aquellos días, culminado con 1356 muertos (según datos enviados por el embajador norteamericano a Washington). El nombre de la avenida –Luis Dellepiane, simpatizante de la Unión Cívica Radical– fue decidido en 1965 durante el gobierno de Arturo Illia, siendo conocida antes bajo el nombre de “Camino de la Matanza”, no quedando en claro si el apodo respondía a sendas masacres de indígenas llevadas a cabo por Pedro de Mendoza y Juan de Garay, que además de calles porteñas resultan ser los fundadores de esta ciudad, o bien a posteriores exterminios de ganado salvaje o de perros cimarrones. En todo caso, tales hecatombes no pasaron desapercibidas: quedaron impresas en el habla de los lugareños hasta devenir en toponimia y más luego en rutina lingüística una vez extraviado el origen del nombre.

A su vez, el General Riccheri, en tanto Ministro de Guerra, fue el organizador de la guardia presidencial –el Cuerpo de Granaderos–, así como el introductor del servicio militar obligatorio en el país, de infausta memoria, y también el fundador de la Asociación Argentina de Boys-Scouts, una iniciativa simpática, aunque no tanto como robar la dentadura del General Manuel Belgrano –una avenida–, acto que Riccheri acometió durante la exhumación de los restos del prócer y que diera ocasión a un escándalo público. Y en cuanto a Juan Pistarini, en cuyo honor está bautizado el aeropuerto “de Ezeiza”, ¿no fue en su momento un general golpista y hasta vicepresidente de un gobierno militar de facto? Como todavía bien se lo recuerda, Ezeiza no es un nombre cancelado de la memoria dramática de este país. Fue allí que aconteció, el 20 de junio de 1973, la Batalla del Puente 12 entre las sempiternas facciones encontradas del peronismo en ocasión del arribo frustrado del General Juan Domingo Perón –calle céntrica hoy– al cercano aeropuerto. No se sabe a ciencia cierta cuántos murieron aquel día (¿15 muertos, 100 heridos?), pero sí se sabe que una de las personas allí presentes era Patricia Bullrich, la actual ministra de Seguridad Nacional, sólo que por entonces ella revistaba en un grupo guerrillero. Todavía en aquel año el aeropuerto y el Puente 12 estaban integrados al Partido de Esteban Echeverría, nombre que algunos reconocen por ser calle en el barrio de Belgrano y otros por haber escrito El Matadero, reputadamente la primera obra importante en la historia de las letras nacionales y de argumento tremebundo y sangriento. No, ningún nombre es inocente, aunque tenga calle, autopista o avenida.

Legajo

Si bien es cierto que el Coronel Ramón Falcón es recordado en los libros de historia por sus embates contra la clase trabajadora –como se le decía–, en especial los inmisericordes desalojos durante la huelga de inquilinos del año 1907 y la represión sangrienta en la Plaza del Congreso de mayo de 1909, y que además tenía a los anarquistas entre ceja y ceja, esas no fueron sus únicas arremetidas bélicas y también se había ganado otros enemigos, comenzando por la Unión Cívica Radical. ¿Acaso Falcón no tomó parte activa en la victoria de las fuerzas gubernamentales contra la Revolución de 1893 comandada por Hipólito Yrigoyen y Leandro N. Alem –calle y avenida actualmente–, quienes terminaron en presidio? ¿No fue Falcón el ayudante de campo del presidente Domingo F. Sarmiento –una larga calle– durante la campaña militar de 1873 que destrozó a las tropas del caudillo litoraleño Ricardo López Jordán en la Batalla de Don Gonzalo –100 muertos, precio de 100.000 pesos por la cabeza de López Jordán, a quien homenajean actualmente varias calles en distintos pueblos de Entre Ríos–? Al año siguiente, ¿no ofició él de teniente ayudante del General Julio Argentino Roca –una avenida– durante las operaciones militares gubernamentales que aniquilaron a las fuerzas rebeldes de los generales Bartolomé Mitre –nombre de calle y de plaza– y José Miguel Arredondo –calle en el Gran Buenos Aires– en la Batalla de Santa Rosa, con saldo de 500 muertos entre unos y otros? De ninguna manera puede considerarse que el Coronel Ramón Lorenzo Falcón haya sido exclusivamente un militar. También fue un hombre de la política –diputado y senador provincial incluso– que se entreveró en las trifulcas y desaguisados de las elites gobernantes de la Argentina de fines del siglo XIX y comienzos del XX, y como tal, ascendió y cayó según las vicisitudes de aquellas luchas. Además, y por añadidura, tomó a los anarquistas como enemigos de la autoridad, la suya y la de aquellos a quienes sirvió. Bien lo supieron los diputados y senadores nacionales cuando en enero de 1908 el presidente José Figueroa Alcorta –que tiene avenida– ordenó clausurar el Parlamento, orden cumplida por el jefe de la policía Ramón Falcón. Ningún legislador pudo ingresar, a pesar de gozar de fueros. Al jefe de la policía le bastó con anteponerles –humillantemente– una fuerza de 100 hombres del cuerpo de bomberos vestidos con uniforme reglamentario.

Los contraindicados

Las noticias que van dando cuenta de la emergencia y progresivos despliegues de movimientos sociales o de gremios y partidos políticos “resistentes” se deslizan desde la letra chica de las páginas interiores hasta recalar, eventualmente, en el tamaño mayúsculo del gran titular. La gradación del proceso no cambia en el caso de los formatos audiovisuales o informáticos. Una protesta primero, una huelga después, más luego el porcentaje de votos suficiente como para insertar un legislador nacional o dos provinciales en algún parlamento, y al fin una contundente manifestación en pleno centro de la ciudad. Son escasos los acontecimientos políticos de fuste que parecen surgir de la nada, aunque posteriormente puedan rastrearse las limaduras sueltas que confluyeron en el sólido imán o bien el clima de creciente y sordo malestar social que repentinamente se expresó en cacerolazos, múltiples cortes de calles o formidables actos plebiscitarios, como lo fueron la marcha del 17 de Octubre de 1945 –ya mítica– o la más cercana del 3 de junio de 2015 –Ni Una Menos–. O bien oleaje que va encrespándose en un río destinado a fluir en el mar, o urgentes círculos asociativos que van desprendiéndose de una onda de choque original. No es el caso de los anarquistas, cuyas inesperadas entradas en escena siempre se asemejaron al repentino eclosionar de un géiser. Así como comparecen, de inmediato desaparecen –como los fantasmas–. En un santiamén van directo a primera plana, si bien la primicia resulta ser casi siempre perecedera.

Quizás por ello, o porque su cuarto de hora había quedado muy atrás, o porque sus historias y leyendas no fueron transmitidas por la historiografía revisionista o marxista ni tan siquiera por los episodios “concientizadores” del canal televisivo paka-paka, o bien porque los periodistas suelen trabajar contra reloj y el tiempo es tirano, la cuestión es que los sucesos “anarquistas” del día 14 de noviembre pasado motivaron no solamente lecturas antagónicas de parte del periodismo especializado en política, sino también una confusa ensalada de datos históricos no-ciertos (llamémosles así). Los diarios Clarín y La Nación enfatizaron el rasgo aberrante de las dos intentonas fallidas, sobre todo su potencial amenaza al orden social, dicho esto en un país cuyos habitantes no parecen disfrutar del estado de cosas a menos que estén a punto de la ebullición o ya disparada por el aire la tapa de la cacerola. Por su parte, la prensa progresista o de izquierda trató los “atentados” como casos peculiares y aislados de “delirium tremens”, algo así como anécdotas borrosas de un trasnochar bizarro.

Por ejemplo, Horacio Verbitsky, director de la consultada publicación El Cohete a la Luna, y acerca del Coronel Falcón, escribió lo siguiente: “El 1º de mayo de 1909 ordenó abrir fuego sobre anarquistas, sindicalistas y socialistas que manifestaban cerca del Congreso en forma pacífica y se estima que hubo un centenar de muertos y otro de heridos”. El supuesto “pacifismo” de los manifestantes es discutible –aquellos anarquistas estaban furiosos–, pero el número de caídos resulta ser fantástico: los muertos fueron quince. Más fantasiosa es la cifra deslizada en esos días por Jorge Fontevecchia, el director del diario Perfil: “Sólo en el año 1892 se produjeron 1000 atentados anarquistas en Europa y 500 en Estados Unidos”. De paso, Fontevecchia les endosó a los anarquistas las muertes del Rey de Portugal y del Zar de Todas las Rusias, que en verdad fueron responsabilidad de republicanos, en un caso, y de populistas en el otro. La cantidad es inverosímil a menos que se computen también el prendido de estrellitas de fin de año más algunos disparos hechos al aire con pistola de plástico y munición de cebita. ¿Aún está activa, en el imaginario periodístico, la figura del “espectro” acuñada por Marx & Engels en la primera frase del Manifiesto Comunista ahora reencarnada en el espejo deformante del “niño anarquista” –indisciplinado y sin peinar–? Mucho más sugestiva –a la postre, policíacamente sugestiva– había sido la opinión publicada dos años antes en La Nación por uno de sus columnistas permanentes, Joaquín Morales Solá: “Los grupos anarquistas aparecen sólo de vez en cuando pero disponen de poder para desordenar el espacio público y para atemorizar a la mayoría pacífica”. Y agregaba: “Tienen dos casas en la Capital, una en la calle Brasil”.

“Sugestiva” –la opinión de Morales Solá–, y asimismo direccionada, puesto que inmediatamente después de haberse producido el estallido del explosivo en el Cementerio de la Recoleta y de no haber explotado el petardo lanzado a la casa del juez Bonadio, el antiguo local anarquista de la Federación Libertaria Argentina localizado desde hace 70 años en la calle Brasil fue visitado por la policía con orden de allanamiento. Y también se allanó una casa “ocupada” sita en la calle Pavón, en ese mismo barrio de Constitución, lugar donde fueron detenidas al menos diez personas. “Direccionado” –el señalamiento urbano de Morales Solá– porque es poco probable que un hombre que vive en el lujosísimo edificio Kavanagh frente a la plaza José de San Martín (a una cuadra de la calle ídem) acostumbre darse paseítos por el rasposo barrio de Constitución: correría el riesgo de serle sustraído el teléfono celular, amén de la billetera. Quizás tenga informantes –periodismo de investigación– entre las clases bajas, o bien entre quienes tratan con ellas.

En todo caso, su columna de opinión pretendía colaborar en la forja de una “estrategia de tensión” entre el gobierno y los opositores acérrimos, mediada por los servicios de seguridad, que por su parte sobreviven a todas las administraciones presidenciales y tanto sirven filet del bueno a los periodistas como también pescado podrido. Olvidaba Morales Solá que en la batalla de Pavón (la calle de la casa okupa que fue allanada), el fundador del diario en que trabaja, Bartolomé Mitre, siempre presente en las luchas fratricidas de antaño, fue el comandante de las fuerzas porteñas lanzadas en contra de las provinciales mandadas por el general Justo José de Urquiza, siendo ambos calles hoy, y hasta barrio en uno de los casos. Pero 1300 combatientes quedaron enterrados a la vera del arroyo Pavón. Y olvidados –para siempre–. Y no es lo mismo una sucesión de guerras civiles –con su correspondiente carne de cañón amortizada por adelantado– que un par de cucuruchos de pólvora con deficiente repulgue, por más intención desacertada que hayan tenido quienes pretendieron hacerlos detonar.

Maquiavelo

Cuando opositores a un gobierno –a cualquier gobierno– protagonizan una escaramuza callejera o ejecutan una acción aparatosa, la sapiencia de toda policía o servicio de inteligencia se juzga por su capacidad de hacer desviar el golpe a favor. Esto siempre fue así, también en Argentina, como ocurrió en 1956 durante la fallida insurrección comandada por el general peronista Juan José Valle –nombre de calle en nuestros días–, deficientemente preparada e infiltrada por todos los costados. En ocasiones, los servicios de inteligencia estimulan el golpe de mano, en caso de haber podido intercalar a uno de los suyos previamente. Eso permite no solamente minimizar el estropicio, también potenciar en la opinión pública una sensación de latente amenaza atribuible a ciertos grupos, por más gulliverianos o inverosímiles que sean. Pero si la respuesta de las fuerzas gubernamentales a una provocación o un desatino se vuelve desproporcionada, demasiadas veces se consigue el efecto contrario. Fue el caso de la decisión tomada en su momento por el Coronel Falcón: creer que se podía salir de safari sin tener en cuenta que un animal herido pero no sucumbido multiplica su peligrosidad. Decía Maquiavelo que si la policía no consigue mantener una distancia conveniente –un control de “frontera”–, puede aventar malestares que terminan transformados en tempestad. Una cosa es sembrar el temor y otra muy distinta incitar al odio. Por eso mismo un servicio de inteligencia eficaz ha de ser frío y calculador. Aquí la ideología está fuera de cuestión, como también lo está entre políticos –salvo para uso retórico–.

La alusión hecha por Joaquín Morales Solá a la “mayoría pacífica” que los anarquistas serían capaces de “atemorizar” es un tanto fabulosa, no ya porque actualmente dicha minoría demográfica carezca de poder alguno, sino porque las clases medias suelen sobresaltarse mucho más cuando ven las caripelas de la “famiglia” sindical y un tanto menos con las de la “familia judicial”. En cuanto a los vaivenes poliamorosos entre siglas políticas que se divorcian malamente para tener a bien rejuntarse en matrimonios de conveniencia, eso no parece incomodar a nadie. Tampoco les cambian la vida las cíclicas reyertas campales frente al Congreso que miran por TV. Piedra más, piedra menos, todos están habituados al minuet repetido desde hace años, así como a las barrabasadas de las barras bravas que a su vez reciben conchabo de parte de algunas de las facciones con representación parlamentaria. Ante tales espectáculos, y por cotejo, las hazañas de página policial de los anarquistas “históricos” son cosa del pasado, y sus manotazos actuales, poca cosa. Cierto es que en su tiempo los anarquistas eran el “elemento demoníaco” que asustaba a la prensa burguesa cuando se alzaban barricadas en los barrios “bajos”, pero de eso siempre se ocupó el monopolio legítimo de la violencia una vez que un gobierno recuperaba sus fueros o bien era sustituido por otro. El Estado, ante todo, garantiza el orden, no importa si liberal, socialdemócrata o populista. Faltaba más. Incluso aunque el gobernante de turno haga alardes de enfant terrible. ¿No le respondió Néstor Kirchner eso mismo a Joaquín Morales Sola, en una entrevista que le realizó en el 2007?: “Allá en el sur somos todos anarquistas, y yo también”.

Dado que en quince días más sucedería la reunión del G-20 en Buenos Aires, la reacción inmediata de la prensa, y la del gobierno, fue vincular las dos acciones “anarquistas” de mitad de noviembre con el subsiguiente evento, a pesar de que pronto quedó en claro que los objetivos de los perpetradores eran muy otros. La prevención sonaba desencaminada y el supuesto desafío al orden social, más bien ínfimo. Quienes sí disponían de tropa y medios para armar barullo en la zona del Microcentro o de Recoleta siempre fueron otras agrupaciones ya duchas en el oficio de copar calles, pero con ellos –movimientos sociales y partidos de izquierda– el gobierno negoció implícitamente –bajo cuerda– horarios, recorridos y hasta las modulaciones de los altavoces de la marcha de protesta “anticumbre”: resultó ser una manifestación “autorizada”. Y por cierto, “nada que lamentar” sucedió en ella. Aun comprendiendo que las fuerzas de seguridad argentinas debían auxiliar a los miles de guardaespaldas extranjeros que escudaban a tanto mascarón de proa –los dueños del mundo–, tampoco es que sean comparables los mutuos records criminales: una cosa es un par de anarquistas obsesionados con el nombre y la tumba de un muerto, y otra cosa los crímenes encargados por jefaturas de Estado.

Entre los retratados en la foto conjunta de asistentes al G-20 sobresalían los rostros del árabe saudita, el ruso de pura cepa, el chino han y el turco de Turquía, a los que se sumó el histriónico yanqui nacido y criado en Queens. En los últimos tiempos, cada uno de ellos fue noticia por motivos “escabrosos”. Uno mandó estrangular y disolver en ácido a un periodista exiliado, amén de permitir en su reino la decapitación de mujeres “adúlteras”; el otro ordenó hacer implosionar ex agentes de inteligencia suyos pasados a Occidente mediante inoculaciones de plutonio; el tercero hace abducir disidentes y los aloja en cárceles secretas o bien manda desplazar millones de habitantes de una región a otra con sólo chasquear los dedos; el cuarto encarceló a 50000 personas en el año 2016 y regularmente cañonea a kurdos y otros aunque estén ubicados allende las fronteras de su país; y el más notorio todavía tiene unos cien prisioneros estacionados en Cuba bajo duradero estado de excepción –sin juzgarlos– más flotillas de drones en busca de objetivos humanos escondidos en cuevas recónditas. Otros se dedican a mirar desde la costa de sus países cómo naufragan las balsas atiborradas de inmigrantes. Se trata de crueldades y sevicias que desde antiguo habilita la acumulación de poder y la ausencia de contrapesos internos o externos. A su lado, tres anarquistas argentinos no pasan de ser nenes de pecho a quienes se les secuestró, en los allanamientos, poco más que clavos miguelitos. No pretendo minimizar las intentonas sucedidas en el cementerio y en casa del juez, puesto que las contingencias de una explosión, por exiguas que sean, son impredecibles, pero es innegable que cualquier banda rosarina de narcomenudeo posee un arsenal bastante más nocivo, apto incluso para salir a conquistar tres planetas del sistema solar y algún que otro asteroide más.

Claro que no todos los asistentes a la cumbre porteña del G-20 eran demonios de la política mundial o bien inflexibles jefazos. Los más son demócratas de toda la vida y hasta hubo uno que se declaró feminista y otro que se dio un paseíto por librerías porteñas y hasta departió con escritores selectos a pesar de que su país se estaba incendiando, pero lo cierto es que sus presencias necesariamente prestaban cobertura a los crímenes de opresores y autócratas, del mismo modo que, en el ámbito de la representación de fuerzas electorales, las mayorías siempre legitiman a las minorías, y viceversa, pues no existen unas sin las otras. Y si bien en política internacional rigen el protocolo del cinismo y la cara de póker –la educada diplomacia–, justamente por eso nadie podrá alegar superioridad moral cuando los matones pulsen el botón del propio domicilio en el portero del edificio. Así como fue existente el año 1938, también lo fue 1939: “Paz en nuestros tiempos” siempre significó “Mañana habrá guerra”.

La cuestión, en el juego del poder, consiste en tenerlo o no tenerlo, y en ese juego algunos ganan y otros pierden, turnándose a veces, según la suerte, y sin que importe del todo el pasado de cada cual, aún si hubiese transcurrido a los tiros. Quien alguna vez fue “subversivo” y buscado vivo o muerto puede devenir eventualmente en jefe de policía, pues los tiempos “cambian” y las personas también, en general a conveniencia y otras veces por haber apostado “a ganador” –como se estila decir en el lenguaje de los burreros–. Piénsese en el comunista tártaro Félix Dzerzhinski, que hasta 1917 padeció cárcel a lo largo de once años, mayormente con grilletes en los pies y en condición de aislamiento, pero que en 1918 ya era jefe de la policía política rusa y uno más bien impiadoso, y en tanto tal pudo decir: “Se ha de inculcar en todos los ciudadanos la sensación de que pueden ser detenidos y fusilados en cualquier momento y por cualquier motivo”. Al morir, se le erigió una estatua de 11 toneladas de bronce frente a la sede de la policía secreta, que en 1991 fue derribada por la multitud a la caída de la Unión Soviética pero vuelta a instalar en el 2009 por orden de Vladimir Putin. Todo depende de los cambios de fortuna en el terreno de la política. También en Argentina: militares que participaron de golpes de estado entre gobiernos democráticos volvieron a las andadas apenas se les presentó la oportunidad, y durante los gobiernos encabezados por Ricardo Alfonsín, Carlos Menem y Néstor Kirchner antiguos miembros de la guerrilla pudieron asumir puestos significativos, entre ellos Patricia Bullrich, la actual Ministra de Seguridad Nacional. Es la llegada al poder, entonces, lo que borra o reescribe el pasado imperfecto de las personas –quedan justificadas–. Pero ha sido más bien raro encontrar anarquistas en tales posiciones. Suelen ser gente dura de cabeza. Para bien o para mal suyos, no cambian de ideas.

No pocos pistoleros y ponebombas, amparados en ideales de todos los colores, lograron alcanzar jerarquía de ministros, primeros ministros y hasta presidentes de sus países. En África son una plaga. En verdad, el listado es interminable. Hashim Thaçi, alias “Serpiente”, actual presidente de Kosovo, hace veinte años era el jefe del grupo guerrillero UCK (¿acaso no mandó asesinar a 5000 serbios?). Martin MacGuinness, hasta hace dos años viceprimer ministro de Irlanda del Norte fue antes el jefe militar del Ejército Republicano Irlandés –IRA– (¿no dio la orden de hacer volar por los aires a Lord Mountbatten, primo de la Reina de Inglaterra?). Menájem Beguín, que fuera primer ministro de Israel en la década de 1970 y hasta Premio Nobel de la Paz, ¿no era el jefe del IRGUN, responsable de la explosión que demolió un hotel en Jerusalén con 91 británicos adentro? Y así sucesivamente. En fin, ¿no fueron legión los caudillos alzados en armas durante las guerras civiles argentinas del siglo XIX que llegaron a ser gobernadores de sus provincias, una vez pasados a degüello sus rivales? Otros huyeron del campo de batalla como mejor pudieron. Prueba de ello es el propio Coronel Ramón L. Falcón, quien durante el alzamiento del gobernador bonaerense Carlos Tejedor –calle porteña hoy– contra el gobierno nacional, se sumó a los sublevados, siendo derrotado por las fuerzas del General Julio Argentino Roca y justamente por eso fue dado de baja del ejército. Pero como en política la rueda de la fortuna siempre está girando, tres años después el coronel retirado Falcón fue amnistiado, volviendo a la actividad para terminar su carrera y su vida como jefe de la policía de la Capital Federal.

Los inadaptados

La prensa de izquierda tendió a restar importancia al episodio de los estallidos, a pesar de que por un par de días los muros de las redes sociales se atiborraron de opiniones entre pasmadas y defensivas, emitidas por adherentes a la causa del populismo o a la de la “contestación”. Luego, sobrevino un silencio, como si el tema resultara irrelevante o bien inconveniente. Cuando los hechos en sí mismos, y dado que no pasaron “a mayores”, no fueron tomados como motivo de humor, se los centrifugó como actos propios de la “antipolítica” –la descalificación de bolsillo favorita de quienes están metidos “en política”–. Es algo entendible: ¿qué otra cosa puede hacer la gente que puja hacia un “adentro centrípeto”, sean oficialistas u opositores, cada cual con su discurso altisonante especifico, más que diferenciarse de los “afueras exógenos” donde pululan personajes “incontrolables”? De modo que los anarquistas que se pasaron “de la raya”, es decir del respetado límite retórico asentado en plazas públicas y redes sociales, fueron catalogados por unos y otros en el rubro de los “inadaptados”. ¿Pero inadaptados a qué?

¿No eran justamente esos rasgos diferenciales los que signaron los caminos vitales de Santiago Maldonado y Soledad Rosas, objeto de sendas películas, una con guión de Florencia Kirchner y la otra dirigida por Agustina Macri, y estrenadas pocos meses atrás? Santiago Maldonado era mochilero, era vegetariano, era hacedor de tatuajes, hacia pinturas en murales de la calle, era auxiliador de la causa de unos indígenas patagónicos que pocos tenían en cuenta. Está muerto. Soledad Rosas era desafiante, era ecologista, era vegetariana, vivía en una casa okupada, le sacaba el dedo a toda autoridad. Está muerta. En su momento, el caso de Soledad Rosas le pasó desapercibido a la cultura de izquierda local, no así el de Santiago Maldonado, si bien por razones que no concernían primordialmente a sus ideas libertarias. En vida, los hubieran considerado, en el mejor de los casos, personas políticamente inofensivas, casi simpáticas, o bien “equivocados”, como a veces se dice de la generación del ʻ70: gente bienintencionada que siguió métodos erróneos.

La bifurcación de caminos entre los libertarios y el resto del abanico jacobino responde a motivaciones históricas, programáticas y estratégicas. Históricas, porque el marxismo y sus laterales barrieron las ideas libertarias bajo la alfombra, hasta que fueron barridos ellos también. Los peronistas solían rescatar la tradición de lucha de los sindicatos anarquistas, pero lo hacían cuando no estaban en el poder, cuando no tenían ni una intendencia –por proscripción–. Para los historiadores el pasado libertario es tema muy específico. Los radicales ya ni se acuerdan que alguna vez acostumbraron alzarse contra “el orden establecido” –el de los otros–. Proyectualmente, anarquistas y oposición de izquierda no aspiran a lo mismo. Unos quieren forzar –en comicios– la puerta de entrada a la pirámide; los otros, dejar un hueco donde está emplazada desde siempre. En otras palabras, de la lógica y la logística “de la política” los anarquistas están del lado de afuera. Y en cuanto a los manuales de estrategias y tácticas, el componente libertario en las luchas sociales opera como elemento fértil de improvisación y desorden y no se lleva bien con la disciplina, las reconversiones partidarias o con alguna forma de capitalismo “en serio”. Una posible compatibilidad de troqueles –conjetural–, chirriaría antes siquiera del intento.

“Chambones” y “lúmpenes”: otras de las caracterizaciones escuchadas a mitad de noviembre. “Ridículos” –también–, como esos veganos que por las mismas fechas hicieron su numerito frente a la pizzería Guerrín y la parrilla La Churrasquita. Risibles, entonces. O, para decirlo en términos clásicos, enfermos de infancia. Era eso lo que Vladimir Lenin dijo al inicio de la Revolución Rusa acerca de los apresurados (“El izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo”): gente que no acepta transitar las etapas imprescindibles en el proceso de transición del capitalismo al capitalismo (de Lenin a Putin). Lo “serio”, en política local, es pujar por obtener bancas parlamentarias para la izquierda, pactar con eclesiásticos algún movimiento de pinzas envolvente, rejuntar a todos y todas en un frente de enfrentados a fin de reconquistar el poder perdido. En un contexto así, los anarquistas son poco menos que leprosos: no se los reconoce como miembros de la familia “política”.

Para el gobierno, las cosas son más sencillas. Un golpe así –detenciones, allanamientos, imputaciones, muy probables condenas–, dado a contrincantes inexistentes –unos pocos moscardones– tiene como función no tanto tranquilizar a los pasajeros miembros de G-20 sino enviar un mensaje a los “grupos de la calle”, sobre todo concitar adhesiones e inmovilizar momentáneamente las tendencias centrífugas del electorado, ya un poco molesto por demás con los aumentos de tarifas y la falta de resultados, en momentos además en que se están abriendo las gateras de la carrera electoral. El costo es mínimo para los gobernantes y además nadie quiere ser confundido con un anarquista. Más aún, señalar el delirio inconducente de los actos ácratas significa combatir lo que es propio de las masas argentinas: su tradicional e incorregible tendencia al desorden cuando se pierde el respeto por la autoridad presidencial. No, entonces, el anarquismo de la multitud, sino su carácter “anárquico”. Alguna vez el ex presidente De la Rúa tuvo que anoticiarse de esto.

Lo cierto es que los movimientos políticos pagan caro sus errores como también lo hacen los gobiernos cuando recurren a fórceps para imponer políticas públicas. Justamente en aquel fatídico día 1º de mayo de 1909 que terminó con 15 muertos, 100 heridos y 800 detenidos iba a entrar en vigencia un nuevo Código de Penalidades Municipales sancionado por el Concejo Deliberante de Buenos Aires, que establecía la obligatoriedad para todos los obreros que tuvieran un oficio “móvil” de portar consigo una cédula de identidad “dactiloscópica”, incluyendo carreros, mozos de cordel y prostitutas. También entraba en vigor la pena de dos días de arresto para quienes prendieran la mecha de cohetes explosivos o bombas de estruendo en sitios públicos. Los cementerios estaban incluidos en el decreto. Habría sido sensato que la pareja que pretendió dañar o deteriorar la tumba del coronel Falcón, antes de proceder, hubiera observado atentamente el conjunto escultórico en lo alto de ese sepulcro, coronado por una enigmática esfinge, que al lanzar sus inquisiciones oraculares no hace diferencias entre audiencias de policías o de anarquistas.

La avenida 17 de Octubre

El Coronel Ramón Falcón está enterrado en el antiguo Cementerio del Norte, llamado en nuestros días “de la Recoleta”. Frente suyo está la tumba de Juan Alberto Lartigau, su secretario personal, quien murió en el atentado del año 1909. Una larga calle de la Capital Federal recuerda a quien fuera jefe de la policía, y también lo hacía, hasta el año 2011, la escuela de cadetes de la policía, dado que Falcón fue el primero de todos los cadetes que egresó de allí, en el siglo XIX. No tiene calle Lartigau, pero sí se le colocó su nombre a un pueblo del partido bonaerense de Coronel Pringles, quien, por cierto, allá por 1830 murió de un pistoletazo que le acertó un oficial de Facundo Quiroga, a su vez enterrado en el Cementerio de la Recoleta y en forma vertical: descansa de pié en su ataúd. Los manifestantes que murieron por orden del Coronel Falcón fueron a parar al camposanto de la Chacarita, donde culmina la vida de los pobres de la Capital Federal, en tanto Simón Radowitzky yace para siempre en un cementerio municipal de México, su último lugar de destierro, puesto que había pagado un alto precio por el atentado cometido contra Falcón: presidio de por vida en la isla de Tierra del Fuego con veinte días de aislamiento absoluto en su celda cada vez que se cumplía el aniversario del atentado. Pasados veinte años, en 1929, el presidente Hipólito Yrigoyen, que alguna vez padeció un intento de asesinato por parte de un dentista anarquista, lo indultó, pero a la vez lo condenó a no pisar tierra argentina nunca más. Es por ello que, luego de trabajar por años en una fábrica de juguetes y antes en la legación uruguaya, Radowitzky murió en Ciudad de México. En la placa de su lápida están escritas estas palabras: “Aquí yace un hombre que luchó toda su vida por la libertad y la justicia social”. Todo esto ya es historia.

Pero la Historia no trata de la misma manera al caído que al aún poderoso. Quiso el destino, en este mes de noviembre pasado, que la ministra a cargo de la seguridad nacional fuera Patricia Bullrich, hoy en este gobierno, antes en otro, pero siempre emparentada directamente con apellidos de familias que en otro tiempo eran llamadas “gente principal de la ciudad”, tales como los Luro y los Pueyrredón, que son sus segundos apellidos. Un barrio porteño recuerda a esta última rama familiar, y también lo hacen, en el Barrio Norte, la importante calle Juan Martín de Pueyrredón, en su tiempo Director Supremo de las Provincias Unidas del Río de la Plata, y en Caballito, la calle Honorio Pueyrredón, quien fue ministro de Relaciones Exteriores y también de Agricultura, en tanto en el barrio de Parque Avellaneda está la calle Prilidiano Pueyrredón, el hijo de Juan Martín. De la familia Bullrich queda en Buenos Aires el nombre del fundador de la dinastía asociado a un conocido shopping ubicado entre las zonas de Recoleta y el Retiro, mucho antes sede de una casa de remates de propiedades rurales. Y también es Bullrich el nombre de una avenida palermitana: la Avenida Intendente Adolfo Bullrich, que hasta 1955 se llamaba Avenida 17 de Octubre, fecha de los fastos peronistas clásicos [1]. El nombre se cambió el día 12 de octubre de 1955. Veinticinco días antes, el 17 de septiembre, el presidente electo en ejercicio, el General Juan Domingo Perón, había sido echado del puesto por un golpe de estado. Todo vuelve. Pero por comparación a tanta veneración y cortesía onomástica para con los unos y los otros, los anarquistas –gente de calle–, resultan ser poco menos que huérfanos.

fuente: https://www.portaloaca.com/historia/otroshistoria/14089-argentina-las-calles-y-el-peligro-christian-ferrer.html

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