EL FENÓMENO MILEI O LA APOTEOSIS DE LA INMOLACIÓN NACIONAL
Por Rafael Bautista S.
El 11 de septiembre del 2001, el mundo entero presenció algo que iba a marcar, en lo sucesivo, el carácter apocalíptico del nuevo siglo; la opinión pública era sorprendida en su ingenuidad, porque se trataba, en realidad, de una demolición planificada, necesaria para desatar un poder capaz de demoler, no sólo su propio universo simbólico, sino las propias coordenadas morales del bien y del mal.
Sólo de ese modo se podía impulsar una nueva cruzada religiosa contra todos los pueblos que no encajen dentro de la definición imperial de humanidad. El relato de “lucha contra el terrorismo”, reafirmaba el fundamentalismo ontológico del diseño geopolítico imperial centro-periferia y aseguraba teológicamente el “orden unipolar” (la tierra prometida del puritanismo yanqui como el único mundo posible). El Imperio tomaba consciencia de que, condición de su estabilidad, era la desestabilización de todo; por ello debía pasarse, de la guerra informática a la guerra cognitiva y, mediante ello, diseminar una confusión, de tal magnitud, que podía extenderse al propio anti-imperialismo remanente.
La vigencia del “orden unipolar” necesitaba desestabilizar al mundo, ya no eventualmente sino permanentemente; no sólo por la creciente escasez de los recursos sino, sobre todo, por la aparición de las potencias emergentes. Declararle la guerra al mundo ya no sólo retrataba el acento dramático de la geopolítica imperial sino su fetichizada ontología: el ser es, el no ser no es, o sea, Occidente es el ser, el resto del mundo no puede ser. Por eso el mundo no puede compartirse: para que haya Imperio, el mundo debe ser unipolar. Ese es el fundamento ontológico del racismo, que se constituye en el encubierto criterio clasificador de la antropología moderna; pues desde allí se decide quién tiene derechos y quién no, es decir, quién merece vivir y quién no.
El repuesto fascismo global se hace portavoz de esa antropología restringida del Occidente moderno y es el articulador de la base social de reclutamiento que precisa la ideología imperial –re-armando sus valores, creencias y prejuicios– para hacer imposible un mundo multipolar. Por eso en los ámbitos periféricos aparecen fenómenos producidos mediáticamente que, al ser apenas fenómenos, no se explican por sí mismos, sino por la indecible disputa civilizatoria que, la propia desesperación imperial devela, como esencial, en la crisis global multiplicada que atraviesa este nuevo siglo.
En ese sentido, lo que manifiesta el fenómeno Milei es la radicalización de la resistencia imperial –traducida como resistencia oligárquica en los ámbitos periféricos– a otro tipo de mundo que no sea el mundo unipolar moderno-occidental, aunque esa resistencia signifique la propia inmolación nacional; pues ante la ya caducidad histórico-política del Estado-nación, el globalismo neoliberal viene imponiendo una gobernanza mundial que proscribe todo derecho nacional e internacional, es decir, la anulación de toda soberanía posible.
Pero no se trata sólo del fin de ese eufemismo llamado Estado de derecho sino de la idea de mundo que la modernidad había producido. El Estado moderno-liberal nunca había dejado de ser el Leviatán de Hobbes y, ahora, en plena decadencia, expone los acentos ensoberbecidos de la ideología liberal hecho neoliberalismo, o sea, liberalismo al desnudo; cuya descripción sintética lo hizo precisamente una líder neoliberal, como Margaret Thatcher, cuando decía: “la sociedad no existe, sólo los individuos”.
Precisamente, la lógica del mercado se desarrolla por la beligerancia de individuos que compiten entre sí; la dinámica de esta competencia activa su expansión ilimitada, donde todos los factores son comprometidos en una lucha sin fin. El triunfo de uno es la muerte de todos, o sea, del mundo. Por eso, para el individuo liberal, desprendido de toda pertenencia y compromiso con algo que no sea su propio interés particular, el mundo y la humanidad dejan de tener consistencia real y aparecen sólo como mediaciones de su propio cálculo de utilidades o intereses. Por eso la exaltación del liberalismo que hace Milei no es gratuita. En ella se expresa la ontología imperial del Uno constituido en centro geopolítico y antropológico.
El verdadero resentimiento que los ricos le atribuyen a los pobres es, en realidad, la inquina aristocrática contra el atrevimiento de alterar ese pretendido orden divino imperial. Desde allí se manifiesta el racismo metafísico moderno que, como colonialidad subjetivada, escupe a los cielos su desprecio al humanismo del otro hombre. En tal sentido, el liberalismo se constituye en la ideología práctica del individuo moderno que, aun sin ser un empresario capitalista, profesa la misma religiosidad burguesa que sostiene a la cosmogonía imperial. Desde ella se auto-comprende un ego que, aun siendo pobre, no cree en la igualdad humana y, en consecuencia, su horizonte de expectativas tiene a la desigualdad como fundamento de sus apuestas políticas.
Muchos creen que el fenómeno Milei se explica por el desencanto y hasta la repugnancia que inspira la política en general, pero no toman en cuenta que eso es apenas la consecuencia concurrente de la propia política imperial diseñada para corromper, despolitizar y, en definitiva, desmovilizar a los pueblos. La orfandad del movimiento popular es ahora un fenómeno político que tiende a agravarse con la provocada y sistemática disolución de los Estados.
El diseminado “caos constructivo” (que, a nombre de “revolución”, promueven las guerras de cuarta generación) está diseñado precisamente para dilatar indefinidamente toda reconstrucción, de tal modo que, como en el mito de Sísifo, una reconstrucción sin fin constituya la objetivación del sinsentido existencial de la condición humana actual. El ver cómo se desmoronan continua y trágicamente los proyectos vitales, deja a la lucha popular sin el óptimo social necesario para reencauzar sus propias apuestas políticas.
Mientras la derecha se inclina por la opción fascista, la aun llamada izquierda no sabe cómo definirse en esta nueva escenografía global, que ya no puede abordarse desde las categorías pueriles que redujeron ostensiblemente las coordenadas de su propia ubicación ideológica. El desarme del bloque popular es hasta moral cuando sus propias representaciones políticas no saben sino adecuarse al lenguaje y al vocabulario hegemónico que, siendo ahora propiedad mediática, los recluye en una crónica hemiplejía argumentativa.
El modo cómo se manifiesta la crisis civilizatoria es geopolítica. Si se ha puesto hasta de moda este tipo de análisis es porque un mundo es producto de un diseño y, si ese diseño ya no funciona, entonces se hace necesario establecer un modelo hermenéutico que describa las causas de esa caducidad y su inviabilidad para, de ese modo, poder establecer las condiciones posibles de restablecimiento o rediseño del mundo. En ese sentido, resultan llamativos los análisis de los eméritos estrategas de los think tanks imperiales, que advierten del carácter suicida que ahora emprende Washington, cuando no se dan cuenta que la lógica imperial iba a enfrentarse fatídicamente, por su propio carácter exponencial, a los límites reales de sus propias pretensiones.
Ese carácter suicida es el que ahora se destaca en la beligerancia política que adoptan las oligarquías y que, en el caso argentino, sobresale morbosamente cuando se aprecian las consecuencias que desataría el fin de toda praxis democrática por medios, también, “democráticos”. Todo lo que Milei plantea no es nuevo sino la misma demonización antiestatal que promovió el neoliberalismo para imponerse en nuestros países y destruir la soberanía relativa que hacía, por lo menos posible, algunas de las funciones esenciales del llamado Estado de bienestar (un logro relativo de los gobiernos “progres”). La exagerada culpabilización del Estado se radicaliza, cuando es el propio Estado de bienestar, que recompuso a una Europa en ruinas, por ejemplo, o reconstruyó la economía gringa post depresión, el enemigo a aniquilar.
Esta radicalización se expresa mejor y más claramente en los súbditos imperiales. Cuando Milei señala como una aberración el que las necesidades promuevan derechos, expresa de modo desnudo la agenda encubierta de los globalistas que promueven la reducción de la población mundial (parte sustancial de la agenda 2030). Pero esa agenda no sólo está diseñada para deshacerse de los pobres periféricos sino hasta de la clase media mundial, cuya misión burocrática, en la clasificación social del capital, ahora puede ser reemplazada por la inteligencia artificial.
Eso supone una política de exclusión como nunca antes vista y que enfrentaría inevitablemente una respuesta social también sin precedentes. Si todo se trata de sobrevivir, a como dé lugar, el reseteo cognitivo que ya se operó a nivel global, por medio de la plan-demia, tuvo como objetivo privarle a la humanidad de su capacidad racional de respuesta a situaciones críticas.
La anulación prometida de Milei de una considerable cantidad de carteras gubernamentales representa el minimalismo estatal (que el portal Bloomberg, haciendo eco de las declaraciones de Milei, llama “minarquía estatal”, o sea, un Estado prácticamente descuartizado), que las exigencias financieras, ni siquiera nacionales, sugieren para borrar de los Estados toda función que no sea el de mero apéndice de los negocios de inversión global. Milei propone acabar con el Banco central y dolarizar la economía (lo cual tendría como efecto inmediato la reversión de la política de swaps con el yuan, en referencia a la deuda), pero el dólar no es una equivalencia santa en el reino metafísico de los valores, sino la moneda imperial con capacidad de succionar riqueza, sólo siendo referencia de intercambio.
Que un país se prive de la propia emisión de su moneda significa la enajenación de su propia riqueza. Ello representa una sadomasoquista tributación voluntaria que manifiesta el demencial entreguismo que caracteriza a las oligarquías colonizadas hasta el tuétano, reproduciendo en el jibarismo de sus elites intelectuales, el síndrome de la conciencia periférico-satelital, que busca en el eco de otros la voz que no posee.
Entonces, lo que se juega “democráticamente” en la Argentina es un juego que ya no les pertenece a los argentinos. Es un juego, en el cual, el dólar apuesta lo que no le pertenece. Hacer de Sudamérica un arco disuasivo a la expansión de los BRICS, significa condenar a la región a ser sostén de la guerra indefinida que inició el Imperio en Ucrania, pretende continuar en África y expandirla a la disputa por Taiwán. Veamos qué está en juego.
En primer lugar, el litio, pues Argentina conforma el llamado “triángulo del litio” que, sólo puede considerarse de carácter estratégico para la región, si su aprovechamiento se lo realiza liberándose de la geoeconomía del dólar. Con el golpe híbrido (judicial, parlamentario y mediático) producido en el Perú, contra el presidente Castillo (financiado para favorecer las concesiones mineras y petroleras), se dio un paso decisivo para deshacer el carácter soberano que podía tener el “triángulo del litio”: el inmediato apoyo de Washington tiene su precio, adueñarse del litio de la provincia de Puno garantizaría el boicot estratégico necesario que necesita la geopolítica imperial frente a la expansión china.
En Chile, el negocio está ya decidido en favor de Washington (sólo los “progres” izquierdistas podían haberse creído el socialismo de caviar de Boric) y, teniendo a Perú y Argentina como vasallos regionales, Bolivia queda otra vez enclaustrada, postergando también el proyecto bioceánico de conexión entre Brasil y China, que colocaría a Bolivia como corredor geoestratégico de integración sudamericana al pacífico (la economía del siglo XXI), por la obvia resistencia de un gobierno peruano alineado a la geopolítica imperial. En tal escenario, el dólar tendría como rehén a la región y sus recursos estratégicos, para remediar su actual desplome.
Pero la geopolítica del litio es sólo una parte del asunto. Y ello se advierte cuando se pone a consideración que, el modelo peruano de golpe híbrido exitoso, replicado experimentalmente en Jujuy (con probable expansión, de ese tipo de violencia, a toda la Argentina), configura una escenografía problemática que la política imperial anticipa: el circuito geocultural y hasta estratégico del qhapaq ñan, más conocido como “el camino de los incas”, podría constituir uno de los eslabones estratégicos de resistencia articulada en el arco sudamericano contra la apuesta balcanizadora de las oligarquías locales, bajo tutela imperial (para mantener la vigencia de la geopolítica imperial en la región, se precisa escarmentar cualquier tipo de adopción del proyecto plurinacional que se pretendía en Bolivia).
Si bien Brasil representa la economía más fuerte; sin Argentina, se diluye la concurrencia necesaria para potenciar el eje sudamericano. Ya lo advirtió Milei en su amenaza aislacionista, dejando en suspenso dramático a las expectativas futuras de inversión (cuya primera muestra fue la devaluación inmediata del peso argentino). El problema de salirse del MERCOSUR es condenarse a la involución económica, romper los circuitos comerciales inmediatos y geográficamente naturales, y hasta alterar la cadena de suministros regionales. Sólo eso ya representa una antesala del suicidio nacional; pero también significaría una alteración a la relativa estabilidad regional.
Sudamérica no está exenta de contradicciones históricas no resueltas y las consecuencias de un derrumbe sistemático en la segunda economía de la región serían impredecibles (el FMI ya prepara un nuevo paquete de créditos, para terminar de asfixiar la economía argentina y ofrecer todo lo que aún se tiene como si se tratase de un botín de guerra; la privatización de la Patagonia, en posesión de Joseph Lewis, un súbdito de la corona inglesa que, como también el italiano Benetton, entre otros, es la antesala de un país en remate).
Si después de Bolsonaro en Brasil, que no se atrevió a desmarcarse de los BRICS, Milei pretende congestionar a la región, asumiendo la debacle imperial como asunto nacional, podemos presumir que su inflamada demagogia globalista, no es tan absurda como se cree. Veamos qué hay detrás y qué representa el personaje, que el reduccionismo mediático sobreestima como único factor de análisis, haciendo de ese invento mediático, llamado “outsider”, una artificiosa novedad supuestamente apolítica, cuando es la invención más política que promueve la mitología democrática made in USA.
No nos interesa el que se confiese lector de la Torah judía o que haya sido instructor de sexo tántrico. Pero lo que sobresale, por ejemplo, en su formación de economista, es su inclinación a los dogmas de la Escuela Austriaca de Economía. Aunque algunos rechacen ciertos simplismos y extravagancias en los que incurre Milei, lo que él hace simplemente es radicalizar los credos de Ludwig von Misses y Friedrich Hayek, como lo hace también Milton Friedman y la Escuela de Chicago: el fetichismo del mercado, el liberalismo económico y el individualismo metodológico son lo que el neoliberalismo profesa como dogma de fe. No hay que olvidar que von Misses y Hayek son posteriores fundadores de la Sociedad de Mont Pelerin, un auténtico think tank que tiene, como prioridad, el “reclutamiento de intelectuales influyentes para combatir el avance del comunismo, el socialismo y hasta el keynesianismo”, donde también se encontraba Karl Popper.
El papel de estos ámbitos es crucial para entender el rapto académico que hace el neoliberalismo (vía racionalismo crítico, filosofía analítica, posmodernismo y otro tipo de cocteles cognitivos más eficaces que los opiáceos) y la inversión del papel social que tenían las universidades públicas, ahora convertidos en los centros de formación ideológica burguesa (de ese modo la derecha ya no necesita de los partidos políticos, porque las universidades se han convertido en escuelas de adoctrinamiento de la narrativa imperial y los medios de comunicación los articuladores y operadores de la movilización fascista).
Milei es miembro del Foro Económico Mundial de Davos y, además de trabajar en varios think tanks, ha sido consultor del Banco británico HSBC (que es parte de la aciaga lista de los 13 banksters envueltos en crímenes financieros, junto a JP Morgan, Citigroup y otros), que maneja, entre otros, los negocios de la realeza británica en ultramar. A juicio de Alfredo Jalife-Rahme, el triunfo de Milei sería sumamente beneficioso para la anglosfera sionista, que pretende asaltar el área estratégica que conforman las islas Malvinas (Falkland para los británicos y, al parecer, también para Milei), South Georgia, Ushuaia y la península antártica, donde el interés radica en la presencia de gas, petróleo y otros recursos estratégicos. Es decir, volvemos al asunto inicial, la disputa civilizatoria cobra matices dramáticos y hasta trágicos, cuando son nuestros países la carne de cañón de las apuestas de sobrevivencia de la decadencia imperial.
Y aquí debemos hacer una indicación. El concepto superficial de Imperio que se comercia comúnmente, no toma en cuenta que la globalización –también en desplome– ha redefinido, en los hechos, lo que conocíamos como Imperio. Cuando, por ejemplo, nos referimos a la etapa post-imperial, no quiere decir que el Imperio haya desaparecido, sino que ha adoptado un tipo de concentración muncho más compleja y que, por ello mismo, puede hasta prescindir del Estado-nación que cobijaba las expectativas imperialistas.
Hoy en día podemos ver cómo el supuesto remplazo imperial que se opera post segunda guerra mundial fue, en realidad, aparente. Londres y, en particular, la City, es decir, el centro financiero (que posee prerrogativas que lo convierten en un Estado dentro del Estado), junto a Wall Street, sintetizan, contienen y condensan un poder global, de tal magnitud, que puede subsumir a todo el poder político de sus Estados, convirtiéndolos en meros apéndices de las decisiones reales.
El régimen señorial anglosajón y su cadena financiera, que constituye el Occidente medular, tiene su expresión institucional meta-estatal en los 4 gigabancos que, como fondos de inversión, controlan no sólo el dinero global sino a las propias calificadoras mundiales, a los megabancos, las corporaciones mediáticas, el complejo militar industrial, es decir, casi todo: Vanguard, BlackRock, Fidelity y State Street Corporation.
Frente a esa concentración de poder, el club Bilderberg y hasta el Foro de Davos, sólo cumplen la función pública que la política profunda les otorga (sobre todo para el morbo periodístico); porque las decisiones globales son expropiadas por otros ámbitos, donde no hay nada rubricado, nada se afirma de modo explícito, donde hasta los involucrados son arrinconados (en su lucha competitiva) por las consecuencias de las decisiones que ellos mismos provocan (la tecnocracia, en su máxima expresión, sirve para limpiar y transferir esas responsabilidades, para luego quedar disueltas en la arena pública de la política).
Por eso se filtra también, por todos los medios, una ética de la resignación ante la inercia de una lógica buro-tecno-crática, que actúa por cuenta propia y a la cual se va sometiendo toda libertad humana. La crisis civilizatoria produce una torre de Babel donde la confusión es el padrenuestro diario que cotiza muy bien en el reino del comercio, como la nueva religiosidad, donde los negocios son la política y la incertidumbre generalizada el nicho de nuevos mercados cautivos.
En tal situación, la guerra es lo más natural para quienes promueven y se benefician de tal estado. Si en la lógica de la mafia, la suspensión moral argüía: “it’s nothing personal, it’s only business”; ahora el globalismo financierista, que se expresa en el repuesto fascismo (donde se condensa muy bien el racismo metafísico moderno y el mito del desarrollo y el progreso) sentencia: “it’s nothing personal, it’s only fate”, o sea, no todos merecen vivir, por eso, no deben vivir.
El diseño geopolítico centro-periferia es también antropológico y, encarnado en la subjetividad, sobre todo de la conciencia periférico-satelital, significa asumir la tarea moral de deshacernos de quienes obstaculizan el desarrollo del comercio y los negocios que, en última instancia, es sólo negocio para los que reciben las ganancias netas de todo ello.
Por eso, la pretendida locura que se adjudica a los fenómenos Bolsonaro, Boluarte o Milei, es mas racional de lo que se cree, porque es la expresión política más fidedigna de la racionalidad económica del capital (lo único aceptado como racional en el paradigma actual). El individuo liberal, en su atomizada visión del mundo, cree que lo que es bueno para uno, es bueno para todos, incluso precisando que ese todos no son todos. Por eso los prejuicios aristocrático-señorialistas son abrazados de muy buena gana por el individuo solipsista que radicaliza el neoliberalismo en su cruzada globalista: el mundo no es para todos, o sea, el mundo pertenece a los ganadores, no a los perdedores.
Esa lógica es la racionalidad moderno-neo-liberal que, como competencia generalizada, se expresa en los planes de reducción de la población mundial, donde sólo los aptos y fuertes, como prescribe la “selección natural”, pueden sobrevivir; en esa lucha, de hostilidad creciente, cae también el feminismo radical, que le genera un maniqueísmo que devalúa su propia lucha, que ya no es de liberación, sino un nuevo empoderamiento como reposición de la lógica de dominación (confundir el patriarcado con el paradigma del individuo moderno-liberal, hace perder de vista que el enemigo no es un alguien sino una racionalidad que aprovecha esa confusión para reactivarse en las propias víctimas).
El ascenso social es ahora empoderamiento selectivo que lo realiza el mercado, de modo que los beneficiados no interpretan su poder como aprovechamiento sino como bendición, y esa perspectiva es lo que ofrece la “teología de la prosperidad” que profesan las iglesias evangélicas; de tal modo que, la riqueza como acumulación material, se presente como el servicio piadoso que se le hace al Dios de este mundo: la eliminación de los que no merecen vivir es el sacrificio sagrado que nos salva del pecado de enfrentar la geopolítica divina y su cosmogonía.
Geopolíticamente, la carta Milei forma parte de la estrategia disuasiva frente a la expansión de los BRICS; el no incluirse en ese grupo deja a la Argentina a merced de algo peor que los fondos buitres. Su voluntaria capitulación ante el financierismo anglosajón, significa hasta una renuncia del argumento nacionalista de recuperación de las Malvinas, entregando su país a quienes, como la agencia británica Atlas, financian su devoción inglesa.
No es de extrañar que el programa de su política exterior se reduzca puerilmente a la propaganda neoliberal de lucha global “contra el socialismo y los estatistas”, dejando a Diana Mondino dirigir la cancillería argentina, una economista que fue directora de la filial porteña de la calificadora de riesgos Standard & Poor’s (siendo responsable de su programa de managing director para Latinoamérica), cuyos mayores accionistas son los gigabancos Vanguard y BlackRock.
O que su programa de dolarización sea dirigida por Emilio Ocampo, quien fuera, hasta el 2019, senior associate del “Center for Strategic and International Studies”, un think tank para asuntos de decisiones políticas en cuestiones de gobernabilidad, con sede en Washington; además de profesor en la Escuela de Negocios Stern en la New York Univesity, fue ejecutivo, hasta el 2005, en Chase Manhattan, Salomon Brothers, Citigroup y Morgan Stanley (todos megabancos controlados por los 4 gigabancos ya mencionados).
El coctel que se viene no podía ser más explosivo (sin añadir la apertura al mercado de la venta de órganos y otros anatemas que forman parte de la agenda Milei). En tal caso, la propuesta de acabar con el Banco central y dolarizar la economía no es ninguna medida heroica sino de vasallaje voluntario en favor del poder financiero anglosajón. Y todo ello con la venia de la legitimación democrática. Para eso sirve la democracia made in USA.
Lo cual, y esto es lo grave, no puede realizarse sin provocar la inevitable resistencia social. Contener aquello implica que el propio Estado de derecho garantice el Estado de excepción; para ello sirve el experimento peruano y que busca replicarse en todos los escenarios posibles, en Jujuy.
Ahora que, hasta la resistencia y sus modalidades han sido apropiadas por la derecha, el campo popular debe ser lo suficientemente imaginativo para renovar sus posibilidades de lucha. Nos encontramos en medio de una disputa global que sólo el Imperio interpreta como lucha de vida o muerte. La trampa de Tucídides es sólo trampa imperial. Las potencias emergentes son arrastradas a la conflagración, porque en la provocada guerra infinita, todo se trata de sobrevivir.
Esa es la miseria del realismo actual; el pragmatismo ya no es tan práctico. Si los únicos que pueden sobrevivir serán cada vez menos, el mundo que resulte ya no puede ser mundo, sino feudos acordonados en la amenaza de miedos siempre crecientes. Dicen los que saben: una casa sin ventanas ni puertas, una casa que se encierra en sí misma, deja de ser casa. Lo que devuelve la convivencia no es la seguridad sino la confianza. Pero la confianza hay que generarla, hay que producirla; es una tarea común y toda tarea común es política.
Eso es algo tan simple e inadvertido para el análisis político y económico que, su ausencia, deja pendiente este factor decisivo a la hora de generar la necesaria masa crítica para impulsar todo proyecto de vida. Y ese factor, precisamente, es lo que no han sabido alimentar los últimos gobiernos “progres”. Ganarse la confianza es lo más difícil de lograr, por eso, cuando se la pierde, no hay posibilidad de recuperarla. Pero la confianza no se la genera por el ofrecimiento de satisfactores o ventajas sino por la promoción común de una nueva fe. Un pueblo se constituye en pueblo cuando cree en sí mismo como proyectante e impulsor de su propio proyecto de vida. Y esto pasa por devolverle su condición de sede de toda soberanía política, o sea, del poder.
Hasta ahora, los análisis políticos sólo realizan malabarismos retóricos mientras no ponderan la dimensión utópica de todo proyecto político. La fe es lo que hace posible soportar toda adversidad, porque si la esperanza está nutrida, también se nutre la voluntad; sin ella es imposible constituir a un pueblo en tanto que pueblo. Un pueblo no se moviliza sólo por pan sino por un pan bendecido, esto quiere decir: no nos llena un alimento efímero sino el goce de una esperanza duradera.
Esto que no aprenden los políticos de izquierda, lleva a situaciones regresivas que aprovecha la retórica conservadora para reponer sus valores y creencias. Porque la desconfianza desmoviliza al pueblo y sume a todos en un estado de incertidumbre y angustia existencial, donde la ideología imperial repone el diseño de mundo que hace que la geopolítica centro-periferia se subjetive en la conciencia social como activador del “sálvese quien pueda”.
La crisis civilizatoria también reflejada como crisis existencial, se evidencia en el hambre de fe que manifiesta la gente en medio de la creciente incertidumbre global. Esa clase de hambre no se llena con un pan sino con la fe, pero, ¿con qué tipo de fe? Sólo se puede abandonar el paradigma moderno-capitalista si hay un reemplazo en el sistema de creencias de la conciencia social. Lo utópico de la política consiste precisamente en devolverle eso que, de sagrado, posee todo proyecto de vida; porque se trata de la vida y la vida no se resume al bienestar material. Afirmar la vida significa afirmar la vida de todos. En eso consiste la verdad, porque la verdad no es algo que se dice sino algo que se vive. La verdad es un camino y ese camino sólo puede conducirnos a la vida.
La verdadera fe es fe en la vida, en que la vida es posible para todos. El verdadero desencanto que cunde en el pueblo es cuando le roban esta fe. Los “progres” creen que el asunto es meramente económico y, con ello, no hacen sino reponer siempre al capitalismo y su religiosidad mundana. Lo que la crisis civilizatoria nos está manifestando es que, de lo que se trata, en realidad, es del enfrentamiento de meta-narrativas, es decir, de utopías; aunque el utopismo globalista neoliberal es, en los hechos, un utopismo anti-utópico, es decir, un aniquilamiento de todas las utopías. Pero, sin horizontes utópicos, no es posible la existencia humana; por eso el actual globalismo neoliberal es anti-humanista y figuras como Milei retratan muy bien ese desprecio.
El carácter apocalíptico del tiempo que vivimos anuncia también un despertar necesario para enfrentar al reino de este mundo. La “hora de los pueblos” sigue vigente y lo que se señala como tiempo mesiánico puede, también, ser interpretado como el Pachakuti o el retorno al tiempo verdadero, donde todos los siglos se reúnen de una sola vez y para siempre. Ese es el tiempo de los ancestros. Donde pasado y futuro se reconocen y el presente asciende con un pueblo que se propone la redención de todos los tiempos, de toda su historia.
La Paz, Chuquiyapu Marka, Bolivia, 22 de agosto de 2023
Rafael Bautista S., autor de: “El tablero del Siglo XXI.
Geopolítica des-colonial de un nuevo orden post-occidental”
yo soy si Tú eres ediciones.
Dirige “el taller de la descolonización”
rafaelcorso@yahoo.com
Excelente, quisiera pasarlo a papel para releerlo nuevamente