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COMUNTOPÍA
COMUNES, POSTCAPITALISMO Y TRANSICIÓN ECOSOCIAL
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CESAR RENDUELES (*)
Ediciones Akal
https://www.akal.com/libro/comuntopia_53616/
https://www.casadellibro.com/libro-comuntopia/9788446054931/15877938
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Sinopsis de COMUNTOPÍA
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En las últimas décadas, las teorías y estrategias relacionadas con los bienes comunes se han convertido en un elemento fundamental tanto de las ciencias sociales como de numerosos movimientos políticos de todo el mundo. El estudio de los comunes ha permitido comprender la sofisticación de unas instituciones que, en muchas sociedades, regulan el acceso colectivo a los recursos necesarios para la subsistencia. Paralelamente, activistas, sindicalistas, ecologistas o cooperativistas han descubierto en los bienes comunes una caja de herramientas con la que defender los servicios públicos, garantizar el acceso a la vivienda, la energía o la cultura, organizar el trabajo reproductivo y de cuidados y, luchar contra la mercantilización y la destrucción ecológica. Este accesible libro presenta una revisión crítica de las prácticas y de los conceptos relacionados con los bienes comunes.
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(*) Cesar Rendueles
Es doctor en filosofía y profesor de sociología en la Universidad Complutense de Madrid. Antes participó en el colectivo de intervención cultural Ladinamo y fue adjunto a la dirección del Círculo de Bellas Artes de Madrid. Ha escrito sobre cuestiones relacionadas con la epistemología, la filosofía política y la crítica cultural en diversas revistas especializadas. Es autor de una antología de El capital de Karl Marx y se ha encargado de la edición de textos clásicos de autores como Walter Benjamin, Karl Polanyi o Jeremy Bentham. Ha desarrollado una extensa labor como traductor y en 2011 comisarió la exposición Walter Benjamin.
Entre sus ensayos, publicados en una decena de países, destacan “Sociofobia. El cambio político en la era de la utopía digital” (2013), “Capitalismo canalla” (2015), “En bruto. Una reivindicación del materialismo histórico” (2016) y “Contra la igualdad de oportunidades. Un panfleto igualitarista” (2020).
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Extracto del libro:
Introducción
En el primer cuarto del siglo XXI los comunes se han convertido en uno de los conceptos clave de los debates políticos y teóricos en torno a las posibilidades de transformación social antagonista. Muchos investigadores y activistas han encontrado en la reflexión y la práctica en torno a los comunes una caja de herramientas con la que diagnosticar y paliar algunas tensiones cruciales del capitalismo relacionadas tanto con su origen histórico como con sus posibilidades de reorganización y superación.
Los comunes son instituciones sociales colaborativas que regulan recursos –materiales o inmateriales– de propiedad colectiva. Se distinguen, por supuesto, de la propiedad privada convencional con la que hoy estamos familiarizados –como un coche particular– pero también de la propiedad estatal –como una carretera pública– o del acceso abierto a un recurso sin ningún tipo de régimen de gestión colectiva –como el aire o el agua del mar–. El tipo de propiedad y gestión colectivas que llamamos comunes era muy habitual antes del surgimiento del capitalismo, pero, además, ha logrado sobrevivir en muchas sociedades modernas de todo el mundo.
UN CONCEPTO ÓMNIBUS
La institución de los comunes se ha usado para gestionar un abanico muy amplio de bienes y servicios bajo formas sociales y jurídicas igualmente diversas en entornos políticos heterogéneos, por cierto, no siempre reivindicables desde la perspectiva de una democracia moderna. A pesar de esta inmensa variedad, la investigación histórica y antropológica ha descubierto algunas características compartidas y perseverantes muy interesantes de los comunes. En las sociedades en las que los comunes han florecido a menudo han sido un instrumento robusto, relativamente igualitario y ecológicamente sostenible para organizar el acceso a los medios de subsistencia. Además, los sistemas de gobierno de los comunes se han basado en la autogestión a través de procedimientos al menos potencialmente participativos. Durante miles de años, pueblos de todo el mundo han regulado con éxito el cuidado y la explotación colectivos de bosques, pastos, agua para el regadío, bancos de pesca, caza, caminos o canalizaciones siglos antes de que existieran los mercados o los Estados modernos. Para muchos teóricos y activistas, hay lecciones importantes en ese acervo histórico que podemos replicar en las sociedades industriales del siglo XXI, en especial, desde la perspectiva de los proyectos políticos que aspiran a promover una transición ecológica justa a una sociedad postcapitalista igualitaria.
Como no podía ser de otra forma, existe un vivo debate académico sobre cómo caracterizar con precisión los comunes y qué tipo de bienes y servicios entran en esa categoría. En general, los economistas tienden a privilegiar taxonomías formalmente consistentes que diferencian con nitidez los comunes de otro tipo de bienes y relaciones de propiedad. En cambio, los antropólogos, juristas, historiadores o filósofos suelen fijarse más en el contexto que rodea la aparición de los comunes y cómo se entreveran con el entorno productivo o la cultura de una sociedad.
Al margen de la discusión científica, el atractivo contemporáneo de los comunes y su vitalidad en el espacio público tiene que ver con su capacidad para evocar una constelación de conceptos relacionados con la solidaridad, la igualdad y la autocontención en la gestión de recursos materiales necesarios para la subsistencia: materias primas, tecnología, conocimiento… Se trata de uno de esos casos, poco frecuentes, en los que la investigación académica entronca con las preocupaciones de movimientos sociales emergentes, los intereses de una parte significativa de la opinión pública y el Zeitgeist contemporáneo.
En primer lugar, Peter Linebaugh (2019: 4) decía, con razón, que el concepto de comunes se ha convertido en «un término ómnibus» que, más allá de sus usos técnicos, autores muy populares usan en sentido amplio para sugerir «alternativas al patriarcado, a la propiedad privada, al capitalismo y a la competencia»: Laval y Dardot, Raj Patel, Antonio Negri, Maria Mies, Naomi Klein, David Graeber, Michael Wattts, Silvia Federici, Vandana Shiva… Por supuesto, es muy fácil ridiculizar esta clase de apelación a los comunes atacando su impresionismo conceptual: tal vez sea cierto que los comunes sugieren alternativas a la propiedad privada y a la competencia pero también lo hace Star Trek. De hecho, el uso público del léxico de los comunes no se limita a los movimientos sociales antagonistas y ha sido empleado por grandes empresas, campañas publicitarias o partidos políticos convencionales. Por otro lado, parece innegable que en las últimas décadas los conceptos pertenecientes al espectro de lo común han servido para establecer un horizonte discursivo compartido por un abanico de luchas políticas unidas por el rechazo del individualismo extractivista y de los procesos de mercantilización. Todo ello sin recurrir a etiquetas como «socialismo» o «populismo», muy connotadas y con una historia compleja. El paraguas de «lo común» tal vez se use a veces con poca precisión pero realmente ha agrupado en muy distintos contextos las energías utópicas de movimientos fragmentados.
En segundo lugar, al margen de esa potencia unificadora, el vocabulario de los comunes ha tenido un rendimiento conceptual más específico: ha reintroducido en los debates políticos contemporáneos las cuestiones relacionadas con la propiedad colectiva. En términos muy generales, desde los años cincuenta del siglo pasado la izquierda política occidental fue asumiendo progresivamente un marco político en el que las aspiraciones relacionadas con la socialización de los medios de producción quedaban en un segundo plano –o bien aplazadas sine die– y ganaban peso, en cambio, los proyectos redistributivos. Por supuesto, no es que se renunciara a la propiedad pública de ciertos sectores industriales: hasta principios de los años ochenta, el papel del Estado en la economía francesa, austriaca, alemana o italiana era medular. Pero el elemento de identidad política fuerte de muchas alternativas de izquierdas pasó a ser la igualdad salarial, las transferencias sociales o los servicios públicos y mucho menos la soberanía popular sobre los medios de producción. Los proyectos comunales vuelven a poner en el centro de la disputa política la cuestión de la propiedad como un elemento central de la capacidad de control democrático. No ya solo las fuerzas productivas sino también de los medios de vida en un sentido más amplio y, a veces, también más ambiguo. Por eso plantean un debate que no pueden pasar por alto los proyectos igualitarios contemporáneos.
El inicio de los debates académicos sobre los comunes se remonta a finales de los años sesenta del siglo pasado. También tienen una amplia e interesante prehistoria, largo tiempo olvidada, en el siglo XIX, durante la fase de consolidación del capitalismo, con partidarios y enemigos de los sistemas comunales. Pero es a partir de 1989, con la caída del Muro de Berlín, cuando se dispara el interés por las utilidades políticas contemporáneas de los bienes comunes.
En primer lugar, la desaparición de la Unión Soviética puso a cero, por así decirlo, el debate sobre la posibilidad y las características del postcapitalismo que, hasta ese momento, había estado muy encapsulado en la disyuntiva entre la planificación estatal y el mercado libre generalizado. A partir de 1989 los críticos del capitalismo se encontraron liberados de ese marco conceptual, lo que supuso un desafío enorme pero también les permitió tomar en consideración otras posibilidades de organización social no mercantil que carecían de adherencias simbólicas autoritarias, y tal vez permitieran evitar algunos de los dilemas de la planificación centralizada.
En segundo lugar, la caída de la Unión Soviética convirtió el neoliberalismo en un proyecto global hegemónico, lo que reactivó procesos de mercantilización a gran escala que habían estado contenidos hasta cierto punto por la política de bloques de la postguerra. Uno de los rasgos característicos del modelo de estado capitalista que se generalizó tras la Segunda Guerra Mundial fue su capacidad para establecer límites a la extensión del mercado. El Estado, por un lado, asumió un papel activo de mediación en los conflictos entre capital y trabajo y, por otro, proporcionó diferentes garantías sociales a los grupos populares: en parte debido a la mayor fuerza política de las clases trabajadoras y en parte por el deseo de las clases altas de limitar el atractivo de la opción soviética. A partir de 1989, la correlación de fuerzas cambió radicalmente y, en términos generales, el Estado se desentendió de su papel mediador. El resultado fue una oleada privatizadora mundial que incluyó nuevos y numerosos procesos de expropiación de bienes comunes. Fue este ataque neoliberal a los comunes el que llevó a muchos teóricos y activistas a interesarse por los mecanismos sociales que regulaban este tipo de instituciones y a tratar de averiguar en qué medida ofrecían un espacio de resistencia y una alternativa a la mercantilización.
EL ESPECTRO DE LOS COMUNES
El acervo teórico y práctico en torno a los bienes comunes es hoy inmenso y se expande por áreas de estudio y debate muy distintas que se han ido solapando y retroalimentando.
En primer lugar, los bienes comunes han sido analizados desde distintas ciencias sociales. La noción de commons es muy antigua y a lo largo del siglo XIX proliferaron las controversias entre economistas, juristas y periodistas que se preguntaban si la supuesta baja productividad de los comunales era fundamento suficiente para justificar su expropiación: por supuesto, en la mayoría de los casos la respuesta que dieron estos autores fue afirmativa. Fue, sin embargo, un terreno teórico escasamente cultivado por las ciencias sociales del siglo XX hasta que en 1968 un ecólogo llamado Garrett Hardin publicó en la revista Nature un legendario artículo titulado «La tragedia de los comunes». El texto de Hardin, en realidad, trataba sobre los efectos ecológicos del crecimiento demográfico y tan solo mencionaba de pasada los bienes comunes históricos. Sin embargo, fue el pistoletazo de salida para que un puñado de economistas institucionalistas, encabezados por Elinor Ostrom, iniciaran una serie de investigaciones de largo recorrido que lograron mostrar cuál es el funcionamiento real de los comunes y su viabilidad. El trabajo de Ostrom y sus colegas sacó a la luz en términos comprensibles para la economía estándar la racionalidad de los comunes y, al mismo tiempo, proporcionó un catálogo de experiencias históricas basado en el análisis empírico. Pronto, especialistas procedentes de otras disciplinas académicas como la antropología, el derecho o la historia se sintieron interpelados por el interés de Ostrom en el análisis sociohistórico y utilizaron sus propias herramientas teóricas y metodológicas para estudiar esa realidad social desde perspectivas teóricas alejadas de las de la economía ortodoxa.
Si los primeros debates modernos sobre los comunes se dieron en el campo de la economía y se centraron en el análisis de realidades sociales antiguas, el segundo foco de atención a los comunes –que, además, proporcionó a este concepto una notable visibilidad pública– fue diametralmente opuesto: surgió en un espacio social emergente relacionado con la tecnología de las comunicaciones y el digital turn de los años noventa del siglo XX. Realmente los conflictos políticos en torno a la tecnología digital se remontan a los años sesenta y setenta del siglo pasado, cuando se tomaron decisiones cruciales acerca de la arquitectura y el régimen de gobierno de los entonces incipientes nuevos medios digitales. Esas disputas concluyeron con la victoria de los partidarios del desarrollo privado de la digitalización frente a otras posibles configuraciones que podrían haber otorgado un mayor peso al sector público. Así que cuando en los años noventa se produjo la popularización de internet millones de usuarios se encontraron arrojados a un espacio sociotecnológico novedoso y con inmensas potencialidades en el que desde el primer momento se dieron conflictos entre los intereses privados de las grandes compañías tecnológicas y los posibles usos colaborativos de las tecnologías digitales sin que, y esto es lo crucial, estuviera prevista ninguna instancia de mediación público-estatal.
La recuperación y actualización en el entorno digital del antiguo modelo de los comunes –un tipo de institucionalidad cooperativa que no dependía de la intervención pública– apareció como una alternativa atractiva y escalable que pronto se materializó en una miríada de iniciativas, algunas de ellas tan conocidas y exitosas como Wikipedia o el sistema operativo GNU/Linux. Es objeto de debate no solo el alcance de la cooperación digital descentralizada sino incluso en qué medida tiene sentido incluir este tipo de colaboración en la categoría de los comunes. Con todo, es incuestionable que el entorno digital permitió, en primer lugar, que millones de personas de todo el mundo se familiarizaran con el repertorio conceptual de los comunes y con prácticas colaborativas en red que cuestionaban la inercia mercantilizadora de internet, pero también, en segundo lugar, que se visibilizaran dinámicas de privatización en curso de las que la tecnología digital eran tan solo la punta de lanza.
Precisamente, en tercer lugar, el activismo tecnológico en torno a los comunes digitales coincidió con –y retroalimentó– una serie de debates legales muy importantes relacionados con la propiedad intelectual. Uno de los pilares de la hegemonía global neoliberal fue un conjunto de cambios legislativos internacionales que establecieron nuevas condiciones para las transacciones comerciales y financieras, pero también innovaciones muy importantes en el campo del copyright, incrementando la capacidad de las empresas para apropiarse de realidades inmateriales que antes eran de libre acceso o bien ampliar el control que ya tenían sobre ellas: semillas, plantas, microorganismos, algoritmos, conocimientos tradicionales… Es difícil sobredimensionar el efecto histórico de estas transformaciones legales. Fueron la base del inmenso proceso de privatización y concentración que han experimentado, por ejemplo, las empresas tecnológicas o la industria alimentaria y ha sesgado profundamente los desarrollos científicos contemporáneos en muy diversas áreas de investigación.
Los Estados desempeñaron un papel muy importante en esta transformación del copyright pues, al fin y al cabo, fueron quienes firmaron los convenios internacionales que blindaron los intereses de las grandes corporaciones. Por eso, como respuesta a la privatización surgieron alternativas como el copyleft o el open access que intentaban trasladar la lógica de los comunes al campo del derecho mediante usos imaginativos e inteligentes de la legislación del copyright que no requerían de intervenciones estatales a gran escala. Las alternativas libres al copyright tuvieron mucho éxito en el mundo del software, donde casi han llegaron a normalizarse, pero realmente han sido proyectos que aspiraban a ir más allá de la tecnología digital e incorporarse a la práctica científica, el periodismo, la literatura, la música o el cine, entre otros campos. Muy especialmente, la organización Creative Commons –fundada por Lawrence Lessing– supuso un hito importante no solo por la popularidad de sus licencias sino porque permitió que mucha gente tuviera su primer contacto con un término («commons») que seguramente nunca había usado antes con ese sentido.
Las iniciativas legales en el campo de los comunes no se han movido solo en la escala microsociológica de las licencias libres. En ocasiones, los defensores de los comunes han luchado por revertir los cambios en las legislaciones nacionales dirigidos a restringir las prácticas colaborativas tradicionales y privatizar el acervo común. Otras veces, especialmente en América Latina, la luchas por los comunes se han incorporado a proyectos progresistas de reforma constitucional, que han tratado de blindar las leyes fundamentales frente a la depredación ecológica. El concepto de bienes comunes ha sido entendido como una herramienta útil para frenar la dependencia de estos países de las prácticas económicas, heredadas de la época colonial, que esquilman los recursos naturales –especialmente minerales y combustibles fósiles– dejando a los países producto es sumidos en la pobreza y la dependencia de grandes empresas que suministran el capital y la tecnología necesarios para el proceso extractivista.
En cuarto lugar, la centralidad de los comunes en los proyectos postcapitalistas contemporáneos es, en parte, también el resultado de una sucesión de debates políticos y movimientos sociales dispersos y heterogéneos que hoy pueden resultar un tanto lejanos pero que han sido importantes hitos antagonistas. Uno de esos debates tiene que ver con las políticas públicas. En efecto, el papel del Estado en los procesos de mercantilización neoliberal planteó un dilema tanto a los teóricos de las políticas de bienestar como a los activistas. Por un lado, no es discutible que el estado de bienestar fue el resultado histórico de políticas públicas impulsadas por gobiernos a través de un frondoso entramado burocrático. Por otro lado, los gobiernos y sus aparatos administrativos estaban siendo actores clave en la destrucción del estado de bienestar y la promoción de los procesos de privatización. La teoría de los comunes apareció, así, como una alternativa desde las que defender la sanidad, la vivienda o la educación públicas desde posiciones no estatocentricas.
De igual forma, en las críticas del capitalismo posteriores a 1989 fueron adquiriendo una gran visibilidad los movimientos indigenistas, que se convirtieron en fuente de inspiración política para movimientos sociales muy alejados geográfica y culturalmente y en cuyas reivindicaciones ocupaban un lugar central la preservación de los bienes comunes tradicionales. Muy especialmente, el levantamiento zapatista de Chiapas, el 1 de enero de 1994, tuvo una enorme repercusión internacional y fue una pieza fundamental en la constitución del movimiento antiglobalización que eclosionó cinco años después, en la contracumbre de Seattle de 1999 y que logró paralizar los tratados de libre comercio que estaba impulsando la World Trade Organization. Los zapatistas protestaban, en general, contra los nuevos acuerdos de libre comercio que prometían empobrecer aún más a los países del Sur Global, pero, muy especialmente, denunciaban las reformas neoliberales de la Constitución mexicana que amenazaban la supervivencia de las tierras comunales.
Este bagaje antagonista ha tenido un efecto importante, por último, en el medioambientalismo contemporáneo. Las políticas de los comunes, en sentido amplio o más técnico, forman parte de la lógica de autocontención que se encuentra en la base de diferentes propuestas de transición ecológica postcapitalista igualitaria. Es comprensible que sea así. Muchas sociedades que incorporaron las instituciones comunales a su infraestructura política lograron desarrollar un metabolismo social estable y sostenible. Se trata, por tanto, de una fuente de inspiración importante para iniciativas que se mueven, por ejemplo, en la órbita de las economías del estado estacionario, los proyectos de decrecimiento o el Green New Deal.
LUCES Y SOMBRAS DE LOS COMUNES
El universo de los comunes es un espacio conceptual y pragmático muy abigarrado, en el que no siempre es sencillo diferenciar los usos retóricos del vocabulario comunal –que apelan de forma amplia a la solidaridad y el trabajo colaborativo– de los proyectos de construcción institucional de formas de propiedad colectiva con un programa bien definido. Estos últimos, por otro lado, pueden consistir en prácticas concretas bien articuladas pero encapsuladas en contextos microsociológicos, en proyectos macrosociológicos de transformación social a gran escala o en un híbrido de ambos. Por último, los comunes no siempre se plantean como una alternativa –parcial o total– al capitalismo. Para mucha gente, se trata de formas institucionales que pueden y deben convivir con el mercado. El de los comunes es un entorno políticamente ecuménico en el que coexisten proyectos procedentes de todo el espectro político: desde libertarianos anarcocapitalistas hasta ecosocialistas, desde comunitaristas conseres sumidos en la pobreza y la dependencia de grandes empresas que suministran el capital y la tecnología necesarios para el proceso extractivista.
En cuarto lugar, la centralidad de los comunes en los proyectos postcapitalistas contemporáneos es, en parte, también el resultado de una sucesión de debates políticos y movimientos sociales dispersos y heterogéneos que hoy pueden resultar un tanto lejanos pero que han sido importantes hitos antagonistas. Uno de esos debates tiene que ver con las políticas públicas. En efecto, el papel del Estado en los procesos de mercantilización neoliberal planteó un dilema tanto a los teóricos de las políticas de bienestar como a los activistas. Por un lado, no es discutible que el estado de bienestar fue el resultado histórico de políticas públicas impulsadas por gobiernos a través de un frondoso entramado burocrático. Por otro lado, los gobiernos y sus aparatos administrativos estaban siendo actores clave en la destrucción del estado de bienestar y la promoción de los procesos de privatización. La teoría de los comunes apareció, así, como una alternativa desde las que defender la sanidad, la vivienda o la educación públicas desde posiciones no estatocentricas.
De igual forma, en las críticas del capitalismo posteriores a 1989 fueron adquiriendo una gran visibilidad los movimientos indigenistas, que se convirtieron en fuente de inspiración política para movimientos sociales muy alejados geográfica y culturalmente y en cuyas reivindicaciones ocupaban un lugar central la preservación de los bienes comunes tradicionales. Muy especialmente, el levantamiento zapatista de Chiapas, el 1 de enero de 1994, tuvo una enorme repercusión internacional y fue una pieza fundamental en la constitución del movimiento antiglobalización que eclosionó cinco años después, en la contracumbre de Seattle de 1999 y que logró paralizar los tratados de libre comercio que estaba impulsando la World Trade Organization. Los zapatistas protestaban, en general, contra los nuevos acuerdos de libre comercio que prometían empobrecer aún más a los países del Sur Global, pero, muy especialmente, denunciaban las reformas neoliberales de la Constitución mexicana que amenazaban la supervivencia de las tierras comunales.
Este bagaje antagonista ha tenido un efecto importante, por último, en el medioambientalismo contemporáneo. Las políticas de los comunes, en sentido amplio o más técnico, forman parte de la lógica de autocontención que se encuentra en la base de diferentes propuestas de transición ecológica postcapitalista igualitaria. Es comprensible que sea así. Muchas sociedades que incorporaron las instituciones comunales a su infraestructura política lograron desarrollar un metabolismo social estable y sostenible. Se trata, por tanto, de una fuente de inspiración importante para iniciativas que se mueven, por ejemplo, en la órbita de las economías del estado estacionario, los proyectos de decrecimiento o el Green New Deal.
LUCES Y SOMBRAS DE LOS COMUNES
El universo de los comunes es un espacio conceptual y pragmático muy abigarrado, en el que no siempre es sencillo diferenciar los usos retóricos del vocabulario comunal –que apelan de forma amplia a la solidaridad y el trabajo colaborativo– de los proyectos de construcción institucional de formas de propiedad colectiva con un programa bien definido. Estos últimos, por otro lado, pueden consistir en prácticas concretas bien articuladas pero encapsuladas en contextos microsociológicos, en proyectos macrosociológicos de transformación social a gran escala o en un híbrido de ambos. Por último, los comunes no siempre se plantean como una alternativa –parcial o total– al capitalismo. Para mucha gente, se trata de formas institucionales que pueden y deben convivir con el mercado. El de los comunes es un entorno políticamente ecuménico en el que coexisten proyectos procedentes de todo el espectro político: desde libertarianos anarcocapitalistas hasta ecosocialistas, desde comunitaristas conservadores a ciberfeministas.
Buena parte de las ambigüedades políticas de los comunes tienen que ver con el debate sobre el vínculo social asociado a este tipo de institución. Los comunes tradicionales se desarrollaron en comunidades robustas con características muy idiosincrásicas: relaciones sociales duraderas, fuerte peso de la tradición, estructuras familiares sólidas vertebradoras la vida cotidiana, una religiosidad viva… ¿Pueden sobrevivir esas prácticas en entornos sociales como los de las sociedades industriales de masas? ¿Son compatibles los comunes con los estándares de libertad personal que consideramos inseparables de las democracias modernas? Es poco probable que los mercados generalizados desaparezcan en el corto plazo, ¿qué encaje pueden tener los comunes con los distintos tipos de mercado que existen en nuestra sociedad?
No es raro que las defensas de los comunes sean apologías retrospectivas de formas sociales premercantiles. Con independencia de que se acepte o no esa valoración positiva de algunas sociedades pasadas, nos dice poco respecto a las perspectivas de futuro y al papel de los comunes en ellas. En ocasiones, las reivindicaciones de los comunes forman parte de proyectos políticos y culturales más amplios con adherencias polémicas como, por ejemplo, propuestas de espiritualidad animista. O bien, pronósticos políticos muy arriesgados, como que el colapso ecológico inevitable acabará con las estructuras estatales y en ese espacio de crisis se abrirá una ventana de oportunidad para los comunes. Desde otras perspectivas se plantea, en cambio, que los comunes pueden ser la clave de una domesticación ecológica del capitalismo que haga convivir la dinamicidad de las economías de mercado con valores solidarios y comunitarios.
Este libro intenta hacerse cargo del escarpado territorio intelectual y político de los comunes, analizando las elaboraciones, matices y modulaciones que se han realizado de esa constelación conceptual tanto desde las ciencias sociales y humanas como desde los movimientos sociales. Su objetivo es hacer una evaluación de la recuperación teórica de los comunes en las últimas décadas y, en ese sentido, es sensible a las distintas posiciones ideológicas desde las que se han reivindicado. Sin embargo, en ningún caso pretende ser una intervención políticamente neutral. Al contrario, aspira a contribuir a la extensa familia de proyectos antagonistas que han encontrado en ese repertorio conceptual heredado del pasado herramientas útiles para la construcción de un proyecto democrático postcapitalista.
El primer capítulo rastrea el origen teórico de los debates contemporáneos en torno a los comunes, tratando de ubicarlos en un contexto político e intelectual amplio. El segundo capítulo propone una revisión de la historia de los comunes y, sobre todo, de los ataques sistemáticos que estas instituciones sufrieron durante el periodo de formación del capitalismo. Las aproximaciones históricas y antropológicas a los comunes –muy distintas de las de la economía o la ciencia política– no solo tienen interés científico en sí mismas, sino que han sido muy influyentes en distintas propuestas prácticas radicales y de largo recorrido. El tercer capítulo plantea un análisis de las relaciones complejas entre los comunes, las políticas públicas y la burocracia. Se trata de un asunto particularmente importante a la hora de explorar los conflictos y sinergias que se pueden dar entre instituciones comunes y políticas sociales y, por tanto, la posibilidad de integrar las instituciones comunes en los estados de bienestar modernos. Por último, el cuarto capítulo analiza la revitalización del interés por los comunes en el contexto de la lucha contra la crisis ecosocial contemporánea. Por un lado, los proyectos neocomunales se están reivindicando como parte de una solución a la espiral autodestructiva del capitalismo. Por otro lado, la policrisis medioambiental tiene características únicas que plantean retos complejos, en ocasiones insalvables, a esas propuestas comunales.
Muchos defensores actuales de los comunes se ven a sí mismos como continuadores y, al mismo tiempo, renovadores de una tradición política secular comprometida con la igualdad, la libertad y la solidaridad y piensan que algunas elaboraciones recientes de las ciencias sociales contemporáneas apoyan esa aspiración. En este libro se analizan algunas ambiguedades y zonas de sombra de ese proyecto, pero en ningún caso se propone una impugnación. Todo lo contrario, se trata de una crítica fraterna que pretende contribuir al fortalecimiento de los proyectos contemporáneos de transformación social emancipadora en un momento en el que la crisis ecológica nos hace asomarnos al abismo de la catástrofe colectiva.
CAPÍTULO I
De la tragedia de los comunes a las instituciones colaborativas
El universo de los comunes –tanto la reflexión teórica como las intervenciones sociales y políticas– es hoy un campo académicamente multidisciplinar, ideológicamente transversal y socialmente heterogéneo. Sin embargo, podemos localizar con mucha precisión el origen de la recuperación contemporánea de los comunes: el punto exacto a partir del cual se produjo un efecto de bola de nieve que sacó la teoría de los commons de las discusiones de un puñado de historiadores y juristas, proyectándola a un amplio abanico de disciplinas científicas y convirtiéndola en el utillaje conceptual de los movimientos sociales. Ciertamente, muchos expertos en los comunes no se sienten hoy reconocidos ni interpelados por ese contexto original, les parece que se trata de un debate muy académico, con sesgos conceptuales extremadamente idiosincrásicos. En particular, la impronta de las teorías de la elección racional –con sus presuposiciones fuertes en torno a la subjetividad humana– en la formulación inicial del problema de los comunes es recibida con mucha hostilidad por teóricos procedentes, por ejemplo, del campo marxista o de disciplinas como la antropología. Pero lo cierto es que los términos originales del debate modularon en buena medida las opciones teóricas disponibles posteriormente.
LA PROPUESTA DE HARDIN
En 1968 Garret Hardin –un zoólogo experto en ecología humana– publicó un artículo titulado «The Tragedy of the Commons» [«La tragedia de los comunes»] que ha sido citado en infinidad de ocasiones pero no siempre se discute con detenimiento. Curiosamente, y en contra de lo que mucha gente cree, el texto original de Hardin es un artículo de opinión muy ideologizado, casi un panfleto, que reformula tesis malthusianas clásicas. Básicamente, Hardin alerta sobre los riesgos del crecimiento de la población mundial y, como alternativa, propone implementar políticas demográficas coercitivas. A pesar del título del artículo, la cuestión de los bienes comunes históricos resulta marginal en su argumentación y se analiza de pasada en apenas un par de párrafos. Metodológicamente, se trata de un texto bizarro que mezcla demografía, etología y teoría de la decisión racional, elogia las teorías psicológicas heterodoxas de Gregory Bateson y lanza opiniones muy vehementes sobre un abanico de temas asombrosamente amplio.
El artículo de Hardin estaba muy influenciado por al menos tres factores propios de su coyuntura histórica. En primer lugar, escribe en el momento de eclosión en Occidente de la preocupación por el medio ambiente y, sobre todo, por la incompatibilidad del crecimiento económico con la sostenibilidad de los ecosistemas necesarios para la vida humana. En 1970 se publica el trabajo pionero de Nicholas Georgescu-Roegen The Entropy Law and the Economic Process. Tres años antes, en 1968, se había fundado El Club de Roma, la institución no gubernamental que encargó a Donella Meadows el informe Limits to Growth [Los límites del crecimiento], publicado en 1972, que supuso el pistoletazo de salida del medioambientalismo contemporáneo. En ese momento, los debates ecológicos, en los que Hardin participó activamente, tenían un sentido político peculiar, pues cuestionaban indirectamente la base económica del Estado keynesiano, cuya capacidad para internalizar los conflictos de clase y fomentar el pacto social se basaba en índices de crecimiento económico muy altos y constantes. En la argumentación de Hardin, como veremos, este asunto es central.
En segundo lugar, en ese momento las discusiones sobre los límites del crecimiento tenían un fuerte sesgo demográfico –el problema medioambiental se asociaba, por encima de todo, con el crecimiento de la población– que se solapaba sobre una larga tradición inversa de alarmismo demográfico a menudo abiertamente racista y nacionalista (Teitelbaum y Winter, 1985; Lindqvist, 2002). Desde principios del siglo XX, la opinión pública occidental fue alertada recurrentemente de los riesgos de su declive demográfico frente a una creciente masa no europea potencialmente invasora que amenazaría los cimientos de la civilización (un antecedente de las tesis conspiranoicas actuales del Gran Reemplazo). En ocasiones, el medioambientalismo neomalthusiano sirvió para reformular ese nativismo eurocéntrico mediante herramientas técnicas aparentemente neutras: no se trataría ya de prejuicios racistas acerca de, por ejemplo, el «peligro amarillo» sino de los límites de carga objetivos de los ecosistemas (Muradian, 2006).
En tercer lugar, en 1968 las cuestiones medioambientales se plantean sobre el telón de fondo de una oleada de conflictividad política que atraviesa el mundo de París a México pasando por Berkeley. En ese contexto, se produce un cuestionamiento generalizado del estado de bienestar, que sufre ataques tanto desde la izquierda, por su legitimación de la alienación laboral y la sumisión social, como desde la derecha, que alerta sobre el modo en que beneficia el parasitismo social. Concretamente, en Estados Unidos, el Partido Republicano inició una campaña dirigida a ganar apoyos en el sur empobrecido del país a través de la denuncia del supuesto uso ventajista de las políticas de bienestar por parte de los grupos sociales racializados. Desde los años setenta, los medios de comunicación conservadores centraron su foco en las llamadas welfare queens. El ejemplo paradigmático es el de Linda Taylor, una mujer racializada con ochos hijos que se convirtió en una celebridad en Estados Unidos cuando, en 1974, más de 11.000 periódicos locales publicaron noticias sobre sus fraudes con cheques de la seguridad social. Entre 1976 y 1980, cuando llegó a la presidencia del gobierno, Ronald Reagan citó decenas de veces en sus actos electorales el caso de Taylor (Levin, 2019).
El artículo de Hardin quintaesencia todo este contexto. ¿Por qué formula la parábola de la tragedia de los comunes dentro de una argumentación dirigida a alertar sobre los problemas de sobrepoblación y defender políticas demográficas coercitivas? Sencillamente porque le sirve para establecer que la dinámica poblacional no tiene solución técnica: o sea que, efectivamente, es un dilema. Hardin muestra una conciencia aguda y lúcida de los límites biofísicos del planeta y la centralidad de los dilemas de acción colectiva y miopía cognitiva en el campo medioambiental pero se centra exclusivamente en una variable, el crecimiento de demográfico: «El mundo disponible para la población humana terrestre es finito. (…) Un mundo finito solo puede sostener a una población finita; por tanto, el crecimiento demográfico debe ser finalmente igual a cero» (Hardin, 1968: 1243).
La solución para revertir la tendencia hacia el colapso, dice Hardin, es renunciar a la «política reproductiva de laissez-faire». En efecto, según Hardin, inconscientemente estaríamos aplicando de forma espuria al campo demográfico la teoría de la mano invisible de Adam Smith, a saber: «La tendencia a asumir que las decisiones tomadas individualmente darán lugar, de hecho, a las mejores decisiones para el conjunto de una sociedad» (Hardin, 1968: 1244), pues se producirá una coordinación armónica de las decisiones egoístas. El uso de la metáfora de los bienes comunes está dirigida a apuntalar esa crítica.
La tragedia de los comunes es una parábola sencilla que resume un dilema bien conocido de la acción colectiva: si varios individuos actuando racionalmente y motivados por su interés personal utilizan de forma independiente un recurso compartido y limitado, terminarán por agotarlo o destruirlo pese a que a ninguno de ellos les conviene que se produzca esa situación. Hardin pone como ejemplo un terreno que utilizan sin restricciones un grupo de granjeros para alimentar su ganado. Cada uno de ellos intenta mantener en los terrenos comunes de pasto tantas cabezas de ganado como sea posible. Ninguno encontrará incentivos para dejar de añadir animales a su rebaño porque los efectos negativos de la sobrepoblación se reparten entre todos los ganaderos y en el corto plazo siempre serán menores para él que los beneficios.
Imagínate un pastizal abierto a cualquiera. Cabe esperar que cada pastor intente mantener el mayor número de cabezas de ganado posible en esas tierras comunes. Este arreglo puede funcionar de forma razonablemente satisfactoria durante siglos mientras las guerras tribales, la caza furtiva y las enfermedades mantengan el número de animales y personas por debajo de la capacidad de carga de la tierra. Finalmente, sin embargo, llega el día de ajustar cuentas, es decir, el día en el que el largamente deseado objetivo de la estabilidad social se hace realidad. En este punto, la inmisericorde lógica inherente a los comunes genera una tragedia.
Cada pastor, actuando racionalmente, trata de maximizar su ganancia. Explícita o implícitamente, más o menos conscientemente, se pregunta: «¿Cuál es la utilidad para mí de añadir un animal más a mi rebaño?». Esta utilidad tiene un componente positivo y otro negativo.
1) El componente positivo es una función del incremento de un animal. Como el pastor recibe todos los beneficios de la venta de cada animal adicional, la utilidad positiva es cercana a +1.
2) El componente negativo es una función del sobrepastoreo que genera cada animal adicional. Como, en cambio, los efectos del sobrepastoreo se comparten entre todos los pastores, la utilidad negativa de cada decisión particular por un pastor es solo una fracción de -1.
Al sumar las utilidades parciales, el pastor racional concluye que la única conducta sensata es añadir otro animal a su rebaño. Y otro, y otro… Pero esta es la conclusión a la que llegan todos y cada uno de los pastores que comparten un terreno común. Y ahí está la tragedia. Cada persona está atrapada en un sistema que le impulsa a incrementar su ganado sin límites en un mundo limitado. La ruina es el destino al que se precipitan todos los hombres, cada uno buscando su propio beneficio, en una sociedad que creen en la libertad de los comunes. La libertad de los comunes trae la ruina a todos (Hardin, 1968: 1244).
La tragedia de los comunes que describe Hardin es un dilema pragmático porque, hagan lo que hagan los demás, para cada ganadero lo racional individualmente es añadir una cabeza de ganado más. Si los demás ganaderos se preocupan por la sobreexplotación y deciden no aumentar sus rebaños, entonces no hay ningún motivo racional para no aprovecharse de la autocontención de los demás incrementando el propio rebaño. Y si los demás ganaderos se comportan como egoístas racionales entonces la conducta sensata es no ser el único pardillo que práctica la autocontención y sacar provecho de la abundancia mientras dure. El dilema consiste en que, de ese modo, todos los agentes, actuando como individuos racionales, obtendrán un resultado inferior al que hubieran alcanzado llegando a un acuerdo mutuamente altruista por medio de canales deliberativos y no competitivos.
Para Hardin el dilema de los comunes es estructural y se da siempre que se plantean ciertas condiciones: recursos escasos y una población suficientemente elevada. Las dinámicas extractivistas de depredación de los recursos naturales serían, así, un universal antropológico y si sus efectos son imperceptibles en algunos contextos históricos es solo porque en ellos la densidad de población es muy baja. Hardin no pretende estar planteando una tesis novedosa y cita fuentes del siglo XIX en las que ya se expone la tragedia de los comunes.
Hardin propone dos salidas al dilema: la mercantilización o la intervención de un agente externo distribuidor (típicamente, el Estado). Ambas son, en realidad, formas de reformular una situación que en sí misma lleva a un callejón sin salida. La privatización –que Hardin piensa que ha sido sistemáticamente la elección histórica favorita para evitar el abuso individual– reordena la competición de forma que cada individuo tenga que asumir personalmente los costes de sus propias decisiones. Sin embargo, la opción mercantilizadora no sirve, piensa Hardin, para aquellas situaciones en las que es difícil excluir a algunos usuarios del disfrute de esos bienes. Ese sería el caso de la contaminación: como es tan costoso privatizar el aire o el agua, «estamos atrapados en un sistema de “ensuciar nuestro propio nido” y así seguirá mientras actuemos únicamente como libres empresarios, independientes y racionales» (Hardin, 1968: 1245).
Un segundo ámbito en el que la privatización no es una opción realista es la demografía. También en este caso, según Hardin, el problema es la ausencia de un mecanismo competitivo, como el mercado, que genere coordinación. Pero aquí esa ausencia no es un rasgo intrínseco del bien común en cuestión, como ocurría con la contaminación, sino que es una consecuencia de las políticas sociales. El estado de bienestar introduciría ruido político en los mecanismos naturales –observables en muchas especies animales– que empujan espontáneamente hacia el equilibrio demográfico. Es una argumentación clásica que desarrollaron economistas como Ludwig von Mises o Friedrich Hayek: el sistema de precios es un mecanismo de transmisión de información social fragmentaria que genera un nivel de coordinación social mayor que el que ninguna institución organizadora podría alcanzar. Desde esta perspectiva, la intervención centralizada no hace más que distorsionar el flujo de información impidiendo la coordinación óptima. El equivalente demográfico del sistema de precios sería la competición darwiniana que el estado de bienestar silenciaría induciendo artificialmente un dilema de los comunes demográfico:
En un mundo gobernado exclusivamente por un principio de «sálvese quien pueda» –si es que alguna vez existió un mundo como ese– el número de niños que tiene una familia no sería un asunto de interés público. Los padres que se reprodujeran de forma demasiado exuberante dejarían menos descendientes, no más, porque serían incapaces de cuidar adecuadamente de sus hijos. (…) Pero nuestra sociedad está profundamente comprometida con el estado de bienestar y, por tanto, se enfrenta a otro aspecto de la tragedia de los comunes. En un estado de bienestar, ¿qué deberíamos hacer con aquellas familias, religiones, razas o clases (o, en general, cualquier grupo distinguible y cohesionado) que adoptan la sobrerreproducción como política para asegurar su propio engrandecimiento? (Hardin, 1968: 1248).
La conclusión de Hardin es que, en el caso de la demografía, solo hay dos opciones: acabar con el estado de bienestar o recurrir a la coerción. Hardin da por hecho que la sociedad de su tiempo es poco proclive a la primera alternatitiva y, por eso, la segunda le parece más realista.
El razonamiento de Hardin es exótico por muchos motivos. La idea de que el capitalismo es el momento histórico en el que al fin se alcanza la «estabilidad social» es sencillamente extravagante. Por otro lado, al menos desde el punto de vista actual, es llamativa la centralidad en su perspectiva medioambiental de las cuestiones demográficas y la renuncia explícita, en cambio, a cualquier propuesta de intervención sobre la producción y el consumo. Sobre todo, porque no está claro que las decisiones demográficas se atengan para nada a la lógica del dilema de los comunes. El dilema plantea una situación muy concreta en la que la conducta más racional es actuar de forma egoísta tanto si uno espera que los demás se comporten de forma egoísta como si se espera que actúen altruistamente. ¿Las motivaciones para tener descendencia siguen esta lógica? Es bastante cuestionable. La evidencia muestra que las pautas demográficas son muy sensibles a la modulación social, cultural y moral. Aunque el deseo de tener hijos está lo suficientemente extendido como para que podamos considerarlo aproximadamente universal, el deseo de tener muchos hijos o incluso más de un hijo no lo es. ¿Por qué, entonces, la coerción es la única opción para Hardin?
Creo que no es un argumento ad hominem sugerir que Hardin tenía una agenda oculta. Su tesis mezcla un compromiso medioambiental legítimo con un profundo racismo nativista. La preocupación de Hardin es que algunos grupos, claramente migrantes procedentes de países pobres y grupos étnicos racializados, utilicen la demografía como estrategia de dominio político. En ese sentido, dejando a un lado las cuestiones normativas, hay un salto lógico en la argumentación de Hardin que no siempre se ha advertido. Pues la tragedia de los comunes habla de consecuencias no deseadas de la acción individual cuando experimenta procesos de agregación mientras que a Hardin claramente lo que le preocupa es el uso estratégico de la demografía por parte de ciertos grupos sociales. Al principio del artículo Hardin dice explícitamente que intenta abordar un dilema. Al final lo que le preocupa no es ningún dilema resultado de las consecuencias no buscadas de la interacción social sino el modo en que el estado de bienestar estaría dando armas a determinados colectivos para imponerse políticamente por medio de la demografía. La última parte de la cita anterior es meridiana: «¿Qué deberíamos hacer con aquellas familias, religiones, razas o clases (…) que adoptan la sobrerreproducción como política para asegurar su propio engrandecimiento?» (Hardin, 1968: 1248) (la cursiva es mía). El deseo de tener muchos hijos –que, insisto, está ser lejos de ser un universal antropológico– sería, por tanto, una estrategia política colectiva de algunos grupos sociales.
La trayectoria de Hardin deja poco margen para la hermenéutica de la sospecha. Muradian (2006) lo clasifica, con toda la razón, como una de las principales referencias del nativismo medioambiental estadounidense y su historial de relaciones cordiales con organizaciones racistas ultraconservadoras o de la derecha radical es amplio, público y prolongado. Fue miembro del consejo asesor de la Federation for American Immigration Reform (FAIR) –una organización estadounidense antimigratoria considerada por observadores de los derechos humanos como un grupo de odio–, prologó un libro de Virginia Abernethy, cuyas conexiones supremacistas son manifiestas, John Tanton –presidente de FAIR y líder del nativismo blanco– fue cofundador de la Garret Hardin Society, por no hablar de que Hardin (1974a y 1974b) es el creador de la llamada «metáfora del bote salvavidas» que aboga, con argumentos malthusianos, por cortar cualquier tipo de ayuda internacional a los países pobres. De algún modo, la propuesta de Hardin anticipa la peculiar combinación de mercantilización e intervención estatal coercitiva –policial y militar– agresiva característica de algunas materializaciones del neoliberalismo.
ELINOR OSTROM Y LAS INSTITUCIONES COMUNES
La parábola de la tragedia de los comunes tiene una larga historia anterior a 1968. El propio Hardin atribuye su formulación a un economista y demógrafo británico del siglo XIX llamado William Forster Lloyd, un antecesor de las corrientes económicas marginalistas. Mucho antes, Aristóteles enunció en su Política lo que parece una formulación explícita del problema: «Lo que es común a un número muy grande de personas obtiene mínimo cuidado. Pues todos se preocupan especialmente de las cosas propias, y menos de las comunes, o solo en la medida en que atañe a cada uno» (Política, 1261b, 64-5). No obstante, no está muy claro en qué medida la reflexión aristotélica es un ataque a la posibilidad del gobierno de los comunes. Pues Aristóteles expone esta idea en el contexto de una crítica del comunitarismo extremo que él atribuye a la República de Platón y propone como alternativa lo que podríamos llamar un pluralismo razonable –frente al organicismo platónico– basado en la «igualdad en la reciprocidad». Una crítica mucho más cercana a Harding reaparece en economistas neoclásicos muy importantes, como Ludwig von Mises (2008) y, sobre todo, en el trabajo del economista canadiense H. Scott Gordon (1954). En todas estas formulaciones, la moraleja básica es la misma: «nadie cuida lo que no es de nadie». Dicho de otra manera, el elemento básico de estas argumentaciones es siempre la identificación de la propiedad colectiva con la propiedad «de nadie».
En el campo contrario, el de los partidarios de los comunes, las cosas son algo diferentes. Existe, en primer lugar, una larga tradición popular de defensa de los bienes comunes ante los ataques privatizadores. Se trata de reflexiones de combate –elaboradas en el fragor de la lucha contra cambios legislativos que cuestionaban la propiedad colectiva o expropiaban los bienes comunes– que han quedado recogidas en manifiestos y escritos de intervención, algunos muy antiguos. En segundo lugar, en el plano teórico Karl Marx, diferentes juristas de finales del siglo XIX, Karl Polanyi o, más recientemente, E. P. Thompson, hicieron aportaciones muy interesantes al análisis de los comunes, casi siempre desde el campo de la historia. Pero fueron, en tercer lugar, los intentos de responder a Garret Hardin los que llevaron a reformular la defensa de los comunes en unos términos innovadores y rigurosos que han marcado la evolución posterior del debate. De nuevo, podemos identificar con precisión el origen de esa sistematización contemporánea de la teoría comunal. Fue la politóloga y economista estadounidense Elinor Ostrom quien, dentro de un itinerario de investigación muy sofisticado, que comenzó a finales de los años sesenta del siglo XX y se prolongó durante décadas, inauguró una perspectiva que dio a los comunes la centralidad teórica que tienen hoy.
fuente: https://www.casadellibro.com/libro-comuntopia/9788446054931/15877938
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enlaces relacionados:
Audio Traficantes de sueños: Presentación del libro Comuntopia
https://soundcloud.com/traficantesdesue-os/presentacion-del-libro-comuntopia-comunes-postcapitalismo-y-transicion-ecosocial
https://arainfo.org/el-sociologo-cesar-rendueles-presenta-en-zaragoza-su-libro-comuntopia/
https://lapanterarossa.net/index.php/cesar-rendueles-presenta-comuntopia
http://diccionario.marxismo.school/Tragedia%20de%20los%20comunes
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“Los proyectos comunales vuelven a poner en el centro de la disputa política la cuestión de la propiedad”
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Hugo de Camps Mora 12/04/2024
En las últimas décadas, el concepto de los comunes ha ganado cada vez más relevancia. Sin ningún género de duda, se ha convertido en uno de los términos clave en cualquier discusión política y teórica acerca de las posibilidades de transformación ecosocial. En este contexto, el filósofo y sociólogo César Rendueles (Girona, 1975) acaba de publicar Comuntopía: comunes, postcapitalismo y transición ecosocial (Akal), un libro que estudia el papel que potencialmente podrían desempeñar los comunes en la construcción de un futuro postcapitalista.
A lo largo del ensayo, se adopta una perspectiva amplia sobre el concepto de economía. Concretamente, el investigador considera que no toda la gestión de recursos sociales –sean bienes o servicios– ha estado, ni tiene que estar, guiada por los principios de optimización propios del capitalismo. Basándose en esta premisa, y a pesar de que entiende las limitaciones derivadas de la gestión comunal, se plantea una propuesta particularmente ambiciosa: no piensa en los comunes como pequeñas estructuras de organización social paraestatales; por el contrario, aborda la difícil pregunta de cómo integrar los comunes a gran escala en los Estados de bienestar modernos. Solo así, explica, podremos potenciar una transición ecológica justa.
Comuntopía se publicó a principios del 2024. Manteniendo el rigor necesario que requiere abordar una cuestión de este tipo, Rendueles ha escrito un libro accesible, que interesará a cualquiera que crea en la necesidad de una transición ecosocial antagonista. Recientemente tuve la oportunidad de plantearle algunas preguntas sobre su obra, y sobre cómo los conceptos que aborda pueden ayudarnos a vislumbrar una salida a una crisis ecosocial que ya hace tiempo que no podemos ignorar.
En su libro, usa la idea de los comunes para pensar en una transición ecosocial hacia un futuro poscapitalista. ¿A qué hace referencia el concepto de comunes?
En su sentido más restringido, los comunes son instituciones sociales colaborativas que regulan recursos materiales o inmateriales de propiedad colectiva. Pueden ser pastos, bosques, el agua, bancos de pesca, caza, tareas relacionadas con el mantenimiento de los caminos, la siega, la alfarería… Se han dado en lugares muy diferentes del mundo a lo largo de muchísimo tiempo y han recibido toda clase de nombres: commons, tequio, procomún, minga, andecha, auzolan… Existe un largo debate académico sobre cómo caracterizar los comunes y qué tipo de bienes, servicios y relaciones sociales caen bajo esa categoría. Los economistas tienden a centrarse en aspectos relacionados con la propiedad mientras que los antropólogos suelen prestar atención al tipo de vínculos sociales que sustentan los comunes. Otros autores creen que lo esencial de los comunes no es su dimensión institucional sino su capacidad para evocar una constelación de conceptos relacionados con la solidaridad, la igualdad o la autocontención…
Explica que una de las características más representativas del capitalismo es la de naturalizar tanto su propia existencia como sistema social, como el tipo de subjetividad que genera. Teniendo en cuenta que partimos de un escenario capitalista, donde las subjetividades están mayoritariamente asumidas, ¿cómo podemos conseguir que no se observen los comunes desde una perspectiva extractivista?
veces las teorías de la ideología pueden llegar a ser un poco paralizantes. Pueden dar a entender que estamos completamente atrapados en una especie de telaraña cultural –una ontología, como a veces se dice– que modela completamente nuestra subjetividad. Creo que las cosas no son así. Seguramente los miembros de las sociedades precapitalistas eran perfectamente capaces de ver ocasionalmente la naturaleza como una amenaza externa y como un objeto potencial de explotación, del mismo modo que nosotros somos capaces de entender que la especie humana forma parte de ecosistemas amplios y que el paradigma de crecimiento económico ilimitado es un sinsentido. Creo que la cuestión no es tanto la mentalidad o la cultura como que estamos atrapados en relaciones sociales que hacen que determinadas elecciones colectivas resulten muy costosas. Es un problema práctico muy clásico, en realidad. Marx, por ejemplo, atribuía al proletariado un papel universal porque consideraba que era un colectivo que, por su situación económica, política y cultural, podía impulsar cambios que eran del interés general pero que ningún otro grupo social estaba en condiciones pragmáticas de promover. Creía que el resto de clases y subclases sociales estaban atrapadas en intereses cortoplacistas. El problema es que no está nada claro cuál es el equivalente del proletariado marxista de las políticas ecocomunales. Qué colectivos pueden tener la fuerza política suficiente para impulsar la transición ecosocial, desarrollando alianzas transversales con grupos con otra identidad social.
Dado el carácter tan complejo de nuestras sociedades contemporáneas, muy pocas propuestas plantean una simple vuelta a los comunes tradicionales. Por el contrario, la gran mayoría de estas asumen la existencia de instituciones como el Estado. ¿Cómo podemos integrar los comunes en los estados de bienestar modernos?
Creo que pensar los comunes como una alternativa a la intervención pública estatal es un error que condena a ese tipo de instituciones a desempeñar un papel marginal en cualquier sociedad contemporánea. Es verdad que muchos proyectos comunales surgen de una desconfianza hacia el papel del Estado que tiene una doble raíz. Por un lado, la complicidad del Estado en el proceso de mercantilización global que comenzó a finales de los años setenta del siglo pasado. En cierto sentido, el neoliberalismo ha sido, por encima de todo, una teoría y una práctica en torno al Estado y no tanto una doctrina económica. Esta denuncia del papel del Estado en el austericidio se solapa, por otro lado, con el rechazo de las dimensiones autoritarias de las intervenciones públicas. Creo que ambas críticas tienen parte de razón, pero al mismo tiempo me parece que en sociedades de masas, complejas y diversas, la intervención del Estado es insustituible. En primer lugar, por cuestiones de eficacia y rapidez, algo particularmente importante en un contexto de crisis ecológica que requiere intervenciones a gran escala inaplazables. Pero también por razones éticas. Las estructuras burocráticas pueden ser una fuente de autoritarismo, pero tienen una capacidad para garantizar la universalidad y la igualdad de trato, muy difícil de desarrollar en ámbitos puramente comunitarios. Además, no es cierto que el Estado y, más en general, las grandes estructuras burocráticas sean completamente impermeables al tipo de participación y autogestión características de los comunes. Hay muchas experiencias de intervención colectiva en la gestión pública, desde la participación de representantes de los trabajadores en la administración de las grandes empresas alemanas al consejismo yugoslavo de los años setenta. Todas ellas son experiencias muy ambiguas, con aspectos positivos y negativos, y sería absurdo idealizarlas. Pero creo que sí nos enseñan que no deberíamos ver la relación entre lo común y lo público como una oposición sino como un continuo. Del mismo modo que los liberales ven la relación entre el mercado y el Estado como una amalgama.
Explica cómo, en los últimos años, la tradición marxista ha prestado más atención al capítulo XXVI del Capital, que sitúa los orígenes del capitalismo en los cercamientos de la tierra que ocurrieron en la Inglaterra rural del siglo XVII. Señala que, partiendo de esta idea, autoras como Luxemburg, Federicci, o Harvey han argumentado que estas privatizaciones son inherentes al funcionamiento del sistema –y no solo propios de una fase inicial–. ¿Por qué es tan importante insistir en que el capitalismo necesita de procesos de intervención política violenta en sus orígenes y para su reproducción?
La gran fortaleza ideológica del capitalismo es que se presenta como un conjunto de acuerdos comerciales voluntarios y, por tanto, como compatible con la libertad política
Al menos por dos motivos. El primero es muy evidente, la gran fortaleza ideológica del capitalismo es que se presenta como un conjunto de acuerdos comerciales voluntarios y, por tanto, como extremadamente compatible con la libertad política. Todos entendemos que cuando firmamos un contrato laboral estamos condicionados por nuestras circunstancias económicas y familiares, pero también es verdad que no es un contrato de servidumbre. La historia de la destrucción de los comunes nos explica que ese régimen peculiar de libertad de mercado se construyó a través de la violencia y la coerción y nunca ha dejado de ser así, en mayor o menor medida. El segundo es que nos ayuda a normalizar la propiedad colectiva. Los proyectos comunales vuelven a poner en el centro de la disputa política la cuestión de la propiedad como un elemento central de la capacidad de control democrático. No ya sólo de la propiedad de los medios de producción sino también de los medios de vida en un sentido más amplio. La propiedad colectiva tiene una historia muy rica y diversa que no se limita a la propiedad público-estatal tal y como la conocemos hoy. Tenía que ver, por ejemplo, con distintas restricciones a la propiedad privada, que no se entendía como un dominio absoluto de la cosa poseída –la tierra, por ejemplo –por parte del propietario. Los debates sobre la acumulación originaria nos recuerdan que la limitación de nuestro menú colectivista se produjo a través de una violenta dieta expropiadora.
Le escuché decir que el capitalismo no le resulta un sistema social particularmente eficiente. ¿A qué se refiere?
Es una argumentación clásica del marxismo. Realmente el capitalismo es un sistema incapaz de aprovechar socialmente las inmensas fuerzas productivas que pone en marcha. El aumento de la productividad debería permitirnos relajarnos, descansar y dejar que las máquinas trabajen por nosotros. En vez de eso, los ciclos capitalistas de reproducción ampliada nos condenan al paro, las crisis de acumulación y la destrucción ecológica. Dicho esto, y para ser honrado, esta argumentación suena bien pero tiene truco. Que el capitalismo sea incapaz de aprovechar sus propias fuerzas productivas no significa necesariamente que exista otro más eficaz, capaz de hacerlo mejor.
Renunciar a la burocracia o incluso al poder coercitivo del Estado es un suicidio ecosocial
Dedica una sección entera del libro a la cuestión de la burocracia. ¿Por qué es tan importante a la hora de pensar en la relación entre los comunes y la transición ecosocial?
Burocracia es un término tan cargado de connotaciones negativas que seguramente deberíamos pensar en otra palabra. En sociología usamos el término para designar la racionalización de la gestión de una gran organización, ya sea pública o privada. Los comunes a menudo se reivindican como una solución a las irracionalidades y defectos de ese tipo de organización burocrática. Ahí yo creo que se da un patrón que a veces pasa desapercibido. Muchas de las reivindicaciones de los comunes más ambiciosas proceden de lugares con políticas de bienestar públicas muy deficientes, en los que el Estado mantiene una relación de absoluta complicidad con las clases altas y las grandes empresas. Para alguien que viva en un país con servicios sociales públicos relativamente avanzados y en los que incluso se ha dado algunos pasos en la democratización de las instituciones burocráticas, seguramente no está tan claro el beneficio de optar por modelos comunales paraestatales.
En territorios con una institucionalidad pública sólida, los comunes tradicionales pueden ser vistos como un paso atrás, en la medida en que en una sociedad de masas cualquier iniciativa comunal universalista inevitablemente acabará necesitando de algún tipo de organización formal y parece más sensato tratar de democratizar comunalmente las organizaciones públicas ya constituidas que empezar de cero. Esta dialéctica es muy evidente en los retos de la transición ecosocial. Uno de los motivos por los que las propuestas comunales son populares en el campo del ecologismo es que las políticas estatales han sido no sólo cómplices sino protagonistas de la crisis medioambiental. Pero al mismo tiempo, la racionalidad burocrática permite impulsar cambios coordinados de enorme envergadura y a una velocidad asombrosa. Algo que en el contexto de la crisis ecológica es crucial. El mejor ejemplo de esta contradicción seguramente sea China. Por un lado, es el país del mundo que más CO2 emite. Por otro lado, está impulsando la descarbonización a un ritmo que hoy es sencillamente impensable para cualquier otro país sin esa capacidad de intervención gubernamental. En la transición ecológica necesitamos eficacia y rapidez. Políticas públicas de una magnitud enorme que cambien el mundo. Renunciar a la burocracia o incluso al poder coercitivo del Estado es un suicidio ecosocial. Pero al mismo tiempo necesitamos cambiar el sentido común compartido. Aunque sólo sea para que esas políticas de asalto no generen un rechazo popular sino que sean asumidas, impulsadas y defendidas por la ciudadanía. La lógica comunal –la participación, el autogobierno…– es muy eficaz a la hora de integrar en la vida cotidiana esos cambios normativos que, no nos engañemos, implican sacrificios.
Entonces, ¿es posible una transición ecológica justa?
Sí, siempre que no pensemos que justo significa angélico. La crisis ecológica tiene una característica a la que las fuerzas políticas de izquierdas están poco acostumbradas: la urgencia. En general, tendemos a pensar que el ciclo largo, la larga duración histórica, juega a favor de las opciones progresistas. Con la crisis medioambiental es evidente que no es así. A veces se dice que la paciencia política es para quien se la puede permitir. En este caso nadie se la puede permitir. Y tenemos que asumir esa tarea inaplazable en una situación de inmensa debilidad política: con una mala mano de póker con la que tratar de ganar una partida de ajedrez. Las élites económicas y políticas están maniobrando para que la transición preserve o incremente su poder, y yo diría que les va muy bien. Pero incluso si no se diera esa situación de debilidad, la transición ecológica estaría llena de contradicciones y resultados insatisfactorios. Una transición justa es un proceso de cambio en el que los costes y sacrificios se distribuyen atendiendo a las distintas necesidades. Y algo así implica inmensas dificultades colectivas, algunas tan básicas como que nuestras evaluaciones son comparativas: por ejemplo, la gente que tiene poco dinero compara su situación con la vida de privilegio que llevan los españoles ricos, no con los nigerianos pobres. Es un sesgo inevitable que todos tenemos y que produce sensaciones de agravio que dificultan mucho las políticas medioambientales. Pelear en serio por una transición justa es asumir el carácter conflictivo y limitado de los arreglos a los que podemos llegar.
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