Para empezar, una reflexión injusta

Por Dr. K
2024-05-04

«La caída de Occidente nos parece una necesidad imperiosa para la humanidad y para el planeta todo. Sin embargo, se debe reconocer que los discursos “multipolaristas” de las potencias emergentes descansan sobre bases muy fluidas y por lo tanto, nada propicias para las certezas absolutas. Estamos asistiendo al colapso final del milenario proceso que condujo a la dominación global de Occidente, pero todavía el universo de las categorías políticas que permite formular un futuro post occidental se encuentra firmemente anclado en los supuestos civilizatorios occidentales.»


 

Este comentario, que sirve como introducción a este blog, seguramente molestará a muchos, ya que si algo no aporta, en estos tiempos tan inciertos, son precisamente certezas. Es cada vez más evidente y aceptado que el imperio occidental surgido en 1492 con la colonización europea del mundo se está viniendo abajo, ante lo cual asistimos al surgimiento de un nuevo orden mundial calificado de “multipolar”.

En primer lugar aclaramos que la caída de Occidente nos parece una necesidad imperiosa para la humanidad y para el planeta todo. De eso no nos queda la menor duda: el principal enemigo de la vida sobre la Tierra es el capitalismo occidental y tiene que caer.

En segundo lugar, constatamos que existe una diferencia de fondo entre cualquiera de las potencias denominadas “emergentes” que lideran el naciente proceso hacia la “multipolaridad” global y el capitalismo de Estados Unidos y sus aliados británicos, canadienses, europeos, etcétera, (es decir, lo que en el actual lenguaje político se ha dado en llamar “Occidente colectivo”, que básicamente coincide con la membresía plena en la Alianza del Tratado del Atlántico Norte).

En las economías del Occidente colectivo, sometidas a la égida del dólar estadounidense, los intereses financiero-especulativo-tecnológico-monopolistas controlan al poder político, es decir, la banca controla en última instancia al Estado. En las potencias “emergentes”, independientemente de sus profundas diferencias en cuanto a economías, maneras de ver el mundo, valores morales y formas de organización social, el poder político, en última instancia, controla a “la banca”. Mientras que en las sociedades del Occidente colectivo las élites gobernantes (sean estas económicas, políticas, ideológicas, etcétera) se desprenden cada vez más de sus poblaciones y se enfrentan radicalmente a ellas (para constatarlo solo hace falta echar una ojeada a las cifras de popularidad de la mayoría de los líderes occidentales), los liderazgos de las nacientes potencias multipolares dependen, de alguna u otra manera, del establecimiento de consensos y pactos sociales.

La razón de esta diferencia radical es fácil de ver: Occidente, el imperio de los rentistas, los acreedores y los financieros sobre todo lo vivo, es un maestro en construir hegemonías (entendidas estas como sistemas de ideas que organizan el sentido común según los intereses de las élites dominantes), mientras que las élites de la naciente multipolaridad deben luchar en tres frentes simultáneos: defender y fortalecer su propio poder; construir alternativas de futuro basadas en sus relatos del pasado y desprenderse de la pesada herencia cultural occidental. Es por eso que las élites occidentales gozan de un poder tan fuerte a pesar de las resistencias que enfrentan, tanto a lo interno como en las periferias del imperio.

Por otra parte, las potencias occidentales son incapaces de cambiar el rumbo de sus insostenibles políticas, tanto en lo que respecta al expansionismo militar y la necesidad de “contener” a Rusia y a China, como a su imposibilidad para enfrentar las múltiples crisis en las que han sumido al mundo. El Occidente colectivo es un Moloc termonuclear en modo de piloto automático y fuera de contacto con la realidad ya que representa los intereses más voraces y cortoplacistas de su sistema capitalista basado en el endeudamiento y la especulación. A su vez, las potencias de la multipolaridad emergente, y a pesar de todas sus limitaciones, titubeos y disparidades, en última instancia dependen de la observación de un cierto “principio de realidad” so pena de perecer ante las exigencias de esta última. En útlima instancia, se trata de poderes relativamente débiles que dependen el establecimiento de contratos sociales para mantener su poder.

Dicho todo lo anterior, se debe asimismo reconocer que los discursos “multipolaristas” descansan sobre bases muy fluidas y por lo tanto, nada propicias para las certezas absolutas:

En primer lugar, pongamos el principio de la soberanía. Se hace énfasis en el respeto a la soberanía propia y a la de los demás estados como un elemento fundamental de las relaciones internacionales –una idea muy loable y necesaria ante un imperio occidental empeñado en imponer un “orden mundial basado en reglas” escritas a su antojo. Sin embargo, el principio de la soberanía por sí solo no garantiza la paz en las relaciones internacionales porque ¿quién garantiza que distintas “soberanías” no lleguen a tener contradicciones irreconciliables entre sí? ¿quién mediaría entre esas contradicciones? ¿en base a criterios establecidos por quién? ¿por qué élites? ¿por qué pueblos? ¿cómo?

Estas preocupaciones no son ajenas a los liderazgos de las potencias emergentes, especialmente las de China y Rusia. Al contrario, son discutidas regularmente y existen propuestas hacia la “democratización de las relaciones internacionales”, pero comparten la limitación de estar basadas en la estructura de organización del poder nacidas y herederas de la colonización europea del mundo. Por el momento, la idea de soberanía nacional nacida de la Paz de Westfalia es funcional a la necesidad de establecer consensos entre potencias emergentes de tan diversos signos y orientaciones, pero pronto se empezarán a notar las limitaciones de un modelo así. Sin una base común acerca de las necesidades fundamentales de la humanidad y su relación con el planeta Tierra, es muy difícil alcanzar la estabilidad en un mundo que ya no aparece más infinito e ilimitado, como lo hizo durante la mayor parte del período histórico moderno actualmente en crisis terminal.

No hace falta mucha fantasía para imaginar algunos de los probables conflictos del futuro mundo multipolar tras el descalabro final de Occidente, por ejemplo, en lo que respecta a los contenciosos de la India con Pakistán y China, la resolución del problema curdo, todos los problemas derivados del acceso a las fuentes de agua potable y de recursos como la pesca, etcétera, etcétera. Todos esos conflictos son la herencia de un orden global establecido por Occidente en base a las categorías políticas de la denominada Paz de Westfalia del siglo XVII europeo.

No hace falta que mencionemos cuestiones como la del cambio climático (es decir, la amenaza de una catástrofe ecológica global) o la situación de recursos tan imprescindibles como la falta de acceso al agua potable de grandes sectores de la población mundial. Un tema acuciante, por ejemplo, es el de la migración: Según el informe internacional de las migraciones de la ONU, en 2020 habían unos 281 millones de migrantes internacionales. Pueden parecer pocos, sólo 3.6% de la población mundial, pero eran 3 veces más que en 1970 y serían el cuarto país con más habitantes de ese año solamente por detrás de China e India (1.400 millones cada uno), y EEUU (335 millones). ¿Dónde cabe esa masa enorme de seres humanos en los discursos “soberanistas” de la multipolaridad. ¿Es el destino de toda esa gente ‘volver a casa’? ¿a qué casa? ¿Se demandará de esos migrantes lealtad exclusiva a un solo Estado-Nación? ¿es eso realista? ¿En qué “identidades” o “sistemas de valores tradicionales” encaja esa gran masa de gente?

Otra seria amenaza a “la soberanía de los pueblos” viene de la herencia tecnológico-cognitiva del imperio occidental. Todas las élites pensantes del mundo, dentro y fuera de Occidente, han sido formadas dentro de una estructura meritocrática de producción del conocimiento diseñada en los últimos 150 años por magnates occidentales como Andrew Carnegie, John D. Rockefeller y Henry Ford seguidos de otros magnates de raíces académicas como el francés Louis Pasteur. Fueron esos magnates, antecesores de magnates actuales como Bill Gates, Mark Zuckerberg, Elon Musk, Per Omydiar, etcétera, los que han definido lo que es “la ciencia”.

El peregrinar de la especie humana sobre el planeta es muy antiguo, se expande a unos doscientos o trescientos mil años atrás en el tiempo (o incluso más, según como se cuente), pero lo que actualmente entendemos como “civilización” solo comprende los últimos diez mil años de un relato histórico elaborado desde la perspectiva de los colonizadores del mundo: Primero Grecia, después Roma, luego las ciudades-Estado europeas, España, Portugal, Holanda, hasta llegar a Gran Bretaña y los Estados Unidos. Es esa la corta sucesión de imperios que ha formado la visión que la mayor parte de la población mundial tiene sobre la historia del mundo. Durante el 97% de la historia de la humanidad, los seres humanos desarrollaron muy variadas formas de relacionarse entre sí y con el mundo, pero hoy seguimos valorando el “progreso” desde una perspectiva temporal extremadamente corta.

Debemos constatar que un andamiaje político-conceptual que es producto directo de la colonización occidental del mundo difícilmente puede ser la base sobre la cual construir nuevos órdenes civilizatorios.

En este blog iremos abordando en detalle la crisis civilizatoria en la que vivimos e intentaremos aportar algunos elementos que apunten hacia el desarrollo de una conciencia colectiva de la humanidad, único sujeto capaz de tomar su destino en sus propias manos, sin delegaciones ni intermediarios.

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