A propósito de los “escritos filosóficos” de León Trotsky

LA IGNORANCIA Y EL SABER, LA SABIDURÍA Y EL CUIDADO

A propósito de los “escritos filosóficos” de León Trotsky

Ricardo Ugalde

Lo mismo que la filosofía encuentra en el proletariado sus armas
materiales, el proletariado encuentra en la filosofía sus armas
intelectuales. Bastará con que el rayo del pensamiento prenda en
este ingenuo suelo popular, para que los alemanes, convertidos en
hombres, realicen su emancipación.
Carlos Marx
Crítica de la filosofía del derecho de Hegel

¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en el
conocimiento!
¿Dónde está el conocimiento que hemos perdido en la
información?
T.S. Eliot
Coros de la Roca

Navegando por la red me topé, tiempo atrás, con un archivo titulado Escritos filosóficos de León Trotsky (aparentemente, su título sintético, —con una Introducción de Ariane Díaz—mientras el completo es Cuadernos de Trotsky, 1933-1935. Escritos sobre Lenin, Dialéctica y Evolucionismo). Habiendo comenzado a leer a Trotsky a los 16 años imaginé que, acaso, podría tratarse de una broma. Pero no, no se trata de humorada alguna.

Los filósofos mencionados en esos textos —además de unos pocos menores— son: Aristóteles, Descartes, Kant y Hegel.

Al comenzar a leerlo y ver cosas como: “La dialéctica es resumida por Hegel en un trabajo llamado Wissenchaft der Logik.”, imaginé que eran apuntes de su adolescencia. Luego, regresando al título, caí en la cuenta: 1933-1935.

¿A los 54 años, y después de haber “hecho” la Revolución Rusa, este hombre toma nota de que la lógica hegeliana está condensada en Ciencia de la lógica?

El resto contiene razonamientos muchas veces legítimos, pero francamente escuálidos. No está mal filosofar. Todos filosofamos. Lo que no parece admisible es presentar eso, sin más, como “filosofía”.

No obstante, si me apuran, he de admitir que, —como se dice pomposamente— en “stricto sensu”, un texto en el que se filosofa es un texto filosófico. Incluso una frase. No hace mucho, viendo por televisión a un reportero charlar con una señora en la calle, no sé bien de qué tema, ella dijo, como al pasar: “no pasa el tiempo, nosotros pasamos”. ¿Es esta una frase filosófica? Y de primer nivel. Pero la cuestión no es esa.

El problema es que con etiquetas como esta se pretende atribuir a un autor y, por extensión, a una corriente, una densidad que no tiene. Y eso no ya ante el mundo, que puede creerlo o no, sino ante los propios partidarios.

Solo por establecer una mínima comparación, véase lo que dice Manuel Abella en la introducción a Sobre los múltiples significados del ente en Aristóteles, de Franz Brentano, refiriéndose a la difusión de esta obra:

No se puede dejar de recordar, por lo demás, que buena parte de este prestigio académico proviene de la admiración entusiasta que la obra suscitó en uno de los grandes filósofos del siglo XX, Martin Heidegger, quien al parecer la leyó por primera vez hacia 1907, siendo todavía estudiante de secundaria en Friburgo, encontrando en ella la revelación de la filosofía y un estímulo en su propio camino de pensamientos.

No se trata, pues, de que el epíteto raye en el ridículo. Es simplemente ridículo. Una ridiculez de la que los que se ocupan seriamente de esa disciplina no se gastan en señalar, pero a mi —que pertenecí a las huestes trotskistas— me produce enorme vergüenza ajena.

La misma que me produce recordar los argumentos con que nos presentaban el idealismo —o lo que se supone era el idealismo—: “Platón decía que las cosas no existían, solo las ideas.” Se puede ser todo lo marxista y trotskista que se quiera —yo opté por algo menos tóxico, un cierto anarquismo—. Pero, ¿hace falta ser tan básico, tan elemental?

Un filósofo —un filósofo en serio con el que no es necesario coincidir, pero con el que ostensiblemente se podría mantener una conversación coherente—, Carlos Fernández Liria —referente ideológico de Podemos—, dice al respecto —aunque refiriéndose a Hegel y no a Platón— en Marx 1857:

Pero respecto a ciertas versiones del marxismo, uno se sorprende: los marxistas pretenden ser, por una parte, muy hegelianos, y, al mismo tiempo, pretenden separarse de Hegel en una cuestión crucial. ¿Cuál? Supuestamente, al contrario que Hegel -quien sería «idealista» precisamente por ello-, los marxistas defienden la existencia de «un mundo material objetivo y cognoscible». O mucho me equivoco o esta increíble reivindicación no tiene un especial significado respecto de Hegel. En realidad, pienso que, de hecho, ese tipo de consideraciones no tienen nada que ver con la historia de la filosofía. En todo caso, creo que Hegel ni se daría por aludido. Es como si se pensara algo así como que, para Hegel, las cosas están hechas de un material muy liviano y etéreo, el espíritu, y para los marxistas, en cambio, el material fuera «muy material», es decir, el material fuera nada menos que la mismísima materia. La verdad es que este tipo de contraposiciones convirtieron al marxismo en el hazmerreír del mundo de la filosofía. El problema es que ni Hegel ni nadie pretendía eso que ellos ponían tanto empeño en criticar.

Porque, qué dice Trotsky en el mismo texto que refiero:

Al basarse en el conjunto de la filosofía materialista anterior y en el materialismo inconsciente de las ciencias naturales, Marx sacó la dialéctica de las superficies desprovistas del idealismo y la hizo mirar hacia la materia, su madre.

Es penoso. Muy penoso.

Luego, es inevitable encontrarse en los mencionados Escritos con frases del talante de: “…de nuestra conciencia en el proceso de su adaptación a la naturaleza externa…” o “… para comprender los hechos externos.”

Para que no se piense que me ensaño con Trotsky, peguémosle también a Bakunin. Dice Liria en Marx 1857:

Comenzábamos este libro citando un texto de Politzer al que calificamos de delirante. Lo mismo podemos decir del comienzo del libro de Bakunin Dios y el Estado.

¿Quiénes tienen razón, los idealistas o los materialistas? Una vez planteada así la cuestión, vacilar se hace imposible. Sin duda alguna los idealistas se engañan y sólo los materialistas tienen razón. Sí, los hechos están antes que las ideas.

Es inútil insistir. Este tipo de alternativas, el tipo de problema al que se alude en ellas, sencillamente no tiene nada que ver con la historia de la filosofía. Ni se hace justicia ahí al idealismo ni tampoco al materialismo. No hay ningún filósofo que se haya movido en esa disyuntiva (ni siquiera, probablemente, Berkeley).

El “mundo externo”, “los hechos están antes de las ideas” o “la existencia precede a la esencia” (frase de Sartre) son conceptos que responden a la misma falacia metafísica.

Sobre esto del “mundo externo” —a que refieren las frases de Trotsky— dice también Liria:

…«el problema del conocimiento», que en seguida derivaría en la todavía más disparatada discusión sobre la existencia del llamado «mundo exterior», en la que Engels, Lenin, Politzer y una larga lista de tantos otros no desperdiciaron ocasión de hacer el ridículo. La propia elección del campo de batalla -la discusión con el empiriocriticismo de Mach y Avenarius- fue una gran confusión que, pese a los esfuerzos de Pannekoek, no tenía remedio.

Hablemos, pues, del “mundo externo” y veamos qué decía también Heidegger sobre este tópico:

Tal planteamiento implica el presupuesto de que la realidad del mundo es algo que se podría y debería demostrar, o de que por lo menos, como pensaba Dilthey, el derecho a creer en la realidad del mundo externo era algo que había de justificarse. Ambas ideas son absurdas. Pretender demostrar la existencia del mundo es entender mal la pregunta misma, puesto que dicha pregunta sólo tiene sentido sobre la base de un ser cuya constitución de ser es estar-siendo-en-el-mundo. Es, por lo tanto, absurdo pretender poner a prueba esa existencia que es el fundamento -por lo que hace al ser- de todo cuestionar acerca del mundo, de todo demostrar y todo acreditar la existencia del mundo. En su sentido más propio el mundo es justo lo que existe ya para cualquier cuestionar. (Prolegómenos para una historia del concepto de tiempo)

Es decir, si preguntamos, si podemos preguntar, es porque ya estamos en el mundo. Si no, ¿desde dónde y de qué podríamos preguntar? No hay nada que agregar. Mucho menos la palabra “externo”.

En otro texto, intentando aclarar la cuestión del idealismo, nos dice Heidegger:

Para el idealismo la sustancia es yoica, es decir, sujeto; para el realismo ella es carente de yo, una mera “cosa”. Hoy estamos completamente desorientados por la afilosofía de fines del siglo XIX, con sus extravíos gnoseológicos, y entendemos los títulos “idealismo-realismo” como referidos en primera línea a la “teoría del conocimiento”. Idealismo pasa por ser aquel punto de vista que niega la “existencia” del mundo exterior, y realismo, aquel que la afirma y que incluso cree ser capaz del artilugio de probar además esa existencia del mundo exterior. Con tales conceptos insuficientes, de idealismo y realismo, no es posible entender, ciertamente, nada de la historia de la filosofía moderna desde Descartes hasta Hegel en cuanto historia del idealismo. (Schelling y la libertad humana)

Pero la palabra “externo” no es casual aquí. Tiene que ver con otra cuestión. Un viraje, una inversión que se produce con Descartes.

Descartes, con el ego cogito, invierte el sentido original de la palabra subjectum —lo que yace a la base, lo que subyace— que era la traducción latina del griego hypokheimenon, lo “ante los ojos”. Lo que subyace, el fundamento, deja de ser el ente y pasa a ser el sujeto y el ente pasa a operar como su opuesto, el objeto (el prefijo sub- quiere decir abajo y el prefijo ob-, arriba).

Hay que penetrar en el significado de esta operación.

Los griegos no tenían objetos. El marxista rudo, del mismo tipo del que me explicaba el idealismo diciendo “Platón decía que las cosas no existían, solo las ideas”, pensará aquí: este tipo es estúpido, dice que los griegos no tenían objetos. No. No se trata de eso. Se trata de que hasta Descartes no se concibió jamás el mundo como dividido entre sujetos y objetos. Esa es la novedad cartesiana que —no curiosa sino necesariamente— coincide con el Renacimiento y el surgimiento del Capitalismo y la Ciencia.

Descartes es el reflejo filosófico de algo que está sucediendo en la realidad y esa realidad es reforzada y justificada por Descartes. O si se quiere es al revés. O, mejor aun, simultáneamente, porque sino diríamos como Bakunin: los hechos están antes de la ideas. Y no, no hay acción sin pensamiento ni pensamiento que no esté tramado de acciones.

Digamos de paso que la capacidad de comprender cómo concibe el mundo una época determinada —sin caer, por esto, en aquello de las “concepciones del mundo”, que termina en una antropología que pretende legislar incluso sobre la verdad— es lo opuesto al historicismo, aquella visión de la historia como progreso necesario.

No. No hay ningún progreso de Descartes frente los griegos —ante todo, frente a los primeros griegos—. Hay, incluso, un retroceso. Porque la versión “original” —y si no original, mucho más cercana, al menos en Occidente, a lo espontáneamente humano— fue sobreimpresa por otra retorcida e interesada. Y a partir de ahí hemos sido esclavos de esa descripción.

Toda su época se liberó —ya desde el Humanismo— de innumerables rigideces eclesiásticas. No soy religioso. Está muy bien. Pero la versión de Descartes se acomodaba no azarosa sino maravillosamente a las necesidades de la burguesía en ascenso. Su recomienzo liquidaba de un plumazo los pruritos en torno a la investigación y manipulación de la realidad. Si la religión mantenía, aun nebulosamente, cierta distancia de respeto y cuidado del mundo —herencia natural de los primeros hombres— todo se hizo humo bajo aquel influjo y a partir de ahí hasta el interés del dinero —sancionado por la Iglesia— pudo cobrarse sin escrúpulos.

Así lo explica —filosóficamente, claro— Heidegger:

¿Cómo es posible que lo ente se interprete de forma señalada como subjectum y en consecuencia lo subjetivo pase a dominar? Porque hasta Descartes, e incluso dentro de su metafísica, lo ente, en la medida en que es un ente, es un sub-jectum (hypokheimenon), eso que yace por sí mismo ahí delante y que, como tal, al mismo tiempo es el fundamento de sus propiedades constantes y sus estados cambiantes. La preeminencia de un sub-jectum destacado por ser incondicionado desde un punto de vista esencial (subyaciendo como fundamento), nace de la aspiración del hombre a un fundamentum absolutum inconcussum veritatis (de un fundamento de la verdad, en el sentido de la certeza, que reposa en sí mismo y es inquebrantable). ¿Por qué y cómo llega esta exigencia a adquirir su decisiva validez? La aspiración nace de aquella liberación por la que el hombre se libera a sí mismo del poder vinculante de la verdad cristiana revelada y la doctrina de la Iglesia en favor de una normativa que se basa en sí misma y se dispone para sí misma. Por esta liberación se replantea nuevamente la esencia de la libertad, esto es, el hecho de estar atado a una obligación vinculante. Pero como, de acuerdo con esta libertad, el hombre que se autolibera es el mismo que dispone la obligación vinculante, a partir de entonces ésta puede determinarse de distintas maneras. Lo vinculante puede ser la razón humana y su ley o lo ente dispuesto y ordenado de manera objetiva a partir de dicha razón o aquel caos aún no ordenado que, como todavía tiene que ser domeñado por la objetivación, exige serlo de hecho en una época.
Pues bien, sin saberlo, esta liberación se libera siempre de las ataduras que le ligan a la verdad revelada, en la que se le da al hombre la certeza y seguridad de la salvación de su alma. La liberación que se libra de la certeza de salvación otorgada por la revelación, tenía necesariamente que ser en sí misma una liberación en favor de una certeza en la que el hombre se asegurase lo verdadero como aquello sabido por su propio saber. Esto sólo era posible a condición de que el hombre que se liberaba se hiciera garante de la certeza de aquello que podía ser sabido. Pero tal cosa sólo podía ocurrir en la medida en que el hombre decidía por sí mismo y para sí mismo lo que debía significar para él los términos ‘posible de ser sabido’, ‘saber’, y ‘aseguramiento de aquello sabido’ o, lo que es lo mismo, ‘certeza’. La tarea metafísica de Descartes pasó a ser la siguiente: crearle el fundamento metafísico a la liberación del hombre a favor de una libertad como autodeterminación con certeza de si misma. Pero este fundamento no sólo debía ser él mismo cierto, sino que, dado que cualquier norma procedente de otros ámbitos era rechazada, debía ser también de tal género que, gracias a él, la esencia de la libertad a la que se aspiraba, se plantease como autocerteza. Ahora bien, todo aquello que tiene certeza a partir de sí mismo, tiene que asegurar también al mismo tiempo la certeza de aquel ente por mor del cual debe obtenerse la certeza de semejante saber y debe asegurarse todo aquello susceptible de ser sabido. El fundamentum, el fundamento de dicha libertad, lo que subyace en su base, el subjectum, tiene que ser por lo tanto algo cierto que satisfaga las citadas exigencias esenciales. Pasa a ser necesario un subjectum que destaque desde todas esas perspectivas. ¿Cuál es ese elemento cierto que conforma y da lugar al fundamento? El ego cogito (ergo) sum. Lo cierto es una proposición que expresa que a mismo tiempo (simultáneamente y con una misma duración) que el pensar del hombre, el hombre mismo está también indudablemente presente, lo que ahora significa que se ha dado a sí mismo a la vez que el pensar. (La época de la imagen del mundo)

Por eso, supuestamente, lo que no es sujeto es “externo” a él. Esto, desde Descartes hasta Nietzsche, es subjetivismo, es metafísica. Y, esencialmente, es idealismo. Por eso completa Heidegger:

Si tomamos al hombre en este sentido como sujeto y conciencia, según consideró evidente el idealismo moderno desde Descartes, entonces la posibilidad fundamental de penetrar hasta la esencia original del hombre, es decir, de concebir la existencia en él, se ha perdido de entrada. (Los conceptos fundamentales de la metafísica) (Negritas mías, al final del texto explicaré el por qué.)

A partir de que el objeto solo es posible fundado en la conciencia del sujeto nos hallamos en el idealismo, aunque se insista —como hace Trotsky en los Escritos— en defenestrar al dualismo.

¿Cómo no asombrarse con Heidegger? Porque se puede aceptar a Heidegger o rechazarlo, pero lo que no se puede negar es que a su lado casi todos parecen aficionados que han navegado alegremente sobre la superficie de las cosas. Hay que llegar a Hegel para encontrar algo semejante a Heidegger.

Las primeras filas del lenguaje y del saber

Dice Sloterdijk en Reglas para el Parque Humano:

Hasta la llegada del corto período en que se produjo la alfabetización general, la cultura escrituraria misma mostró agudos efectos selectivos. Hendió profundamente a las sociedades de sus dueños, y abrió una grieta entre literatos y hombres iletrados, cuya infranqueabilidad casi alcanzó la rigidez de una diferencia específica.

Me voy a permitir disentir con ese “casi” que manifiesta Sloterdijk. Creo que hay una diferencia específica. Y dicha diferencia no solo no disminuyó en la época de la alfabetización general sino que ha aumentado hasta niveles impensables.

Me explico.

Imagino las lenguas como océanos, mares, lagos y lagunas, de acuerdo a su proporción de hablantes. A las orillas del océano “castellano”, por ejemplo, nos encontramos todos los hablantes de esta lengua. Pero una lengua no nos baña a todos por igual. Solo los que están en la primera línea la reciben de lleno, en tanto, cuanto más te introduces en el territorio hasta la tierra profunda menos te llega su influjo y todo lo que trae con él.

Pretender que alguien entiende algo porque sabe leer y escribir es una ingenuidad. A partir de dicho momento se cuenta con una herramienta, sí: una carretilla para mover una montaña. La distancia entre ser un analfabeto y un alfabetizado es muy corta. La realmente larga es la del que, aun pudiendo leer, entienda.

En una oportunidad tardé 15 minutos en explicar a niños de 10 años el código binario y lograr que escribieran su nombre en él. Pero, ¿cuánto es necesario para que sean programadores más o menos hábiles? (Hace añares que no es necesario programar en binario, su enseñanza solo tiene el sentido de comprender cómo funciona un ordenador).

Lleva un tiempo relativamente breve que alguien aprenda a pronunciar las cuatro sílabas de la palabra lo-gís-ti-ca. ¿Pero cuánto lleva entender a qué se refiere Heidegger con ella? No todas las relaciones del término, ni siquiera las que veía el autor, sino un número suficiente que permitan aproximarse a su comprensión. Saber leer no es “saber leer”.

Guardo algunas frases de Heidegger, bajo el título “particularmente oscuras”, que me produjeron en su momento explosiones de risa. Esta por ejemplo:

Pues el impulsivo ser capaz del absorbido estar perturbado, es decir, del ser absorbido por lo desinhibidor, es un estar abierto a…, si bien con el carácter del no-condescender-con… (Los conceptos fundamentales de la metafísica)

Obviamente, no es esta una exclusividad de la filosofía. Montones de fragmentos de un libro de física o matemática producirían un efecto similar. Sin embargo, son ellas disciplinas que, como la mayoría, están estandarizadas. La filosofía no es, ni podría ser, salvo que no sea filosofía, un ámbito de semejante cohesión. Y no lo es porque, si bien “todo es política” —como se dice por ahí— la filosofía es mucho más política que cualquiera de esas disciplinas.

A la filosofía se llega por necesidad, por una acuciante necesidad de comprensión ante lo que se presenta como el caos de la realidad pero, mucho más específicamente, de la existencia.

Por decirlo rápidamente: nunca dudé que el joven Heidegger se sentó a contestarle a Marx —a contestarle desde los orígenes— porque Marx lo atraía y, simultáneamente, le resultaba indigestible en variados aspectos. Pero las palabras de Marx no discurrían por los lejanos cielos de las disputas científicas —si Dios jugaba o no a los dados, como en la polémica Einstein-Bohr— sino que tenían consecuencias palpables en la vida cotidiana de los alemanes y el planeta. Y, sobre todo, en su posible futuro, que es el que vivimos hoy.

Como sea, iba a otra cosa. Lo que me resulta paradójico, en cierto modo insoportable, es lo que se presenta como la irrenunciable condición de saber. Esta obligación de correr al ritmo del mundo advirtiendo lo que viene y no porque sean buenas nuevas. Lo que presupone una visión de conjunto muy diferente a la de enfrascarse en una disciplina y discurrir por su diario quehacer.

Si cada vez es necesario saber más, ¿qué esperanza queda para salvar la grieta que refiere Sloterdijk y cuánto más inalcanzable “que el rayo del pensamiento prenda en este ingenuo suelo popular” del Marx del epígrafe?

Hacen falta años para comprender a Heidegger, y —suponiendo que ello sea cierto— siempre queda mucho más por comprender. Y no soy para nada un miembro de las primeras filas que mora en las orillas del océano del lenguaje y del saber.

¿Lo cualo?

Hay un chiste español que retrata en pocas palabras lo que vengo diciendo. Dice así:

_Oye, ¿estudias o trabajas?
_¿Lo cualo?
_Que si trabajas.

Un hombre del siglo XII podía comprobar con un simple vistazo, si no lo había deducido aun, como se relacionan las aspas de un molino de viento con la piedra que tritura el cereal. ¿Puede un hombre común del siglo XXI imaginar siquiera cómo detona una bomba de hidrógeno? ¿Cómo cocina un microondas? ¿Cómo funciona un celular?

Escuchemos a Bill Joy —leyenda del mundo de la tecnología, creador de la versión BSD del sistema operativo Unix, creador del lenguaje Java, fundador de Sun Microsystems— en este extracto de Por qué el futuro no nos necesita, un artículo aparecido en la revista Wired en el año 2000 y en el que empieza a dudar del desarrollo tecnológico después de leer —se dice— al primitivista estadounidense Theodore Kaczynski, más conocido como Unabomber.

Deberíamos haber aprendido una lección de la fabricación de la primera bomba nuclear y de la carrera armamentística. No actuamos bien esa vez, y los paralelismos con nuestra situación actual son problemáticos. El esfuerzo por construir la primera bomba atómica fue liderado por el brillante físico J. Robert Oppenheimer. Oppenheimer no estaba interesado en la política pero tomó conciencia de lo que percibía como una amenaza para la civilización Occidental proveniente del Tercer Reich, una amenaza seguramente grave debido a la posibilidad de que Hitler obtuviera armas nucleares. Motivado por este temor, llevó a Los Álamos su poderoso intelecto, su pasión por la física y su habilidad de líder carismático, y condujo los esfuerzos rápidos y exitosos de un sorprendente grupo de brillantes seres para inventar la bomba.
Lo llamativo es cómo el trabajo prosiguió con tanta naturalidad después de que hubiera desaparecido el motivo inicial. En una reunión poco después del Día V-E con algunos físicos que sentían que quizás se debería detener la investigación, Oppenheimer argumentó que había que continuar. La razón que dio parece algo extraña: no por temor a grandes bajas en una invasión a Japón, sino porque las Naciones Unidas, que estaban próximas a formarse, debían tener prioridad en el conocimiento de las armas atómicas. Un motivo más probable por el que debía continuar el proyecto es el punto al que había llegado –la primera prueba atómica, Trinity, estaba casi al alcance de la mano.
Sabemos que al preparar esta primera prueba atómica, los físicos procedieron pese a un gran número de posibles peligros. Se preocuparon inicialmente, en base a cálculos realizados por Edward Teller, de que una bomba atómica pudiera incendiar la atmósfera. Un nuevo cálculo redujo el peligro de destruir el mundo a una posibilidad de tres en un millón (Teller dice que luego pudo descartar por completo un eventual incendio atmosférico). Oppenheimer, sin embargo, estaba lo suficientemente preocupado por el resultado de Trinity como para hacer arreglos para una posible evacuación de la parte sur oeste del estado de Nuevo México.

El Gran Colisionador de Hadrones (LHC; en inglés, Large Hadron Collider) es la máquina más grande construida por el hombre. Se encuentra en un túnel de 27 kilómetros de circunferencia y hasta 175 metros bajo tierra, en la frontera entre Francia y Suiza. Su único propósito es la investigación.

Hay escritas algunas cosas serias y muchas poco serias sobre los peligros que implica su operación. Basta consultar el artículo de Wikipedia para obtener una síntesis. Los riesgos mencionados son: la formación de un agujero negro estable; la formación de materia extraña supermasiva, tan estable como la materia ordinaria; la formación de monopolos magnéticos (previstos en la teoría de la relatividad) que pudieran catalizar el decaimiento del protón; la activación de la transición a un estado de vacío cuántico.

Entre las personas serias que contestan estas objeciones se encuentra Nick Bostrom. Bostrom es un filósofo sueco de la Universidad de Oxford, nacido en 1973. Es conocido por sus trabajos sobre el principio antrópico, el riesgo existencial, la ética sobre el perfeccionamiento humano, los riesgos de la superinteligencia y el consecuencialismo. Obtuvo un PhD en la Escuela de Economía y Ciencia Política de Londres en el año 2000. En 1998, Bostrom cofundó junto a David Pearce la Asociación Transhumanista Mundial, nos informa la Wikipedia. También agrega:

En enero de 2015, Nick Bostrom, Stephen Hawking, Max Tegmark, Elon Musk, Martin Rees y Jaan Tallinn, entre otros, firmaron una carta abierta de parte del Instituto para el Futuro de la Vida advirtiendo sobre los potenciales peligros de la inteligencia artificial, en la cual reconocían que “es importante y oportuno investigar cómo desarrollar sistemas de inteligencia artificial que sean sólidos y beneficiosos, y que existen direcciones de investigación concretas que pueden ser perseguidas hoy en día.” En vez de avisar de un desastre existencial, la carta pide más investigación para cosechar los beneficios de la IA “al mismo tiempo que se evitan los posibles contratiempos”.

Transhumanista, es decir, alguien partidario de trascender lo humano por una especie fundada en el conocimiento y la tecnología —igual que ahora, pero sin-vergüenza—. No es de mi simpatía.

Sin embargo, el artículo titulado ¿Qué tan improbable es una catástrofe del fin del mundo? coescrito con Max Tegmark, del Departamento de Física del Instituto de Tecnológico de Massachusetts y publicado el 18 de diciembre de 2005 en la revista Nature, concluye de un modo con el que no puedo no estar de acuerdo:

Hemos demostrado que es muy poco probable que la vida en nuestro planeta sea aniquilada por una catástrofe exógena durante los próximos 109 años. … La conclusión también se traduce en un límite a los desastres antropogénicos hipotéticos causados ​​por aceleradores de partículas de alta energía. Esto es así porque la ocurrencia de catástrofes exógenas, por ejemplo, como resultado de colisiones de rayos cósmicos, coloca un límite superior en la frecuencia de sus contrapartes antropogénicas. Por lo tanto, nuestro resultado cierra la laguna lógica del sesgo de selección y asegura que el riesgo de un fin del mundo desencadenado por el acelerador es extremadamente pequeño, siempre que eventos equivalentes a los de nuestros experimentos ocurran con mayor frecuencia en el entorno natural. Específicamente, el Informe Brookhaven sugiere que los posibles desastres se desencadenarían a un ritmo que es al menos 103 veces mayor para los eventos que ocurren naturalmente que para los aceleradores de partículas de alta energía. Suponiendo que esto sea correcto, nuestro límite de 1 Gyr [Gigaaño] se traduce por lo tanto en un límite superior conservador de 1/103 × 109 = 10-12 sobre el riesgo anual de los aceleradores, que es tranquilizadoramente pequeño. (Negritas mías)

Coincido pues con Bostrom. O más bien, infiero que Bostrom tiene razón. Infiero, porque no puedo saber a ciencia cierta que la tiene, pero soy una persona más o menos educada —o mal-educada, según se mire— y puedo —como en el caso de las vacunas contra el Covid-19— concluir que sí, que está bien.

¿Y qué?

¿Qué importancia tiene que yo esté de acuerdo?

Un grupo de hombres, protegidos por los mayores poderes mundiales, decide correr el riesgo de aniquilar a la humanidad —incendiar la atmósfera, crear un agujero negro estable, etc.— y el hombre común, la enorme mayoría de nosotros, no solo no se entera sino que no tiene aun la posibilidad de enterarse porque, aunque se lo explicaran, no lo entendería.

¿Por qué tenemos siquiera que estar discutiendo esto?

¿Quién los autorizó? ¿De dónde se sienten autorizados?

No es difícil percatarse que es esta la misma soberbia con la que invaden países de productos y de tropas. La misma con la que han producido el calentamiento global. La misma de la vida modificada mediante la biotecnología. La misma con la que quieren creer que el glifosato no induce cáncer. La misma con la que suponen —vaya a saber por qué— que la agresión a Rusia no va a terminar en una guerra nuclear.

¿No es este el mismo espíritu que campea en Engels?, cuando dice:

Sólo queda una cosa por hacer: explicar el nacimiento de la vida a base de la naturaleza inorgánica. Lo cual, formulado el problema como corresponde a la fase actual de la ciencia, equivale a crear cuerpos albuminoides a base de sustancias inorgánicas. La química va acercándose cada vez más a la solución de este problema. Pero si pensamos que fue solamente en 1828 cuando Wöhler obtuvo con materia inorgánica el primer cuerpo orgánico, la urea, y cuán innumerables composiciones llamadas orgánicas se obtienen hoy sin sustancias orgánicas de ninguna clase, difícilmente creeremos que la albúmina representará un obstáculo insuperable para la química. Hasta ahora ésta puede obtener toda sustancia orgánica cuya composición conozca exactamente. Tan pronto llegue a conocerse la composición de los cuerpos albuminoides podrá abordarse la obtención de albúmina viva. (Dialéctica de la naturaleza)

Engels, el hijo rebelde, mantiene frente a la realidad la misma esperanza en la manipulación que su industrioso padre —no hablo de Marx sino de su padre biológico—.

¿Quién dijo que el sentido de lo humano es el progreso?

Alguien decide por nosotros que esos riesgos ”valen la pena” y en esto, capitalismo y marxismo, parecen estar igualmente de acuerdo.

(Rememoro, para el lector, cómo he relacionado las cosas hasta aquí: el “mundo externo” de Trotsky y el marxismo en general; fundado en Descartes, cuya concepción termina con los pruritos para la manipulación de la realidad; (pasando por el lenguaje y el saber cuya relación con el tema se propone a continuación); lo que concluye en la concepción del progreso.)

¿Por qué los curas saben tanto de filosofía?

Recuerdo esta escena. Habíamos terminado una de las clases de la Escuela de Cuadros en la que se había abordado ese texto mítico, las Tesis sobre Feuerbach —del que se esperaba que emanara un poder de seducción equiparable al de una reliquia— y un compañero bastante mayor que yo —entonces era casi un niño— va hasta la mesa del expositor y toma en sus manos el libro desde el que había estado impartiendo el curso. ¿Qué libro es?, —requiero—. Es de un cura —me dice—, de un jesuita. Y pregunta, mirándome, pero como para sí mismo: ¿por qué los curas saben tanto de filosofía?

De ese episodio me quedó flotando en la memoria el sonido de un nombre y mucho tiempo después —Internet mediante— develé el misterio. El autor es Jean-Yves Calvez, un jesuita francés —falleció no hace mucho, en 2010—, y el libro El pensamiento de Carlos Marx, un tocho de casi 500 páginas.

La filosofía es el único lugar sistemático desde el que se resiste aun —y mal que bien no pueda sino subsistir, porque no queda más remedio— la avanzada tecno-científica del presente capitalista que, para decirlo brevemente, pretende reducir el ente a lo medible.

Rudamente y por ejemplo: el reduccionismo infame de equiparar tanto la felicidad al ascenso social y el progreso como la desgracia a los ingresos. La cantidad es un recurso válido pero completamente insuficiente para atender lo humano y en esto incluso las ciencias sociales están siempre a medio camino.

El arte y la filosofía —o, simplemente, el pensamiento, como preferiría finalmente Heidegger— siguen siendo el manto que protege al espíritu. Y aunque lo espiritual no adquiera en la mayoría de nosotros la forma premeditada de una religión, no podemos sino admitir que fue en sus claustros, durante siglos, y mediante sus traductores y escribas —cristianos, musulmanes o judíos— donde aquella se mantuvo viva.

Durante cientos de años sus conceptos navegaron en buques religiosos. Durante ese recorrido se cargaron de formas y aromas, de sentidos. Las balas con que disparamos no son nuestras. Tampoco sirve de nada decir que pertenecen “a la humanidad toda”. Menos que menos a la humanidad toda sino a una estrecha vía que discurrió —y discurre aun— entre millones de seres.

Los conceptos filosóficos están insertos en una tradición, de la que se puede pasar, pero no sin consecuencias. No. En esos claustros no se discutía nada más que pavadas, aunque se discutiera si infinitos ángeles caben en la punta de un alfiler. Eso se llama entrenamiento en el pensar. Por eso los curas saben tanto de filosofía.

Saber y sabiduría

Viendo la violencia con que Descartes hace surgir de la tierra la figura del sujeto y cómo destierra a aquella a un mundo paralelo, “externo”, —o reconocido esto a partir del Heidegger que devela la mecánica de tal transfiguración—, uno no puede seguir siendo simplemente cartesiano por mucho que recuerde la insistencia de Hegel.

Porque, ¿qué dice Hegel?

En Lecciones de historia de la filosofía, editado en tres tomos, Hegel dedica el último a la descripción detallada de los nombres, de los personajes de esa historia. Llegado a Descartes, afirma:

René Descartes es un héroe del pensamiento, que aborda de nuevo la empresa desde el principio y reconstruye la filosofía sobre los cimientos puestos ahora de nuevo al descubierto al cabo de mil años.

Y más adelante, resume:

…ahora bien, el espíritu de su filosofía no es otra cosa que el saber, como unidad del ser y el pensar.

Y esta primacía que otorga Hegel al saber queda evidenciada también por lo siguiente.

A lo largo de toda su descripción de la historia de la filosofía en sus personajes —Lecciones sobre la historia de la filosofía, en tres tomos— las alusiones a la “sabiduría” en sus diversas formas, incluso como “sabiduría divina”, desaparecen cuando llega a Descartes.

La sabiduría está presente cuando habla de Filón, la filosofía cabalística, los gnósticos, Plotino, los Padres de la iglesia, los Medabberim, Pascasio Roberto, Raimundo Lulio (Ramón Llull), Cardano, Bacon, Böhme. Incluso en Spinoza, aunque por la negativa: “Dios se halla determinado solamente por su naturaleza; la acción de Dios es, pues, su poder, y esto es la necesidad. Trátase así de un poder absoluto, por oposición a la sabiduría…”.

Y vuelve a aparecer recién con Leibniz, Robinet, Jacobi y Schelling. Y en Schelling, con quien cierra el libro, de un modo bastante sugerente. Dice allí:

En un escrito de circunstancias contra Jacobi, se detiene Schelling a explicar lo que es, según él, la naturaleza de Dios y sus relaciones con la naturaleza: «Dios, o más exactamente, la esencia que es Dios, es un fundamento: de una parte, el fundamento de sí mismo como ser moral. Pero se erige a sí mismo en fundamento», no en causa. La inteligencia debe ir precedida por algo, por el ser, «puesto que el pensamiento es justo lo contrapuesto al ser. Lo que es el principio de una inteligencia no puede ser, a su vez, inteligente, ya que entonces no existiría ninguna distinción; ni puede ser tampoco simplemente carente de inteligencia, puesto que es precisamente la posibilidad de una inteligencia. Será, por tanto, algo intermedio; es decir, obrará con sabiduría, pero con una sabiduría, en cierto modo, innata, instintiva, ciega, todavía no consciente, del mismo modo que, a veces, vemos hablar a iluminados que pronuncian palabras llenas de inteligencia, pero no de un modo reflexivo, sino por inspiración».

¿Por qué señalo todo esto?

Porque el saber se ha constituido en una imposición infinita de la que es imposible desprenderse. Pero, además, porque hay situaciones en que no se sabe ni se puede esperar saber —y lo pongo en negrita— y ahí lo único que queda es la sabiduría.

Reconozco que el tema de la sabiduría es bastante espinoso, pero no estoy hablando de los oráculos ni de la lectura de los posos del café sino simplemente de lo siguiente.

Un padre sabio no se pone a calcular si la masa y características del material y la aceleración de la gravedad en ese punto del terreno dibujan una alta o baja probabilidad de un deslizamiento de tierra. Un padre sabio simplemente no permite que sus hijos de acerquen al precipicio. Para decirlo con Salinger: un padre sabio es un guardián entre el centeno.

Muchas veces me imagino que hay un montón de niños jugando en un campo de centeno. Miles de niños. Y están solos, quiero decir que no hay nadie mayor vigilándolos. Sólo yo. Estoy al borde de un precipicio y mi trabajo consiste en evitar que los niños caigan a él. En cuanto empiezan a correr sin mirar adonde van, yo salgo de donde esté y los cojo. Eso es lo que me gustaría hacer todo el tiempo. Vigilarlos. Yo sería el guardián entre el centeno. Te parecerá una tontería, pero es lo único que de verdad me gustaría hacer. Sé que es una locura. (El guardián entre el centeno)

Permítanme hacer aquí un inserto, introducir algo aparentemente ajeno al tema, pero que en realidad está muy relacionado. Mi intención con esto es brindar ejemplos de la perspectiva de Heidegger, que sirvan de incentivo —para los que han venido comprendiendo hasta aquí, es decir, vinculando los contrapuntos de este texto— para acceder a él.

Dice en Ontología (hermenéutica de la facticidad):

¿Es lícito que se tomen las matemáticas como modelo de las demás ciencias? ¿No se está precisamente de esa manera invirtiendo lo que en el fondo son las cosas? Las matemáticas son la ciencia menos rigurosa de todas, pues en ellas el acceso es el más sencillo. Las ciencias del espíritu presuponen mucha más existencia científica de la que un matemático pueda lograr jamás. No debe verse la ciencia como un sistema de enunciados y contextos de justificación, sino en cuanto algo en lo que el existir fáctico viene a entenderse consigo mismo.

El existir fáctico —la realidad palpable y cotidiana del hombre— debe ser el objetivo de la ciencia y no, en cambio, el ser “un sistema de enunciados y contextos de justificación”. Si la ciencia no hace eso, a pesar de dirigir de hecho en el presente la existencia humana, no nos está cuidando sino degradando. Continuemos.

Por eso, cuando la gente descubre que no hay ningún guardián entre el centeno, se pone loca y hace estupideces e ingresa en un estado de ánimo de tal frustración que la deja a disposición de cualquier extremo, incluso del fascismo.

Pero además, porque esas masas desplazadas del saber —ingenuas, dice cristianamente Marx— tienen razón: el saber es lo menos democrático que existe.

Para cuando logres terminar el tomo I de El Capital, el burgués —y puede que sea incluso un burgués “de izquierda”— habrá asistido al último Festival de Bayreuth; habrá recibido por correo 200 últimas ediciones de textos de filosofía, arte y literatura que le debitan de su cuenta; habrá visitado Grecia; habrá viajado a Londres a escuchar la última conferencia sobre Derrida y es posible que ría aun con sus amigos sobre el último chiste de Zizek. Nunca vas a entender lo que se habla ahí y no importa aquí que mucho de eso sea desechable porque no vas a saber qué es desechable y qué no.

Tu miserable estantería, con cuatro libros encima, no tendrá nunca la altura de la biblioteca de Lukacs, la de su infancia; ni a tu casa llegará, como a la de Wittgenstein, jamás un Brahms o un Listz o un Mahler —sino el sodero o el repartidor de butano—, ni un Ravel compondrá para tu hermano su Concierto para piano para la mano izquierda aunque se haya enganchado cien veces la derecha con el torno.

Es mucho menos probable que un pobre llegue a culto que a rico (entiendo por “culto” aquí a comprender la codificación profunda de la sociedad en que vive). Por eso, tal vez, el humilde mercader de finales de la Edad Media se apasionó por el dinero, porque encontró en él una venganza equívoca, pero venganza al fin, contra el Señor y el Jerarca de la Iglesia que lo despreciaban.

Pero volviendo al tema de este subtítulo, señala Foucault en Historia De La Sexualidad 4 – Las confesiones de la carne:

Con referencia a una diferencia filosófica tradicional, Agustín distingue lo que es deseable por sí mismo y lo que es deseable por otra cosa que sí mismo, vale decir, por uno de esos fines que no necesitan remitirse a ningún otro. Y elabora el cuadro siguiente. Fin por sí mismo: la sabiduría (sapientia); bien que se remite a este fin: el saber (doctrina), que no se desea por sí mismo, sino para alcanzar la sabiduría. Fin por sí mismo: la salud (salus); bienes que se remiten a él: beber, comer, dormir. En cuanto al matrimonio, que, como el saber, la comida, el sueño, no tiene en sí mismo su propio fin, ¿a qué bien se remite? A la amistad, que, al igual que la salud y la sabiduría, es deseable por sí misma. (Negritas mías)

La mención de “una diferencia filosófica tradicional” refiere al fragmento 116a, 25-30, del libro III del Organóm de Aristóteles donde dice: “Y lo que es deseable por sí mismo es más deseable que aquello que lo es por otra cosa.”

Y el tema en San Agustín refiere a La bondad del matrimonio donde expresa:

Es preciso considerar aún que, entre los bienes que Dios nos concede, unos son apetecibles en sí mismos, como la sabiduría, la salud, la amistad, y otros son necesarios para conseguir un fin, como la ciencia, el comer, el beber, el sueño, el matrimonio y el comercio conyugal entre los desposados. Entre estos últimos, unos son imprescindibles para llegar a la sabiduría, como, por ejemplo, la ciencia; otros para conservar la salud, como la comida, la bebida, el sueño; y otros para sostener la amistad, como el matrimonio y el ayuntamiento conyugal, de donde se deriva la propagación del género humano, y la unión afectiva y amistosa que la sostiene es ciertamente un bien grande.
De ahí que los que no usan debidamente de estos bienes, que nos son necesarios para la consecución de otros, dentro del fin que Dios les asignó al concedérnoslos, pequen venial o mortalmente. Luego quienquiera que use de estos bienes para conseguir el fin que les es peculiar, obra, sin duda alguna, bien. Pero obra mucho mejor aquel que, no siéndole necesaria la utilización de esos bienes, se priva de ellos.
Por consiguiente, será bueno desear estos bienes cuando de ellos hemos menester; pero será mucho más perfecto aún no quererlos que desearlos, porque más plenamente los poseemos cuanto menos los necesitamos.

¿Por qué cito más detalladamente a San Agustín que a Foucault? Porque será buscando en San Agustín que Heidegger encontrará el cuidado. Y en ese fragmento, aunque no se hable expresamente del cuidado, se trasluce mucho cuidado.

Cura, el cuidado

Cuenta Heidegger:

Hace ya siete años, investigando estas estructuras mientras trataba de encontrar los fundamentos ontológicos de la antropología de Agustín, tropecé con el fenómeno del cuidado. Ciertamente, no es que Agustín ni mucho menos la antropología cristiana antigua conocieran explícitamente el fenómeno, ni siquiera directamente el término, por más que en Séneca, así como también, cosa sabida, en el Nuevo Testamento, la cura, el cuidado, tenga ya su importancia. Posteriormente me encontré con una interpretación del Dasein, en una fábula antigua, en la que se ve a sí mismo en cuanto cuidado. Tales interpretaciones tienen la ventaja principal de haber surgido de una mirada ingenua originaria sobre el propio Dasein, por lo que desempeñan un papel positivo especial para toda interpretación -cosa que ya sabía Aristóteles. Esa fábula antigua figura entre las de Higinio, hace la 220 y se titula «Cura». Permítanme que se la lea:

Ya vamos a pasar al texto de la fábula, que Heidegger lee en latín aunque agrega su traducción y el texto reproduce en castellano, claro. Pero es necesario aclarar dos cosas: una, que el término Dasein (ser-ahí en la traducción de Gaos), que no ha aparecido hasta ahora, puede cambiarse —a los fines del presente escrito— simplemente por hombre y, dos, que el fragmento pertenece al trabajo preliminar de preparación de Ser y Tiempo —la obra más famosa de Heidegger— del que lo separa solamente dos años. Ser y Tiempo aparece en 1927 y Prolegómenos para una historia del concepto de tiempo —del que hablamos—, corresponde al Curso de Marburgo, semestre de verano, de 1925.

Dice la fábula de Higinio:

«En cierta ocasión, al atravesar Cura un río, vio una tierra arcillosa; pensativa, cogió parte de ella y se puso a modelarla. Mientras para sí pensaba en lo que hacía, se le acercó Júpiter; y el “cuidado” le pidió que le infundiera espíritu a la arcilla modelada. Júpiter se lo concedió de buena gana. Mas cuando el “cuidado” quiso ponerle su nombre a la obra, Júpiter se lo prohibió, exigiéndole que le pusiera el suyo. Mientras el “cuidado” y Júpiter discutían acerca del nombre, se irguió la tierra (Tellus) pidiendo también que a la obra se le pusiera su nombre, puesto que le había brindado nada menos que una parte de su cuerpo. Tomaron, pues, los litigantes por juez a Saturno, quien les hizo saber la siguiente resolución, justa a ojos vistas: “Tú, Júpiter, por haberle dado el espíritu, recibirás el espíritu a su muerte; tú, Tierra, por haberle donado el cuerpo, recibirás el cuerpo; pero el ‘cuidado’, por haber sido quien modeló este ser, podrá poseerlo mientras viva. Y en cuanto a la discusión acerca del nombre, se llamará ‘homo’ [ = hombre], puesto que está hecho de humus (tierra)”».

Y luego, Heidegger agrega:

Lo que nos resulta admirable en esta ingenua interpretación del Dasein es que aquí la mirada está dirigida sobre el Dasein, y, junto al espíritu y el cuerpo, lo que se llama el «cuidado» es el fenómeno que se considera hay que atribuirle a ese ente mientras viva; es decir, mientras sea Dasein, tal como lo hemos considerado aquí en nuestra reflexión, en cuanto estar-siendo-en-el-mundo.

Heidegger repite por segunda vez en este fragmento la palabra “ingenua”. Para él es particularmente importante por aquello que puse en negrita, en otro fragmento suyo, casi al comienzo de este escrito, y prometí explicar: por “la posibilidad fundamental de penetrar hasta la esencia original del hombre.”

Se trata, precisamente, de ver aquello para lo que el historicismo es ciego —porque todo pasado para él es en el fondo estúpido— y para el marxismo es reaccionario —extendiendo una etiqueta surgida en el siglo XVIII a la historia de la humanidad entera—: el hombre en el mundo antes de la aculturación a que lo sometieron los procesos y los siglos.

Higinio —Gayo Julio Higinio, en realidad— habría vivido entre el 64 aC y el 17 dC y era lo que hoy llamaríamos un mitógrafo y las Fábulas pueden considerarse, según sus traductores al castellano, “junto con la Biblioteca de Apolodoro, la principal enciclopedia mitológica de la Antigüedad. Y con las Metamorfosis de Ovidio, una de las principales fuentes latinas para el estudio de la mitología clásica.”

Como sea, Cura, el cuidadoSorge en alemán— ingresa en la arquitectura de Ser y Tiempo en un lugar de privilegio.

Antes de continuar con el tema del cuidado, y aunque puede que sea un despropósito, intentaré, mediante un ejemplo, mostrar el tipo de análisis que realiza Heidegger —la analítica existencial— accediendo a diversos fragmentos de Ser y Tiempo de la traducción de Rivera, no necesariamente correlativos. Las aclaraciones entre corchetes son mías.

Dice Heidegger:

…el estar-en [el estar-en-el-mundo] no es una “propiedad” que el Dasein tenga a veces y otras veces no tenga, sin la cual él pudiera ser al igual que con ella. No es que el hombre “sea”, y que también tenga una relación de ser con el “mundo” ocasionalmente adquirida. El Dasein no es jamás “primeramente” un ente, por así decirlo, desprovisto de estar-en, al que de vez en cuando le viniera en ganas establecer una “relación” con el mundo. Tal relacionarse con el mundo no es posible sino porque el Dasein, en cuanto estar-en-el-mundo, es como es. Esta constitución de ser no surge porque, fuera del ente con carácter de Dasein, haya también otro ente que esté-ahí y que se encuentre con aquél. Este otro ente puede “encontrarse con” el Dasein sólo en la medida en que logra mostrarse desde él mismo dentro de un mundo.

Esto tiene que ver con aquello que dijimos de “lo externo”, como un agregado innecesario dado que el hombre ya está siempre en el mundo.

Pero además, su modo de estar-en-el-mundo no es el mismo que el de las cosas.

Dice Heidegger:

El “estar en medio” del mundo, como existencial, no mienta jamás algo así como el mero estar-juntas de cosas que están-ahí. No hay algo así como un “estar-juntos” del ente llamado “Dasein” con otro ente llamado “mundo”. Es cierto que a veces expresamos el estar-juntas de dos cosas que están-ahí diciendo, por ejemplo: “la mesa está ‘junto’ a la puerta”, “la silla ‘toca’ la pared”. En rigor, nunca se puede hablar aquí de “tocar”, no tanto porque siempre es posible, en último término, después de un examen preciso, constatar un espacio intermedio entre la silla y la pared, cuanto porque la silla no puede, en principio, tocar la pared, aunque el espacio intermedio fuese nulo. Supuesto previo para ello sería que la pared pudiese comparecer “para” la silla. Un ente puede tocar a otro ente que está-ahí dentro del mundo sólo si por naturaleza tiene el modo de ser del estar-en, si con su Da-sein [ser-ahí] ya le está descubierto algo así como un mundo, desde el cual aquel ente se pueda manifestar a través del contacto, para volverse así accesible en su estar-ahí. Dos entes que están-ahí dentro del mundo y que, además, por sí mismos carecen de mundo, no pueden “tocarse” jamás, ninguno de ellos puede “estar junto” al otro. (Negritas mías)

En otras palabras: nosotros estamos existencialmente a diferencia de las cosas que simplemente “están”.

(Por decirlo en términos epistemológicos, el hombre no “crea” el mundo —como en el idealismo— pero pone mucho de sí en él.)

Esta diferencia entre lo ontológico —existencial— y lo óntico —categorial— es lo más propio de la fenomenología de Heidegger.

El estar-en-el-mundo, la cotidianidad, el habla, la comprensión, la angustia, la conciencia, la historicidad, son algunos de los caracteres del ser que analiza Heidegger y llama existenciales (existenciarios en la traducción de Gaos). Los existenciales finalmente se agrupan en el cuidado porque todos, finalmente, responden a él.

El Dasein, entendido ontológicamente, es Sorge, es cuidado. Es más, el cuidado es el ser del Dasein, es su modo más propio.

Finalmente. O mucho me equivoco o la sabiduría (en su segunda acepción: facultad de las personas para actuar con sensatez, prudencia o acierto), es decir, como anticipación en tanto distancia prudente, no puede si no pertenecer al cuidado. Y esto de un modo íntimo al que el saber no podrá aspirar jamás.

En fin. Pido perdón al lector por lo deshilachado de la exposición. Mi intención ha sido tocar puntos en cierto modo distantes pero que, una vez enhebrados, puedan constituir una malla a través de la cual organizar algunos pensamientos que lo ayuden a arribar a su propia posición en lo que —a diferencia de la de Trotsky— sí es filosofía.


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