La deserción como potencia no beligerante

Franco Bifo Berardi
francoberardi@substack.com
18 Febr 2025

La deserción como potencia no beligerante

por Paolo Godani

Consideraciones actuales

Algunos podrían argumentar que esta es una ruta de escape individual.
Pero ¿acaso basta con recordar la ira con la que un hombre de poder como Cicerón observó, en su tiempo, la difusión de comunidades similares: “Ocupó toda Italia”, dice, como si fuera un ejército enemigo. Esta dentro.
En realidad, una potencia no beligerante, una potencia que se afirma con precisión y sólo porque no participa en el concurso, porque se retira de la lucha, no imponiendo nada más que una determinada forma de vida.

Es fácil notar la ausencia actual (en Italia, en Europa, en el mundo)
(Occidental) de organizaciones políticas autónomas.
Hay, por supuesto, grupos esporádicos que intervienen en tal o cual problema (la crisis climática, la guerra en Gaza), pero no hay movimientos consolidados capaces de resistir al régimen económico, político y existencial dominante. La razón de esta ausencia quizá no sea tan difícil de identificar. El hecho, para quedarse en Italia, es que con el fin de los años setenta no sólo se cerró un ciclo de luchas, sino que también se disolvió rápidamente la convicción de que existía y era practicable un modo de vivir, de coexistir y de organizar la producción alternativa al vigente. Que esta alternativa –comunista, por llamar a las cosas por su nombre– fuera más o menos ilusoria (por su abstracción intrínseca, por su impotencia o, por el contrario, por su falta de radicalidad) es menos relevante que el hecho de que, no obstante, fuera ampliamente compartida.

Por otra parte, desde principios de la década de 1980, el régimen liberal se ha reestructurado profundamente, cambiando decisivamente el rostro de nuestras sociedades y de nuestras propias vidas. La imposición de los dispositivos neoliberales ha dado nueva consistencia a las democracias occidentales, no sólo al ofrecer al lucro terrenos de conquista “internos” (salud, telecomunicaciones, etc.), sino al transformar radicalmente la relación entre el ciudadano y su ocupación: la lógica del capital humano ha hecho que cada persona haya empezado a concebir su propia vida como un material a modelar continuamente, para adaptarse a las necesidades del mercado de trabajo. Al operar en ausencia de resistencia, el neoliberalismo ha moldeado el tejido social de tal manera que hace no sólo marginal, sino casi totalmente impensable, cualquier iniciativa que no se base en la inversión individual en el campo de la competencia.

En estas condiciones, a las clases dominantes les ha resultado fácil independizarse cada vez más de cualquier control social, de cualquier expresión de soberanía popular (salvo los ritos de un periodismo y una política completamente serviles). Y de esta manera los planes nunca latentes del imperialismo del siglo XIX, con sus sangrientos corolarios de incursiones y guerras, han vuelto a primer plano.

2.

En lo que respecta a los dispositivos neoliberales, los análisis esbozados por Michel Foucault hace casi medio siglo ya eran suficientemente claros al menos en el punto crucial: para obtener la liberalización más amplia posible del mercado de trabajo, era necesario construir y organizar un individualismo de masas, dado que la adhesión al nuevo sistema social no es en absoluto espontánea, dado que el individualismo no es en absoluto un dato de la naturaleza, sino más bien un producto social (véase Foucault 2005). Es entonces a través de una serie de imposiciones desde arriba, dirigidas a desmantelar toda instancia residual de socialización y aislar a cada individuo del mercado de trabajo, que finalmente se produce el homo oeconomicus que conocemos (ver De Carolis 2017). En los últimos cuarenta años, las sociedades occidentales hemos experimentado una acción (tan silenciosa como efectiva) de pedagogía y ortopedia social que ha cambiado radicalmente nuestras formas de ser, transformándonos efectivamente en individuos aislados.

Sin entrar en los detalles de estos procesos, su resultado más consistente se refiere al aplanamiento de la vida de todos en las prácticas atomizadas del trabajo y el consumo. Ya no podemos negar que existe realmente un modo de vida occidental, que no es, sin embargo, el de nuestras “tradiciones” ni el de nuestras “libertades”, y menos aún el de nuestros “valores” democráticos, sino que consiste en un estilo muy peculiar, por no decir extraño, basado en una adaptación continua a las necesidades cambiantes de la producción y del consumo. Frente a lo que antaño se creía un estilo o una forma de vida, parecería que actualmente la regla, la forma, impone a los individuos occidentales la paradójica imposibilidad de adherirse a ninguna forma. Invirtiendo el sentido de un verso neovanguardista, podríamos decir que nuestro estilo es ahora no tener estilo.

Tal vez el más importante de los principios neoliberales –que no es sólo un principio, sino también una regla de gobierno, al que habría que oponer por tanto un principio inverso, del que se deducen una serie de prácticas de oposición y de reconstrucción social– fue formulado por la señora Thatcher cuando dijo que no existe sociedad, sino sólo individuos y sus familias. Por supuesto, para ella esto no significaba que la riqueza de la nación fuera indiferente, sino que, para perseguirla del modo más eficaz, era necesario que cada uno considerara sólo sus propios intereses y los de su familia, haciéndolos contar en el contexto de la competencia más despiadada.

Frente a este trastorno efectivo de la naturaleza de las cosas, debemos afirmar con igual radicalidad que los seres humanos sólo existen colectivamente, pero sobre todo que pensarnos y vivir como meros individuos, a lo sumo «consolados» por la familia, es pensarnos y vivir como condenados a la soledad, a la lucha perpetua y, en definitiva, a la tristeza más radical. Debemos afirmar, en definitiva, que sólo una vida en común existe y vale la pena vivir.

Esta última tesis podría parecer una petición de principio, si no se considera el hecho, ahora ampliamente comprobado, de que el aislamiento y la competencia, elevados en los últimos cuarenta años a principios rectores de nuestras sociedades, han traído consigo la propagación epidémica de un síndrome depresivo (véase Berardi 2023). Al fin y al cabo, basta recordar a los clásicos, y en particular la doctrina de las pasiones de Spinoza, para saber que un individuo aislado en perpetua competencia con otros sólo puede ser un individuo inepto, indefenso y triste. Un individuo así, que tiende a no reconocer nada en común, está en constante desacuerdo no sólo con los demás, sino ante todo consigo mismo. Es esclavo del miedo, más aún que de la esperanza. Está desolado y por tanto íntimamente indefenso.

De lo cual se sigue que una sociedad fundada por individuos aislados ya no será una sociedad en absoluto (y éste es precisamente el resultado que Margaret Thatcher pretendía conseguir: destruir la sociedad), sino un agregado discordante, fácilmente sujeto al gobierno de las fuerzas que se le apliquen de vez en cuando.

Por eso, quien quiera contrarrestar el estado de cosas actual debe trabajar en primer lugar para reconstruir un tejido de percepciones comunes, partiendo de la conciencia de que la fuerza de los seres humanos consiste exclusivamente en su ser en común, en su cooperación.

Pero es precisamente en este punto donde surge la novedad de la situación actual.

La tradición marxista ha construido un esquema interpretativo de gran impacto, en primer lugar al reconocer, precisamente respecto de la intensificación de la cooperación social, el carácter revolucionario del capitalismo.

En las antiguas comunidades patriarcales y feudales, en las que la producción de bienes en exceso de la mera supervivencia estaba ligada a la existencia de relaciones de dependencia personal, es decir, a la existencia de un poder político externo a la producción misma, la productividad humana se desarrollaba de manera restringida y aislada. Sólo con el capitalismo, con la generalización del valor de cambio, cuando el mando sobre la producción se hizo inmanente, se realizó “un sistema de intercambio social general, un sistema de relaciones universales, de necesidades universales y de capacidades universales” (Marx 1997, p. 99). En resumen, el capitalismo ha aumentado la productividad humana, produciendo una especie de sociedad global, en la que cada individuo depende de todos los demás para la satisfacción de sus necesidades. A los ojos de Marx, éste sería el gran mérito de la revolución capitalista, que ha creado las condiciones para un paso ulterior, en el que el vínculo meramente material que une a los individuos en la sociedad de producción e intercambio de bienes puede ser sustituido por la apropiación colectiva de la productividad social, es decir, “el libre intercambio entre individuos asociados sobre la base de la apropiación y control común de los medios de producción” (ibid., p.100).

Sabemos cómo se realizó históricamente este último paso: no con el advenimiento de una nueva sociedad, basada en la asociación de los trabajadores, sino, por una parte, con el nacimiento de un capitalismo de Estado de carácter autoritario, por otra parte, con el desarrollo de un capitalismo monopolista y financiero de carácter oligárquico. En ambos casos, la evolución del proceso dio lugar a la creación de grandes aparatos destinados a gobernar los flujos de capital y bienes, así como a disciplinar la organización del trabajo.

En su mayoría, la gente prefiere atribuir estos resultados a contingencias históricas y políticas. Pero de este modo se subestima un hecho fundamental, a saber, que el capitalismo no se ha limitado a explotar la cooperación social del “trabajo vivo”, sino que la ha creado y ha seguido constituyendo su propia condición de existencia. Como Marx reconoce lúcidamente (aunque no parece querer sacar las últimas consecuencias de este reconocimiento), «frente al campesino o al artesano independiente, no es la cooperación capitalista la que se presenta como una forma histórica particular de cooperación, sino que es la cooperación misma la que se presenta como una forma histórica peculiar del proceso de producción capitalista, que lo distingue específicamente» (Marx 1997-2, I, 2.4.).

Para decirlo más explícitamente: las fuerzas productivas nunca se habrían desarrollado hasta el nivel de la producción capitalista sin la expropiación original de los medios de subsistencia y sin la organización del trabajo impuesta por el capital, como lo demuestra concretamente la historia de los trabajadores coloniales, quienes, tan pronto como tuvieron la oportunidad, se retiraron del trabajo asalariado para volver a ser artesanos o campesinos independientes (véase Marx 1997-2, I, 25).

De ello se desprende que no se puede querer la transformación del proceso de trabajo en un proceso social sin aceptar, al mismo tiempo, la condición que la hizo posible, es decir, la existencia del capital.

Siempre se puede decir, por supuesto, que es el trabajo vivo, y no el capital, el que produce valor, pero no se puede olvidar que la “vitalidad” del trabajo no existiría sin el despotismo del capital (o de un Estado que funcione como su análogo). Eliminad del trabajo vivo la disciplina y el control impuestos desde fuera y veréis disolverse la misma organización que es la condición de la sobreproductividad de ese trabajo. Si se priva al trabajo vivo del mando del capital (o de un Estado capitalista), la sociedad capitalista misma se disolverá (como dice John Holloway: «la crisis del trabajo abstracto es también la crisis de la síntesis social fundada en el trabajo abstracto»: Holloway, 2010, p. 207). Esto significa también que una lucha anticapitalista no puede pretender ser, como se decía antiguamente en las filas obreras, “dentro y contra” la sociedad del capital -al menos si esto significa creer que puede preservar la organización del trabajo vivo, prescindiendo de la dominación del capital-.

Una hipótesis de este tipo o bien conduce una vez más a la solución del capitalismo de Estado o bien es pura y simplemente ilusoria (si pretende ser una hipótesis anticapitalista). El “dentro y contra” sólo tiene sentido si la lucha se entiende en el sentido sindical del término, es decir, como lucha por la mejora de las condiciones de los trabajadores dentro de las condiciones dadas (es decir, a condición de preservar la organización capitalista del trabajo y la sociedad capitalista). En resumen, ser anticapitalista no sólo puede significar estar contra el despotismo del capital, sino que implica necesariamente estar contra su organización del trabajo y, por tanto, contra la formación social que de él se deriva. Sin duda, se trata de un precio muy alto si se tiene en cuenta que el aumento de la productividad humana, bajo el capitalismo, ha dado lugar a una mejora de las condiciones de vida de al menos una parte de la población mundial. Pero debemos analizar cuidadosamente esta mejora, al menos por dos razones: primero, para discernir cuánto de ella se debe realmente a la organización capitalista del trabajo y cuánto es, en cambio (al menos relativamente) independiente de ella; y, en segundo lugar, poner en el otro lado de la balanza los reveses y desastres que no pueden dejar de acompañar esa mejora.

La primera pregunta es sin duda muy compleja, porque concierne, en particular, a las relaciones entre evolución científica, desarrollo tecnológico y organización productiva. Ciertamente no es éste el lugar para elaborarlo analíticamente, ni tendría las herramientas para hacerlo, pero quizá pueda decirse, al menos en términos generales, que si el desarrollo técnico y científico se ha producido históricamente sobre la base de la sociedad del capital, no parece haber razones en principio para que otra formación social implique necesariamente una regresión de las capacidades cognitivas y técnicas de las sociedades humanas. En el mejor de los casos, lo que probablemente cambiaría serían los principios sobre cuya base se deciden las direcciones de la investigación, así como los objetivos y límites de sus aplicaciones (véase el ejemplo de Braudel sobre el uso de pólvora en China: Braudel 2006). Y en cualquier caso, hay que tener siempre presente que la ilusión más difícil de derribar es la que nos hace creer que nuestro modo de vida es esencialmente diferente y superior al de nuestros semejantes que nos han precedido a lo largo de los siglos. Quizás sea sólo porque mientras tanto hemos esterilizado y desertificado los lugares en que vivimos.

La segunda pregunta está aún más relacionada con la reflexión sobre cómo queremos vivir. Por un lado, sabemos que el crecimiento del bienestar relativo ha correspondido a la profundización del abismo económico y político entre la masa de trabajadores y los pocos que tienen el poder de extraer valor de la cooperación social y gobernar las sociedades capitalistas (véase Panzieri 1976). Este estado de cosas ha producido no sólo una situación política francamente oligárquica, en la que la mayoría de los ciudadanos están privados de la capacidad de decidir sobre su propia vida y su propio futuro, y en la que la historia la hacen los intereses de unos pocos grandes grupos económicos y financieros, sino también y sobre todo una sumisión ilimitada de la fuerza de trabajo a la lógica del mercado. Y no se trata, de nuevo, de un problema de poder, sino de un problema mucho más grave, que afecta a la vida misma de los trabajadores, reducida a una variable dependiente del mercado de trabajo.

No es casualidad que en las últimas décadas hayamos asistido al crecimiento de una protesta silenciosa contra las formas de existencia que genera la cooperación capitalista.

La hipótesis que parece abrirse paso en la inteligencia colectiva no es, entonces, la de una política que apunte al control común de la producción de riqueza en una sociedad capitalista, sino la de una desintegración de los propios modos de producción capitalistas, lograda mediante una recomposición social basada en la adquisición de formas de vida autónomas. Lo que importa, al parecer, es recuperar la posibilidad de vivir una vida que tenga su propia forma, su propia razón intrínseca de ser, y no una vida vivida en función de las actividades que dicta de vez en cuando el mercado de trabajo.

Se hace cada vez más evidente, además, que una gran parte de la producción, y por tanto del trabajo, ya no tiene la función de satisfacer necesidades crecientes, sino únicamente la de perpetuar la subyugación de las clases trabajadoras. Trabajamos porque nos obligan a sobrevivir, sin siquiera la convicción edificante de que nuestro sacrificio tiene un valor desde el punto de vista de la comunidad. Por esta razón, se tiene la percepción de que abandonar la cooperación productiva, en una palabra, negarse a trabajar, no sólo es una vía de escape deseable para uno mismo y para la propia existencia, sino también un acto social y políticamente legítimo. Después de todo, abandonar la sociedad del capital ciertamente no significa abandonar la sociedad tout court. Por el contrario, esta deserción es quizás la única vía que permite el nacimiento de relaciones de cooperación alternativas.

3.

Desde un punto de vista antropológico, el neoliberalismo sólo ha radicalizado las reglas básicas de la formación social capitalista. Ha elevado la promoción de algunas características humanas fundamentales, en particular el deseo y la acción, a un sistema de gobierno, con la condición de carencia y frustración que define a ambos, pero también con el resultado de una formidable potenciación de ciertas capacidades de la especie humana.

Sólo hay que pasar algún tiempo en una gran ciudad occidental para saber que allí todo el mundo está siempre ocupado, todo el mundo tiene prisa, todo el mundo está constantemente movilizado por algo.
La gran máquina social metropolitana se alimenta de esta energía y la multiplica pidiendo a todos que hagan cada vez más. Más allá de los efectos secundarios de una vida así, la pregunta es si en el proceso no hemos sacrificado demasiado de nosotros mismos: esa parte de nosotros que tiene que ver no con el deseo, sino con el placer, no con la acción, sino con el pensamiento.

Algunos podrán pensar que criticar la formación social capitalista a nivel de sus principios y modos de vida significa proceder, como mínimo, de manera abstracta, si no con la ingenuidad del alma bella. Pero creo que es precisamente la falta de reflexión a este nivel lo que ha hecho estériles muchas de las agitaciones políticas de las últimas décadas.

Como dice Musil, refiriéndose a lo que él llama “el hombre de los hechos”, es decir, el capitalista, “si uno quiere ser su adversario, lo más importante es determinar los términos del desacuerdo con él” (Musil 2014, p. 97).

La difícil tarea que afronta quien no pretende simplemente adaptarse a este estado de cosas es, en primer lugar, repensar cuáles son las características de una forma de vida deseable. Más precisamente (ya que no se trata de operar en el vacío de alguna abstracción), la tarea consiste en afirmar no sólo lo que no somos y lo que no queremos, sino sobre todo lo que, a pesar de todo, todavía somos y queremos. Con esto quiero decir que debemos hacer valer las exigencias imprescriptibles que siguen existiendo en las cenizas de nuestras vidas.

Por ejemplo, volver a alimentar la creencia de que ninguna guerra se libra jamás por nosotros, en nuestro interés. Es un ejemplo básico, por supuesto, pero ya implica la conciencia de que debemos separarnos de los principios que rigen el sentido de la existencia en nuestras sociedades, debemos retirar nuestro consentimiento al régimen dominante (de vida y no sólo económico y político), volviendo a consolidar la imagen de una vida vivida de manera diferente.

En un pasaje de El hombre sin atributos podemos leer, al respecto, que el hombre cuando actúa necesita “un sentimiento que pueda ser neutralizado”, y esto sucede cuando insertamos lo que sentimos “en la imagen de la realidad”. Pero también existe la posibilidad de seguir “el camino opuesto, el del éxtasis”, es decir, “debe haber también dentro de nosotros la posibilidad de invertir nuestra manera de sentir, y de vivir nuestro mundo de otro modo” (Musil 1992, vol. 2, p. 736).

De esta posibilidad, de este otro estado del sentimiento (opuesto a la tendencia que gobierna el deseo y la acción del hombre de hechos), Musil hace seguir nada menos que la posibilidad de una “sociedad extática” (ibid., p. 906), es decir, precisamente la posibilidad de una sociedad que no esté gobernada por el impulso apetitivo, sino por su opuesto: el no apetitivo. «Porque en cada uno de nosotros hay hambre, y [entonces cada uno] se comporta como una bestia salvaje; y no hay hambre, sino algo que, ajeno a la codicia y a la saciedad, madura como un racimo de uvas bajo el sol de otoño” (ibid., p. 783). Nuestras sociedades tienden a desarrollar el impulso apetitivo más allá de sus límites soportables, haciéndonos pasar hambre constantemente, pero al hacerlo mutilan a los seres humanos de lo que es quizás su mejor parte, aquella parte que entre otras cosas dio origen al pensamiento.

La tarea de una política futura es entonces construir las condiciones de una sociedad extática, favoreciendo el desarrollo de nuestras facultades no apetitivas.

Por otra parte, el hecho de que una política de este tipo encuentre su condición de posibilidad en algo que tiene que ver con el sentimiento y la sensibilidad ya lo tenía claro el joven Marx, cuando en los Manuscritos económicos y filosóficos de 1844 explicaba que, con la elevación de la propiedad privada a principio último de la naturaleza humana, ocurrió que “en lugar de todos los sentidos físicos y espirituales ha venido la simple enajenación de todos estos sentidos, el sentido de tener ” (Marx 2004, p. 112). Por tanto, «la abolición de la propiedad privada representa la emancipación completa de todos los sentidos y de todos los atributos humanos» ( ibídem ).

Lo que Marx dice sobre la propiedad privada y el sentido exclusivo del tener va literalmente en la misma dirección indicada por Musil. La potencia desarrollada por el sentido de posesión, de adquisición, de conquista, es también, invariablemente, una alienación de todos los demás sentidos, y en particular de aquel placer que produce el pensar, o de aquel placer que deriva de la mera contemplación de las cosas comunes, con sus formas y sus leyes, del placer que es propio de la vida del espíritu.

4.

Tal vez hemos olvidado, atrapados como estamos en las garras de la competencia, que el pensamiento, la contemplación, el éxtasis, lo no apetitivo y lo inapropiable pueden constituir una forma de vida. Probablemente se dirá que por mucho que ésta sea una forma de vida, es ciertamente una forma de vida impotente, incapaz de luchar eficazmente contra las fuerzas que gobiernan el mundo actual y que impiden su expresión. Pero al decir esto sólo estamos preservando la propia lógica del enemigo. Desde el punto de vista de esta lógica, el poder del pensamiento es ciertamente impotente. Aún así, tiene cierta serena obstinación de su lado. Quizás incluso cierta inamovilidad.

Una vez que percibamos claramente no sólo los desastres (tanto existenciales como políticos, ecológicos, etc.) de los principios por los que se rigen nuestras sociedades, sino sobre todo la fuerza, la serenidad y la alegría que caracterizan una forma de vida no apetitiva, no aceptaremos desprendernos de ella a cualquier precio.

Nuestros hábitos intelectuales, en todo caso, sugerirían que necesitamos una organización capaz de hacer hegemónica esta forma de vida. Pero ésta no es exactamente la estrategia correcta. Hay un gran modelo antiguo que quizás pueda sugerir otro camino (ver Godani 2019).

Una de las máximas epicúreas más conocidas dice: “vivir oculto”, es decir, no participar en la vida política, desertar de ella y mantenerse alejado de las disputas por el poder, los honores y las riquezas. En términos concretos, para los epicúreos esto significaba construir pequeñas comunidades autónomas en las afueras de las ciudades, en las que se practicaba una forma de vida ajena a las reglas que dominaban la ciudad. Una forma de vida no apetitiva.

Algunos podrían argumentar que esta es una ruta de escape individual. Pero quizá baste recordar la cólera con la que un hombre de poder como Cicerón observó, en su tiempo, la difusión de comunidades similares: «han ocupado toda Italia», dice, como si se tratara de un ejército enemigo. Se trata en realidad de un poder no beligerante, un poder que se afirma precisamente y sólo porque no participa en la arena, porque se retira de la lucha, sin afirmar nada más que un cierto modo de vida.10

BIBLIOGRAFÍA

-Berardi 2023: Franco Berardi «Bifo», Desertate , Timeo.
-Braudel 2006: Fernand Braudel, Civilización material, economía y capitalismo, Einaudi Turín.
-De Carolis 2017: Massimo De Carolis, El reverso de la libertad. Puesta de sol de la
-El neoliberalismo y el malestar de la civilización , Quodlibet, Macerata.
-Foucault 2005: Michel Foucault, El nacimiento de la biopolítica. Curso en el Colegio de Francia (1978-1979) , Feltrinelli, Milán.
-Godani 2019: Paolo Godani, Sobre el placer perdido. Ética del deseo y espíritu del capitalismo , DeriveApprodi, Roma.
-Holloway 2010: John Holloway, Crack Capitalism , Pluto Press, Londres-Nueva York.
-Marx 2004: Karl Marx, Manuscritos económicos y filosóficos de 1844 , Einaudi, Turín.
-Marx 1997: Karl Marx, Esquemas de la crítica de la economía política. 1857-1858 , La Nueva Italia, Florencia.
-Marx 1997-2: Karl Marx, El Capital. Crítica de la economía política , 3 volúmenes, Editores Unidos, Roma.
-Musil 2014: Robert Musil, El alemán como síntoma , Pendragon, Bolonia.
-Musil 1992, El hombre sin cualidades , 2 volúmenes, Mondadori, Milán.
-Panzieri 1976: Raniero Panzieri, Las luchas obreras en el desarrollo capitalista, Einaudi, Turín.

fuente: https://francoberardi.substack.com/p/diserzione-come-potenza-non-belligerante

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