La batalla de los colores
Por Alfredo Grande
(APe) 05 Agosto 2022
Cuando la tierra pierde toda dignidad, cuando ni siquiera puede verse el horizonte porque siempre se aleja el amor y la ternura, entonces esa tierra pierde hasta el nombre. No es un desierto a conquistar. Es un páramo a olvidar. Cuando el tiempo se medía en días, meses, años, seguramente ese nombre se repetía, aunque fuera muy de vez en cuando. Hasta que hubo electricidad, en alguna computadora reciclada del basurero permitía leer algunas noticias de las tierras que todavía eran dignas. Hoy, en las tierras sin nombre, nadie recuerda eso.
Desapareció el pasado porque la memoria resultó ser la peor compañía para el espanto. Y desapareció el futuro porque el sol dejó de aparecer y entonces sólo un presente continuo de negro y de grises marcaba diferentes formas del mismo continuo y eterno presente. Humo permanente de incendios que se reproducían y apagaban en forma permanente. Gases tóxicos que se generaban lejos, pero vientos y brisas letales, especialmente en las superficies, que toda vida arrebataba. En las tierras sin dignidad los peligros siempre estaban a ras del suelo, con lo cual caminar era suicidio.
En los tiempos que ninguna memoria registra, se popularizaron imágenes que un dron tomara de humanos animalizados que intentaban recolectar alimentos. Los más afortunados encontraban inmensos basurales que fueron fabricados por inmensos camiones que llevaban volquetes. Terminaron siendo la casta de los recolectores. La idea, el concepto de basura dejó de referirse a lo inservible y pasó a ser garantía de supervivencia. En las tierras sin dignidad a nadie le importaba vivir de la basura. Solo importaba vivir. Sobre o sub vivir. Pero vivir.
Al desaparecer el día y la noche, la alimentación era ocasional y absolutamente al azar. Las brújulas y las linternas se extinguieron al igual que la alegría y las sonrisas. Los tiempos de las tierras sin dignidad eran continuos, sin intervalos, sin pausas, sin descansos. Las imágenes de ese dron fueron estudiadas por los más importantes y sofisticados privilegiados de las tierras con dignidad.
La hipótesis que tuvo mayor aceptación fue que la desechada teoría de Lamarck sobre la herencia de los caracteres adquiridos podría finalmente aceptarse como valedera. El dron captó imágenes animadas que fueron clasificadas como del género “homo”, o sea humano, pero del orden “rodentia”, o sea roedores.
En las tierras sin dignidad se habrían creado unas criaturas que aun podían rotularse como “homínidos” pero con todos los hábitos de los roedores. Bizantinos debates sobre si la función hace al órgano, la eterna tensión entre determinismo y libre albedrío, hasta poner en duda la sabiduría de la naturaleza. El libro más popular en esos lejanísimos tiempos fue “Naturaleza o la sabiduría bizarra”. Quizá como una señal de bizarrismos, la autoría nunca llegó a conocerse y no pocos plantearon que el libro en realidad nunca fue escrito.
Llegó a postularse que la teoría devino una ampliación, por cierto, malograda, de la expresión de un popular maníaco de pelucón salvaje que dijo con cuidada seriedad: “hay que eliminarlos como ratas”. Totalmente conjetural. No quedó registro alguno quedó para tener, aunque sea, una mínima certeza de esos dichos.
Un enjambre de niños y niñas se arrastran por el suelo áspero y seco. Es como el cuerpo a tierra. Más bien es un cuerpo tierra. Casi imposible separar el cuerpo de esa tierra. Tierra estéril, quemada, intoxicada, arrasada, que apenas permite sostener vidas enterradas. Se actualizan las imágenes del dron que permitió desarrollar la hipótesis del “homo rodentia” El enjambre reptaba no sabiendo bien que buscaba, y no entendiendo tampoco que encontraba. Separarse incluso centímetros del suelo es un peligro mortal.
Todavía quedan registros en los cuerpos de las máquinas con navajas que cortaban lo que encontraban. Cuerpos mutilados se desangraban durante el tiempo del dolor y la agonía. La memoria quedó incrustada en los cuerpos y ya nadie levantaba la cabeza.
El enjambre chocó, embistió, lo que no pareció roca, porque era más blando, ni una máquina con navajas, porque nadie estaba herido. Algo olvidado, que por destinos que nunca serán entendidos, todavía palpitaba algo del calor, algo del vigor, algo del sabor de lo que alguna vez se llamó vida.
En la tierra que perdió la dignidad era un encuentro imposible, nada podía ser recuperado, nada podía ser inventado. Cuando el enjambre se acercó lo suficiente, una voz que no era un aullido, ni un grito, ni un alarido, quebró los sonidos del silencio. “Finalmente han llegado”. Cuando en la eternidad nadie habla, en la eternidad nadie escucha. En las tierras sin dignidad, las eternidades y los segundos duran lo mismo.
“He visto un arco iris”. Los integrantes del enjambre, que podían ser 5, 20, 100, se miraron a través de ese vidrio esmerilado que es la niebla permanente. Arco iris. ¿Qué sería el arco iris? “Colores con el fondo azul del cielo” pudo escucharse con cierto esfuerzo. ¿Qué son los colores, que es el azul, que es el cielo? “Sin colores todos somos ciegos” El enjambre lo siguió hasta algo que parecía una caverna blanda. Como refugio no parecía seguro. Pero la tierra era menos áspera y no raspaba tanto. ¿Era tierra? ¿Era una caverna?
En un segundo, en unos meses, en unos años, el enjambre encontró enormes recipientes. Nunca supo el enjambre que habían encontrado los colores primarios: el rojo, el amarillo y el azul. Cuando el cuerpo encontrado dejó de hablar, dejó de moverse, decidieron colorearlo. Después todos los integrantes del enjambre empezamos a pintarse frenéticamente. Se pararon, aun torpemente, y esa caverna confortable fue el primer arco iris de interior. Pero en ese lugar empezó todo. Nadie lo supo hasta minutos, horas, meses. Quizá más. Pero ya nunca más importó.
El tiempo volvió a ser importante. Poder caminar mirando hacia arriba también. Alguien recuperó unas letras borroneadas: “Y esta colonia que nos han sido. Y esta herida triste que han hecho de la vida. Y este gris de intemperie interminable. Y este ser silencio. Y estas servidumbres. Y este andar de mal decir a mal en peor. Y estas ganas de creer que no es cierto, que no nos han vendido, que no nos han vencido(1)“. Y algunos enjambres, sin darse cuenta de lo que era exactamente lo que hacían, empezaron a cultivar una nueva dignidad para la tierra. La batalla de los colores había comenzado.
(1)Fragmento de “Por suerte” de Gerardo Cirianni
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enviado por redlatinasinfronteras.sur@gmail.com