Las manifestaciones se multiplican en varios países europeos, testigos del fracaso de la Política Agrícola Común (PAC). Esta rabia campesina es especialmente virulenta en Francia, movilizando a decenas de miles de agricultores con medios de acción inéditos a esta escala: bloqueos de carreteras que impiden el acceso a las ciudades y amenaza con bloquear París. El pánico se apodera del gobierno, que teme la paralización de la actividad económica y que otros sectores se unan a la lucha.
Los motivos de la revuelta de los agricultores franceses son similares a los de sus homólogos de otros países. La mayoría no gana lo suficiente con su trabajo para vivir, a pesar de las complicadas y a veces opacas ayudas y subvenciones, que no benefician a quienes más las necesitan. Lo que está claro es que los ingresos procedentes de las ventas, incluso aumentados por las subvenciones, no cubren los costes de producción, o no los cubren suficientemente. Esto es cierto para la mayoría de los agricultores, pero no para todos, ¡porque a una minoría de agricultores a gran escala les va bien!
Hasta aquí los hechos. ¿Cuáles son las causas? Los agricultores se encuentran entre dos fuegos: antes de la producción, tienen que soportar el peso de la industria (precios de los insumos, semillas, maquinaria, energía), de las finanzas (elevado endeudamiento) y de los impuestos estatales, incluidos los del gasóleo para uso profesional. En la fase posterior, no tienen ningún control sobre sus precios de venta, que se ven presionados a la baja por la agroindustria, los supermercados, los mayoristas y los exportadores, que obtienen beneficios a su costa. En resumen, los capitalistas se comen el fruto de su trabajo.
No enfrentar entre sí a los agricultores
Esta tragedia no es exclusiva de Francia. En toda Europa (y en otros lugares), los gobiernos han respondido a las crecientes dificultades a las que se enfrentan los agricultores, aumentando la productividad de las explotaciones, con vistas a la «competitividad». Las consecuencias: menos explotaciones y más grandes, eliminación de las estructuras más pequeñas, provocando quiebras y a veces suicidios, y una carrera por hacer inversiones que conducen a un endeudamiento insoportable. La política agrícola europea ha desempeñado su papel erradicando las prácticas agrícolas tradicionales, como las semillas conservadas en la explotación, obligando a los agricultores a comprar a las grandes empresas.
¿Mismos explotadores, misma lucha? Esto debería ser evidente, sobre todo porque los grupos capitalistas que roban a los agricultores no tienen patria, invierten en un país u otro o se retiran en función de sus beneficios (por ejemplo Danone, que cierra su fábrica en Cataluña). Danone, Unilever, Nestlé, los cinco gigantes del cereal que monopolizan el comercio del trigo: el enemigo es identificable. El enemigo del agricultor francés no es el agricultor español o alemán, hacia los que nos gustaría desviar su ira.
El pan de cada día para el Rassemblement National y sus homólogos
En esta situación convulsa, la extrema derecha hace avanzar a sus peones apuntando a los supuestos responsables del desamparo de los agricultores (burocracia, impuestos, controles, ecologistas, restricciones a los pesticidas, etc.) con respuestas falsas que combinan demagogia nacionalista y liberalismo a ultranza. Estas denuncias perdonan a las finanzas, la gran distribución y la industria. En Francia, la derecha tradicional -incluido el Gobierno- se aferra a esta línea para no dejársela al Rassemblement National, del que solo se diferencia por su cautela frente al proteccionismo.
La izquierda reformista y aburguesada tiene poco que decir. Reconoce la legitimidad de la cólera campesina, pero no tiene ninguna respuesta creíble debido a su negativa a cuestionar y enfrentarse al capitalismo. A su manera, defiende la «competitividad de las explotaciones francesas», un eslogan favorecido por el gobierno, pero que puede traducirse en cualquier país como “explotaciones alemanas”, “explotaciones italianas”, etc. Hay que ser más dinámico que los vecinos si se quiere arrebatar cuota de mercado a la competencia.
Así pues, en todos los países, la llamada derecha moderada y la falsa izquierda están despejando el camino a la extrema derecha, que aparece más decidida y paradójicamente más concreta, con reivindicaciones siempre negativas (hay que acabar con…) y eslóganes vacíos sobre el fin de las importaciones, pero que halagan a la base campesina en lucha.
El campesinado no es homogéneo
La FNSEA, pseudo sindicato que pretende defender a los campesinos pobres mientras paga cuotas al MEDEF, la organización patronal, hace hincapié en la unidad del mundo campesino, pretendiendo representarlo en exclusiva. Esta es la primera mentira que hay que combatir, porque sirve para movilizar a los pequeños productores, que son los más numerosos, en defensa de causas que no les pertenecen y que a menudo van incluso en contra de sus intereses. Tomemos por ejemplo la ganadería industrial, con sus megagranjas, sus proyectos de explotaciones de mil vacas o más, el bombeo de las reservas de agua, el gigantismo y la concentración que eliminan a los menos eficaces, a los que no pueden igualar los precios. Francia tampoco es una excepción.
En todos los países encontramos la misma retórica: la competencia extranjera es intrínsecamente desleal, no respeta ni los derechos sociales ni las normas medioambientales: en Francia denunciamos a los viticultores y productores de frutas y hortalizas españoles, en España denunciamos a los citricultores de los países del Sur. Para seguir siendo competitivos, necesitamos poder explotar aún más a los trabajadores y contaminar sin trabas. Desgraciadamente, esta es una línea argumental que encontramos en las manifestaciones actuales, retransmitida por la extrema derecha: como difícilmente podemos pensar en un proteccionismo total, tenemos que alinearnos con los estándares sociales y ecológicos más bajos.
Lógicamente, la denuncia de la «burocracia» y los controles es asumida con entusiasmo tanto por la extrema derecha como por la llamada derecha moderada. Va acompañada de declaraciones de odio contra todos los que defienden el medioambiente, y a menudo se combina con la negación: el cambio climático, la sequía, los riesgos para la salud asociados a los pesticidas… todo es falso y forma parte de una conspiración contra los agricultores locales, que están sometidos a más restricciones que los de otros países.
Una política revolucionaria, un programa de emergencia.
Nada nuevo bajo el sol para los marxistas revolucionarios que saben que no todo lo que se mueve es rojo y que la radicalidad del movimiento no es garantía de su carácter progresista, aunque la cólera esté justificada. La pequeña burguesía es una categoría social heterogénea que posee sus medios de producción, o cree poseerlos, en una posición económica intermedia entre la alta burguesía explotadora, a la que no puede aspirar a unirse, y el proletariado, al que teme a la vez que está celoso de las conquistas que ha obtenido gracias a sus luchas. Una categoría heterogénea: en el caso de los campesinos, no solo existen enormes disparidades de ingresos, sino que también hay que distinguir entre las explotaciones familiares y las que emplean a trabajadores permanentes o estacionales.
Ante todo, no hay que olvidar al proletariado agrícola: los que trabajan en las grandes explotaciones ganaderas, en la viticultura y en la producción hortofrutícola, pero también los que trabajan en las industrias agroalimentarias y para las empresas que realizan cada vez más la labranza, la siembra y la cosecha en la agricultura a gran escala. Esto es tanto más importante cuanto que los comentarios sobre la revuelta de los agricultores nunca la mencionan, salvo como una de las «cargas» que obstaculizan la competitividad. En todos los países, estos asalariados figuran entre los peor pagados y los peor cubiertos por la protección social, con una mención especial para los temporeros.
Pero si no queremos que la unidad de agricultores y trabajadores se quede en un eslogan vacío, tenemos que dar respuestas a la angustia de la mayoría de los agricultores, de los que no son ni explotadores ni ricos y que expresan su rabia y su consternación. Hay que tenderles la mano, buscar pacientemente el diálogo y mostrar quién es el verdadero responsable de su miseria.
En un momento en que la alternativa entre el fascismo y la revolución proletaria estaba claramente planteada, y en que una cuestión decisiva era saber de qué lado podía inclinarse una pequeña burguesía desesperada, el Programa de Transición de 1938 trataba de la política proletaria hacia el campesinado. De ahí la importancia para el partido revolucionario de “dar respuestas claras y concretas”: “Mientras el campesino siga siendo un pequeño productor «independiente», necesita créditos baratos, precios accesibles para la maquinaria agrícola y los fertilizantes, condiciones de transporte favorables y una organización honesta para la venta de los productos agrícolas”. ¿No es muy actual?
Siguiente frase: “Sin embargo, los bancos, los trusts y los comerciantes saquean al campesino por todos lados”. De ello se deduce que hoy, como en el pasado, no es posible ninguna mejora real y duradera de la situación de la mayoría de los campesinos sin meter en cintura a los saqueadores y expropiarlos.
Sobre estas bases, los marxistas revolucionarios deben presentar un programa de urgencia, en todos los países y al menos a escala europea.
Gérard Florenson