“Del error se aprende”, dice Gustavo Cordera en un reportaje que publica infobae.com*: ¿cuántas veces más habrá que escuchar o leer esta majadería?
Infinitas veces. Toda la vida.
Porque la mayoría de las personas habla sin pensar lo que está diciendo. Repite frases hechas, clichés: “mínimo no imponible”, “no se escucha bien”, “cómo va a estar el clima esta semana”, “pueblos originarios”, “la profesión más antigua del mundo”, “desaparecidos”, “pobre pero honrado”. Y así siguiendo.
Algunas de las barbaridades son ideológicamente inocentes. Pero ninguna es inocua, porque todas permiten que en los grupos neuronales se asienten juicios que corrompen sus lógicas.
Esto de que “del error se aprende” ha calado hondo hasta en la mismísima pedagogía —me consta—, así como, por ejemplo, lo del “mínimo no imponible” está también en la boca de los funcionarios y de los especialistas en el área respectiva.
Las bestialidades, así como las religiones, anidan aun en cerebros que en algún aspecto de la realidad tienen un ganado renombre. Pero esas parasitosis dependen de hábitos, de ideologías, y también de la negligencia culposa sobre la responsabilidad social ínsita en lo que decimos y hacemos.
Bien, termino: de los errores no se aprende nada. De los aciertos, sí, porque, aunque no sepamos por qué, sí sabemos cómo hacer algo y obtener el resultado buscado.
Podemos aprender, pero no del yerro en sí, sino de la reflexión acerca de las premisas y las acciones que nos condujeron a él. Sin esa reflexión podríamos seguir experimentando fracasos y no dar nunca con el camino correcto.
Bueno, vuelvo a Cordera. Es un tipo inteligente y, ya ven, se descuelga con esa liviandad sobre los errores. (Mucho peor es su cerval retractación sobre sus dichos en aquella clase-simulacro, que eran básicamente correctos para algunas mujeres, según está copiosamente documentado en la bibliografía psicosexual.)
Pero sucede que todos estamos muy presionados en un mundo en que los que mandan quieren que seamos idiotas.