La muerte de Madeleine Albright el miércoles ha ocasionado una abundante cantidad de elogios por parte del régimen político estadounidense y sus medios corporativos, glorificando el papel de la primera mujer Secretaria de Estado y encubriendo su estrecha relación con muchos de los peores crímenes imperialistas del siglo pasado y del actual.
La exsecretaria de Estado de EEUU, Madeleine Albright, centro, se informa sobre la situación durante su visita al puesto de guardia Ouelletle en la aldea fronteriza de Panmunjom, al norte de Seúl, el 22 de febrero de 1997. (AP Photo/Pool, File)
En el contexto de la actual campaña mundial de propaganda que EEUU y la OTAN lideran contra “los crímenes de guerra rusos en Ucrania”, celebrar el sangriento historial de Albright es una grotesca demostración de hipocresía. Albright fue una defensora y apologista de acciones muchísimo más brutales que cualquiera de las tomadas hasta ahora por Vladimir Putin en Ucrania.
Quizás el episodio más notorio de su criminal carrera se produjo en 1996, cuando en el programa de la CBS “60 Minutos” le preguntaron sobre la muerte de 500.000 niños iraquíes a causa de las severas sanciones económicas impuestas a ese país como parte de una estrategia destinada a socavar el régimen de Saddam Hussein. “Han muerto más niños en Irak que en Hiroshima”, subrayó la entrevistadora Lesley Stahl. “El precio valió la pena”, respondió Albright.
Cabe señalar que ninguno de los obituarios de admiración destinados a Albright que han aparecido en los medios corporativos mencionan ese infame comentario o el papel de Albright en la aplicación y promoción de una política cuyo resultado ha sido la muerte masiva de seres humanos.
La monstruosa cifra de niños iraquíes asesinados sería reiteradamente esgrimida por fundamentalistas islámicos como Osama bin Laden como motivo para abandonar la alianza establecida con Estados Unidos, durante la guerra de guerrillas respaldada por los estadounidenses contra las fuerzas militares soviéticas en Afganistán, y atacar a EEUU el 11 de septiembre. La masacre de niños perpetrada por EEUU se convirtió en sólida razón de Al Qaeda.
El infame comentario de Abright se tornó en ojo morado político para la administración Clinton cuando inició una campaña en los campus universitarios destinado a generar apoyo a los ataques aéreos estadounidenses contra Irak en febrero de 1998. Un trío de altos funcionarios de política exterior, el Secretario de Estado Albright, el Asesor de Seguridad Nacional, Sandy Berger y el secretario de Defensa, William Cohen, viajó a la Universidad Estatal de Ohio, donde se dirigieron a una audiencia numerosa y, eso pensaron, minuciosamente seleccionada.
Sin embargo, algunos disidentes desafiaron a Albright. Se le preguntó cómo podía justificar el apoyo estadounidense a dictadores como Suharto en Indonesia y la represión israelí de los palestinos y luego afirmar que se opone a Saddam Hussein en base a una supuesta preocupación por los derechos humanos. ¿No era simplemente un doble rasero, excusar los crímenes de EEUU y sus aliados mientras se enaltecen los objetivos de los EEUU?
Albright trató de derrotar a los críticos, preguntándoles, al más puro estilo macartista, por qué estaban tan preocupados por los derechos de Saddam Hussein. Fue abucheada por la multitud presente, que respondió airada a la desenmascarada e hipócrita política exterior estadounidense. Ese fue el final de la que se había denominado, por las iniciales de los funcionarios, la gira “ABC”. Este episodio, del que WSWS se hizo eco, tampoco se menciona en ningún obituario de Albright en los medios.
Albright se identifica, más estrechamente aún si cabe, con la política estadounidense aplicada a la ex Yugoslavia, que fue desmembrada bajo la presión del imperialismo alemán y estadounidense a partir de 1991, cuando Alemania reconoció las repúblicas separatistas de Eslovenia y Croacia, seguido por el reconocimiento alemán y estadounidense de la secesión de Bosnia.
Los serbios, grupo étnico más numeroso de Yugoslavia, se transformaron de la noche a la mañana en minorías perseguidas, particularmente en Croacia y Bosnia. Albright, entonces embajadora de EEUU ante las Naciones Unidas, fue ferviente defensora de la intervención de EEUU y la ONU en las diversas guerras civiles que estallaron en Yugoslavia. Inicialmente, no logró convencer a sus colegas de la Casa Blanca de Clinton y al Pentágono de que las fuerzas militares estadounidenses deberían desplegarse en la región, en particular su fuerza aérea.
En una notoria confrontación con el general Colin Powell, entonces presidente del Estado Mayor Conjunto, Albright le espetó: “¿De qué sirve tener este soberbio ejército del que siempre hablas si no podemos usarlo?”.
Finalmente, Estados Unidos intervino mediante ataques aéreos y sanciones económicas, lo que obligó al presidente yugoslavo Slobodan Milosevic y a los líderes serbobosnios a aceptar los Acuerdos de Dayton, una división tripartita de Bosnia en zonas dominadas por musulmanes, croatas y serbios, bajo la supervisión de un fuerza de mantenimiento de la paz de la ONU.
En 1997, en su segundo mandato presidencial, Clinton nombró a Albright Secretario de Estado. Tan ultraderechista y militarista era su historial que fue confirmada por una votación de 99 a 0 en el Senado, una votación unánime de ambos partidos que incluía a reaccionarios como Jesse Helms y Strom Thurmond y el archimilitarista John McCain.
Una de las principales prioridades de Albright fue la expansión de la OTAN, que admitió (1999) a tres ex miembros del bloque soviético, Polonia, Hungría y el lugar de nacimiento de Albright, la República Checa. Esta fue una descarada traición a los compromisos que Washington había contraído con Mikhail Gorbachev durante el desintegración de la Unión Soviética, es decir, que la OTAN no se expandiría al territorio del antiguo Pacto de Varsovia.
Cuando estalló una nueva crisis en Kosovo en 1999, con enfrentamientos entre albaneses y serbios, Albright encabezó una campaña de intervención militar, describiendo la lucha étnica como un genocidio dirigido por Milosevic, lo que resultó ser una tremenda falacia. En una conferencia en el Château de Rambouillet en Francia, intimidó a la delegación serbia con la amenaza de un bombardeo de EEUU y la OTAN, mientras presentaba un ultimátum que incluía aceptar la presencia de 30.000 soldados de la OTAN en cualquier parte de lo que quedaba de Yugoslavia, convirtiendo de facto al país en una colonia del imperialismo.
Cuando serbios y rusos se retiraron, Albright proclamó a los delegados albaneses —procedentes del Ejército de Liberación de Kosovo, un grupo de gánsteres vinculado al tráfico de drogas y sus órganos— como “luchadores por la libertad que merecen apoyo internacional”. En cuestión de días, comenzó una intensa campaña de bombardeos que duró 78 días y mató a miles de personas.
El daño infligido a las principales ciudades yugoslavas, en particular a la capital, Belgrado, se estimó más tarde en más de 30.000 millones de dólares, que incluían más de 20.000 hogares, muchos edificios gubernamentales, docenas de hospitales, ambulatorios y gran parte de la infraestructura básica del país: carreteras, puentes, instalaciones de tratamiento de agua y alcantarillado y aeropuertos.
Tanto en su salvajismo como en su descarada violación del derecho internacional, el ataque de Estados Unidos y la OTAN a Serbia se burla de las reaccionarias acusaciones lanzadas contra Putin, alegando que la operación militar rusa en Ucrania es una “violación sin precedentes de las normas internacionales que han prevalecido en Europa desde el final de la Segunda Guerra Mundial”.
Las potencias imperialistas desmembraron un país soberano, Yugoslavia, y redibujaron sus fronteras, reconociendo la independencia de Kosovo –históricamente parte de Serbia– y respaldando la expulsión forzosa de cientos de miles de serbios, primero de Croacia, luego de Bosnia y luego de Kosovo. El asalto militar no provocado a una importante ciudad europea no ha tenido lugar en Kiev en 2022, sino en Belgrado en 1999 (seguido por Donetsk en 2014, cuando las fuerzas ucranianas bombardearon a los secesionistas prorrusos).
No hay espacio ni tiempo suficiente para enumerar todos los crímenes vinculados a este “ícono feminista” del imperialismo estadounidense. Fue una firme defensora de sangrientos dictadores alineados con Estados Unidos, como Hosni Mubarak de Egipto y Suharto de Indonesia. Siendo embajadora en la ONU, vetó en nombre de Estados Unidos cualquier intervención externa destinada a detener el genocidio en Ruanda. Como Secretaria de Estado, abogó por la supremacía estadounidense a escala mundial y describió a Estados Unidos como “la nación indispensable” que debía ser paradigma y referente de todas las grandes empresas globales.
Albright fue el producto de una elitista política exterior bipartidista dedicada a la promoción de la dominación mundial del imperialismo estadounidense. Su padre, que abandonó Checoslovaquia tras la toma del poder estalinista, enseñó relaciones internacionales en la Universidad de Denver, donde uno de sus estudiantes graduados fue Condoleezza Rice, Consejera de Seguridad Nacional, más tarde Secretaria de Estado de George W. Bush y una de los principales arquitectos de la Guerra de Irak.
La propia Albright estudió en Wellesley y luego en la Universidad de Columbia, donde obtuvo su doctorado. bajo la tutela de Zbigniew Brzezinski en 1976. Cuando Brzezinski se convirtió en Asesor de Seguridad Nacional de Jimmy Carter en 1977, trajo a Albright con él al Consejo de Seguridad Nacional, donde ella era su enlace con el Congreso.
Sobradamente rica gracias a su matrimonio con el millonario Joseph Albright, fue una de las principales recaudadoras de fondos para el Partido Demócrata y ascendió en los círculos de política exterior demócrata, asesorando a Carter, a los entonces candidatos presidenciales Walter Mondale en 1984, Michael Dukakis en 1988 y Bill Clinton en 1992. Fue Clinton quien la nombró Embajadora ante la ONU en 1993 y Secretaria de Estado en 1997.
Tras dejar la Casa Blanca en 2001, Albright fundó Stonebridge Group, una firma de consultoría de gestión especializada en evaluaciones de riesgos en el extranjero, convirtiéndose en la madrina de una gran cantidad de agentes de política exterior para futuras administraciones demócratas. Como observó el columnista David Ignatius el jueves, “los protegidos de Albright nos rodean. Wendy Sherman, su devota colega durante décadas, es subsecretaria de Estado, y casi todos los miembros del equipo de política exterior de la administración Biden pueden rastrear su linaje hasta Albright”.
Aún más significativo, Albright se convirtió en presidenta del Instituto Nacional Democrático (NDI) en 2001, cargo que ocupó hasta su muerte. El NDI es un brazo del estado capitalista, financiado por la CIA para promover las fuerzas políticas proimperialistas y subvertir cualquier tendencia radical u opositora que pueda amenazar los intereses corporativos estadounidenses en países de todo el mundo.
Con esa potestad, Albright estuvo profundamente involucrada en todos los crímenes del aparato de inteligencia militar de EEUU en las dos primeras décadas del siglo XXI, desde Afganistán hasta Irak y Ucrania. La aclamación de su vida y obra por parte de los medios corporativos, y de políticos demócratas y republicanos por igual, es una demostración del consenso bipartidista de que todo vale, por antidemocrático y sangriento que sea, en defensa de las ganancias y los intereses globales de la aristocracia financiera estadounidense.