Debates feministas
La mirada restaurativa en las violencias machistas: ¿sinónimo de antipunitivismo?
La aproximación restaurativa es una de las influencias que nutre al antipunitivismo dado que su objetivo central no es la reflexión sobre el castigo, sino la reparación del daño causado por la violencia (o por la infracción o delito), teniendo en cuenta su impacto en la víctima y en la comunidad.
Texto: Patricia González Prado / Sílvia Alberich Castellanos
pikaramagazine.com
En el ámbito social, como en todos los ámbitos, hay conceptos que, en un momento dado, toman impulso. Es lo que, en los últimos tiempos, está sucediendo con los conceptos “antipunitivista” y “justicia restaurativa”. Cabe decir que no se trata de conceptos nuevos, sino que acumulan un sólido bagaje de pensamiento crítico y acción comunitaria. Lo que es relativamente nuevo, sin embargo, es el uso que se está haciendo de estos en el contexto del debate sobre el abordaje de las violencias machistas y sexuales, en el que están ocupando un lugar de importante centralidad. A pesar de ello, casi nunca son definidos exhaustivamente y, mucho menos, aterrizados en prácticas concretas y palpables. Así, por ejemplo, los términos “antipunitivo” y “restaurativo” a menudo se emplean indistintamente, como si fueran sinónimos o, incluso, como si uno condujera necesariamente al otro. Sin embargo, la realidad es que estos conceptos no solo no son sinónimos, sino que responden a objetivos diferentes, a pesar de que puedan estar interrelacionados.
Así, el antipunitivismo nace en los años 60 y 70 del siglo XX como corriente crítica que cuestiona el castigo como mecanismo central de justicia y, especialmente el sistema penal y carcelario desde una mirada antirracista y de clase. Se trata de una corriente de pensamiento y un movimiento activista que se nutre de influencias diversas, como podrían ser el anarquismo y su rechazo al papel del Estado como agente de castigo; el movimiento abolicionista de las prisiones que señala la función de estas como perpetuadoras de las desigualdades sociales y raciales; las prácticas restaurativas y transformadoras propias de los pueblos originarios y de las tradiciones comunitarias, más tarde tomadas como modelo por el humanismo cristiano y por el movimiento pacifista; o el feminismo antipunitivista, ya a partir de los años 90 del siglo XX. Autoras como Michel Foucault, Giorgio Agamben, Eugenio Zaffaroni, Alessandro Baratta, Angela Davis o Ruth Wilson Gilmore, entre otras muchas, han fundamentado perspectivas críticas conocidas como abolicionismo penal, denuncia del populismo punitivo o feminismo anticarcelario.
El objetivo central de la restauración es reparar el daño de las violencias
La aproximación restaurativa es una de las influencias que nutre la antipunitivismo, pero no es en sí misma punitivista o antipunitivista, dado que su objetivo central no es la reflexión sobre el castigo, sino la reparación del daño causado por la violencia (o por la infracción o delito), teniendo en cuenta su impacto en la víctima y en la comunidad. Es cierto que la mirada restaurativa incorpora el agresor en la reparación del daño y, en este sentido, los procesos restaurativos pueden devenir prácticas alternativas al castigo, pero no siempre, puesto que también pueden ser complementarias o darse muy separadas en el tiempo del momento en que se perpetró la violencia, porque antes no se han dado las condiciones para llevar a cabo un proceso que ponga en el centro a la víctima y a sus necesidades.
Así, por ejemplo, podemos aludir a las acciones restaurativas llevadas a cabo en Argentina, complementarias a las condenas penales contra militares y civiles por crímenes de lesa humanidad cometidos durante la última dictadura cívico-militar. Estas acciones no implicaron a los condenados, puesto que nunca mostraron interés en reparar el daño causado, pero sí al Estado, como responsable del terrorismo de Estado. Estas acciones restaurativas fueron tanto económicas como simbólicas, como, por ejemplo: el reconocimiento de los hechos, la demanda de perdón a las víctimas y al conjunto de la sociedad, el compromiso con la búsqueda de personas desaparecidas y sus cuerpos, la creación de organismos de memoria estatales o de un día de la memoria para trabajar en nivel educativo los hechos, el señalamiento de los centros clandestinos de detención y su rehabilitación como espacios de memoria. Ninguna de estas medidas fue sustitutiva de los procesos penales, sino complementaria. Otros ejemplos de procesos restaurativos no sustitutivos de los procesos penales los encontramos en Colombia o en Sudáfrica, como parte de la justicia transicional; o en algunas experiencias piloto en Euskadi, con encuentros restaurativos entre víctimas y exintegrantes de ETA, entre otras.
Hay que diferenciar entre procesos restaurativos de la justicia penal de los comunitarios
Es importante, por otro lado, señalar la diferencia entre procesos restaurativos que se dan en el marco de la justicia penal, institucionalizados y normativizados por el Estado, de los procesos que se pueden dar en el ámbito laboral (que en la actualidad a menudo se limitan a mediaciones victimitzantes), de los procesos comunitarios que se pueden dar en los colectivos de base.
Así, estamos hablando de procesos restaurativos para referirnos a prácticas que parten de regulaciones bastante diferentes, como también de diferentes grados de profesionalización de las personas facilitadoras, de intervención estatal, de mirada feminista y antirracista o de solidez comunitaria. Por otro lado, también estamos refiriéndonos a diferentes tipos de sanción: no es el mismo, por ejemplo, hablar de años de prisión, de retirar la acreditación de un colegio profesional o de expulsar de un colectivo.
Otra cuestión que a menudo nos encontramos al hablar de procesos restaurativos es que se confunden con procesos alternativos a la prisión. Sin embargo, se trata de procesos que parten de objetivos diferentes: los primeros buscan una reparación integral de las víctimas y de las comunidades dañadas y, por lo tanto, lo que está en el centro del proceso son estas, sus necesidades y derechos. En cambio, los procesos alternativos a la prisión ponen en el centro a las personas con responsabilidad penalmente exigible, siendo su no ingreso en prisión el objetivo final, por razones muy diversas, como pueden ser la baja entidad de los delitos o faltas, que se trate de personas jóvenes, personas con responsabilidades de cuidados, entre otras.
La revictimización la pueden ejercer las instituciones, los medios, las redes o las intervenciones comunitarias
Debemos poner especial atención en no mezclar estos procesos, pues entre las consecuencias que en la práctica encontramos está la revictimización de mujeres que han sufrido situaciones de violencia machista, señalando que, si denuncian, entran en una lógica punitivista, que puede acabar arruinando la vida de los agresores. En este sentido, debemos tener en cuenta que la revictimización no solo la pueden ejercer las instituciones, sino también los medios de comunicación, las redes sociales o las intervenciones comunitarias.
Cabe señalar que el único ámbito sobre el cual se ha regulado el abordaje restaurativo es el penal y, en este sentido, en nuestro ordenamiento jurídico existe una prohibición firme de mediar en casos de violencia de género dentro de la pareja o de violencia sexual, prohibición recogida en el Convenio de Estambul, del año 2011. Esta prohibición, cuestionada por algunas, está directamente relacionada con el hecho que la mediación es una metodología que parte de una supuesta igualdad entre las partes de un conflicto y que busca un entendimiento entre estas partes a partir de la facilitación, a priori neutra, de una persona mediadora. Los procesos restaurativos, en cambio, parten del reconocimiento del daño causado y de la asimetría de poder entre víctima/superviviente de la violencia y victimario, y no buscan un acuerdo que “beneficie en todas las partes”, sino acuerdos de reparación del daño, en que la responsabilización del agresor juega un papel clave.
A pesar de la prohibición legal de mediar en casos de violencia de género, un reciente estudio presentado por Dones Juristes y encargado por el Centro de Estudios Jurídicos y Formación Especializada de Cataluña muestra como la mediación se está aplicando en derecho de familia en casos en los que se da violencia de género, sin que las personas mediadoras acreditadas cuenten con ningún tipo de formación en perspectiva de género y violencias machistas, ni con pautas o indicadores preestablecidos que les permitan identificar situaciones de violencia, incluso cuando el “conflicto” familiar ha pasado al juzgado de instrucción después de que se archivara un procedimiento por violencia machista en un juzgado especializado. Uno de los hallazgos del estudio es que las mediadoras de familia solo consideran que existe violencia machista cuando hay un proceso penal abierto, sin tener en cuenta la infradenuncia de estos tipos de violencia o el elevado índice de archivo o sobreseimiento de los casos.
Un abordaje restaurativo no es una práctica específica sino un enfoque
El hecho que la prohibición de mediación sea expresa en el ámbito penal, en ocasiones, es interpretada como ausencia de prohibición en otros ámbitos de las violencias machistas, como el laboral o el comunitario. Se trata, por un lado, de un problema de falacia legal y, por otro, de incomprensión del significado de la mediación.
En relación con el primero, recordemos que el Convenio de Estambul, de inmediata aplicación en el Estado español, prohíbe en todos los casos de violencias contra las mujeres la mediación y la conciliación (arte. 48), y que un Estado no puede invocar a sus omisiones legislativas para incumplir un tratado ratificado que protege derechos humanos.
En relación con el segundo punto, es importante tener presente que la mediación nunca es apropiada en situaciones de asimetría de poder. En este sentido, Linda Porn y Tatiana Romero reflexionaban hace poco sobre violencia sexual atravesada por raza y género en la revista Pikara Magazine y nos alertaban que la justicia restaurativa pensada solo cómo un proceso de mediación, sin enfoque interseccional, desplaza las partes a lugares injustos, sobre todo a las agredidas y todavía más si estas son racializadas, migrantes, sin red afectiva y material fuerte para sostenerlas.
Así, hay que recordar que un abordaje restaurativo no es una práctica o un proceso específico, sino, un enfoque que parte de los valores de voluntariedad, verdad, equidad, seguridad física y emocional de las participantes, inclusión, empoderamiento, salvaguarda de derechos, reparación del daño, reconocimiento, respeto y dignidad de todas las involucradas, rendición de cuentas y voluntad de transformación y no repetición.
Un proceso restaurativo debe brindar apoyo a las víctimas/supervivientes de violencia, dando espacio a su relato y recogiendo sus necesidades y deseos para que sean parte activa en la resolución de la situación de violencia y puedan exigir compensación y reparación; esto incluye también a la comunidad, como parte impactada por la violencia y el restablecimiento de vínculos sociales o familiares.
La aproximación restaurativa debe promover la responsabilización del agresor y de la comunidad
Además, la aproximación restaurativa debe permitir consolidar o repensar los valores comunitarios y promover la responsabilización del agresor y, también de la comunidad, especialmente cuando ha sido parte perpetradora o posibilitadora. En este sentido, la víctima no es vista únicamente como la persona que ha sido dañada, sino como defensora de bienes comunes.
Ahora bien, a pesar de las múltiples oportunidades que puede ofrecer un proceso restaurativo, no podemos abrazar esta perspectiva de forma naif y como alternativa perfecta a otras formas de justicia.
Para empezar, la comprensión y la aceptación del daño causado por parte de los agresores es un elemento imprescindible para poder optar por una vía de resolución restaurativa, teniendo en cuenta que la responsabilidad sobre el daño implica poner el foco en la reparación y en evitar daños futuros.
Por otro lado, cuando hablamos de comunidad deben mencionarse a algunas cuestiones. Para empezar, que muchas de las prácticas restaurativas son una transposición descontextualitzada de prácticas de pueblos originarios no occidentales en las que el concepto de comunidad no es asimilable al de nuestras comunidades fragmentadas construidas sobre valores individualistas y neoliberales. Esto quiere decir, sobre todo en cuanto a los procesos restaurativos llevados a cabo en el marco de colectivos, que habrá que haber profundizado en el apoyo mutuo y realizado un trabajo previo sobre violencias machistas, pero también racistas, capacitistes o edatistes, para llegar a una comprensión compartida de la violencia y de cómo abordar estas situaciones en el colectivo.
Encontramos personas formadas en procesos restaurativos, pero con carencias en perspectiva de género
Así mismo, a la hora de involucrar a la comunidad, habrá que analizar cuáles son las tensiones sociales preexistentes, las iniquidades y desigualdades que en ella se dan, las diferencias de poder y formas de exclusión que operan y su rol en la exclusión o condena al ostracismo de las personas que han denunciado violencias.
Otra cuestión es la capacitación de las personas facilitadoras. En el ámbito profesional, a menudo encontramos personas formadas y con mucha experiencia en procesos restaurativos, pero con carencias importantes en perspectiva de género e interseccional. Por otro lado, en el ámbito activista, podemos encontrar personas con un importante bagaje feminista o antirracista que han llevado a cabo análisis profundos sobre las desigualdades sociales, pero que desconocen las metodologías restaurativas y los principios que las rigen para garantizar la seguridad de las partes y la no revictimización. En todo caso, es importante que las personas que intervienen en procesos restaurativos ante casos de violencia machista y sexual tengan una sólida perspectiva de derechos humanos, interseccional y de género y un profundo conocimiento de las violencias machistas.
Las personas facilitadoras siempre tendrán que hacer un análisis previo para determinar la viabilidad del proceso restaurativo detectando desequilibrios de poder existentes – y valorando la posibilidad de mitigarlos o no – y los riesgos de revictimización, también desde una perspectiva sensible al trauma. Habrá que verificar que se da una voluntariedad real de las partes, sin ningún tipo de coacción o presión de parte del agresor o de la comunidad para que participen del proceso. Así mismo, deberán valorar conjuntamente con la víctima/superviviente su capacidad de sostener un proceso restaurativo y de poner límites y solicitar la interrupción del proceso en cualquier momento.
Finalmente, las facilitadoras deberán tener claro que el encuentro entre las partes no es nunca un requisito necesario para un proceso restaurativo centrado en la reparación del daño, sabiendo que en muchas ocasiones el encuentro no es deseable ni recomendable.
Para finalizar, querríamos recordar que la perspectiva restaurativa no es nueva, a pesar de que en los últimos tiempos se escuche bastante hablar de ella, y no casualmente, puesto que está incluida como estrategia en la Agenda 2030 de Naciones Unidas. Pareciera que la política de la Unión nos marcara la agenda y los debates, también de los movimientos sociales. Quizás la merece la pena que, ante una estrategia impuesta por los estados, recuperamos nuestras propias genealogías y también aquellas genealogías decoloniales, para que la mirada restaurativa sea propia, construida desde la base y no impuesta por los programas de la política institucional.
Contamos con muchas experiencias previas en nuestro entorno inmediato, mediaciones fallidas, grupos de apoyo a víctimas, grupos de acompañamiento a agresores, tribunales populares, acuerdos colectivos de reparación, etc. Algunas de estas experiencias han sido satisfactorias, otras muchas han sido dolorosas y revictimizantes, todas ellas son aprendizajes de los cuales nutrirnos.
También, más allá de nuestro entorno, en comunidades originarias y en los feminismos decoloniales encontramos muchas experiencias, no solo de justicia restaurativa construida sobre un pensamiento occidental y patriarcal, sino de una justicia que incluso puede desestimar la palabra como herramienta de restauración, señalando su colonización, como hacen las Mujeres de Negro en todo el mundo, en sus vigilias en silencio denunciando la violencia y reparándola desde la liturgia simbólica o a través de las experiencias de mujeres ante el genocidio indígena perpetrado en Guatemala o de los pogromos contra la población musulmana en el estado de Gujarat, en India, o las experiencias feministas de la justicia transicional en Colombia o los colectivos de mujeres por la construcción de la paz en Sierra Leona.
En este momento de debate álgido sobre estrategias válidas para hacer frente a las violencias machistas y patriarcales, podemos dar la espalda a nuestras genealogías, abrazar acríticamente las propuestas institucionales y traducirlas a un lenguaje conocido para que parezca que son propias de los movimientos sociales y de los entornos comunitarios, o bien podemos recuperar y honrar las experiencias de los pueblos originarios y de las feministas de aquí y de todo el mundo para ir construyendo una justicia restaurativa propia.
Este artículo ha sido publicado en catalán en La Directa.
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