Nueva izquierda, ¿siempre otra vez?

El 26 de junio de 2002, con el asesinato de Darío Santillán y Maximilano Kosteki, el gobierno de Duhalde intentaba poner coto al proceso de ebullición popular y movilización social abierto en los años anteriores, que había tenido su punto más álgido en las jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001. Las dos fechas (20 de diciembre, 26 de junio) marcarían subjetivamente a varias generaciones militantes, como parte de una nueva izquierda a la que supimos pertenecer. Una izquierda “independiente”, a veces redefinida luego como “popular”, que se pensó heredera del 2001.  ¿Qué reivindicamos hoy de esa nueva izquierda? ¿Qué inventario hacemos de aquella experiencia a la luz del presente?

Por Facundo Nahuel Martín e Iván Horowicz.

Escribimos estas líneas entendiendo que la deriva mayoritaria de la nueva izquierda, esa que fue de la “izquierda independiente” a la “izquierda popular”, es una historia de fracasos. La historia de un proyecto que, en las coordenadas en la que creímos en él, no resultó. Cuando se concluye, al cabo de alguna reflexión, la equivocación, aparecen dos pulsiones contrarias. Por un lado, unx tiende a callarse la boca por un tiempo: dejar que otrxs, que se equivocaron menos, hagan sus planteos y desplieguen sus proyectos, acompañando lo que se pueda sin mayores pretensiones. Por otro lado, parece que unx tiene la responsabilidad de decir en qué piensa que se equivocó, aunque no sepa muy bien qué proponer enseguida. Algo de esa explicitación, de ese balance obligatorio, entonces, presentamos en este trabajo. Quienes escribimos pertenecemos, si se quiere, a generaciones distintas y venimos de trayectorias políticas distintas, pero que se identificaron y existieron dentro del mismo proceso de la nueva izquierda. Escribimos, entonces, para pensar en voz alta qué de esa historia conservamos y qué creemos oportuno descartar. No en cualquier contexto surgen izquierdas que se autoperciben como nuevas y su aparición, aun con límites, da cuenta de un rico y complejo proceso de producción política en un determinado contexto.

Recientemente salió a la luz 8 hipótesis sobre la nueva izquierda post 2001, y para ser sinceros, su lectura es parte de lo que nos motivó a realizar nuestro propio balance. El libro de Lisandro Silva Mariños, editado por Jacobin, es un valiente y riguroso intento de balance del “espacio político” otrora compartido. Pero no compartimos sus conclusiones. Aquí nuestro intento de mirar en el propio “espejo tan temido”. Un balance sobre un fracaso, creemos, se realiza en primer lugar, para hacer algo distinto a lo que se hizo y a lo que se viene haciendo. ¿Es necesaria, todavía, una nueva izquierda? Creemos que sí, pero que lo es bajo coordenadas que no hemos pensado hasta ahora. Vamos a presentar el balance, entonces, a partir de tres ejes clásicos: el sujeto, el partido, la estrategia.

Sujeto

Poco antes de suicidarse en 2016, Mark Fisher escribió la introducción a un libro que nunca iba a terminar, titulado “Comunismo ácido”. El texto presenta una tensión productiva con la característica melancolía de sus más conocidas reflexiones sobre el “realismo capitalista”. Fisher esboza tanto un balance de las izquierdas del siglo XX, como la propuesta de un proyecto político propio. Se remonta para eso a los años ‘60 y ‘70, tal vez las últimas décadas en las que el capitalismo apareció realmente amenazado por la conflictividad social tanto en el Norte como en el Sur global. El final fracaso de la izquierda y el triunfo del neoliberalismo, sostiene, tuvieron mucho que ver con la incapacidad política para articular mejor las pulsiones liberadoras de la contracultura con un proyecto anticapitalista definido en términos de clase. Fisher vindica algunos rasgos de las contraculturas de la segunda mitad del siglo XX, como el rechazo del trabajo, la crítica a la mercantilización de la vida y la disputa por formas novedosas de la subjetividad y el deseo.

La nueva izquierda, y en esto coinciden la “izquierda del 2001” con la de los años ‘60, se caracteriza por el intento de ampliar los márgenes de la lucha anticapitalista, integrando perspectivas feministas, ambientalistas, antirracistas, decoloniales en un proyecto socialista ampliado. La nueva izquierda asume un “sujeto plural”, atravesado por la acumulación de capital y sus formas sociales concomitantes, el valor, la mercancía y el Estado, pero más amplio que el movimiento obrero. Se busca construir un sujeto antagonista que incluye, pero que también excede a la lucha contra la explotación de clase, poniendo en el centro la más amplia oposición entre el capital y la sostenibilidad de la vida, por usar la expresión de la economía feminista y el ambientalismo. La premisa es que el valor como relación social atenta contra las  condiciones de una vida deseable.

Cualquier forma de nueva izquierda se opone por el vértice al marxismo conservador. El marxismo conservador, que hoy intenta resucitarse en nombre del “anti-progresismo” a la moda, desconfía de los movimientos sociales, en sentido amplio, a los que ve como distracciones de las lucha de clases “verdadera”. Para el marxismo conservador, las formas de conflictividad social no centradas inmediatamente en el salario y la pobreza son causas, y no formas de manifestación, de la fragmentación social en el capitalismo neoliberal. Este marxismo trata al ambientalismo y al feminismo, por nombrar solo dos ejemplos, como formas de la falsa conciencia por parte de la clase obrera; infiltraciones pequeñoburguesas que desvían del “real” debate de clase.

Contra el marxismo conservador, la nueva izquierda se vindica ambientalista, feminista, queer, antiimperialista y a veces también decolonial. Por un lado, la nueva izquierda surge de una caracterización más amplia del capitalismo, cuyas dinámicas sociales objetivas se expanden por todo el cuerpo social y exceden la extracción de plusvalía en sentido acotado. Cuando dice “capitalismo”, la nueva izquierda piensa también en la reproducción feminizada de la fuerza de trabajo, con sus patrones familiares heteronormativos; piensa en las economías basadas en la renta, la extracción de recursos y la mercantilización de los bienes comunes, que asolan a América Latina; piensa en las contradicciones entre la reproducción ampliada del capital y la autodeterminación democrática de la sociedad, etc. En otras palabras, este proyecto de izquierdas trata de vindicar para sí las perspectivas de los “movimientos sociales”, incluyéndolos en un programa político socialista. Solo con esta ampliación de la agenda es posible construir un socialismo efectivamente emancipatorio, que esté a la altura de las formas subjetivas y objetivas de la modernidad capitalista de nuestro tiempo.

Claro que, en oposición al marxismo conservador, están quienes han promulgado un abandono de la clase en pos de una política reformista de los movimientos sociales. Este proyecto, en las últimas décadas, llevó a un “neoliberalismo progresista” (Nancy Fraser) meritocrático, blanco y elitista. El neoliberalismo progresista, al igual que el marxismo conservador, separa lo económico de lo “meramente cultural”, para dejar intacto al capitalismo y buscar políticas de inclusión subalterna de los grupos sociales excluidos en un marco de acumulación de capital ampliada. Propugna un “reformismo sin clase trabajadora” que hoy, ante la crisis del capital, aparece como indeseable para los sectores populares y objetivamente inviable.

Desde nuestro punto de vista, es importante seguir vindicando el proyecto de una nueva izquierda en ese sentido que, ampliamente, remite a Fisher. Contra el marxismo conservador y el neoliberalismo progresista, vindicamos una nueva izquierda que vincule las demandas de autonomía y transformación de la identidad de los movimientos sociales con una firme perspectiva de clase que exprese el rechazo fundamental al capitalismo como una forma distorsionada de metabolismo social.

Aquí es necesario vindicar un balance positivo respecto a lo que significó en los 2000 el surgimiento de la nueva izquierda. Parte de la ampliación dialógica y de la apertura teórica que hoy manejan, por ejemplo, algunos partidos del FITU, puede leerse como consecuencia de la aparición de una izquierda que se propuso renovar -tanto política como teóricamente- algunas de las categorías centrales del corpus marxista. Especialmente, la de la clase.

Partido

Decir nueva izquierda quiere decir, también, izquierda libertaria, autónoma, anti-autoritaria.  Se trata de una izquierda que apuesta a la auto-actividad de lxs oprimidxs como centro de la transformación de la sociedad. En este punto, vindicar la nueva izquierda nos parece la mejor manera de hacernos cargo de la catástrofe del siglo XX. La mayoría de las experiencias históricas construidas en nombre del marxismo y el socialismo en el siglo pasado terminaron en desastres totalitarios, lejos de toda forma de emancipación social. Los “socialismos realmente existentes” combinaron, por lo general, el culto a la modernización y el productivismo con el autoritarismo político. La apuesta por una nueva izquierda surge del rechazo de los proyectos de socialismo en un solo país que buscan insertarse en el mercado mundial regido por el capitalismo, proyectos que inevitablemente conducen a restituir la dominación de clase (poco importa que llamemos a esto “capitalismo de Estado” o no). Esos no son, y no deberían ser, los modelos del socialismo para el presente por varios motivos.

Aunque no sea este el punto central de nuestro trabajo, digamos sencillamente el más obvio de ellos. El contexto internacional que se le presenta a nuestra generación lejos está de la incorporación de amplios territorios del mundo a las relaciones sociales de producción capitalistas. No nos toca discutir, como les tocaba discutir a lxs socialistas de los siglos XX y XIX, qué hacer respecto al incipiente desarrollo del capitalismo en amplias partes del mundo, y cuál es la relación de dicho proceso con un proyecto socialista.

Con todo esto dicho, creemos que el problema del partido sigue siendo un punto pendiente  en la nueva izquierda. Es un error atribuir a la “forma partido” todos los males de las derivas autoritarias de las izquierdas del siglo XX. El partido es, simplemente, la forma política de quienes se organizan deliberadamente para transformar la sociedad siguiendo una orientación común, un programa. Los grandes proyectos de sociedad no surgen, habitualmente, de la vida cotidiana de lxs oprimidxs, aunque necesitan enraizarse en ella para tener realidad y calado. Ni los movimientos sociales, ni los sindicatos obreros, por sí mismos, dibujan inmediatamente grandes horizontes de sociedad alternativos, ni mucho menos programas definidos para alcanzarlos. O mejor: normalmente, movimientos y sindicatos son agrupamientos amplios y transversales en los que conviven (y es saludable que lo hagan) varios proyectos de sociedad, algunos más reformistas, otros más revolucionarios, todos con sus diferencias de programa. Las tareas o funciones de partido no se disuelven sin más en la espontaneidad popular.

La discusión del partido tampoco se agota en el centralismo democrático y en el partido de cuadros. La pregunta política por la forma organizativa consiste en situar en contexto la mejor manera de darle forma organizativa a la clase trabajadora, y aquí corresponde también una reivindicación crítica de la novedad introducida por la nueva izquierda frente al esquema dogmático con el que la izquierda tradicional aborda el problema.

Un balance honesto respecto a la cuestión lleva a pensar la necesidad de una forma organizativa que permita canalizar la lucha de clases (en el más amplio sentido) hacia la construcción de un proyecto de sociedad alternativa global y radical. Es decir, en cierto momento del camino que va de clase “en sí” a clase “para sí”, se vuelve necesaria una forma organizativa que permita que el antagonismo social no sea metabolizado dentro del movimiento mismo de las relaciones sociales de producción capitalistas.

Esa forma organizativa es a lo que nosotros llamamos partido. Pero no tenemos claro cómo se realizaría en este momento histórico. Las organizaciones políticas surgen de la subjetividad activa, pero a la vez no se decretan sin más. Tampoco se resuelve el problema siguiendo dogmáticamente las conclusiones del planteo leninista (centralismo democrático y partido de cuadros), sino que en todo caso puede abordarse prestando atención al método con el que Lenin llegó a dichas conclusiones. Vuelve a ser clave, para la discusión de la forma organizativa, una buena caracterización política y sociológica sobre la clase trabajadora. En ese sentido, pensamos que aportes como los de Adrián Piva respecto al surgimiento de una clase trabajadora fragmentada en relación con los modos de acumulación son necesarios y relevantes.

Desde nuestra perspectiva, el “partido único” como organización monolítica se debe traducir hacia la idea de Bensaïd de partidos -en plural- que conformarían al “partido lxs oprimidxs” en sentido histórico a partir de una articulación política. Ahora bien, por más relevantes y necesarias que sean dichos aportes, todavía no hemos logrado encontrar la forma organizativa de nuestros tiempos y/o solo podemos imaginarla parcialmente. Sea esto porque todavía no están dadas las posibilidades históricas para su surgimiento concreto en el proceso de la lucha de clases, porque no hemos logrado resolver el problema políticamente o simplemente por limitaciones intelectuales de quienes escribimos. La clase (y la fragmentación de la clase) se presentan como problemas infranqueables para la constitución del partido.

Un balance de la nueva izquierda post 2001 debiera dar cuenta de cómo muchas de las organizaciones que integraban el espectro han pasado del autonomismo horizontalista al institucionalismo casi sin mediaciones. Esto no puede explicarse con el poco útil concepto de “traición” -ampliamente utilizado en el corpus marxista del siglo XX- ni únicamente bajo la premisa de una capitulación pólitica. Como desarrollaremos enseguida, lo que no es problematizado y abordado explícitamente por el pensamiento de izquierdas, aquello que cada vez ignoramos, queda vacante para el desarrollo subrepticio de la lógica del capital, que puede tomar la forma de la política misma. Y fue la dinámica política misma la que traccionó a muchas organizaciones a elegir entre integrarse al estado, institucionalizarse o desaparecer.  Es por eso que no pueden escindirse, en la historia del “espacio” de la nueva izquierda, un momento autonomista -acertado y deseable- y un momento institucionalista final -negativo y repudiable. Más bien, hay rasgos comunes en ambas fases históricas del derrotero del espacio político (por ejemplo, la habitual -no unánime- apuesta al movimientismo como forma organizativa), que nos muestran aquello que no fuimos capaces de pensar sobre nuestra propia experiencia.

La aparición de una izquierda con una reivindicación explícita de la acción directa y de la democracia de base post 2001 respondía, en parte, a la ineficacia que estaban teniendo los planteos de izquierda tradicionales de la época a la hora de intervenir dentro de los movimientos políticos y sociales. Centrada en la “conducción” -en una clave leninista- de la política y de los movimientos antes que en la construcción de la auto-actividad de lxs oprimidxs, la izquierda “tradicional” se había demostrado poco capaz de intervenir eficazmente durante los años 90. Ese enfoque iba a cambiar -tanto para la izquierda existente antes del 2001 como para la nueva izquierda- a partir del proceso político del 2001 en sí mismo. En ese sentido, el momento “autonomista” de la nueva izquierda se corresponde también con la necesidad de la clase trabajadora que, de cara a desarrollar una contraofensiva al proceso de ajuste de los 90, necesitaba contar con otras estructuras militantes eficaces y amplias. El nivel de movilización/desmovilización de la clase trabajadora condiciona y permite el nivel de democratización de las organizaciones de la clase trabajadora, antes que a la inversa. Esto nos sugiere que, por más que la democracia interna y la necesidad de pensar “desde abajo” sean horizontes vindicables, nuestra aproximación al problema del partido debe incluirlos y trascenderlos. Dicho esto, veamos ahora, con más detalle, la problemática relación entre Estado y nueva izquierda.

Estado

Como sugeríamos antes, La nueva izquierda transitó dos formas fundamentales de pensar los problemas del poder, el Estado y la transición. En la primera fase, ampliamente marcada por el impacto del alzamiento zapatista de 1994, la nueva izquierda fue generalmente anti-estatalista y autónoma -el momento autonomista que describíamos en el apartado anterior-. Después, a partir del surgimiento de los “gobiernos populares”, nuestras referencias se desplazaron: del zapatismo al “socialismo del siglo XXI”, de la autonomía y el consejismo al populismo de izquierdas, de la “izquierda independiente de los partidos y sindicatos” a la “izquierda popular”, del anti-estatalismo sectario al estatalismo pragmático. Aquí están presentes, desde nuestro punto de vista, las mayores limitaciones de nuestra experiencia política. Y es que dichas limitaciones aparecen en ambas fases de nuestra experiencia política, que son solo dos formas contrapuestas de expresar el mismo problema no resuelto.

El giro al “socialismo del siglo XXI”,  en parte, nació de la frustración que provocó una izquierda que se quería autónoma del Estado ante experiencias de gobiernos progresistas capaces de incorporar parcialmente demandas populares en sus agendas. El ciclo progresista tuvo por virtud, entonces, obligarnos a afinar el lápiz estratégico, a proponer perspectivas de poder y a poner en discusión nuestros horizontes más unilateralmente consejistas de antaño.

Pensamos que no es posible ni deseable “volver a los orígenes”, ni proponer un revival de la izquierda autónoma de hace 20 años. Pero tampoco es posible ni deseable seguir apostando a la radicalización de los gobiernos populares en su segunda ola. Se impone, entonces, repensar la estrategia, aunque de momento podemos ofrecer solo la pars destruens del argumento. Es decir, tenemos suficiente para señalar la ineficacia de la estrategia anterior, pero no lo necesario como para proponer un horizonte superador.

Es evidente que no hubo un solo caso exitoso de radicalización socialista de los gobiernos populares, y no parece que vaya a haberlo en el ciclo actual, que más bien se caracteriza por la moderación progresista en medio de la crisis del capital. Cuando la nueva izquierda analiza esta situación, por lo general, peca de excesivo subjetivismo. Es decir, de un politicismo que siempre concibe la posibilidad de “escenarios abiertos” que no están del todo resueltos. Esto se plasma en que los análisis en términos de correlación de fuerzas omiten el ciclo del capital.

La perspectiva implícita en los análisis subjetivistas es que un gobierno popular progresivo puede entrar en una “dialéctica virtuosa” con la movilización social, generando un proceso espiralado de acumulación de reformas que vaya arrinconando a las clases dominantes y que permita, a la vez, que los sectores populares se organicen cada vez con mayor radicalidad y fuerza. En sus versiones más lúcidas, ese proceso espiralado deberá eventualmente resolverse en un enfrentamiento de clases abierto (reacción de la burguesía, necesidad de responder a intentos golpistas). En sus versiones más ingenuas, parece poner en suspenso el problema de la prueba de fuerzas con la clase capitalista, y en cambio confiar en que con una combinación de movimientos sociales dinámicos y gobiernos populares, es posible “ir avanzando” hacia transformaciones superadoras. Aquí calzan a la perfección los aportes laclausianos respecto a la concepción del socialismo como una radicalización de la democracia, de los que buena parte de las organizaciones resultantes de la nueva izquierda hoy son, incluso con  desconocimiento de causa, deudoras.

Pero tanto en la lectura del enfrentamiento abierto entre clases como en la laclausiana, la política estatal se reduce a una correlación de fuerzas entre clases. Ambas políticas ignoran, por lo tanto, que la agencia estatal está enmarcada y constreñida objetivamente por la acumulación de capital, que es su condición de posibilidad. Efectivamente, el Estado moderno expresa en sus formas políticas la relación entre el capital y el trabajo. Pero no lo hace en un espacio vacío donde solo existen factores subjetivos. Lo hace en el espacio saturado, sobredeterminado, del ciclo económico. Los gobiernos populares, para sostener Estados ampliados que incorporan demandas sociales, necesitan que la acumulación funcione en sus territorios, y que lo haga a tasas elevadas. Si el ciclo del capital se bloquea o enfrenta dificultades, los propios gobiernos populares pierden solvencia social (pérdida de legitimidad por el descalabro económico) y fiscal (incapacidad de sostener un Estado ampliado sin acumulación de capital). Es por eso que, luego del prodigioso ciclo de alza de precios de los commodities, comenzó lo que la izquierda popular caracterizaba como un ciclo de retroceso.

Lo que queremos señalar es que los gobiernos populares, en el mejor de los casos, son más antiburgueses que anticapitalistas. Son resistidos, odiados incluso, por las clases dominantes. Pero tienen en la acumulación de capital su precondición objetiva. Anhelan el capital, las inversiones, el ingreso de divisas, etc. Toda política de incorporación de demandas populares en el marco del capitalismo enfrenta, al final, los límites objetivos de la lógica política, por decirlo con Adrián Piva. Dichos límites se expresan en las dificultades de los gobiernos para proseguir con sus agendas inclusivas o redistributivas ante la crisis capitalista. Se expresan también en su perfil extractivista, y en su tendencia a perder legitimidad social cuando la acumulación falla. La (re)lectura del leninismo en una clave neodesarrollista por parte de García Linera, por ejemplo, es un ejemplo concreto del límite extractivista. Es decir, de cómo puede subordinarse a la ideología de izquierda al peso ciego, inescrutable políticamente, de la acumulación de capital.

Los gobiernos populares, entonces, montan su dinámica temporal de ampliación de derechos sobre la dinámica temporal de la reproducción ampliada del capital. Solo cuando esta dinámica funciona, tienen margen objetivo para avanzar en sus proyectos redistributivos. Cuando la ampliación de derechos no está montada sobre la reproducción ampliada del capital es cuando, por dar un ejemplo, el kirchnerismo del ciclo anterior se vuelve impracticable y el la moderación del “albertismo” actual resulta inevitable.

Mientras resulta posible la reproducción ampliada del capital vemos que las clases dominantes despotrican contra el “populismo”, pero que la inversión y el extractivismo prosiguen. Cuando el ciclo del capital deja de acompañar, los gobiernos populares se quedan sin ese margen objetivo para la política de inclusión de demandas, y se ven forzados a volverse “progresismos ajustadores” por el peso ciego del ciclo del capital. Los gobiernos populares no proveen los marcos estatales para la “acumulación de fuerzas” de lxs oprimidxs. Son gobiernos redistributivos mientras hay caja para repartir, y gobiernos tímidamente progresistas y objetivamente ajustadores, cuando no la hay. A esto se suma que hoy, pareciera que lejos estamos de que vaya a haber caja para repartir.

Hoy enfrentamos la más profunda, larga y masiva crisis del capitalismo de los últimos 50 años. El capitalismo neoliberal, como lo conocimos, con sus patrones de poder mundial, sus formas de reproducción social y sus lógicas de generación de valor, está en una crisis prolongada sin salida a la vista. En ese contexto, no parece haber demasiadas posibilidades objetivas de que un gobierno popular, en un país periférico, dé curso a un ciclo de ampliación de demandas sostenido y espiralado. Ante el horizonte de la crisis, los gobiernos populares están condenados a ser normalizadores en términos sociales y ecocidas en términos ambientales.

No vemos, entonces, muchas posibilidades de que un gobierno popular, con o sin irrupción de masas, con o sin movimientos sociales autónomos y vigorosos, provea el marco estatal para una transición socialista, o siquiera para un proyecto populista que no sea de ajuste. Ese bloqueo objetivo es, creemos, lo que delimita las posibilidades reales de los gobiernos populares, que parecen tener que elegir entre la moderación progresista y la catástrofe social completa, pero no parecen enfrentarse a ventanas reales de radicalización potencial. ¿Qué política proponemos a cambio? Como adelantamos, no lo sabemos. Nos limitamos a expresar en qué creemos que nos equivocamos la última vez, con toda la honestidad de la que somos capaces. El fracaso de la nueva izquierda en su deriva “popular” es, repetimos, nuestro fracaso. Vendrán otros tiempos para nuevas, y mejores elaboraciones propositivas. Nos limitaremos, por ahora, a aventurar dos coordenadas básicas para el futuro. Necesitamos asumir el horizonte de la crisis, contra todo intento de “acumular fuerzas en un marco de normalidad capitalista”, y los desafíos de la oposición de izquierdas, contra toda ilusión de “acumulación de fuerzas en un marco policlasista”. La crisis multidimensional del capital, la imposibilidad de restituir una normalidad en el metabolismo social gobernado por la acumulación, es nuestra condición objetiva. Convertir esa condición objetiva en ocasión para levantar una subjetividad antagonista abierta y plural, pero estrictamente delimitada en términos de clase, es el desafío de nuestro presente.


Fuente: https://www.corrientemarabunta.org/2022/06/21/nueva-izquierda-siempre-otra-vez/

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