Fuck Off Google – Comité Invisible

Texto extraído de la obra “A Nuetros Amigos”
2014

A Nuestros Amigos Comite Invisible


Pawo Wróbel
2020

1. Que no hay “revoluciones Facebook” sino una nueva ciencia del gobierno, la cibernética.
2. ¡Guerra a los smarts!
3. Miseria de la cibernética
4. Técnicas contra tecnología.

1. La genealogía no es muy conocida, y sin embargo amerita serlo: Twitter proviene de un programa llamado TXTMob, inventado por activistas estadounidenses para coordinarse por teléfono celular durante las manifestaciones contra la convención nacional del partido republicano en 2004. Esta aplicación habría sido utilizada entonces por unas cinco mil personas para compartir en tiempo real información sobre las acciones y los movimientos de la policía. Twitter, lanzado dos años más tarde, fue también utilizado para fines similares, en Moldavia, por ejemplo, y las manifestaciones iraníes de 2009 popularizaron la idea de que era la herramienta necesaria para la coordinación de los insurrectos, particularmente contra las dictaduras.
En 2011, durante los motines que golpeaban a una Inglaterra que todos pensaban eternamente impasible, algunos periodistas fabularon lógicamente que el tweet había facilitado la propagación de los disturbios desde su epicentro, Tottenham. Resultó que, para su comunicación, los amotinados se habían más bien inclinado por los BlackBerry, teléfonos protegidos puestos al día para el top management de los bancos y las multinacionales y de los cuales ni siquiera los servicios secretos británicos tenían sus claves de desciframiento.
Por otra parte, un grupo de hackers pirateó el sitio de BlackBerry para disuadirlo, tras el golpe, de cooperar con la policía. Si Twitter, en esa ocasión, permitió una autoorganización, fue más bien la de las hordas de barrenderos-ciudadanos, que trataban de limpiar y reparar los daños causados por los enfrentamientos y los saqueos. Esta iniciativa fue retransmitida y coordinada por CrisisCommons: una “red de voluntarios que trabajan juntos para construir y utilizar herramientas tecnológicas que ayudan a responder a los desastres y a aumentar la resiliencia y la respuesta ante una crisis”. Un periodicucho de izquierda francés comparó en ese entonces tal iniciativa con la organización de la Puerta del Sol durante el movimiento llamado “de los indignados”.
La amalgama puede parecer absurda entre una iniciativa que pretende acelerar el retorno al orden y el hecho de organizarse para vivir varias miles de personas sobre una plaza ocupada, a pesar de los asaltos repetidos de la policía. A no ser que sólo se vean aquí dos gestos espontáneos, conectados y ciudadanos. Los “indignados” españoles, al menos una parte no despreciable de entre ellos, pusieron de relieve, desde el 15M, su fe en la utopía de la ciudadanía conectada. Para ellos, las redes sociales informáticas habían no sólo acelerado la propagación del movimiento de 2011, sino también y sobre todo colocado las bases de un nuevo tipo de organización política, para la lucha y para la sociedad: una democracia conectada, participativa, transparente.
Siempre acaba siendo lamentable, para unos “revolucionarios”, compartir tal idea con Jared Cohen, el consejero en antiterrorismo del gobierno estadounidense que contactó e impulsó Twitter durante la “revolución iraní” de 2009 con el fin de mantener su funcionamiento ante la censura. Jared Cohen coescribió recientemente con el exjefe de Google, Eric Schmidt, un libro político escalofriante, The New Digital Age. En él se lee desde la primera página esta frase bien formulada para mantener la confusión en lo que se refiere a las virtudes políticas de las nuevas tecnologías de comunicación: “Internet es la más vasta experiencia que implica la anarquía en la historia.”
“En Trípoli, Tottenham o Wall Street, la gente ha protestado contra el fracaso de las políticas actuales y la falta de posibilidades ofrecidas por el sistema electoral… La gente ha perdido la fe en el gobierno y las demás instituciones centralizadas del poder… No existe ninguna justificación viable para que un sistema democrático limite la participación de los ciudadanos al solo hecho de votar. Vivimos en un mundo en el que personas ordinarias contribuyen en Wikipedia; organizan en línea manifestaciones en el ciberespacio y en el mundo físico, como las revoluciones egipcias y tunicinas o el movimiento de los indignados en España; y estudian minuciosamente los cables diplomáticos revelados por WikiLeaks. Las mismas tecnologías que nos permiten trabajar juntos a distancia crean la promesa de que podemos gobernarnos mejor.”
No es una “indignada” quien habla, o si lo es, hay que precisar que lleva mucho tiempo acampando en una oficina de la Casa Blanca: Beth Noveck dirigía la iniciativa para el “Open Government” de la administración Obama. Este programa parte de la constatación de que la función gubernamental consiste, a partir de ahora, en la puesta en relación de los ciudadanos y la puesta a disposición de la información retenida en el seno de la máquina burocrática. Así, para la alcaldía de Nueva York, “la estructura jerárquica que se basa en el hecho de que el gobierno sabría lo que es bueno para ustedes ha caducado. El nuevo modelo para este siglo se apoya en la cocreación y la colaboración.” Sin ninguna sorpresa, el concepto de Open Government Data fue elaborado no por políticos sino por informáticos —fervientes defensores, por otra parte, del desarrollo del software open source— que invocaban la ambición de los Padres Fundadores de los Estados Unidos: que “cada ciudadano tome parte en el gobierno”.
El gobierno, aquí, queda reducido a un papel de animador o de facilitador, y en última instancia al de “plataforma de coordinación de la acción ciudadana”.
El paralelo con las redes sociales está enteramente asumido. “¿De qué modo puede pensarse la ciudad de la misma manera que el ecosistema de API [interfaces de programación] de Facebook o de Twitter?”, se pregunta alguien en la alcaldía de Nueva York. “Esto debe permitirnos producir una experiencia de gobierno más centrada en el usuario, ya que el asunto no es sólo el consumo, sino la coproducción de servicios públicos y de democracia.” Incluso ubicando estos discursos en el rango de elucubraciones, frutos de cerebros un tanto sobrecalentados del Silicon Valley, esto confirma que la práctica del gobierno se identifica cada vez menos con la soberanía estatal. En el tiempo de las redes, gobernar significa asegurar la interconexión de les humanes, los objetos y las máquinas así como la circulación libre, es decir, transparente, es decir, controlable, de la información así producida.
Ahora bien, ésta es una actividad que se cumple ya ampliamente fuera de los aparatos de Estado, incluso si éstos intentan por todos los medios conservar su control.
Facebook es ciertamente menos el modelo de una nueva forma de gobierno que su realidad ya en acto.
El hecho de que unos revolucionarios lo hayan empleado y lo empleen para encontrarse masivamente en la calle prueba solamente que es posible utilizar Facebook, en algunos lugares, contra él mismo, contra su vocación esencialmente policial.
Cuando las informaciones se introducen hoy en los palacios presidenciales y las alcaldías de las ciudades más grandes del mundo, es menos para instalarse en ellas que para enunciarles las nuevas reglas del juego: en lo sucesivo, las administraciones están en competencia con otros prestatarios de los mismos servicios, los cuales, desgraciadamente para aquéllas, tienen algunos pasos de ventaja. Proponiendo los servicios de su cloud para resguardar de las revoluciones a los servicios del Estado, como señala el catastro ahora accesible como aplicación para smartphone, The New Digital Age: “En el futuro, las personas no salvaguardarán únicamente sus datos: salvaguardarán su gobierno.” Y, en caso de que no se haya comprendido bien quién es el boss ahora, concluye: “Los gobiernos pueden colapsarse y diversas guerras pueden destruir las infraestructuras físicas, las instituciones virtuales sobrevivirán a ambos.”
Lo que se oculta, con Google, bajo las apariencias de una inocente interfaz y de un motor de búsqueda con una rara eficacia, es un proyecto explícitamente político.
Una empresa que cartografía el planeta Tierra, enviando equipos a cada una de las calles de cada una de sus ciudades, no puede tener intenciones meramente comerciales. Nunca se cartografía sino aquello que uno medita adueñarse. “Don’t be evil!”: déjate llevar. Resulta un poco inquietante constatar que, bajo las tiendas de campaña que recubrían el Zuccotti Park así como en las oficinas de los consultores de formación de empresas —es decir, un poco más arriba en el cielo de Nueva York—, se piensa la respuesta al desastre en los mismos términos: conexión, red, autoorganización.
Es la señal de que al mismo tiempo que se ponían en práctica las nuevas tecnologías de comunicación que tejen ahora, no sólo su tela sobre la Tierra, sino la textura misma del mundo en el que vivimos, una cierta manera de pensar y de gobernar estaba ganando.
Ahora bien, las bases de esta nueva ciencia de gobierno fueron colocadas por aquellos mismos, ingenieros y científicos, que inventaban los medios técnicos para su aplicación. La historia es la siguiente: el matemático Norbert Wiener, mientras terminaba de trabajar para el ejército estadounidense, comienza en los años 1940 a fundar, al mismo tiempo que una nueva ciencia, una nueva definición del humano, de su relación con el mundo, de su relación consigo mismo. Claude Shannon, ingeniero en Bell y en el MIT, cuyos trabajos sobre el muestreo o la medida de la información sirvieron para el desarrollo de las telecomunicaciones, se involucró en este esfuerzo. Al igual que el sorprendente Gregory Bateson, antropólogo en Harvard, empleado por los servicios secretos estadounidenses en el sureste de Asia durante la Segunda Guerra Mundial, aficionado refinado del LSD y fundador de la escuela de Palo Alto. O también el truculento John von Neumann, el redactor del First Draft of a Report on the EDVAC, considerado como el texto fundador de la ciencia informática, el inventor de la teoría de juegos, aporte determinante para la economía neoliberal, partidario de un ataque nuclear preventivo contra la URSS y quien, tras haber determinado el punto óptimo donde arrojar la Bomba sobre Japón, nunca se cansó de ofrecer diversos servicios al ejército estadounidense y a la muy joven CIA.
Aquellos mismos, pues, que contribuyeron de manera no despreciable al desarrollo de los nuevos medios de comunicación y de tratamiento de la información tras la Segunda Guerra Mundial, lanzaron también las bases de esa “ciencia” que Wiener llamó la “cibernética”.
Un término que Ampère, un siglo antes, había tenido la buena idea de definir como la “ciencia del gobierno”. Y así tenemos por consiguiente un arte de gobernar cuya acta de fundación está casi olvidada, pero cuyos conceptos han avanzado subterráneamente, desplegándose al mismo tiempo que los cables que eran tirados unos tras otros sobre toda la superficie del globo, irrigando la informática tanto como la biología, la inteligencia artificial, el management o las ciencias cognitivas.
Nosotros no vivimos, desde 2008, una brusca e inesperada “crisis económica”, sólo asistimos a la lenta quiebra de la economía política en cuanto arte de gobernar.
La economía nunca ha sido ni una realidad ni una ciencia; nació de entrada, en el siglo XVII, como arte de gobernar las poblaciones. Era necesario evitar la escasez para evitar el motín, de ahí la importancia de la cuestión de los “granos”, y producir riqueza para incrementar el poder del soberano. “La vía más segura para cualquier gobierno radica en apoyarse sobre los intereses de les humanes”, decía Hamilton. Gobernar quería decir, tras haber sido elucidadas las leyes “naturales” de la economía, dejar jugar el mecanismo armonioso de ésta, mover a los humanos maniobrando sus intereses. Armonía, previsibilidad de las conductas, porvenir radiante, supuesta racionalidad de los actores. Todo esto implicaba una cierta confianza, ser capaz de “dar crédito”. Ahora bien, son justamente estos fundamentos de la vieja práctica gubernamental lo que la gestión viene a pulverizar mediante la crisis permanente.
Nosotros no vivimos una masiva “crisis de la confianza”, sino el fin de la confianza, que se ha tornado superflua para el gobierno. Donde reinan el control y la transparencia, donde la conducta de los sujetos es anticipada en tiempo real mediante el tratamiento algorítmico de la masa de informaciones disponibles sobre ellos, deja de haber necesidad de provocar confianza en ellos y de que ellos den confianza: basta con que estén suficientemente vigilados.
Como decía Lenin, “la confianza, está bien; el control, es mejor”.
La crisis de confianza de Occidente en sí mismo, en su saber, en su lenguaje, en su razón, en su liberalismo, en su sujeto y en el mundo, de hecho se remonta al final del siglo XIX; estalla en todos los dominios con y alrededor de la Primera Guerra Mundial. La cibernética se desarrolló sobre esta herida abierta de la modernidad; se impuso como remedio a la crisis existencial y por lo tanto gubernamental de Occidente. “Somos —estimaba Wiener— náufragos en un planeta condenado a muerte […] Aun en un naufragio las reglas y los valores humanos no necesariamente desaparecen, y debemos sacar el máximo provecho de ellos. Seremos engullidos, pero conviene que sea de una manera que desde ahora podamos considerar como digna de nuestra grandeza.”
El gobierno cibernético es por naturaleza apocalíptico.
Su finalidad es impedir localmente el movimiento espontáneamente entrópico y caótico del mundo y asegurar “islotes de orden”, de estabilidad, y — ¿quién sabe?— la perpetua autorregulación de los sistemas, mediante la circulación desenfrenada, transparente y controlable de la información. “La comunicación es el cimiento de la sociedad, y quienes trabajan manteniendo libres las vías de comunicación son los mismos de los que depende principalmente la perpetuidad o la caída de nuestra civilización”, creía saber Wiener.
Como todo período de transición, el paso de la antigua gubernamentalidad económica a la cibernética inaugura una fase de inestabilidad, un tragaluz histórico en el que es la gubernamentalidad en cuanto tal la que puede ser derrotada.

2. En los años 1980, Terry Winograd, el mentor de Larry Page, uno de los fundadores de Google, y Fernando Flores, el antiguo ministro de Economía de Salvador Allende, escribían que el diseño en informática es “de orden ontológico. Constituye una intervención en el trasfondo de nuestra herencia cultural y nos empuja fuera de los hábitos preconcebidos de nuestra vida, afectando profundamente nuestras maneras de ser. […] Es necesariamente reflexivo y político.”
Todo esto puede decirse de la cibernética. Oficialmente, estamos todavía gobernados por el viejo paradigma occidental dualista en el que está el sujeto y el mundo, el individuo y la sociedad, los humanos y las máquinas, la mente y el cuerpo, lo viviente y lo inerte; son distinciones que el sentido común mantiene todavía como válidas.
En realidad, el capitalismo cibernetizado practica una ontología, y por lo tanto una antropología, cuya primicia está reserva a sus ejecutivos.
El sujeto occidental racional, consciente de sus intereses, que aspira al dominio del mundo y es de este modo gobernable, deja lugar a la concepción cibernética de un ser sin interioridad, de un selfless self, de un Yo sin Yo, emergente, climático, constituido por su exterioridad, por sus relaciones. Un ser que, armado con su Apple Watch, consigue aprehenderse integralmente a partir del exterior, a partir de las estadísticas que cada una de sus conductas engendra. Un Quantified Self que bien querría controlar, medir y desesperadamente optimizar cada uno de sus gestos, cada uno de sus efectos.
Para la cibernética más avanzada, ya no está el humano y su entorno, sino un ser-sistema inscrito él mismo en un conjunto de sistemas complejos de informaciones, sedes de procesos de autoorganización; un ser que uno advierte a partir de la vía media del budismo indio antes que de Descartes. “Para el humano, estar vivo equivale a participar en un amplio sistema mundial de comunicación”, adelantaba Wiener en 1948.
Así como la economía política produjo a un homo œconomicus gestionable dentro del marco de Estados industriales, la cibernética produce su propia humanidad.
Una humanidad transparente, vaciada por los flujos mismos que la atraviesan, electrizada por la información, atada al mundo por una cantidad siempre creciente de dispositivos. Una humanidad inseparable de su entorno tecnológico, pues está constituida por él, y de este modo es conducida. Tal es el objeto del gobierno a partir de ahora: ya no el humano ni sus intereses, sino su “entorno social”. Un entorno cuyo modelo es la ciudad inteligente. Inteligente porque produce, gracias a sus captores, información cuyo tratamiento en tiempo real permite la autogestión. E inteligente porque produce y es producida por habitantes inteligentes. La economía política reinaba sobre los seres dejándolos libres de perseguir su interés, la cibernética los controla dejándolos libres de comunicarse. “Debemos reinventar los sistemas sociales en el interior de un marco controlado”, resumía recientemente un profesor cualquiera en el MIT.
La visión más petrificante y realista de la metrópoli por venir no se encuentra en los folletos que IBM distribuye en las municipalidades para venderles la puesta bajo control de los flujos de agua, de electricidad o del tráfico de carreteras. Es más bien la que se ha desarrollado a priori “contra” esa visión orwelliana de la ciudad: “smarter cities” coproducidas por sus propios habitantes (en cualquier caso, por los más conectados de entre ellos). Otro profesor del MIT de viaje en Cataluña se regocijaba de ver su capital volverse poco a poco una “fab city”: “Sentados aquí en pleno corazón de Barcelona, veo que una nueva ciudad se inventa, en la que todo el mundo podrá tener acceso a las herramientas para que ella se vuelva enteramente autónoma.” Así pues, los ciudadanos ya no son subalternos sino smart people; “receptores y generadores de ideas, servicios y soluciones”, como dijo uno de entre ellos. En esta visión, la metrópoli no se vuelve smart por la decisión y la acción de un gobierno central, sino que surge, como un “orden espontáneo”, cuando sus habitantes “encuentran nuevos medios para fabricar, unir y dar sentido a sus propios datos”.
Detrás de la promesa futurista de un mundo de humanos y objetos integralmente conectados — cuando coches, refrigeradores, relojes, aspiradoras y dildos estarán directamente unidos respectivamente entre sí y al Internet—, existe aquello que ya está ahí: el hecho de que el más polivalente de los captores esté ya en funcionamiento: yo mismo.
“Yo” comparto mi geolocalización, mi humor, mi opinión, mi relato de lo increíble o lo increíblemente banal que he visto hoy. Yo he salido a correr; yo he compartido inmediatamente mi recorrido, mi tiempo, mis marcas de rendimiento y su autoevaluación. Yo publico permanentemente fotografías de mis vacaciones, de mis veladas, de mis alborotos, de mis colegas, de aquello que voy a comer así como de aquello con lo que tendré sexo. Yo tengo la sospecha de que no estoy haciendo nada y sin embargo produzco, permanentemente, datos. Trabaje o no, mi vida cotidiana, como stock de informaciones, permanece integralmente valorizable. Yo mejoro continuamente el algoritmo.
“Gracias a las redes difusas de los captores, tendremos sobre nosotros mismos el punto de vista omnisciente de Dios.
Por primera vez podemos cartografiar de modo preciso la conducta de masas de personas incluso en su vida cotidiana”, se entusiasma el mismo profesor del MIT. Las grandes reservas refrigeradas de datos constituyen la alacena del gobierno actual. Al husmear en las bases de datos producidos y actualizadas permanentemente por la vida cotidiana de los humanos conectados, busca las correlaciones que permiten establecer no unas leyes universales, ni siquiera unos “porqué”, sino unos “cuándo”, unos “qué”, unas predicciones puntuales y situadas, unos oráculos.
Gestionar lo imprevisible, gobernar lo ingobernable y no ya tratar de abolirlo, tal es la ambición declarada de la cibernética. La cuestión del gobierno cibernético no es sólo, como en los tiempos de la economía política, la de prever para orientar la acción, sino la de actuar directamente sobre lo virtual, estructurar los posibles. La policía de Los Ángeles se dotó hace algunos años de un nuevo software informático llamado “Prepol”. Calcula, a partir de una enorme muchedumbre de estadísticas referentes al crimen, las probabilidades de que sea cometido tal o cual delito, barrio por barrio, calle por calle.
Es el software mismo lo que, a partir de estas probabilidades actualizadas en tiempo real, ordena las patrullas de policía en la ciudad.
En 1948 un Padre cibernético escribía en Le Monde: “Podemos soñar con un tiempo en el que la máquina de gobernar conseguirá suplir —para bien o para mal, ¿quién sabe?— la insuficiencia hoy en día patente de los dirigentes y los habituales aparatos de la política.” Cada época sueña la siguiente, con el riesgo de que el sueño de una se convierta en la pesadilla cotidiana de la otra. El objeto de la gran cosecha de informaciones personales no es un seguimiento individualizado del conjunto de la población.
Si se introducen en la intimidad de cada uno y de todos, es menos para producir fichas individuales que grandes bases estadísticas que hacen sentido a partir de la mayoría. Resulta más económico correlacionar las características comunes de los individuos en una multitud de “perfiles”, y los devenires probables que se deriven de ellos. Uno no se interesa en el individuo presente y entero, sólo en lo que permite determinar sus líneas de fuga potenciales.
El interés que se tiene en aplicar vigilancia sobre perfiles, “acontecimientos” y virtualidades, se debe a que las entidades estadísticas no se sublevan; y a que los individuos siempre pueden pretender no ser vigilados, al menos en calidad de personas. En el momento en que la gubernamentalidad cibernética opera ya en función de una lógica completamente nueva, sus sujetos actuales continúan pensándose en función del viejo paradigma.
Creemos que nuestros datos “personales” nos pertenecen, como nuestro coche o nuestros zapatos, y que sólo estamos ejerciendo nuestra “libertad individual” al decidir dejar a Google, Facebook, Apple, Amazon o la policía tener acceso a ellos, sin ver que esto tiene efectos inmediatos sobre aquellos que lo rechazan, y que serán en adelante tratados como sospechosos, como desviados potenciales. “No cabe duda —prevé The New Digital Age— que todavía en el futuro habrá personas que se resistan a la adopción y al uso de la tecnología, personas que rechacen tener un perfil virtual, un smartphone o el menor contacto con sistemas de datos online.
Por su lado, un gobierno puede sospechar que las personas que desertan completamente de todo esto, tienen algo que ocultar y son así más propensas a infringir la ley. Así pues, como medida antiterrorista, el gobierno construirá un fichero de ‘personas ocultas’. Si no quieres tener ningún perfil conocido sobre ninguna red social o una suscripción a un teléfono móvil, y si es particularmente difícil encontrar referencias sobre ti en Internet, puedes ser considerado como candidato para tal fichero. Puedes verte también sometido a todo un conjunto de reglamentos particulares que incluyen registros rigurosos en los aeropuertos e incluso restricciones de viaje.”

3. Los servicios de seguridad llegan con ello, por lo tanto, a considerar como más creíble un perfil de Facebook que al individuo que supuestamente se oculta detrás de él. Esto señala bastante la porosidad entre aquello que se seguía denominando lo virtual y lo real. La aceleración de la puesta en datos del mundo vuelve, efectivamente, cada vez menos pertinente el hecho de pensar como separados mundo conectado y mundo físico, ciberespacio y realidad. “Observen Android, Gmail, Google Maps, Google Search. Esto es lo que nosotros hacemos. Fabricamos productos sin los cuales es imposible vivir”, se afirma en Mountain View. Sin embargo, desde hace algunos años, la omnipresencia de los objetos conectados implica en la vida cotidiana de los humanos, por parte de estos últimos, algunos reflejos de supervivencia.
Algunos bármanes han decidido vetar los Google Glass de sus establecimientos; que, por otra parte, se vuelven así establecimientos verdaderamente hipsters. Florecen algunas iniciativas que incitan a desconectarse ocasionalmente (un día por semana, un fin de semana, un mes) para medir la dependencia a los objetos tecnológicos y revivir una “auténtica” experiencia de lo real. La tentativa se muestra por supuesto vana. El simpático fin de semana a orillas del mar con la familia y sin smartphone se vive primeramente como experiencia de la desconexión; es decir que queda inmediatamente proyectada al momento de la reconexión, y de su ser compartida en la red.
Al final, sin embargo, tras haberse objetivado la relación abstracta del humano occidental en todo un conjunto de dispositivos, en todo un universo de reproducciones virtuales, el camino hacia la presencia se encuentra así paradójicamente reabierto. Considerando que nos hemos desapegado de todo, acabaremos por desapegarnos incluso de nuestro propio desapego.
El bombardeo tecnológico nos proporcionará finalmente la capacidad de conmovernos de la existencia desnuda, sin pixel, de una madreselva. Ha hecho falta que todo tipo de pantallas se interpongan entre nosotros y el mundo para restituirnos, por medio del contraste, el incomparable tornasol del mundo sensible, el asombro ante lo que está ahí. Para que recuperemos el viejo gusto por la amistad, ha hecho falta que centenas de “amigos” a los que no les importamos un carajo nos likeen en Facebook para ridiculizarnos mejor después.
A falta de haber conseguido la creación de computadoras capaces de igualar al humano, se emprendió el empobrecimiento de la experiencia humana hasta el punto en que la vida apenas ofrece mayor atracción que su modelización numérica.
¿Es imaginable el desierto humano que ha hecho falta crear para hacer de la existencia sobre las redes sociales algo deseable?
De igual modo, ha hecho falta que el viajero ceda su lugar al turista para que sea imaginable que éste acepte pagar para recorrer el mundo desde su sala de estar a través de hologramas. Pero la menor experiencia real hará estallar la miseria de este escamoteo. Es su miseria lo que, al final, abatirá a la cibernética. Para una generación superindividualizada que había tenido como socialidad primaria las redes sociales, la huelga estudiantil quebequesa de 2012 fue en primer lugar la revelación fulminante de la potencia insurreccional por el simple hecho de estar juntos y ponerse en acción. Se llevaron a cabo encuentros como nunca, hasta que esas amistades insurrectas llegaron a desplomarse contra las filas de policías. Las ratoneras no podían nada contra esto: por el contrario, se habían vuelto otra manera de ponerse juntos a prueba. “El fin del Yo será la génesis de la presencia”, auguraba Giorgio Cesarano en su Manual de supervivencia. La virtud de los hackers ha consistido en partir de la materialidad del universo aclamado como virtual. Como dice un miembro de Telecomix, un grupo de hackers que se destacó ayudando a los sirios a evadir el control estatal sobre las comunicaciones de Internet, si el hacker está anticipado a su tiempo es porque “no ha considerado esta nueva herramienta [Internet] como un mundo virtual aparte, sino como una extensión de la realidad física”.
Esto es tanto más flagrante ahora que el movimiento hacker se proyecta fuera de las pantallas para abrir hackerspaces, donde es posible diseccionar, interferir, manipular tanto softwares informáticos como objetos. La extensión y la puesta en red del Do It Yourself ha implicado su parte de reclamaciones: se trata de arreglar las cosas, la calle, la ciudad, la sociedad, e incluso la vida.
Algunos progresistas enfermizos se han apresurado a ver en ello las premisas de una nueva economía, incluso de una nueva civilización, esta vez basada en el “compartir”. Con la excepción de que la actual economía capitalista valoriza ya la “creación”, fuera de los viejos corsés industriales. Los mánagers son incitados a facilitar la liberación de las iniciativas, promover los proyectos novedosos, la creatividad, el genio, incluso la desviación; “la empresa del futuro debe proteger al desviado, pues el desviado es quien innova y quien es capaz de crear racionalidad en lo desconocido”, dicen. El valor no se busca hoy ni en las nuevas funcionalidades de una mercancía ni menos en su deseabilidad o su sentido, sino en la experiencia que ofrece al consumidor.
Entonces ¿por qué no ofrecerle, a ese consumidor, la experiencia última de pasar al otro lado del proceso de creación? Desde esta perspectiva, los hackerspaces o los fablabs se vuelven espacios donde pueden realizarse los “proyectos” de los “consumidores-innovadores” y emerger “nuevos lugares de mercado”. En San Francisco, la sociedad TechShop pretende desarrollar un nuevo género de clubes de fitness en los que, a cambio de una adhesión anual, “uno se presta cada semana a manipular, crear y desarrollar sus proyectos”.
El hecho de que el ejército estadounidense financie lugares similares en el marco del programa Cyber Fast Track de la DARPA (Defense Advance Research Projects Agency) no condena en cuanto tales a los hackerspaces. No más de lo que su captura dentro del movimiento “Maker” condena a esos espacios donde en grupo es posible construir, reparar o desviar los objetos industriales de sus usos primarios, para participar en una enésima reestructuración del proceso de producción capitalista. Los kits de construcción de ciudad, como el de Open Source Ecology con sus cincuenta máquinas modulables —tractor, fresadora, hormigonera, etc.— y módulos de habitación para construirse uno mismo, podrían también tener un destino distinto al de servir para fundar una “pequeña civilización con todo el confort moderno” o para crear “economías enteras”, un “sistema financiero” o una “nueva gobernanza” como lo sueña su actual gurú. La agricultura urbana, que se instala sobre todos los techos de los inmuebles o las tierras baldías industriales —a semejanza de los 1300 jardines comunitarios de Detroit—, podría tener ambiciones distintas a las de participar en la recuperación económica o en la “resiliencia de zonas devastadas”.
Los ataques como aquellos dirigidos por Anonymous/LulzSec contra la policía, sociedades bancarias, multinacionales del espionaje o telecomunicaciones, podrían fácilmente desbordar el ciberespacio. Como lo dice un hacker ucraniano: “Cuando tienes que asegurarte tu vida, dejas muy pronto de imprimir cosas en 3D. Es necesario encontrar otro plan.”

4. Aquí interviene la famosa “cuestión de la técnica”, punto ciego al día de hoy del movimiento revolucionario. Una mente cuyo nombre podemos olvidar describía así la tragedia francesa: “un país globalmente tecnófobo dominado por una élite globalmente tecnófila”; si la constatación no vale forzosamente para el país, vale en todo caso para los medios radicales.
La mayoría de los marxistas y posmarxistas añaden a su propensión atávica a la hegemonía un cierto apego a la-técnica-que libera al humano, mientras que una buena parte de los anarquistas y posanarquistas se placen sin pesar en una confortable posición de minoría, incluso de minoría oprimida, y se colocan en posiciones generalmente hostiles a “la técnica”.
Cada tendencia dispone incluso de su caricatura: a los partidarios negristas del cyborg, de la revolución electrónica por parte de las multitudes conectadas, responden los antiindustriales que han hecho de la crítica del progreso y del “desastre de la civilización técnica” un género literario completamente rentable, y una ideología de nicho donde uno se mantiene a salvo, a falta de considerar una posibilidad revolucionaria cualquiera. Tecnofilia y tecnofobia forman una pareja diabólica unida por esta mentira central: que una cosa tal como la técnica existiría. Sería posible, parece, hacer la partición en la existencia humana, entre lo que es técnico y lo que no lo es. Pero no: basta con ver en qué estado de inacabamiento nace el retoño humano, y el tiempo que toma antes de conseguir tanto moverse en el mundo como hablar, para darse cuenta de que su relación con el mundo no está en nada dada, sino que más bien es el resultado de toda una elaboración.
La relación del humano con el mundo, considerando que no depende de una adecuación natural, es esencialmente artificial, técnica, por hablar griego. Cada mundo humano es una cierta configuración de técnicas, de técnicas culinarias, arquitecturales, musicales, espirituales, informáticas, agrícolas, eróticas, guerreras, etc. Y bien es por esto que no hay ninguna esencia humana genérica: porque no hay más que técnicas particulares, y porque cada técnica configura un mundo, materializando así una cierta relación con éste, una cierta forma de vida. Así pues, uno no “construye” una forma de vida; uno no hace más que incorporarse técnicas, mediante el ejemplo, el ejercicio o el aprendizaje. Por eso también nuestro mundo familiar nos aparece raramente como “técnico”: porque el conjunto de los artificios que lo articulan forman ya parte de nosotros; son más bien aquellos que no conocemos los que nos parecen con una extraña artificialidad. Por lo anterior, el carácter técnico de nuestro mundo vivido sólo nos salta a la vista en dos circunstancias: la invención y la “avería”.
Es sólo cuando asistimos a un descubrimiento o cuando un elemento familiar llega a faltar, a romperse o a disfuncionar, que la ilusión de vivir en un mundo natural cae ante la evidencia contraria. Uno no puede reducir las técnicas a un conjunto de instrumentos equivalentes que el Humano, ese ser genérico, se apropiaría indiferentemente. Cada herramienta configura y encarna una relación determinada con el mundo y afecta a quien la emplea. Los mundos así forjados no son equivalentes, no más que los humanos que los pueblan. Y así como esos mundos no son equivalentes, no son jerarquizables. No existe nada que permita establecer a unos como más “avanzados” que otros. Son simplemente distintos, contando cada uno con su devenir propio, y con su propia historia. Para jerarquizar los mundos hace falta introducir un criterio en ellos, un criterio implícito que permita clasificar las diferentes técnicas. Ese criterio, en el caso del progreso, es simplemente la productividad cuantificable de las técnicas, tomada independientemente de todo lo que abarca éticamente cada técnica, independientemente de lo que engendra como mundo sensible.
Por eso no hay otro progreso que el capitalista, y por eso el capitalismo es el estrago continuo de los mundos.
Así también, que las técnicas produzcan mundos y formas de vida no quiere decir que la esencia del humano sea la producción, como creía Marx. Aquí tenemos lo que dejan escapar tecnófilos y tecnófobos a la vez: la naturaleza ética de cada técnica. Hace falta agregar algo más: la pesadilla de esta época no surge de que ella sería “la era de la técnica”, sino la era de la tecnología. La tecnología no es la consumación de las técnicas, sino por el contrario la expropiación hecha a los humanos de sus diferentes técnicas constitutivas.
La tecnología es la puesta en sistema de las técnicas más eficaces, y consecuentemente el erosionamiento de los mundos y de las relaciones con el mundo que cada una despliega.
La tecno-logía es un discurso sobre las técnicas que no cesa de realizarse.
Así como la ideología de la fiesta es la muerte de la fiesta real y la ideología del encuentro es la imposibilidad misma del encuentro, así la tecnología es la neutralización de todas las técnicas particulares.
El capitalismo es en este sentido esencialmente tecnológico; es la organización rentable, en un sistema, de las técnicas más productivas. Su figura cardinal no es el economista, sino el ingeniero.
El ingeniero es el especialista y por lo tanto el expropiador jefe de las técnicas, el mismo que no se deja afectar por ninguna de entre ellas, y propaga por todas partes su propia ausencia de mundo. Es una figura triste y sierva. La solidaridad entre capitalismo y socialismo se entabla en esto: en el culto al ingeniero.
Son ingenieros quienes han elaborado la mayoría de los modelos de la economía neoclásica así como softwares contemporáneos de trading. Recordemos que el título glorioso de Brézhnev fue el haber sido ingeniero en la industria metalúrgica en Ucrania. La figura del hacker se opone punto por punto a la figura del ingeniero, sin importar cuáles sean las tentativas artísticas, policiales o empresariales para neutralizarla. Donde el ingeniero consigue capturar todo lo que funciona para que todo funcione mejor, para ponerlo al servicio del sistema, el hacker se pregunta “¿cómo funciona?” para encontrarle fallas, pero también para inventarle otros usos, para experimentar. Experimentar significa entonces: vivir lo que implica éticamente tal o cual técnica.
El hacker consigue arrancar las técnicas al sistema tecnológico para liberarlas de él. Si somos esclavos de la tecnología, es precisamente porque hay todo un conjunto de artefactos de nuestra existencia cotidiana que tenemos por específicamente “técnicos” y que consideramos eternamente como simples cajas negras de las cuales seríamos sus inocentes usuarios. El uso de computadoras para atacar la CIA demuestra de manera suficiente que la cibernética es tan poco la ciencia de las computadoras como la astronomía es la ciencia de los telescopios.
Comprender cómo funciona cualquiera de los aparatos que nos rodean conlleva a un incremento de potencia inmediato, permitiéndonos actuar sobre aquello que por consiguiente no se nos aparece ya como un medio ambiente, sino como un mundo agenciado de una cierta manera y sobre el cual podemos intervenir.
Tal es el punto de vista hacker sobre el mundo. Estos últimos años, el medio hacker ha recorrido un camino político considerable, consiguiendo identificar más claramente amigos y enemigos. No obstante, su devenir-revolucionario choca con diversos obstáculos importantes. En 1986, “Doctor Crash” escribía: “Lo sepas o no, si eres un hacker, eres un revolucionario. No te preocupes, estás del buen lado.” No es seguro que tal inocencia siga siendo permitida. En el medio hacker existe una ilusión originaria según la cual se podría oponer la “libertad de la información”, la “libertad del Internet” o la “libertad del individuo” a aquellos que pretenden controlarlos. En esto se da un grave menosprecio. La libertad y la vigilancia dependen del mismo paradigma de gobierno. La extensión infinita de procedimientos de control es históricamente el corolario de una forma de poder que se realiza a través de la libertad de los individuos.
El gobierno liberal no es el gobierno que se ejerce directamente sobre el cuerpo de sus súbditos o espera de ellos una obediencia filial. Es un poder completamente en retaguardia, que prefiere agenciar el espacio y reinar sobre intereses, antes que sobre cuerpos. Un poder que vela, vigila y actúa mínimamente, interviniendo únicamente en los puntos en los que el marco está amenazado, sobre aquello que va demasiado lejos. Sólo se gobiernan sujetos libres, y tomados en masa.
La libertad individual no es algo que pueda blandirse contra el gobierno, pues es precisamente el mecanismo sobre el cual éste se apoya, el mecanismo que regula lo más finamente posible con el propósito de obtener, de la agregación de todas esas libertades, el efecto de masas previsto.
Ordo ab chao.
El gobierno es ese orden al que se obedece “como come uno cuando tiene hambre, como se cubre uno cuando tiene frío”, esa servidumbre que coproduzco en el momento mismo en que persigo mi felicidad, en que ejerzo mi “libertad de expresión”. “La libertad de mercado necesita una política activa y extremadamente vigilante”, precisaba uno de los fundadores del neoliberalismo.
Para el individuo, no hay otra libertad que la vigilada. Esto es lo que los libertarianos, en su infantilismo, jamás comprenderán, y es esta incomprensión lo que produce la atracción por la estupidez libertariana sobre algunos hackers.
A un ser auténticamente libre, ni siquiera se le denomina libre. Es, simplemente, existe, se despliega siguiendo su ser.
De un animal no se dice que esté en libertad sino cuando evoluciona en un medio ya completamente controlado, cuadriculado, civilizado: en el parque de las reglas humanas, el mismo espacio donde tiene lugar el safari. “Friend” y “free” en inglés, “Freund” y “frei” en alemán provienen de la misma raíz indoeuropea que remite a la idea de una potencia común que crece. Ser libre y estar vinculado es una sola y misma cosa. Soy libre porque estoy vinculado, porque participo de una realidad más vasta que yo. Los hijos de los ciudadanos, en la Roma antigua, eran los liberi: era Roma, a través de ellos, lo que crecía. De todo ello se sigue que la libertad individual del “yo hago lo que yo quiero” es una burla, y una estafa. Si quieren verdaderamente combatir al gobierno, los hackers tienen que renunciar a este fetiche. La causa de la libertad individual es lo que les prohíbe a la vez constituir grupos fuertes capaces de desplegar, más allá de una serie de ataques, una verdadera estrategia; es también lo que constituye su ineptitud para vincularse a otra cosa que a ellos mismos, su incapacidad para devenir una fuerza histórica. Un miembro de Telecomix previene a sus camaradas en estos términos: “Lo que es seguro es que el territorio en el que ustedes viven está defendido por personas que ustedes harían bien en conocer. Porque son personas que cambian el mundo y no los esperarán.” Otro desafío, para el movimiento hacker, como lo demuestra cada nuevo encuentro del Chaos Computer Club, es el de conseguir trazar una línea del frente en su propio interior entre aquellos que trabajan por un mejor gobierno, incluso por el gobierno, y aquellos que trabajan en su destitución.
Ha llegado el tiempo de una toma de partido.
Es esta cuestión primordial la que Julian Assange elude cuando dice: “Nosotros, los trabajadores de la alta tecnología, somos una clase, y es hora de que nos reconozcamos como tal.” Francia ha llegado recientemente al extremo de abrir una universidad para formar “hackers éticos”, supervisada por la DGSI (Direction Générale de la Sécurité Intérieure), con el propósito de formar personas que luchen contra los verdaderos hackers: los mismos que no han renunciado a la ética hacker. Estos dos problemas se conjugan en un caso que en particular nos ha tocado: el de los hackers de Anonymous/LulzSec que, tras muchos ataques que tantos de nosotros hemos aplaudido, se encuentran, como Jeremy Hammond, casi solos frente a la represión en el momento en que son arrestados.
El día de Navidad de 2011, LulzSec defacea el sitio de Stratfor, una multinacional de “servicios de espionaje privados”. Como página de inicio desfila el texto de La insurrección que viene en inglés y 700 000 dólares son despachados de las cuentas de los clientes de Stratfor hacia todo un conjunto de asociaciones caritativas: regalo de Navidad. Y no hemos podido hacer nada antes ni después de su arresto. Ciertamente, es más seguro operar solo o en un grupo pequeño —lo cual no protege evidentemente de los infiltrados— cuando se emprende un ataque a este tipo de blancos, pero es catastrófico que ataques hasta este punto políticos, que dependen hasta este punto de la acción mundial de nuestro partido, puedan ser reducidos por la policía a un mero crimen privado, merecedor de décadas de prisión o utilizado como medio de presión para transformar en agente gubernamental a tal o cual “pirata de Internet”.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *