navegar sin patrón es necesario: Kalewche

navegar sin patrón es necesario:

Kalewche

desde Red Latina sin fronteras saludamos la salida a surcar aguas y  a tender puentes orillando territorios de Kalewche, que avistamos como un magnífico rompeolas, a contracorriente, al que deseamos los mejores aires a favor. Y que los vientos en contra -abundantes y variados- que han de sobrevenir, sólo han de significar  -una vez más- que las tempestades suelen poner en claro la convicción de los timoneles así como la firmeza de toda la tripulación. Ojalá esta nave rebelde vaya redescubriendo aquellas multitud de mares y ríos donde se albergan las más diversas luchas emancipadoras que conforman nuestros archipiélagos en vías de liberación siempre. Desde nuestras sencillas embarcaciones, que aún continúan a flote, resistiendo libremente empecinadas: Salud Kalewche!         redlatinasinfronteras.sur@gmail.com

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Audio: Zarpar

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Manifiesto Kalewche. Un barco fantasma recorre el mundo

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No es lo mismo ser derrotado que doblegado.
Perry Anderson
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Hemos llegado al momento en que lo único práctico es la utopía;
todo lo demás conduce a desalentar y desalentarnos.
Rodolfo González Pacheco
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Tesis I

Nuestra praxis se inscribe en los horizontes político-ideológicos de la izquierda radical, es decir, de una izquierda que va a la raíz de los males sociales, tanto a la hora de hacer diagnósticos como a la hora de proponer soluciones. Somos socialistas, en la prístina acepción de esta palabra, aquella que honraron Marx y Bakunin en la primera Internacional. No somos socialdemócratas que, por oportunismo o resignación, arriaron las banderas del socialismo, traicionado o desvirtuado sus orígenes. Somos marxistas y anarquistas que perseveramos en nuestro anticapitalismo. Bregamos por una sociedad sin clases, sin relaciones de dominación y explotación, basada en los principios de libertad, igualdad y fraternidad, donde no haya opresiones ni privilegios por causa de la propiedad privada, el mercado y la concentración de la riqueza, ni tampoco por causa del género, la raza, la etnicidad o la religión. Bregamos por una sociedad justa y solidaria (acaso inalcanzable en todas sus dimensiones, pero indispensable al menos como ideal regulatorio), donde las individualidades puedan autodeterminarse y autorrealizarse, convivir en la diversidad y el bienestar, buscando la felicidad en un marco pacífico de armonía y cooperación. Todo esto presupone una economía socializada, por eso somos socialistas. No hay utopía posible dentro del capitalismo.

No aspiramos a la quimera de un mundo perfecto en cada detalle de nuestras vidas, como imaginaron algunos escritores del género utópico renacentista o de la ciencia ficción contemporánea. Sabemos y aceptamos que en la utopía socialista del mañana –si se llegara a ella– la humanidad seguirá enfermando, sufriendo por amor, soportando vecinos ruidosos, perdiendo seres queridos, teniendo discusiones y reyertas, sintiendo nostalgia por la infancia y juventud perdidas, envejeciendo y muriendo inexorablemente. No pretendemos la perfección total. Pretendemos la perfectibilidad de un mundo que solucione al menos los grandes problemas sociales. Hablamos de flagelos muy graves, pero al mismo tiempo evitables: la pobreza y el hambre, la morbimortalidad asociada a ellas (el cólera, la malaria, el sida, la tuberculosis, etc.), la explotación laboral, la desigualdad de clases, las guerras, el racismo, la xenofobia, el patriarcado, la intolerancia religiosa, los genocidios, etc. No ansiamos la inmortalidad, la vida indolora u otras desmesuras sobrehumanas de ese tenor. Ansiamos ciertas condiciones sociales básicas que permitan una existencia libre y digna –con sus luces y sombras– a todas las personas.

Tesis II

Nuestras coordenadas teóricas asumen el realismo epistemológico, el universalismo y el racionalismo. Pero todo ello desde una perspectiva tenazmente crítica, moderadamente escéptica, irrenunciablemente dialógica. No nos seducen las explicaciones simplistas, las falacias tranquilizadoras o las zonceras políticamente correctas. Ante un mundo escindido –junto a tantas otras escisiones– entre un cientificismo estrecho de miras y unas humanidades que desprecian las cifras o los datos, nos pronunciamos por lo que Paco Fernández Buey llamó “la tercera cultura”. Asumimos, pues, un compromiso imperturbable con la voluntad de conocimiento empírico y con el rigor lógico, pero también con la capacidad comprensiva, la sensibilidad estética y la claridad expositiva. Reconocemos el valor de la especulación, pero renegamos de la oscuridad filosófica. Apreciamos las descripciones micro y las comprensiones emic, pero no renunciamos a los análisis macrocomparativos y las explicaciones etic. Valoramos a la ciencia, pero somos conscientes de las deformaciones que sufre en cuanto institución bajo el capitalismo, y deploramos el cientificismo. Amamos el arte y la política, pero no nos seduce el arte subordinado a ninguna causa y desconfiamos de la estetización de la política. Apostamos a la razón, sin ocultarnos que también produce monstruos. Confiamos en las virtudes del análisis (asumiendo sus limitaciones), pero también en la potencia de la narración (manteniéndonos alertas ante las manipulaciones groseras de los «relatos», los peligros del subjetivismo y las insuficiencias epistemológicas del narrativismo).

Sin complejos: pensamos, investigamos y actuamos en la tradición del materialismo histórico. Pero sin hacer concesiones al dogmatismo e incorporando los aportes renovadores del marxismo analítico. La primacía de lo material y de la economía que reivindicamos no niega ni la existencia ni la relativa autonomía de lo espiritual, de lo superestructural. Reconocemos la enorme importancia de lo simbólico, lo cultural y lo político, pero no somos simbolistas, culturalistas ni politicistas. Asumimos un pluralismo causal asimétrico basado en lo que, en la tradición marxista, se puede denominar primacía de las relaciones de producción. Pero sin reduccionismos, sin mecanicismos y, sobre todo, sin imponer prejuicios a la investigación. Nuestras premisas teóricas son un punto de partida, no de llegada.

Tesis III

Abogamos por un socialismo democrático, libertario (en el sentido primigenio de estos adjetivos). La colectivización desde arriba o desde afuera, el colectivismo autoritario, impuesto manu militari y tecnocráticamente por un dictador o una superpotencia con ínfulas paternalistas, a la usanza de Stalin (quien no dudó en recurrir a métodos totalitarios y al terrorismo de estado), ha probado ser un remedio tan nefasto como la propia enfermedad del capitalismo. La caída del muro de Berlín, la derrota y el repliegue de las izquierdas, es un dato duro insoslayable de la realidad histórica contemporánea, del que tomamos nota y nos hacemos cargo. No solo el estalinismo y el maoísmo, sino toda la tradición marxista-leninista debe ser sometida a una revisión profunda. Es preciso problematizar, a la luz de las desviaciones burocrático-autoritarias que han entrañado, axiomas políticos como el de la dictadura del proletariado, la vanguardia revolucionaria, el partido único y la planificación central de la economía.

¿Puede el socialismo abolir súbita y definitivamente el estado, no bien se produce el estallido revolucionario, como ha creído el anarquismo clásico? ¿Puede, en todo caso, condenarlo al anquilosamiento, a una gradual extinción por futilidad, como ha postulado la ortodoxia marxista? ¿Es posible una sociedad socialista perpetua o perdurable, basada en la democracia directa, políticamente organizada como una federación de soviets o de comunas libres, sin gobiernos ni burocracias? Las experiencias históricas de democracia directa se han dado –no sin dificultades considerables en términos de eficiencia legislativa, ejecutiva y judicial– en comunidades más o menos pequeñas o medianas de estructura relativamente simple, o bien, en contextos de euforia revolucionaria. Lo primero parece muy difícil replicarlo en sociedades tan populosas y complejas como las del capitalismo tardío. Lo segundo es algo efímero: el entusiasmo de las masas, la movilización popular, el asambleísmo full time, tienen fecha de vencimiento. Nos guste o no nos guste, esto es así.

Un equilibrio justo entre realismo y utopía podría traducirse en esta consigna: insistir en la construcción permanente de una organización política lo más democrática u horizontal posible, lo menos delegativa y burocrática que se pueda. Un organismo de gestión pública imperfecto, pero perfectible en su diseño institucional. Una democracia que –dejando aquí de lado toda discusión semántica bizantina– tienda más hacia el horizonte futuro de la comuna (la ciudadanía autónoma y activa del republicanismo rousseauniano) que hacia el horizonte conservador del estado (la ciudadanía tutelada y pasiva del liberalismo a lo Constant). Parafraseando a Galeano, el socialismo libertario o antiautoritario sirve para seguir caminando, igual que toda utopía que es –o parece– inalcanzable.

Tesis IV

En esa imprescindible tarea de revisión, creemos posible y deseable una reconciliación entre camaradas marxistas y anarquistas. Un reencuentro heterodoxo y antiautoritario de ambas corrientes socialistas, sin dogmatismos ni sectarismos, sustentado en la crítica y la autocrítica a fondo, el respeto y la buena fe, la apertura al diálogo y el debate, la superación de viejos rencores y la amplitud de nuevas miras, los consensos mínimos o básicos en torno a fines y medios, la renovación teórica y práctica de cara a los complejos desafíos del siglo XXI. Es la senda que proponía y transitaba Daniel Guérin, quien gustaba definirse como marxista libertario: “El anarquismo es inseparable del marxismo. Oponerlos es plantear un falso problema. Su querella es una querella familiar. Veo en ellos a dos hermanos gemelos enredados en una disputa aberrante que los ha hecho hermanos enemigos. Forman dos variantes, estrechamente emparentadas, de un solo y mismo socialismo o comunismo”.

Desde Kalewche, hacemos un llamamiento fraternal contra el espíritu faccioso y sus dos pasiones tristes, el dogma y la secta. Llevaba toda la razón Manuel Sacristán cuando, en 1981, declaró: “hay que empezar como en 1847 […] como si no estuviéramos divididos en las distintas corrientes del movimiento de renovación social, como si todos fuéramos socialistas, comunistas y anarquistas, sin prejuicios entre nosotros, volviendo a empezar de nuevo, a replantearnos cómo son las cosas, en qué puede consistir ahora el cambio, y sobre todo al servicio de qué valores, admitiendo de una buena vez que lo que hay en medio lo hemos perdido”.

Si el amor por la libertad justifica un reencuentro entre marxistas y anarquistas al interior de la izquierda radical, desde y para el denominador común del socialismo, también justifica una práctica de interlocución seria –sin inquinas ni anteojeras apriorísticas– con aquellas escuelas o corrientes adversarias situadas al centro o la derecha del espectro político-ideológico, como el liberalismo. Las libertades democráticas y los derechos humanos, por caso, ya no pueden seguir siendo considerados ideales burgueses o veleidades pequebús. No constituyen rémoras, ni farsas, ni trampas, ni nimiedades. Ciertos componentes de la tradición liberal, determinados aspectos de lo que Bobbio llamó liberalismo político, merecen ser rescatados por la izquierda anticapitalista, en un sano ejercicio de selectividad crítica. Esto vale también para algunos elementos del contractualismo de Rousseau y Rawls. La tradición del liberalismo igualitario, y las no por olvidadas menos importantes reflexiones de quienes se llegaron a considerar liberales y socialistas –incluso comunistas– a la vez, no deben ser menospreciadas. Hay mucho que aprender de un John Stuart Mill o de un Carlo Roselli.

Tesis V

Pensamos que el camino para llegar al socialismo –un socialismo genuino, no un estatismo burgués disfrazado o un colectivismo burocratizado– es la lucha de clases. El conflicto trabajo-capital no ha desaparecido. Su centralidad se mantiene. Los sindicatos y las huelgas no se han vuelto antiguallas, anacronismos inútiles. La historia no finalizó en 1989. Y mientras haya capitalismo, habrá lucha de clases. Su extensión y masividad, su forma e intensidad, sus niveles de conciencia y organización, su grado de violencia y politización, su umbral de radicalidad o maximalismo, podrán variar bastante, muchísimo inclusive. Pero Clío nos enseña que ninguna sociedad clasista está exenta de contradicciones y conflictos; y que, por ende, ninguna sociedad clasista es eterna. No hay razones para esperar algo distinto del capitalismo.

En estos tiempos posmodernos, la clase obrera –esa ingente masa social integrada por trabajadores cuya desposesión material les ha deparado una vida dependiente y asalariada– no ha perdido centralidad estructural ni todo potencial revolucionario, aunque la sociedad de consumo, el estado de bienestar (aun muy devaluado) y las burocracias sindicales la mantengan, de momento, distraída y domesticada. Desde que Marx, en la segunda mitad del siglo XIX, escribiera El capital, tres de sus predicciones científicas fundamentales no han dejado de cumplirse a rajatabla hasta hoy: el capitalismo tiende a la globalización, a la concentración de los medios de producción, y al aumento de la desigualdad social. Ya no queda un solo país precapitalista en el orbe, y solo dos –Cuba y Corea del Norte– de los veintitantos estados que se hicieron «socialistas» en el siglo pasado, no se han vuelto capitalistas (entre los que dejaron atrás el «comunismo» están nada menos que China y Rusia, dos potencias que reúnen por sí solas cerca del 20% del producto bruto global). Hacia 2020, boom digital y crisis pandémica mediante, las 50 empresas más grandes del mundo (las GAFAM, la corporación china Tencent, la compañía Tesla, la multinacional saudí Aramco, etc.) llegaron a detentar una riqueza equivalente a casi el 28% del PBG, cuando diez años atrás era del 12,7%, y allá por 1990 de un 4,7%. La brecha mundial de desigualdad entre el 10% más rico y el 10% más pobre de la población se ha duplicado en los últimos cien años, más allá de la tendencia promedio al alza de los salarios reales (los ingresos de la décima parte más potentada son casi 40 veces mayores que los de la décima parte más carenciada, cuando en 1820 la diferencia era prácticamente la mitad). La riqueza del uno por ciento más rico se ha disparado a alturas estratosféricas, sin paralelo en ninguna civilización anterior. El campesinado y la pequeña burguesía urbana continúan pauperizándose y/o proletarizándose. El éxodo rural, que en los países centrales ha cesado hace tiempo, sigue siendo fortísimo en la periferia, especialmente en la India y el África subsahariana, con su consabido y trágico impacto humanitario (crisis de los refugiados).

¿La desindustrialización y terciarización de la economía? Son procesos muy reales, pero nunca Marx redujo el proletariado a la clase obrera industrial, excluyendo a las masas asalariadas del sector primario y del sector servicios; al contrario, las incluyó (y fue más lejos: expresamente dijo que hay empleados terciarios productivos, que generan plusvalor aunque los productos de su trabajo no sean tangibles: “Un actor, incluso un clown, puede ser […] un obrero productivo si trabaja al servicio de un capitalista, de un patrón, y entrega a este una cantidad mayor en trabajo de la que recibe de él en forma de salario”). Además, la desindustrialización es muy relativa, pues suele significar meramente una relocalización de las plantas de producción en otra región del planeta (del hemisferio norte al Sur global, del Atlántico al Asia-Pacífico). Aunque se lo ignore u olvide, el cierre de fábricas en un país (por ej., EE.UU.) se ve sobradamente compensado por la apertura de fábricas en otro (por ej., China), a menudo dentro de unas mismas empresas trasnacionales empeñadas en bajar, a como dé lugar, sus costos laborales e impositivos. Por otro lado, la terciarización de la economía se ve contrapesada por la industrialización de muchos servicios (las cadenas de fast food como McDonald’s, ¿acaso no constituyen –por su escala y métodos de producción– minifactorías?).

En resumidas cuentas, el proletariado sigue creciendo tanto en términos absolutos como relativos, mayormente a costa del campesinado. El primero, con sus distintas fracciones (blue-collars industriales, mineros, peones agrícolas, trabajadores de cuello blanco y cuello gris del sector servicios, etc.), ya abarca más de la mitad de la población mundial (54% según las últimas estadísticas de la Organización Mundial del Trabajo); el segundo, desde la Revolución industrial hasta la actualidad, ha caído del 90 u 80 por ciento a menos de un tercio. Facts are facts, los hechos son hechos.

Tesis VI

No obstante, para que la lucha de clases sea nuevamente partera del socialismo (o de esperanzas de socialismo), como en la Rusia de 1917, la China de 1949 o la Cuba de 1959, debe ser revolucionaria. Dicho de otro modo, debe estar dispuesta a transformar radicalmente el orden económico-social por vías que no pueden ser (la historia nos lo ha enseñado) graduales, ni legales, ni tampoco pacíficas. Hasta ahora, ninguna izquierda reformista ha tenido éxito en la destrucción del capitalismo y en la construcción del socialismo (la izquierda revolucionaria logró algunas veces lo primero, pero a largo plazo se le escurrió lo segundo). Peor que eso: todas las izquierdas reformistas, a la corta o a la larga, acabaron aplastadas (como la Unidad Popular en el Chile setentista) o aburguesadas (como el Partido Socialdemócrata de Alemania durante el Reich guillermino y la República de Weimar). El adjetivo «reformista» está usado aquí en sentido descriptivo neutro, sin ningún ánimo despectivo o descalificatorio. No ponemos en duda que muchos socialistas que asumieron el camino de una transición por reformas acumulativas lo hicieron con honestidad y convicción, teniendo como horizontes últimos la socialización de los medios de producción y la utopía comunista. Tal es el caso de Salvador Allende, por quien sentimos un profundo respeto.

Dado que no vivimos en un mundo ideal o angelical, la violencia desde abajo –y por fuera de la ley– con fines maximalistas está legitimada como mal necesario, siempre que se ajuste a límites éticos rigurosos (por ej., evitar o desalentar la tortura, la pena de muerte y otros actos revanchistas de terror o crueldad). Así como la burguesía no pudo prescindir de la revolución (delitos de conspiración y sedición, espantos o calamidades de la guerra civil y exterior) para reemplazar el Antiguo Régimen por el capitalismo y el liberalismo, es ingenuo esperar que el proletariado pueda prescindir completamente de métodos drásticos para sustituir el statu quo del capital por un nuevo orden socialista. Sin barricadas ni bombas molotov, sin pueblada e insurrección, sin milicias o guerrillas, sin algún tipo de lucha armada o acción disruptiva (huelga general, desobediencia civil, etc.), difícilmente se podrá alumbrar el mundo nuevo.

Decir que algún tipo de lucha armada o acción disruptiva es necesaria tarde o temprano, no significa decir que ella sea suficiente. Para ser exitosa, la lucha de clases, lo mismo que otras luchas subalternas en general, deben ser multifacéticas, tan multifacéticas como lo es la opresión social de clase, de género, imperialista, étnica, etc. Ámbitos como el sindical, el electoral y el cultural no deben ser desatendidos. Volveremos sobre este punto más adelante.

Tesis VII

Cualquier desafío verdaderamente serio al orden del capital debe afrontar, en la actualidad, cuatro déficits fundamentales: la ausencia de un sujeto social, las incertidumbres y oscuridades en relación a qué podría ser una democracia y una economía socialistas en el siglo XXI, el carácter raquítico de las fuerzas políticas revolucionarias en el presente y la ausencia de perspectivas estratégicas de derrocamiento del sistema que resulten creíbles. El proletariado se ha empeñado en faltar a la cita con la historia. Pero sus posibles sustitutos no invitan al entusiasmo: las revoluciones con base campesina tampoco alumbraron proyectos políticos socialistas deseables y sustentables, y entretanto, el mundo ha experimentado un proceso de descampesinización vertiginoso. Ni los sectores profesionales, ni el estudiantado, ni el movimiento de mujeres han logrado hasta el presente el grado de desafío al sistema imperante que en el pasado representaron los movimientos revolucionarios de base obrera y/o campesina. El nacionalismo fue una fuerza equiparable e incluso mayor, y lo sigue siendo sin ninguna duda. Pero los intentos de trascender al capitalismo sobre premisas y bases puramente nacionales o nacionalistas –anticolonialismo, antiimperialismo, estatismo– no han sido fructíferos, ni es esperable que lo sean en el futuro. Todo socialismo genuino debe ser internacionalista. Y deberá aunar en un proyecto común a diferentes sectores sociales, franjas etarias, grupos étnicos y perfiles identitarios. Con todo, dado que el capitalismo se basa en la explotación de trabajadores fundamentalmente asalariados, cualquier socialismo deseable y posible deberá tener como actor fundamental a la clase trabajadora. Una clase hoy mayormente desorganizada y con escasa autonomía, sin dudas. Pero el futuro del socialismo depende de la auto-organización y el desarrollo de formas de autonomía cultural y política de la clase mayoritaria que vive del trabajo.

La imaginación de alternativas realistas al capitalismo, de utopías posibles, es una tarea fundamental, al igual que la construcción de organizaciones políticas con voluntad revolucionaria. Los modelos del pasado se han mostrado impotentes o problemáticos. Pero poco se gana escondiendo la suciedad debajo de la alfombra. Habrá que hacer balance y proponer alternativas. Lo mismo vale para las estrategias políticas. Aunque la organización de la clase trabajadora, el desarrollo de potentes movimientos sociales, la creación de espacios de autonomía cultural y la construcción de organizaciones políticas son hoy tareas más urgentes, la elaboración de perspectivas estratégicas no puede ser olvidada. Tarde o temprano habrá que afrontar ese quehacer crucial. Las estrategias intentadas en el pasado no han sido muy fructíferas, pero habrá que estudiarlas, aprender de ellas. Sin olvidar que el mundo contemporáneo es profundamente distinto al de 1917, 1949 o 1959. No es dato menor que en casi todos los levantamientos populares de los últimos cincuenta años el socialismo ha estado ausente, incluso como horizonte: las revueltas de principios de los 90 en la Europa del este se hicieron contra el socialismo, no en su nombre; las primaveras árabes aspiraban a lo sumo a la «democracia», sin atisbos claros de anticapitalismo, no digamos ya de socialismo. Ni el 2001 argentino, ni el Octubre chileno, ni tampoco las revueltas norteamericanas del Black Lives Matter, elevaron a primer plano ningún proyecto socialista. Excepciones puntuales y a pequeña escala (como las de los caracoles zapatistas o Rojava) no desmienten esta tendencia general, a la que reconocemos como cosa fáctica, pero ante la que no nos sometemos ni moral ni políticamente. Tampoco las experiencias de los llamados «gobiernos progresistas latinoamericanos» tuvieron con el socialismo más que, a lo sumo, vínculos retóricos: lo suyo fue, como mucho, estatismo burgués.

En fin, las estrategias capaces de derribar al sistema del capital y alumbrar un nuevo mundo siguen siendo una incógnita histórica, no menos que la fisonomía concreta de ese orden alternativo. Lo cual reclama imaginación y voluntad, antes que ilusiones y resignación.

Tesis VIII

Definitivamente: el mundo del presente es profundamente distinto al de hace unas pocas décadas. El sistema ha cambiado, pero no ha mutado. Vivimos aún en el capitalismo y sus principales pautas de desenvolvimiento –sustentadas en la propiedad privada de los medios de producción, la explotación de la clase trabajadora, la competencia de capitales y la mundialización del mercado- continúan operando. Tanto es así que muchas tesis de Marx tienen incluso más vigencia que en el siglo pasado, cuando muchas economías «nacionales» se hallaban relativamente desconectadas del mercado mundial. Sin embargo, sobre ese sustrato fundamental –que legitima la vigencia del análisis marxista y explica los recientes «regresos a Marx»– se han producido un gran número de novedades que ningún análisis sensato podría omitir.

El grado de concentración de los capitales es mucho mayor que en cualquier momento pasado. Esto da a la clase capitalista, e incluso a ciertos individuos, un poder y una capacidad de influencia sin paralelo histórico. El desequilibrio de poder entre las clases es hoy mayor que nunca en los últimos 150 años, cuanto menos. También se ha alterado el equilibrio de poder entre estados y corporaciones privadas: estas últimas tienen en la actualidad una capacidad de influencia incomparable. Esto no significa que los estados hayan desaparecido. Significa, más bien, que su capacidad autónoma respecto a las exigencias del sistema capitalista en general –y de su clase dominante en particular– se ha restringido. La capacidad de bancos, fondos de inversión y corporaciones para determinar las políticas públicas difícilmente podría ser exagerada.

Cínicamente, el exorbitante dominio del capital sobre la vida de las personas ha destruido los espacios de autonomía en nombre de la libertad, ha reducido las diferencias culturales en nombre de la diversidad, ha empobrecido la vida intelectual en nombre del libre acceso a la información, ha degradado la naturaleza en nombre del progreso, ha precarizado los empleos en nombre de la rentabilidad.

La cultura contemporánea, centrada fuertemente en internet, las redes sociales, la inmediatez digital y la vida plana de las pantallas, impone desafíos nuevos y diferentes a los que debieron enfrentar los movimientos revolucionarios del pasado reciente. El lugar común de ver que en las nuevas tecnologías hay cosas buenas y malas, pérdidas y beneficios, retrocesos y oportunidades –¡como en todo!–, es hoy altamente ingenuo y sumamente peligroso. La internet de 2022, dominada por un puñado hiperconcentrado de corporaciones, no es la internet utópicamente libertaria de 2000. Las tecnologías algorítmicas, la producción y el consumo de datos, el empleo descarado de golpes bajos emocionales, la generación inducida de dopamina, el permanente reclamo de atención, el monitoreo constante de la vida y obra de las personas, y la recurrente y deliberada tendencia a la dispersión de la atención, dan a las empresas que controlan esta maquinaria una capacidad de manipulación e influencia –incluso de censura– inimaginables en el pasado. Están remodelando nuestras vidas a nuestras espaldas por medio de espejitos de colores que nos proporcionan simples y elementales placeres inmediatos, a cambio de nuestra pérdida de autonomía a largo plazo. Y se montan en un presupuesto más que discutible: que habrá indefinidamente energía para sostener la maquinaria de la vida virtual. No se trata, pues, tan solo de ganar el mundo virtual para las masas populares –expropiando las megaempresas y convirtiéndolas en entidades públicas– sino, en gran medida, de liberarnos de él, de luchar contra el mundo virtual. Habrá que convertir a las redes digitales en cosa pública, pero también es necesario reducir su magnitud a escalas energética y ecológicamente sostenibles, y humanamente no alienantes.

Tesis IX

Sin embargo, la principal novedad es, sin lugar a dudas, la situación ecológica, que ha adquirido contornos catastróficos en los últimos decenios. El conflicto naturaleza-capital se ha vuelto tan o más importante que el conflicto trabajo-capital. Los modelos socialistas basados en la idea de superar al capitalismo en el desarrollo de las fuerzas productivas, o en extender el nivel de consumo y confort de los países centrales y las clases acomodadas a toda la humanidad, se han tornado obsoletos. Como premonitoriamente propusiera Walter Benjamin, la revolución, lejos de ser la locomotora de la historia, debe ser concebida como el freno de emergencia que acciona la humanidad antes de que el tren caiga al abismo. Las fuerzas productivas se han vuelto crecientemente destructivas, el crecimiento económico se ha topado con limitaciones medioambientales, la contaminación ha alcanzado cotas insostenibles, el cambio climático amenaza con alterar los parámetros de la vida sobre la Tierra. Y, para colmo de males, la energía barata y abundante basada en los combustibles fósiles se acabará irremediablemente en breve, sin que sea posible reemplazarla con los mismos rendimientos –y a la misma escala– por las tecnologías renovables, como supone la liturgia de la «ecoeficiencia» y la «transición energética» difundida por sectores interesados del capital y por personas ingenuas que simplemente no se han puesto a hacer cuentas, o a pensar de dónde saldrían los minerales raros y escasos que son necesarios para casi todas esas tecnologías si las mismas debieran multiplicarse por decenas o por cientos.

Todo esto nos coloca ante la posibilidad inminente de un colapso civilizatorio. Y no parece creíble un capitalismo verde o ecológico que sea algo más que propaganda artera. El sistema del capital se basa en la sed de ganancias, que carece de límites: el capitalismo es desmesurado por naturaleza, una naturaleza que no puede ser sofrenada por decisiones individuales: sus impulsos más profundos emanan de la estructura de las relaciones de producción. Solo modificando de raíz esta estructura, aboliendo las relaciones capitalistas de producción, es posible imaginar un mundo con cierto equilibrio entre la humanidad y el resto de la naturaleza de la que forma parte, sin que antes se produzca una catástrofe de proporciones bíblicas. Las propuestas de soluciones ecológicas dentro del sistema capitalista, al estilo del Green New Deal, son de un irrealismo apabullante. El anhelo de un capitalismo ecológicamente sustentable es un sueño en el mejor de los casos, y más probablemente una verdadera pesadilla: distintas formas de ecofascismos acechan ya en nuestro mundo. Y se harán potencialmente más poderosas –como en las distopías Mad Max– si no las enfrentamos con resolución. Estamos en una carrera contra reloj. El peligro se desmadrará a medida que la crisis ecológica, la escasez de energía o agua, faciliten la lógica egoísta y feroz del todos contra todos, del sálvese quien pueda, en una alocada búsqueda por garantizar a «los propios» (nuestra raza, nuestra nación, nuestra civilización, nuestro grupo identitario, nuestra familia) el acceso a unos recursos y una seguridad menguantes. El socialismo debe ser ecologista, pero el ecologismo debe ser revolucionario. Sin esta conjunción, el futuro se presenta funesto.

Aunque estamos en contra de las explicaciones malthusianas de la pobreza –por simplistas– y de las políticas antinatalistas –por autoritarias–, admitimos que toda discusión seria sobre la problemática ecológica debiera incluir la variable población, aunque resulte incómoda o políticamente incorrecta para la izquierda. Es innegable que hubo una explosión demográfica en estos últimos siglos. Pasamos de casi 800 millones de personas en 1750 a 8.000 millones en 2022, lo que significa que la especie homo sapiens se ha decuplicado desde la Revolución Industrial, con consecuencias muy negativas para la geosfera y biosfera. No solo eso: la humanidad no para de crecer en este siglo XXI, signado por el cambio climático y otros problemas ambientales. La buena noticia es que ese aumento poblacional se viene ralentizando, desacelerando, a medida que más países completan la transición demográfica, alcanzando el umbral de crecimiento cero, o tendiendo incluso a decrecer (en 1990 la tasa de fecundidad global era de 3,2 nacimientos por mujer; hoy está en torno a 2,5; y se prevé que para 2050 caiga a 2,2). Dado el contexto de emergencia ambiental en que nos encontramos, ¿resulta suficiente una ralentización del crecimiento demográfico? ¿O es preciso alcanzar con urgencia el crecimiento cero o el decrecimiento? ¿Nos hacemos cargo de que sin combustibles fósiles es del todo imposible mantener una población humana tan enorme? Son preguntas difíciles, antipáticas, aunque necesarias. Todo indica que el decrecimiento económico no será suficiente. Pero de ser así, nos opondríamos a todo antinatalismo autoritario, o a todo control de la natalidad que responda a premisas clasistas o racistas.

Para abordar los desafíos de la crisis ecológica son necesarias fuertes convicciones, pero también sólido conocimiento. Si la ciencia puesta al servicio del capital ha colaborado grandemente en la actual situación de emergencia, es ingenuo creer que podremos hallar soluciones en el pensamiento mágico o con veleidades primitivistas. Será necesario el más sólido conocimiento científico, pero puesto al servicio de las humanas necesidades, no de la acumulación de capitales.

Tesis X

La pandemia de COVID-19 es un buen anuncio del tipo de políticas que los sectores dominantes pretenderán imponer para afrontar los desafíos ecosociales de los próximos lustros. Aunque ante una mirada ingenua la pandemia puede presentarse como un fenómeno básicamente biológico, lo cierto es que, tanto en su dinámica como en sus consecuencias, fue un fenómeno fundamentalmente político y social. Lejos de ser un preanuncio de los desequilibrios ambientales ante los que nos enfrentaremos, la pandemia ha revelado la condición social, cultural y política en la que nos hallamos. Como fenómeno médico-biológico fue un acontecimiento que se halla a años luz de las grandes pandemias del pasado, y nunca estuvo cerca de ser un desastre sanitario (salvo lugares muy puntuales, y en todo caso, no a mayor escala de lo que es condición cotidiana en muchos lugares del Sur global, sin que nadie se rasgue las vestiduras). Sin embargo, se la vivió como una catástrofe inaudita, y en nombre del combate al virus se impusieron medidas que –hoy ya está completamente claro– provocaron muchos más daños que beneficios.

La pandemia desnudó y aceleró tendencias operantes en nuestro mundo social, a las que deberemos enfrentar: una concepción cuasi religiosa de la salud; un sistema sanitario dominado casi por completo por la industria privada; un cientificismo y un biologicismo ciegos ante lo social, lo psicológico y lo emocional; un autoritarismo oculto tras las fachadas democráticas; predisposición a arrojar a la hoguera las libertades en nombre de la seguridad; manipulación informativa; debacle del pensamiento crítico; aceleracionismo digital desembozado; concentración descomunal de la riqueza; precarización laboral encubierta como teletrabajo. En nombre del combate contra las noticias falsas se impuso y legitimó la censura; en nombre de «La Ciencia» si impusieron los dogmas, se acosó a científicos y se enlodó el pensamiento crítico.

Tanto la percepción del problema sanitario como los abordajes dominantes ante el mismo (salvo contadas excepciones) se fundaron en lo que podríamos denominar el corazón de las tinieblas del capitalismo: la desmesura. Una desmesura que arruinó la vida de millones de personas, pero que se cuidó muy bien de garantizar ganancias acrecentadas a las empresas farmacéuticas, las grandes corporaciones y los fondos de inversión. Desmesura, manipulación emocional, censura abierta o solapada (algorítmica, por ejemplo) y autoritarismo: estos parecen ser los pilares con los que la mayor parte de la clase dominante pretende abordar los desafíos del futuro en pos de garantizar que ni la propiedad privada, ni los beneficios del capital, sean cuestionados, ni mucho menos amenazados. Y, hasta ahora, ha contado con el aval de la inmensa mayoría de los sectores progresistas, e incluso de buena parte de las izquierdas.

Tesis XI

En las últimas décadas, el desequilibrio de poder entre las clases se incrementó. Mientras la riqueza se concentró como nunca antes y el poder de la clase capitalista trepó a las nubes, la clase trabajadora vio sus empleos precarizados, sus organizaciones destruidas o avasalladas y su participación en el ingreso disminuido. En términos objetivos, el desarrollo capitalista de los últimos años ha degradado la naturaleza hasta niveles alarmantes y explosivos, ha debilitado la fuerza del proletariado y ha reforzado la desigualdad social y la inseguridad vital de las grandes mayorías.

Sin embargo, en los últimos años, en muchas sociedades capitalistas se han reconocido derechos y se han establecido leyes y políticas favorables a grupos oprimidos o discriminados como las mujeres, los pueblos originarios, la comunidad LGBT+, las personas afrodescendientes o la juventud. A menudo, estos grupos son minoritarios. Pero no siempre: las mujeres, por ejemplo, totalizan el 51% de la población mundial; y en algunos lugares de América Latina, los sectores indígenas o afrodescendientes son, si no mayoritarios, cuanto menos, minorías de gran envergadura, que pueden ascender hasta un 20, 30 ó 40%.

Las lacras del colonialismo, el imperialismo, el patriarcado, el racismo, la homofobia y la gerontocracia fueron denunciadas. Esto ha generado una suerte de sentido común progresista sumamente sensible ante el eurocentrismo, el hegemonismo de las potencias occidentales, la «supremacía blanca», el machismo o sexismo, pero casi enteramente ciego ante el clasismo. Aunque la clase es –sigue siendo– en el mundo contemporáneo, por lejos, el epicentro de la explotación, la fuente principal de desigualdad entre las personas (la élite capitalista y los sectores burgueses no llegan al 10% de la población mundial); paradójicamente constituye la forma de dominio, opresión y privilegio de la que menos se habla.

Una cosa es tematizar una realidad o localizar un problema, y otra muy distinta es la manera en que se los aborda teóricamente y se los afronta políticamente. Las causas del feminismo, del antirracismo, del anticolonialismo y del movimiento LGBT+ están plenamente justificadas y merecen apoyo. Lo cual no significa que todos los enfoques teóricos sobre estas cuestiones sean igual de consistentes, ni todas sus propuestas políticas parejamente reivindicables. Así como la antiguamente llamada cuestión social entrañó disímiles enfoques científico-filosóficos y muy diferentes propuestas políticas –desde el paternalismo a la lucha de clases, de la represión a la revolución– los desafíos de las cuestiones de género, de raza, de etnia o de edad habilitan diferentes perspectivas cuyas luces y sombras habrá que debatir y evaluar sin dogmatismos ni mistificaciones románticas de ninguna especie.

Así como nuestra simpatía con la causa proletaria no renuncia a la evaluación crítica, y supone múltiples tomas de partido a su interior –somos revolucionarios, no reformistas; partidarios de la autonomía, no del sustituismo; militantes de la lucha, no de la conciliación entre clases; etc.– nuestra adhesión a las luchas feministas, nacionales, indigenistas, antirracistas, o de las disidencias sexuales supone ciertos posicionamientos. Aunque reconocemos la existencia de las identidades étnicas o de género, no hacemos de las mismas la piedra angular de nuestra política. Respetamos a las naciones, pero somos internacionalistas que abogan por la plurinacionalidad e interculturalidad; más aún, por la separación entre nación y estado (al igual que la separación religión/estado). Y a largo plazo, anhelamos un mundo en que los estados hayan desaparecido como megamaquinaria represiva, y las naciones no sean más que un fenómeno de escasa trascendencia: no algo por lo que la gente mate o muera, o se considere superior o inferior al resto. Combatimos el colonialismo y eurocentrismo, pero no por ello cantamos alabanzas a los maniqueísmos o simplezas teóricas (acompañadas muchas veces de nimiedades o hipocresías políticas) de la llamada opción decolonial, que no hace más que aplanar complejas realidades sociales, remplazar a la teoría por la retórica y, curiosamente, reproducir en clave étnica algunos de los mismos despistes teóricos que el marxismo dogmático entronizó en nombre de la clase o de espantajos tales como la «ciencia proletaria». Del mismo modo, nuestro compromiso con el movimiento de mujeres y las luchas LGBT+ no implica carencia de crítica (por ejemplo, apoyamos el aborto legal y la educación sexual integral, pero no el punitivismo y la cultura de la cancelación).

Vivimos tiempos posmodernos donde las políticas y retóricas de la identidad, las afirmaciones identitarias, se han vuelto más importantes que el propio activismo político en pos de derechos. Asistimos a una proliferación babélica de subculturas urbanas erigidas en guetos y targets de consumo. Son tiempos de esencialismos gregarios y romantizaciones neotribales. Todo eso dentro de los límites –y bajo las presiones– de un capitalismo tardío que está demostrando una notable plasticidad o ductilidad para no desentonar con la corrección política, una ingente capacidad para adaptarse y aggiornarse a las nuevas exigencias del multiculturalismo, la diversidad racial y sexual, el identitarismo y otros valores de la progresía cosmopolita, cuyo fundamento último es el individualismo narcisista que promueve un mercado que hoy domina todo los aspectos de una vida crecientemente anómica. En su oferta de bienes y servicios, en su contratación de mano de obra, en sus estrategias publicitarias, las grandes corporaciones son cada vez más sensibles a estos vientos de cambio. No es que eso sea malo. Al contrario: son avances que reflejan mayores niveles de conciencia social, nuevos estándares de libertad e igualdad que constituyen –en gran parte– el fruto de largas y duras luchas colectivas. Lo malo es que todo esto haya ido de la mano con una distensión del conflicto trabajo-capital y un retroceso de la conciencia de clase, que nos alejan irremediablemente de la utopía socialista.

Tanta hipersensibilidad ante la agenda identitaria y de minorías (lenguaje inclusivo, cupo travesti-trans, preguntas sobre afrodescendencia en los censos de población, remoción de monumentos asociados al genocidio indígena o al racismo colonial, etc.), acompañada muchas veces por un alud de simplificaciones maniqueas y sobreactuaciones demagógicas, nos ha distraído, a menudo, de problemas estructurales muy complejos y graves –más masivos también, en tanto afectan a las grandes mayorías populares– como la precarización laboral, la pobreza o el hambre; y de algo peor, por su potencial catastrófico para nuestra especie y toda la biosfera: la crisis ambiental, la emergencia ecológica. La progresía se parece cada vez más a la orquesta del Titanic. La izquierda debe apoyar con firmeza y sincero compromiso al feminismo, las luchas identitarias justas y el activismo de todas las minorías oprimidas, pero sin desatender jamás los conflictos trabajo-capital y naturaleza-capital, que son objetivamente cruciales, y que, por ende, deben ser políticamente prioritarios.

Tesis XII

Somos laicistas. Bregamos por la laicidad, como ha sido tradición en la izquierda radical desde la Revolución Francesa y la Revolución Rusa. Dicho de otro modo, defendemos la independencia de la res publica respecto a las instituciones religiosas y todo lo que ellas proclaman como verdad sagrada absoluta: creencias y ritos, dogmas y mitos, revelaciones y profecías, sacerdocio y monacato, preceptos morales, etc.

En Occidente, en las actuales condiciones de desarrollo histórico, esa autonomía significa, concretamente, separación de Iglesia y Estado. Alcanzarla o recuperarla donde nunca ha existido o se la ha perdido, completarla o consolidarla donde es parcial o débil, perfeccionarla donde tiene bemoles, garantizarla donde ya tiene plena vigencia. De qué Iglesia hablamos exactamente, dependerá, por supuesto, del país o la región: Iglesia católica romana en América Latina o España, Iglesia ortodoxa en Rusia o Grecia, Iglesia anglicana en Inglaterra, Iglesia luterana en Alemania o Escandinavia, etc. Fuera del ámbito civilizatorio occidental, el laicismo debe igualmente luchar por la separación del Estado respecto a cualquier credo religioso: islam, judaísmo, budismo, hinduismo, etc. Y si en el futuro, tras una revolución victoriosa, la izquierda radical emprendiera la construcción de un orden socialista y democrático, y lograra a corto o largo plazo abolir o anquilosar el estado, deberá procurar que el nuevo sistema político basado en comunas libres federadas, proteja y fomente la laicidad, el wall of separation jeffersoniano frente a todas las instituciones confesionales o credos religiosos.

Por laicidad entendemos un modo de convivencia en el cual las autoridades públicas, en tributo a la libertad e igualdad, a la civilidad democrática y la ética de los derechos humanos (y con independencia de lo que creen u opinan a título privado sus titulares de turno en materia filosófica, teológica, ideológica o de cosmovisiones), no imponen ni privilegian ninguna religión, ni oficial ni oficiosamente, sin importar qué tan mayoritarias o populares, tradicionales o antiguas, puedan ser algunas confesiones. Una sociedad laica es una sociedad que no solo respeta la libertad religiosa y de conciencia de todas sus individualidades, sino también una sociedad que garantiza a todas ellas la no discriminación, la igualdad de trato. No hay democracia sin laicidad. La laicidad es solo una dimensión de la democracia, entre otras.

Tesis XIII

Además de laicistas, somos anticlericales e irreligiosos (hasta donde es posible serlo sin vulnerar el principio de tolerancia que necesariamente conlleva la laicidad, en tanto modus vivendi democrático). Y más allá de la esfera política, en un plano estrictamente filosófico de reflexión y debate, cultivamos y proponemos el ateísmo, en concordancia con nuestra vocación crítica parresiasta, nuestra axiología racionalista-materialista y nuestras raíces anarcomarxistas (Bakunin, Marx y un largo etcétera).

Entendemos que toda religiosidad, ya sea de carácter institucional y hegemónico o puramente personal y subjetiva, conlleva en mayor o menor grado alienación, en el sentido filosófico-antropológico de Feuerbach. Pero suscribimos cien por ciento la crítica que a este pensador materialista le hiciera Marx, cuando caracterizó metafóricamente la religión como «opio de los pueblos» (concepto que, por desgracia, muchos marxistas han simplificado): “el sufrimiento religioso es, a la vez y al mismo tiempo, la expresión del sufrimiento real y la protesta contra el sufrimiento real”, “el suspiro de la criatura oprimida, el corazón de un mundo sin corazón y el alma de unas condiciones sin alma”.

De esa caracterización tan matizada, de ese agudo diagnóstico de psicología social, Marx extrajo la siguiente conclusión política, que también hacemos nuestra: “La abolición de la religión como felicidad ilusoria de los pueblos es la demanda por su felicidad real. Exhortarlos a renunciar a sus ilusiones sobre su condición es exhortarlos a renunciar a una condición que requiere ilusiones”. Dicho en pocas y simples palabras, repudiamos el ateísmo elitista, burgués, arrogante, abstracto, insensible, dogmático, miope, que pontifica contra la credulidad religiosa popular sin penetrar en sus causas sociales estructurales, sin ser capaz de separar la paja del trigo en su análisis del fenómeno religioso, que siempre es complejo y contradictorio.

Porque la religión, como expresión ideológica, nunca se reduce a la lógica del poder, a la justificación del statu quo que articula el opresor desde las alturas hegemónicas. También es consolación desde el llano subalterno, pulsión utópica del oprimido. Claro que no olvidamos que en nombre de la fe se ha justificado lo peor: la esclavitud, la servidumbre de la gleba, la propiedad privada, la desigualdad social, las castas, el patriarcado, la Inquisición, las guerras de conquista, el colonialismo, el racismo… Pero no olvidemos que la religión también ha sido –nos guste o no nos guste a los ateos de izquierda– un poderoso acicate ideológico en infinidad de rebeliones populares (Canudos en Brasil y la guerra campesina en Alemania, entre otros ejemplos). Por lo demás, es innegable que en varios casos dicha rebeldía social con tintes religiosos estuvo asociada a ese horizonte utópico que Badiou ha llamado invariantes comunistas, como en el caso de Gerrard Winstanley y los diggers de la Revolución Inglesa.

Abogamos por un ateísmo sociológicamente lúcido, humanamente sensible, políticamente socialista y revolucionario. Un ateísmo crítico y polémico, sin concesiones pour la galerie, basado en la racionalidad científica y filosófica. Pero, a la vez, respetuoso y fraterno. Una irreligiosidad con vocación humanista, intercultural y dialoguista (especialmente amistosa con aquellas personas creyentes con las que tenemos acuerdos políticos de fondo, como el socialismo). Un ateísmo, en suma, alejado de todo fanatismo sectario y de toda fatuidad cientificista.

Y algo más queremos decir: no nos satisface que el ateísmo se agote en la vía racional-negativa, en el cuestionamiento de la religión. Proponemos también una vía positiva, una Lebensphilosophie o «filosofía de vida» atea, preocupada por la producción de sentido a través de la reflexión ética, cosmológica y antropológica, y también por medio de la creación literaria y artística. Las tradiciones estoicas y epicúreas antiguas, el pensamiento de Nietzsche, el existencialismo de Sartre y Camus, nos ofrecen mucha materia prima para esa elaboración. Una elaboración que conjugue el intelecto con la sensibilidad.

Asumimos nuestro ateísmo como un humanismo radical. Un humanismo reconciliado con lo que biológica y psicológicamente somos: seres frágiles y finitos, imperfectos y mortales, dotados de un cuerpo y una psiquis, de apetitos y conciencia reflexiva. Somos animales mundanos y racionales. Y aunque lo hayamos olvidado, tenemos la capacidad de hacer el bien, vivir responsablemente en libertad, buscar la felicidad y a menudo conseguirla, sin mistificaciones religiosas contra natura. Es decir, sin tutelas ni mandatos del más allá, sin esperanzas ni temores de ultratumba.

Tesis XIV

En el mundo contemporáneo, la religión no ha desaparecido. El fundamentalismo religioso incluso se ha fortalecido, en Oriente y Occidente. Pero también se han convertido en grandes fuerzas intelectuales el cientificismo (una concepción ingenua, inmoderada, fetichista y poco crítica de la ciencia) y diferentes formas de relativismo cultural o epistemológico asociadas a lo que se suele denominar posmodernismo.

Vayamos por partes. La izquierda radical laica de raíces marxistas y anarquistas ha mantenido, en general, su posición escéptica y crítica frente a las religiones, y no duda en condenar sin atenuantes el integrismo cristiano, islámico, judío y de otros credos. No así los círculos que se autoperciben como progresistas, fuertemente influidos por el multiculturalismo y la moda decolonial. En ellos campea una mirada condescendiente hacia las religiones, cuando no de defensa y adhesión entusiastas, con altas dosis de idealización romántica. Es cierto que la progresía no hace extensiva esta actitud friendly hacia el fundamentalismo religioso, sobre todo cuando este entra en conflicto con la agenda feminista y LGBT+ (aborto legal, matrimonio igualitario, etc.). Sin embargo, cuando el integrismo confesional excede el ámbito de la civilización judeocristiana y se manifiesta en culturas no occidentales, como el mundo árabe o el Indostán, la tónica general oscila entre el silencio políticamente correcto (mejor no hablar de ciertas cosas), la búsqueda de atenuantes (es cierto, pero…) y el negacionismo descarado a través de sofismas relativistas emic (por ej., “dentro de la cosmovisión árabe, el burka no es machista. Creer lo contrario es un prejuicio eurocéntrico e islamofóbico”). Criticar al Opus Dei, los mormones o el judaísmo ortodoxo está bien visto, porque no es «eurocéntrico». En cambio, denunciar la pervivencia de las castas en la India, la ablación del clítoris en Somalia o la matanza de personas albinas en Malawi, resulta inaceptable, un acto de «racismo» o «arrogancia neocolonial» imperdonables. Nos rebelamos contra este doble estándar, contra estas sinuosidades hipócritas del pensamiento crítico que se traiciona a sí mismo.

Eso sí: donde la izquierda y la progresía han venido llamativamente a coincidir, durante la pandemia y su «nueva normalidad», es en el revival del cientificismo. El biologicismo, el fetichismo tecnológico y la religiosa consigna de «seguir a la ciencia» constituyeron la argamasa ideológica de la ortodoxia covidiana y del talibanismo sanitario. Desde Kalewche rechazamos el cientificismo porque amamos mucho la ciencia: con sus incertidumbres, su modestia (cuando es sincera), su provisionalidad. El cientificismo bastardea la ciencia. Es una traición y una afrenta al racionalismo científico.

Pero nuestra distancia del cientificismo no nos tienta a subirnos al tren relativista. Y no lo hacemos no por falta de sensibilidad ante la relatividad de las cosas, de respeto ante las otredades o por ceguera dogmática, sino por mesura crítica, voluntad anti-mitológica, aprecio y respeto por los fundamentales núcleos universales que compartimos todos los seres humanos. Los excesos, sesgos y provincianismos de los universalismos del pasado no pueden ser remplazados por relativismos lábiles y pensamientos débiles. Ante la maniquea ingenuidad, hoy tan habitual, que ve en cualquier perspectiva universalista una argucia colonialista y en todo relativismo una aproximación inequívocamente tolerante y pluralista, cabe recordar que Mussolini pudo definirse, sin que le faltara razón, como un relativista. Para angustia de los espíritus simples, ni el relativismo ni el universalismo tienen propiedades políticas o ideológicas intrínsecas. Si en nombre de los derechos humanos se ha bombardeado ciudades, está todo dicho… En todo caso, cabe advertir que sólo un sólido universalismo –abierto al diálogo y a la crítica, prudente y mesurado, respetuoso de lo diverso, intercultural, capaz de valorar las dudas y las incertidumbres– parece capaz de afrontar los grandes desafíos ecosociales ante los que nos enfrentamos cuando la loca carrera del sálvese quien pueda empuja en dirección a los neofascismos tribalistas.

No es difícil prever que mucho del tibio liberalismo progresista multicultural de hoy se convierta en el pasivo –e incluso activo– fascismo del mañana. Después de todo: ¿cuántas voces posmodernistas y/o relativistas se levantaron para denunciar la conculcación de las libertades individuales, el confinamiento universal domiciliario o la obligatoriedad de vacunas experimentales durante la pandemia?

Tesis XV

Los sucesos de los últimos años, así como todo lo que cabe prever en el futuro inmediato (signado por la crisis climática y energética), favorecen las tendencias militaristas. Las intervenciones estadounidenses, sobre todo en Medio Oriente, de 2001 a esta parte, han dejado un tendal de muertos, sociedades sumidas en la miseria y estados fallidos. La reciente invasión rusa a Ucrania, con una guerra que está lejos de terminar, preanuncia con toda probabilidad una escalada belicista, amén de recordarnos que el hegemonismo yanqui no es el único que avasalla la autodeterminación de los pueblos. El peligro de confrontación nuclear entre potencias nunca ha sido tan grande desde la crisis de los misiles, allá por 1962. Formas de neoimperialismo o neocolonialismo se desarrollan a ojos vista, mientras nacionalismos esencialistas y políticas crecientemente autoritarias se imponen con escasas resistencia, incluso en democracias otrora reputadas de ejemplares. Las derechas xenófobas y racistas ganan terreno. La cultura de la cancelación y las lógicas de guerra se generalizan con muy pocas críticas. Las viejas políticas campistas se vuelven populares, aunque ahora solo irrealistas contumaces puedan ver en tales campos una puja entre sistemas económico-sociales diferentes, al estilo de la guerra fría. La falacia «los enemigos de mis enemigos son mis amigos» (Rusia, China, Irán, Corea del Norte, etc.), demanda malabares de interpretación que ni la diosa Durga podría realizar.

La necesidad de un movimiento por la paz, que se niegue a validar las guerras imperiales y nacionales, e impida a los gobiernos jugar inopinadamente a la ruleta rusa nuclear, vuelve a ser urgente. Lo cual plantea dilemas inocultables para cualquier movimiento socialista que asuma el hecho históricamente indudable de que ninguna clase dominante ha renunciado graciosamente a sus privilegios. La orientación básica es para nosotros bien clara: ninguna guerra entre pueblos, no a la paz entre clases. Las formas concretas que esta orientación debe adoptar en cada tiempo y lugar, sin embargo, presenta enormes complejidades, que sería ingenuo negar, e insensato pretender solucionar con simplezas biempensantes.

Tesis XVI

Los intentos socialistas ensayados hasta el momento culminaron en derrotas o fracasos. Pero si las derrotas del siglo XIX y principios/mediados del XX pudieron sembrar mojones morales y políticos para las generaciones venideras, como la Comuna de París y la guerra civil española, el fracaso –fundamentalmente interno– de los llamados socialismos reales implicó un golpe de otro tipo: el eclipse del ideario socialista. Esto propició que en las últimas décadas el horizonte de lo posible se haya aplanado, y que las acciones políticas tiendan a ser pensadas dentro de lo permisible por el sistema del capital.

Así, mientras el capitalismo se torna más depredador, insostenible y desigual que nunca, las fuerzas políticas supuestamente de oposición asumen posiciones malmenoristas, cada vez más minimalistas en sus demandas (una deriva de aburguesamiento o domesticación ideológica que parece no tener fin). La osadía política, de hecho, ha sido más fuerte en los últimos años en la derecha que en la izquierda. Es necesario recuperar la audacia, ampliar el horizonte político, volver a colocar al anticapitalismo en el centro de la política cotidiana. El posibilismo es un engaño, una trampa. El malmenorismo –permítasenos el neologismo– lleva a las fuerzas que lo sostienen a posiciones cada vez más defensivas: el chiste que alguna vez nos compartió un compañero (“van a terminar votando a Mussolini para que no gane Hitler”) es ya casi una realidad. Creer que es posible el progreso –concebido además como un seguir la senda de los países capitalistas poderosos– constituye un absurdo: la catástrofe ecológica que enfrentamos es producto de ese tipo de desarrollo, exclusivamente a favor de una pequeña parte de la población. Extenderlo al conjunto es materialmente imposible y ecológicamente suicida.

Los populismos basados en críticas verbales a los sectores dominantes (la oligarquía, los bancos, los capitalistas, los especuladores) sin afectar su propiedad ni su fuente económica de poder, son un sinsentido: o mejor dicho, sirven para tener entretenida a la gente en el circo de la política burguesa y acrecentar los beneficios personales de las burocracias políticas de turno. Pero no sirven ni para disminuir la desigualdad económica global, ni para hallar soluciones a la catástrofe ecológica inminente, ni para mejorar sensiblemente la vida de las grandes mayorías: lo que se gana con algún derecho puntual, se pierde con precariedad general; una pequeña mejora por aquí se ve contrarrestada por grandes perjuicios en otro plano, etc. Esto no significa que seamos partidarios de ningún maximalismo estéril. La política revolucionaria no debe abandonar ningún terreno: ni el electoral, ni el institucional, ni el sindical, ni el social. Pero, se esté donde se esté, la práctica cotidiana debe estar orientada por convicciones y acciones socialistas revolucionarias.

Tesis XVII

Sin embargo, al menos hasta el día de hoy, ninguna revolución socialista –o con pretensiones socialistas– ha triunfado en países capitalistas desarrollados y centrales, donde rigen democracias representativas con estados de bienestar más o menos sofisticados. Todas las revoluciones socialistas victoriosas del siglo XX han ocurrido en naciones subdesarrolladas y periféricas, bajo circunstancias de miseria generalizada y opresión política extrema (sometimiento colonial o semicolonial, ocupación militar imperialista, dictadura, monarquía absoluta, etc.).

¿Qué lección extraer de esta verdad histórica? Que el pensamiento estratégico de Gramsci tiene más vigencia que nunca: una revolución socialista al estilo bolchevique, donde se apuesta todo a una conquista relámpago del poder político por medios insurreccionales, pudo resultar eficaz en un país como la Rusia zarista, con un estado hipertrofiado y una sociedad civil anémica. Pero esa receta tan simple no puede funcionar en el corazón del sistema capitalista, en sociedades de configuración más diversa y compleja como Gran Bretaña o Estados Unidos, donde el estado se ve fuertemente limitado o condicionado por las numerosas instituciones y prácticas de una sociedad civil muy vigorosa: partidos de oposición, libertad de prensa, universidades autónomas, asociaciones profesionales, filantropía, ONGs, etc.

En este tipo de sociedades, ninguna estrategia socialista revolucionaria puede aspirar al éxito si no quiere ni sabe disputarle a la burguesía su hegemonía cultural, su capacitad de producir sentido común –ideología dominante naturalizada– haciendo pasar sus intereses y valores particulares como intereses y valores generales. Toda dominación de clase –estable, no efímera– conlleva coacción, pero también consenso. La proporción entre estos dos factores varía de acuerdo al grado de desarrollo social y las circunstancias históricas. La matriz consensual, la hegemonía cultural, no tan importante en contextos autoritarios de gigantismo estatal (allí donde impera un Leviatán hobbesiano autocrático y todopoderoso), se vuelve crucial allí donde la sociedad civil es extensa, madura y pujante.

Dado que un triunfo amplio y duradero de la revolución socialista parece imposible –así lo creía Marx– sin una victoria decisiva en el centro del sistema capitalista, en las potencias burguesas más grandes y desarrolladas, entonces la contrahegemonía, la guerra simbólica de trincheras o posiciones, la paciente batalla cultural a largo plazo, tan distinta a la Blitzkrieg bolchevique, constituye un aspecto medular de la lucha de clases actual y venidera. Kalewche, como proyecto intelectual-literario y político, responde a esta convicción profunda de inspiración gramsciana. La cultura en todas sus manifestaciones (la ciencia, la filosofía, la literatura, el arte, la historia, la memoria, el periodismo, el deporte, las actividades recreativas o lúdicas, el trabajo, el cooperativismo y la autogestión, la sexualidad, etc.), está llamada a ser una cabeza de playa con una importancia estratégica decisiva.

La cultura incluye, por supuesto, la educación, donde está en juego nada menos que la formación de las nuevas generaciones y, por consiguiente, el porvenir de la humanidad toda. En un contexto pospandémico cada vez más dominado por el capitalismo digital, el oligopolio de las GAFAM, el fetichismo tecnológico, la masificación consumista e individualista, el pensamiento light posmoderno, la vulgaridad tóxica del coaching neoconductista y de algunas tendencias dominantes en el campo de las neurociencias, habrá que plantar cara por nuestras escuelas y universidades públicas. Tenemos por delante un combate sin cuartel contra la privatización, mercantilización y virtualización de la enseñanza; contra la desfinanciación del sistema estatal, la degradación de la calidad educativa y la precarización laboral del sector docente; contra la postergación, fragmentación y despolitización de los colectivos estudiantiles; contra la burocratización y tecnocratización de la gestión educativa; y también contra las modas curriculares y didácticas de la progresía pedagógica (una demagogia «vanguardista» de escaso rigor teórico y crítico que suele lavarles la cara a las reformas neoliberales de vaciamiento).

Tesis XVIII

Nuestro racionalismo es moderado: somos conscientes de la potencia del intelecto, pero también de sus límites. Reivindicamos la racionalidad crítica frente a la misología de los beocios (antediluvianos y posmodernos), pero sin caer en el cientificismo ni el intelectualismo. Pensamos que la corporeidad y la sensibilidad son facetas o dimensiones importantísimas de la condición humana, que deben ser apreciadas y cultivadas con esmero a través del arte, el deporte y otras actividades.

Imposible no hablar aquí, entonces, de la literatura, el arte de las palabras. Como humanistas de izquierda que somos, nos oponemos a que la escritura quede reducida a una experiencia puramente intelectual, sin conciencia estética. Proponemos restituirle a la producción de textos científicos, filosóficos y políticos el componente artístico, propiamente literario, que el convencionalismo académico le ha escamoteado en nombre de una seriedad mal entendida. Nos rebelamos contra la dictadura gris de la monografía, del paper, de la ponencia. No le tenemos miedo al uso del yo, a las adjetivaciones, a los juicios de valor explícitos, a las metáforas. ¿Subjetivismo radical? Nada de eso. También nos preocupa la objetividad, o como se la quiera llamar, si esta palabra da escozor. No ignoramos que la objetividad absoluta es inalcanzable. Pero representa un horizonte al que podemos y debemos encaminarnos. Por lo demás, objetividad no es lo mismo que imparcialidad. Aspirar a la imparcialidad es una quimera cientificista obsoleta, una rémora del positivismo decimonónico. Otra cosa es el rigor intelectual, la solidez en los razonamientos y los datos. Pero esto nada tiene que ver con algo tan pueril como el ocultamiento de nuestra subjetividad –o el disimulo de nuestra parcialidad– en la redacción, a través de ciertas fórmulas de estilo o trucos del lenguaje.

Una intelectualidad que no esté exiliada de la república de las letras: eso es lo que proponemos. Se está escribiendo muy mal, y cada vez se escribe peor. Hay que religar la dialéctica a la retórica. La argumentación racional y la persuasión literaria pueden y deben ir de mano, potenciándose mutuamente. La verdad no alcanza. Se necesita también belleza. Textos que sean legibles y disfrutables, menos abstrusos y más amenos. La academia ha hecho de la oscuridad hermenéutica un valor de excelencia intelectual, un ídolo tribal. Eso es ridículo: no toda idea expresada con palabras difíciles es genial, ni no toda idea dicha meridianamente carece de mérito. Resulta urgente recuperar la claridad expositiva, contra la moda posmoderna del hermetismo como fetiche de prestigio.

Hay que volver al ensayo, ese género literario híbrido que amalgama la vocación intelectual con la sensibilidad estética. Sus años de esplendor han pasado. Hoy está en franco declive. Peor que eso: está en peligro de extinción. El homo academicus contemporáneo se ha decantado totalmente por la endogamia entre pares de la profesión, con su chata producción monográfica: papers para revistas indexadas hiper-especializadas, cada vez más minimalistas en sus objetos de estudio y más descriptivistas en sus abordajes. La ciencia que, además de acopiar y clasificar datos verificados, buscaba plantear hipótesis, explicar los fenómenos naturales y sociales, compararlos y totalizarlos en grandes síntesis interpretativas, todo ello con ansias de debatir y socializar el conocimiento; esa ciencia de titanes, heroica, ha quedado atrás, al menos en el ámbito de las ciencias sociales. Reina hoy, especialmente dentro de las humanidades, un academicismo obtuso, ramplón, acrítico, burocratizado, despolitizado, sin inquietudes epistemológicas, que ha reducido su profesión a hacer prolijos estados de la cuestión, citar y comentar bibliografía ad nauseam sin ningún atisbo de originalidad, y aplicar las normas APA con un celo de estandarización digno de la industria fordista. Si hoy resucitara el Ortega y Gasset que denunció hace un siglo la “barbarie del especialismo”, admitiría que se quedó corto. Hemos tocado fondo. La ensayística, la síntesis y la polimatía deben ser rehabilitadas cuanto antes.

Tesis XIX

Pero la ensayística por la que rompemos lanzas no es solo una experiencia intelectual y literaria. Es también una experiencia política. La dialéctica y la retórica de nuestros ensayos no las concebimos disociadas del activismo revolucionario y socialista. Con eso no queremos decir que el arte deba ser instrumental, panfletario, un mero medio de propaganda o proselitismo. En absoluto. Defendemos la autonomía de la literatura frente a la política, pero no desde el purismo, el pasatismo, el egoísmo o el nihilismo, sino desde convicciones filosóficas, estéticas, éticas y políticas que reconocen el valor de la libertad y la cultura humanas, y la especificidad del arte como praxis de autorrealización, sin darle la espalda a los compromisos que emanan de la solidaridad social y la lucha colectiva por la utopía.

Salvo honrosas excepciones (siempre las hay), la intelectualidad universitaria rehúye de las intervenciones públicas –divulgativas o polémicas, teóricas o coyunturales– en publicaciones sin indexación como diarios, revistas culturales, órganos militantes y blogs o páginas web de periodismo alternativo. La cosa es más grave: rehúye de tales intervenciones incluso cuando se presenta la oportunidad de hablar sobre aquel nicho temático –cada vez más diminuto– dentro del cual se tiene el privilegio de la experticia profesional. La exogamia académica no suma puntaje a la carrera profesional. Al contrario: está mal vista y resta prestigio entre colegas, aunque rara vez se lo explicite. Se presenta así la siguiente paradoja, rayana con la esquizofrenia: académicos/as de izquierda o progresistas que no escatiman fervientes elogios a la excelencia intelectual y literaria de viejas revistas como la Nueva Gaceta Renana de Marx, la Amauta de Mariátegui o la sartreana Tiempos Modernos, y que dedican sus enteras vidas profesionales a investigarlas con la minuciosidad de un entomólogo que hace disecciones en un laboratorio; pero que, sin embargo, olvidan –o no toman conciencia– de que esas publicaciones eran de carácter fuertemente exotérico y político, y que su indexación hoy sería imposible; sin pasárseles jamás por la cabeza la idea de hacer algo semejante a ellas, aquí y ahora.

Preconizamos una ensayística de parresía. Una ensayística que asuma la crítica no como un ejercicio meramente erudito y abstracto, esotérico, al interior de la torre de marfil, sino como una praxis desde el llano, situada a la intemperie, asociada al espíritu público, anclada en el compromiso social y político, siguiendo la tradición de Marx, Bakunin, Nietzsche, Trotski, Landauer, Gramsci… Ninguno de ellos hizo carrera en el mundo académico. Si la hubieran hecho, difícilmente nos hubieran dejado un legado intelectual de tanta originalidad y brillantez.

Pero una parresía que no renuncie al rigor intelectual, que no le tenga fobia a la ciencia de la lógica ni a los datos cuantitativos. Una ensayística de izquierda que no coquetee con el pensamiento light posmoderno, ni con los juegos del lenguaje, ni con la oscuridad filosófica.

Algo más le pedimos a la ensayística: capacidad de autorreflexión. El filosofar no puede estar compartimentado en especialidades escolásticas, sometido a exigencias profesionales part time. Tiene que ser una experiencia cotidiana más concreta, full time, como la vida misma.

Y una última exigencia –aunque no menos importante– para esta ensayística urgente de parresiastas: la apertura al diálogo intenso y fraterno con otras corrientes intelectuales o políticas, el debate riguroso pero respetuoso, la ética del fair play entre rivales o polemistas. Evitar los agravios, las descalificaciones personales, las chicanas, las simplificaciones y tergiversaciones, la mala fe hermenéutica, las falacias de espantapájaros. No esconderse metódicamente detrás de galimatías o ambigüedades imposibles de refutar. Saber razonar en los propios términos del adversario, antes de llegar a la instancia de la crítica. Debatir sin displicencia, con minuciosidad, punto por punto, hilando fino, sin eludir los datos o argumentos incómodos que ha esgrimido nuestro contrincante. No olvidar que existe la polisemia, es decir, no dar por sentado –de forma ventajera– que los demás usan los términos en el mismo sentido que nosotros (a veces, no hay grandes disensos conceptuales, sino, solamente, pedestres diferencias semánticas que se zanjan fácilmente aclarando qué se quiso decir). No incurrir en discusiones escolásticas ni en argumentos de autoridad. No abusar de la erudición bibliográfica. Usar la ironía con moderación, como un simple recurso retórico, sin atribuirle el poder milagroso de reemplazar la argumentación.

Resumiendo, para terminar: abogamos por una ensayística tridimensional. Una producción de ensayos que conjugue la experiencia intelectual y la experiencia literaria con la experiencia política. Tres búsquedas en un solo quehacer: verdad, belleza y justicia.

Tesis XX

La política es indispensable, pero no alcanza por sí sola para cambiar el mundo. Y toda política se desarrolla a partir de un sustrato cultural de prácticas, representaciones, símbolos e incluso ilusiones, que no se pueden menospreciar o desconocer. Desarrollar una cultura antisistémica, una contracultura, es prerrequisito indispensable para todo cambio radical. Desde Kalewche estamos dispuestos al diálogo y la colaboración –intelectual y práctica– con colectivos interesados en desarrollar el debate fraternal, teóricamente consistente y políticamente motivado.

La ciencia y el conocimiento filosófico riguroso, bien fundado, son necesarios, pero no suficientes. El arte, el humor, la sensibilidad estética en todas sus manifestaciones, resultan también indispensables. La izquierda revolucionaria necesita producir sentido, generar deseo.

Necesitamos ampliar el horizonte de lo social e históricamente posible. Una de las piedras angulares ideológicas del capitalismo posmoderno es la incitación a no reconocer límites a las posibilidades y cambios personales, mientras se clausura toda posibilidad de imaginar siquiera un orden social diferente. Ya hay quienes creen –absurdamente– en la inmortalidad humana, para quienes puedan pagarla. La desmesura capitalista puede negar o ignorar sin complejos a la biología, en pos de fomentar un individualismo consumista que se mira el ombligo. Pero, como toda ideología, no suele ser muy coherente: puede pasar de la negación lisa y llana de la biología a un biologicismo extremo, al son de amenazas reales o imaginarias (lo hemos visto). La falta de crítica y de pensamiento autónomo, en cualquier caso, se difunden por doquier.

En medio del fango de este siglo XXI cada día más problemático y febril, seguimos apostando por muchas reconciliaciones: pesimismo de la inteligencia y optimismo de la voluntad, ciencia y utopía, razón y sensibilidad, mente y cuerpo, teoría y práctica, lo personal y lo social… Pero no renunciamos a una ruptura radical: ¡abajo el orden del capital!

Colectivo Kalewche

Septiembre de 2022

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CORSARIO ROJO

Revista trimestral de la página KALEWCHE
Número 2, verano austral 2023

Bitácora de Derrotas

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