Caso único: «Yo lo Cagué a Chabán»


Caso único: «Yo lo Cagué a Chabán»

Por Rubén Bocasucia
Para ir al pub Einstein había que bajarse en la estación del subte llamada Facultad de Medicina (línea D) y caminar por avenida Córdoba algunas cuadras. Unos 20, 30 metros antes de llegar al cruce con la avenida Pueyrredón, sobre la mano derecha, había una especie de porche, un garage pequeño. Alguien tenía que indicarte previamente el camino porque si no, era imposible descubrir esa cueva under. Entrando en el porche y a la derecha, se asomaba una escalera angosta y empinada que te llevaba al primer piso; escalera que, generalmente, estaba bloqueada u obstruida por pedazos de tronco de árbol o ramas gruesas. Sobre la madera se podían leer anuncios de quién tocaba esa noche: «Hoy Sumo» ó «Hoy Geniol con Coca» ó «Hoy Soda Stéreo», pintado con pintura de diversos colores. Era la manera que tenía Chabán de recibirte en su boliche, Einstein, apenas un departamento viejo al que le habían volteado un par de paredes. El muy turrito disfrutaba ver desde arriba, al final de la escalera, las piruetas que hacía la gente para poder subir, esquivando los cachos de tronco, trepando como verdaderos montañeses. Cuando uno llegaba al final de tal aventura rupestre, era como que hasta estaba más propenso a pagar la entrada. Más fatigado, más hecho pelota.
Transcurría el final de la primavera del ‘83. Los milicos ya se estaban yendo del gobierno, la democracia todavía no había llegado. Los Violadores tocaban tres domingos seguidos en Einstein. La entrada oficial (una característica de todo boliche de Chabán) siempre carísima. Para gente tan rata como nosotros (los 8 ó 9 punks que íbamos desde La Plata colados tanto en el tren como en el subte) no quedaba otra opción: lukear, es decir, mendigar monedas por la zona un buen rato (en Baires la gente tiene plata), hacer una vaquita, resignar las consumiciones y llorar lastimosamente en la escalera hasta que el jeque Chabán se pudriera de vernos ahí, bloqueando el acceso de sus potenciales clientes-víctimas y nos dejara pasar por lo que habíamos juntado.
Los dos primeros domingos noté algo curioso que Omar Emir ya venía implementando desde hacía un tiempo: la gente pagaba, entraba y recibía una hoja de un libro que después en la pequeña barra, canjeaba por un trago. Traté de ver qué libro deshojaba Chabán en la puerta pero era muy difícil: en Einstein había tan poca luz que más de una vez a Katja Alemann (la mujer de Chabán, tan alta y fornida) la confundías con un travesti arrabalero. La idea de deshojar un libro a manera de talonario de entradas podía interpretarse de dos maneras:
1) algo para fomentar la lectura.
2) una forma de romper disimuladamente libros.
Porque conozco algo de la personalidad cínica y enferma de Chabán, me inclino inevitablemente por la segunda.
¡Pero qué grande fue mi sorpresa cuando el tercer domingo violador, el libro que «moría» deshojado en la entrada, era la guía telefónica de la desaparecida ENTel! ¡Una papita! Le pedí salir un segundo a comprar cigarrillos en el kiosko-almacén de al lado y cuando fui, le manguié la guía telefónica a la mina que atendía. En un descuido visual de ella, arranqué un buen toco de hojas que escondí en mi campera negra de cuero y volví a Einstein. Cuando se las mostré a mis amigos se les hizo agua la boca (más que agua, alcohol). Pelé hojas, fuimos a la barra y pedimos esos tragos caros, imposibles: Whiscola, Tíamaría, Vodka con Menta, licor Pineral, etc. Parecíamos unos consumidores. Hicimos un brindis todos juntos y justo empezaron a sonar Los Violadores, con dos guitarras crudas y potentes (Stuka y Hari B.) y un cantante, Pil-Trafa, que con el tema «Viejos Patéticos» dio por iniciado un recital inolvidable de más de una hora.
Esa noche habría una 100 personas en el lugar, que puede no parecer mucho, pero para lo chiquito que era Einstein era suficiente para que el lugar reventara; había que pedir permiso hasta para respirar. Después de darles varias hojas a cada uno de mis amigos, me zambullí en el pogo a bailar. Cada 3 ó 4 temas, me iba hasta la barra todo transpirado y me tomaba un trago de un saque. A los 20 años no hay borrachera que te tumbe, pero yo a esta altura de la noche ya estaba medio loco, medio hecho mierda, porque por lo general cuando viajábamos a Capital, tomábamos previamente 3 ó 4 Tamilán (anfetaminas) como para no pestañear toda la noche. Speed a full.
De tantas veces que fui a la barra, el chabón que atendía (obvio) me empezó a preguntar si ya no había utilizado la consumición de la entrada; entonces empecé a ir para el lado donde atendía la minita que como estaba medio fuertonga, se llenaba de gente y no registraba nada, atendía como loca.
Transcurría el recital y ahora los que venían a manguear hojas de guía telefónica eran varios punkis de Bs. As. que en el medio del pogo se habían enterado de la historia. Repartiendo hojas me sentía como Robin Hood en los bosques de Sherwood, como Evita con la justicia social en las manos. Mucha gente andaba alcoholizadamente feliz por el lugar y lo único lamentable fue un chabón que de tan borracho y tanto salto, se largó a vomitar en el corazón del pogo y nos salpicó un poco a todos. ¡Y bué! si te gusta la calle y la noche… ¡bancatelás! Hasta Federico Moura se puso a bailar sobre la mesa en la que estaba sentado junto a sus hermanos. Uno de mis amigos, el Gato, se desmayó sobre la batería de Gramática (el escenario de Einstein era una pequeña tarima de unos 20, 25 centímetros de alto) y el recital se paró unos minutos hasta que la armaron de vuelta. El Gato se quedó dormido al lado de la batería y recién lo despertamos cuando nos fuimos. Aproveché la pausa para ir al baño (baño único, grande, con bañera) y era prácticamente una orgía. ¡¡Eeeeesssaaaaa!!
Toda la movida sucedía en una atmósfera bastante densa: entre el olor a transpiración, el humo de los cigarrillos y el hecho de que las persianas metálicas estaban soldadas a los marcos (para evitar que la gente se cole trepando por las paredes que daban a la calle) se generaba, por instantes, un baho bastante nauseabundo. En un momento lo veo a Pil con una peluca larga puesta en su cabeza (¿?). Era el último tema, el cover de «El Extraño de Pelo Largo», canción de La Joven Guardia pero en versión punk; tema en el que se burlaban de los hippies-patchouli-sucios (¡Todo fue un engaño!). Cuando al final prendió fuego la peluca y la arrojó, tuvo tan mala suerte que le cayó a un chabón gordito en la espalda. Por suerte se la apagaron enseguida como pudieron y sólo se quemó un poco la remera.
¡Cómo habrá sido la noche que antes de los bises, la parejita que atendía la barra anunciaba que no vendían más nada porque se había terminado todo el alcohol! Fue un saqueo atomizado y silencioso. Cuando bajábamos la escalera, pasadas las cuatro de la madrugada, lo saludamos efusivamente a Chabán y le dijimos varias veces gracias (al otro día habrá entendido por qué). En la vereda, como siempre, había una docena de gays tirando onda, esperando levantar algún chongo-punk adolescente; varios lo lograban.
La vuelta a La Plata fue una odisea memorable: caminando como podíamos hasta Constitución, en la estación nos confundimos de tren y fuimos a parar a Ranelagh, donde nos despertó el sol en la cara y una tormenta en el interior de nuestras cabezas. Pero en nuestros rostros teníamos una sonrisa de oreja a oreja, como pequeños Alex en La Naranja Mecánica, pero claro, del tercer y último mundo.
Debe haber sido esta una de las pocas veces que alguien lo cagó a Chabán. El turco como actor, siempre fue un fracasado, pero para los negocios y la rapiña era y es un profesor. Todo lo que había leído y estudiado sobre Séneca, Shakespeare o Pirandello, lo utilizaba para chamuyarte, seducirte y así saber cuánto dinero tenías en el bolsillo, lo que lo posicionaba en inmejorables condiciones para la discusión, el tironeo, el garroneo por entrar. Transformaba la puerta de entrada en su escenario más miserable. Fue el primer tipo al que le vi hacer algo que nadie, hasta ese momento, hacía: fraccionar el recital. Por ejemplo, si la entrada valía 10 pesos y uno tenía sólo cuatro, el chabón te sacaba automáticamente la cuenta de cuántos temas te correspondía presenciar y te los vendía; y no entrabas antes ni loco. ¡Conozco gente a la que llegó a venderle los bises de un recital! Un negrero, un verdadero hijo de Greenbank.
Hoy, cuando veo a toda la sociedad debatiendo preocupada la voracidad de tus negocios, por momentos no lo puedo creer. Pero miro para atrás y no me sorprende a lo que llegaste. Hiciste carrera, ameritaste condiciones. Del underground a las inversiones off-shore. La famosa «movilidad social ascendente», que tiene como finalidad última, premiar al rey de los cagadores.
Por eso, ojalá te embarguen y te saquen toda tu fortuna por la masacre de Cromañón; porque ese dinero es de los fans que explotastes durante más de dos décadas. Y ojalá te pudras en un calabozo frío, húmedo y sucio. Te lo merecés y mucho, porque cuando el under era protesta y pasión, vos sólo veías rentabilidad para tus chanchuyos.
Vampiro.
Asesino.
Pero yo sé que tu fortuna debe estar bien escondida y a resguardo, y también sé que antes de fin de año (¿después de las elecciones de octubre?) vas a salir: tenés muchos contactos, muchas influencias, mucho poder. Y además, la justicia en este país está muy podrida.
No importa: en las calles empedradas de cualquier barrio porteño, en cualquier esquina, ahí donde la luz ya no llega, habrá 192 hojas esperándote, hojas metálicas, metálicas y sedientas, sedientas y filosas, filosas y frías; 192 hojas de más de 10 centímetros dispuestas a hacer verdadera justicia con un payaso tan triste, tan maldito, tan ruin como vos.

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