SARS-CoV-2 aka Covid-19, la mayor emergencia sanitaria mundial desde 1919, no discrimina por condición socioeconómica, sexual, de género, religiosa, fenotípica o étnica, pero los sistemas médicos gubernamentales públicos y empresariales privados sí.
Y, como en todas las locales, regionales o globales coyunturas que involucran desastres, escasez, recesión, sequías, éxodos, inundaciones, incendios o pandemias, los afectados transversalmente de manera más severa son siempre las personas estructuralmente más vulnerables, casi un eufemismo para referirse a las poblaciones originarias indígenas autóctonas. Eso es una realidad en Europa, Oceanía, África, Asia y América.
En Nuestra América (que es como denominamos a la América originaria), como caso particular, las asimetrías y dicotomías persistentes entre campo y ciudad se agudizan aún más al desmenuzar la condición de los pueblos originarios que viven en las urbes.
En sus tierras originarias, el hambre, la desnutrición crónica, analfabetismo letrado materno, escasez de agua potable y precarias condiciones de mínima higiene médica son una realidad diaria desde hace 200 años.
México es el país americano donde mayor población indígena vive. Más de 16 millones de personas distribuidas de la imaginaria (pero desde hace 20 años muy física y real) norte a la etérea (pero ahora cada vez más militarizada y peligrosa) sur.
En México se hablan 68 lenguas indígenas (más el oficial castellano). En sólo una cuarta parte de ellas se ha ello si quiera el mínimo esfuerzo para traducir la más básica información respecto a la actual coyuntura y crisis médico-humanitaria global (cuando se ha hecho, ello cae en el más surrealista cinismo: letreros traducidos al náhuatl que aconsejan lavarse las manos constatemente y usar gel antibacterial, instalados en comunidades donde ni se vende gel ni se tiene acceso regular a agua potable). Parece prioritario traducir y difundir carteles tecnocráticos y mensajes de solidaridad prepagados antes que garantizar el acceso regular a agua potable, en poblaciones donde además existe una comunicación predominante oral y prácticamente nadie sabe leer o escribir en su lengua.[1]
¿La razón?, como en el resto de las geografías, en México cada vez menos personas quieren aprender y reproducir su lengua. La gran mayoría de los indígenas en México son bilingües o incluso castellano-monolingues
Los poblados y localidades originarias, por la migración a las urbes mexicanas y estadounidenses,[2] se están quedado o totalmente despobladas o habitadas por sólo las personas ancianas, clave fundamental y vital en la preservación y reproducción de las comunidades, quienes se han rehusado a abandonar su territorio (muchos de ellos, empero, no han podido elegir quedarse o marchar).
Estas personas ahora son los más vulnerables dentro de los vulneralizados.
¿Cómo quedarse en casa, siguiendo las recomendaciones de la OMS, si usted es una persona anciana que debe sembrar lo que come en una comunidad donde los que quedan viven del autoconsumo?
¿Qué ocurrirá con muchas de las tradiciones, costumbres y festividades de estas comunidades si cada vez menos las practican?, es por ello que muchos han optado por no cancelar las festividades por el solsticio de primavera, o más reciente aún las celebraciones en torno a la semana santa católica.
Algunos podrán criticar tales decisiones por considerarlas irresponsables. Empero, cobran sentido si se considera que es justo la condición de aislamiento económico y marginación socio-cultural lo que permite a muchas de estas comunidades mantenerse “a salvo” de la pandemia, con a la fecha ningún caso de Covid en sus territorios. Eso es lógico. Es una constante en todos los pueblos indígenas del mundo. La aparente civilidad, seguridad y bienestar de las grandes urbes occidentales se muestran más que nunca mucho más primitivas, inseguras e inhabitables que las comunidades originarias. Los pueblos indígenas están ahora cerrando las puertas a aquellos que no querían ni abrirles la entrada a la biblioteca cuando éstos les visitan. En México esto es particularmente visible en las comunidades mixtecas, afromexicanas y zapotecas del Istmo y los Valles Centrales de Oaxaca, así como en comunidades mayas de Yucatán, territorios conocidos por su perseverante resistencia y lucha por la autonomía y autodeterminación.
La situación, y no es paradoja, de mayor vulnerabilidad, en torno a la actual pandemia de SARS-CoV-2, para las poblaciones indígenas no se encuentra en sus localidades sin hospitales, agua o gel antibacterial, sino precisamente en las metrópolis que centralizan el acceso a los derechos humanos y colectivos más básicos.
Las familias de cocineros, artesanos, artistas, vendedores ambulantes y trabajadores precarizados y sin acceso a derechos laborales, alejados de sus redes de apoyo y solidaridad comunitario. Comunidades a las que, cada vez más como en la India, el regreso se vislumbra impertinente, pues, sencillamente, la comunidad no quiere la entrada de nadie que estuviese en potencial contacto con el virus, ya sea éste habitante originario o no de la localidad.
Esta encrucijada entre la imposibilidad de vender su trabajo por el cada vez más generalizado confinamiento voluntario (México continúa en fase 2 de la pandemia, y no se espera se entre a la 3° hasta principios de mayo), la infactibilidad de regresas a sus comunidades y el hecho de no contar con un lugar al que se pueda denominar “casa” lo materializa la comunidad hñäñhöo (otomí según la denominación azteca-castellana) de Santiago Mexquititlán, Amealco-Querétaro.
130 familias que hasta el 19 de septiembre de 2018 habitaban el predio de la Calle “Roma”, número 18, en pleno centro de la Ciudad de México, corazón centralizado del país.
19 de septiembre de 2018, día en que fueron violentamente desalojados del predio en un ilegal operativo gubernamental y policial donde 200 elementos de represión participaron para dejar sin techo, agua o electricidad a más de 500 personas, la mayoría mujeres, adolescentes, niños y bebés.
[1] En su página de internet, el recién creado Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas, el mayor órgano gubernamental federal relativo a Pueblos Indígenas, sólo tiene como acciones contra el coronavirus en los pueblos indígenas la traducción a 10 idiomas (de las 68 que se hablan en el país) de carteles informativos para prevenir el contagio. Según se observa en la página, no habría alguna otra política para los pueblos originarios ante la pandemia.
[2] Una primordial fuente de ingresos para muchos pueblos indígenas en México son las remesas. Debido a la magnitud del daño de la pandemia en Estados Unidos, gran parte de los trabajadores migrantes en ese país han perdido sus empleos. Muchos se encuentran sin trabajo alguno y por ello han dejado de enviar dinero a sus familias.