El imperio del dolor: fentanilo y sufrimiento social

El imperio del dolor

Fabrizio Mejía Madrid
video de la nota: https://youtu.be/u7U8U9ot2oE
13/02/2025 México

Hay un dolor crónico que puede ser físico y sobre todo social. Quizás es con ese dolor crónico que los Estados Unidos está tratando de lidiar.
Empiezo con un dato: en México hay 433 casos de adicción al fentanilo mientras en los Estados Unidos hay 5.6 millones de adictos. Interpreto el dato: lo que tiene EEUU es una epidemia de dolor. Podemos hacer la historia de cómo las farmacéuticas como Purdue Pharma, pero también Johnson & Johnson, Janssen y otras usaron un marketing abusivo para convencer a los doctores y al público de que productos como la oxicodona no eran adictivos. Podemos hablar de cómo los vendedores de la Oxycodin anunciaron el derecho de sus consumidores a “vivir sin dolor”.

Cómo los médicos comenzaron a recetar los opioides para dolores que podían menguar con simples aspirinas o ibuprofeno. Podemos, también, contar la historia del empleado público, Curtis Wright, quien dio la autorización de parte de la FDA —la Cofepris de allá— en tiempo récord para comercializar ese analgésico. Nomás aprobado el propio Curtis Wright renunció a su cargo y aceptó un puesto de dirección en la farmacéutica con un salario tres veces mayor al del Gobierno. Podemos contar cómo Purdue recibió 3 mil demandas en 2007 y cómo sacaron 10 mil millones de dólares de la empresa para poderse declarar en bancarrota y no pagar.

Cómo los nombres de la familia dueña de Purdue, los Sackler, fue retirada del Museo de Arte Moderno, el Louvre, y el Guggenheim por la vergüenza pública que significaba estar financiados por los negociantes del dolor ajeno. Podemos, digo, hacer toda esa historia y acaso también podemos enfrentar dos datos: las 114 mil personas que en el pico de la adicción a los opioides perdieron la vida en EEUU en 2021 mientras que 35 mil personas en México perdían también su vida, no por sobredosis, sino por disparos de armas de fuego, que en un 80 por ciento provienen de Arizona, Nuevo México, Texas y California. Se trata del mismo problema: armas de fuego vendidas ilegalmente en México por las compañías estadounidenses y las muertes por fentanilo que han bajado ya a 58 mil personas, aunque Donald Trump siga diciendo que son 300 mil al año.

Podemos hablar del 86 por ciento de los narcos detenidos son ciudadanos norteamericanos, no inmigrantes ilegales: Podemos hablar de que estos narcos del fentanilo pasan la frontera por los carriles de alta, en automóviles estadounidenses, no por el desierto como afirman Trump, la DEA y el NYT.

Incluso podríamos hablar de cómo una mayoría de los detenidos en posesión de las pastillas son blancos y con estudios de preparatoria. Podemos hacer todas esas historias pero esta columna quiere poner la atención en algo: EEUU tiene una crisis de dolor.

Déjenme comenzar con las esculturas de mármol que los griegos del último tercio del siglo V antes de nuestra era le dedicaron a la amapola. Ahí, donde se inventaron las palabras “clínica” y “terapia”, en la cámara central del templo del culto de curación de Asclepio en Epidauro, se despliegan las flores de donde se saca el opio, como una especie de diosa del alivio del dolor. Al lado de las flores está el que todavía funciona como nuestro símbolo de la medicina: una serpiente entrelazada en un bastón. Los griegos y romanos —que llamaron Escolapio a ese dios— tenían clínicas gratuitas para atender los dolores y enfermedades. Todas estaban inspiradas en ese mismo dios de la medicina que usaba la amapola para aliviar.

Pero vayamos al dolor. Es tan obvio que hasta resulta tonto decirlo: dolerse es sentir dolor. Finalmente, cada uno de nosotros somos nuestra propia autoridad sobre si sentimos o no dolor. Si creo que tengo dolor, entonces tengo dolor. No hay distinción entre apariencia y realidad. Hay tres secuencias distintas cuando sentimos dolor. La primera es cuando lo sientes por primera vez, esa sensación desagradable y perturbadora que se acompaña de una excitación como de adrenalina. La siguiente etapa es más compleja y se basa en una reflexión más elaborada relacionada con aquello que se recuerda o imagina como doloroso. Es la parte de la memoria del malestar o de la aflicción.

Son sobre las implicaciones: ¿qué tengo? ¿Será algo grave? ¿Qué hay debajo de la piel de mi propio cuerpo que puede estarse incomodando? ¿Se quitará solo o habrá que recurrir a un medicamento? ¿Ya lo he sentido antes? ¿Cómo me lo quité de encima en ese entonces? Esa memoria de las dolencias la tenemos todos pero se mueve, también, hacia el futuro. Son las consecuencias de tenerlo y qué padecimiento está revelando.

Quienes fueron recetados en algún momento con un opiáceo como la morfina, diacetilmorfina (heroína), hidromorfona, oxicodona, fentanilo o la metadona, saben del tormento permanente que sólo es aliviado por un breve tiempo y que les genera tolerancia a las dosis y la necesidad de contar con más. Pensemos en la epidemia de consumo de Oxycontin entre los mineros del carbón en Virginia Occidental, Pensilvania, Wyoming.
Trabajaban con fracturas en los hombros o las piernas y empezaron a recurrir al opioide que los médicos les decían que estaba aprobado como no-adictivo por la mismísima FDA. Luego, pensemos en las amas de casa que fueron recetadas con opioides por dolores de espalda o estrés.

Pensemos finalmente en los jóvenes de la pandemia que podían comprarlo ya en su faceta ilegal y adulterada como fentanilo por medio del Whatsapp o el Facebook. Este fentanilo se consumió por diversión y para no enterarse de nada: despiértenme cuando haya pasado. Mineros, amas de casa, estudiantes por zoom, todos son ahora parte de los 5.7 millones de adictos.

Hay que pensar, también, en que el fentanilo es una fuga de un sistema como el estadounidense que les exige disolver los síntomas del malestar cotidiano por el desempleo, la falta de salud, la violencia, sin responsabilizar las causas sociales, políticas, morales de éstos. No importa que EEUU se haya empobrecido material y espiritualmente en estas últimas décadas de ocaso, el cambio no puede venir más que de ti mismo, único responsable y culpable de tus propias desgracias. Imagínense ese sistema que te ha dejado solo, tú contra todos, para resolverlo.

Un sistema donde todas tus relaciones son instrumentales, donde todos los que te rodean deben obedecer a la lógica del costo-beneficio. Un sistema que te define, ya no por el empleo u oficio que desempeñas, sino por lo que consumes, donde es la mirada externa la que define si eres o no exitoso, donde el fracaso es dejar de ser valioso, dejar de existir. El fracaso como estigma moral te lleva, en este sistema, a una guerra contra los demás por sobresalir, por actuar más rápido, como si todo tu ser fuera una demanda para adaptarse a las crisis. En este sistema llega, entonces, una pandemia que agudiza la falta de sociabilidad, que des territorializa tus acciones, que te hace un fantasma en una pantalla. Lo que se hace, la suma de éxitos o fracasos es tu verdadera naturaleza: tu potencial latente, nunca desarrollado porque no te esfuerzas lo suficiente.

Imagínense un pobre cuerpo en ese sistema. Un cuerpo al que se le exige silenciarlo porque un cuerpo enfermo o con dolor, una mente con dudas, una reflexión más allá del instante, estorba para que logres tus fines. Se elige ser rico y poderoso. Se elige ser pobre y menesteroso. Todo depende de la calidad de los pensamientos que determinan la calidad de tu vida. El cuerpo interfiere y habría que anularlo, silenciarlo, desprenderse de él. Esa es la función del analgésico usado para suspender un dolor que no es de un tejido dañado, de un hueso roto, de una espalda sobre trabajada, sino que proviene de la discordancia entre la apariencia y la estructura, de cómo no coincide lo que se te exige con lo que el propio sistema te brinda para lograrlo. Ahí es donde entra el relajante, el que te desconecta del entorno y de ti mismo, el anestésico que te hace ir por el mundo sin siquiera estar en él.

Dice el dicho que “la mayoría de las personas preferimos que nos rompan un hueso a que nos rompan el corazón”. El rechazo social, la exclusión o la pérdida son de las experiencias más “dolorosas” que soportamos. Una investigación, en gran parte procedente del laboratorio de Naomi Eisenberger en la UCLA, sugiere que los sentimientos dolorosos producidos por la desconexión social comparten los mismos sustratos neurobiológicos que las experiencias de dolor físico. Ella ha planteado la hipótesis de que “las amenazas a la conexión social pueden ser tan perjudiciales para la supervivencia como las amenazas a la seguridad física básica y, por lo tanto, pueden ser procesadas por algunos de los mismos circuitos neuronales subyacentes”. Ella sugiere que en todos los primates sociales, nosotros, entre ellos, “el sistema de apego social puede haberse aprovechado de los sustratos opioides del sistema de dolor físico, nuestras endorfinas, para mantener la proximidad con los demás, provocando angustia tras la separación (a través de una baja actividad de los receptores opioides) y consuelo al reunirse (a través de una alta actividad de los receptores opioides que llamamos endorfinas)”.

Por eso, concluye el estudio de la doctora Eisenberger, los tratamientos para el dolor físico sirven también para el dolor social. ¿Qué más dolor social que la desconexión por la pérdida del empleo, el desalojo de tu casa, la deuda impagable? ¿Qué más dolor social que ser considerado por tu propio país como un sujeto sin valor mientras la televisión y las redes como Instagram te muestran a gente exitosa, opulenta y poderosa en mansiones de oro de 24 kilates, yates monumentales, islas privadas? ¿No es esa desazón, ese ninguneo, el fondo de la crisis del fentanilo de los estadounidenses?

Es este mismo sistema el que elige a Donald Trump que le restriega a todos los demás su peculiar historia personal del privilegio: de ser hijo de un magnate, de ser socio de los políticos, de ser el que siempre se sale con la suya, a ser su Presidente por segunda vez. Él emprende una denuncia igualmente cruel contra el tema del fentanilo y el consumo descomunal de opiáceos, único en el planeta. Criminaliza la droga como si la sustancia tuviera una maldad intrínseca y no la relación que 5.7 millones estadounidenses tienen con ella.

Criminaliza a los inmigrantes porque, si evidencia alguna, fantasea que las pastillas llegan en los hombros de personas que pasan a pie por los desiertos mexicanos. Criminaliza a los adictos porque no tiene empatía con su dolor, sea físico o emocional. Finalmente, la utiliza como un arma para conseguir sus fines políticos adjudicándole a México la autoría completa de la perversidad de los tráficos ilícitos, sean de sustancias, personas, o colores de piel. Todo a cambio de unas tarifas a la importación de cosas.

La ideología de que las drogas son portadoras de la maldad social trata a la adicción como algo individual, de falta de voluntad, de exceso de diversión, de debilidad ante el apetito. Es la forma en que los fanáticos religiosos tratan las adicciones que no son de las personas, son de las sociedades. En los estudios de la DEA, por ejemplo, leemos cómo se determina químicamente el trastorno, en lugar de entenderlo como una adaptación desesperada a un entorno social empobrecido y una falta de integración emocional y social.

Cuando las leyes se construyen únicamente a partir de una adicción individualizada o asocial, pretenden disuadir al adicto individual o al “adicto potencial” de establecer un contacto cercano con sus o su sustancia preferida, todo se convierte en una cosa de policías y jueces, de castigos y penas a quienes que faciliten la ingestión de dichas sustancias o que las posean para su consumo posterior. Ya sólo tratan el problema de las conductas adictivas, es decir, de tratar por todos los medios de que la sustancia no llegue al consumo.

Trump por supuesto se niega a tratar la adicción como un trastorno de los vínculos sociales, porque hacerlo lo obligaría a reformular toda su ideología neoliberal. Si se considerara, como en México, ayudar a los usuarios problemáticos a conectarse a los servicios sociales y de salud necesarios y asumiría la tarea de tener empatía y hasta compasión con las personas que están sintiendo el dolor del aislamiento social, que están desconectadas socialmente o traumatizadas psicológicamente por las violencias estructurales y cotidianas, en un país con casi 650 tiroteos masivos al año. Le obligaría a Trump repensar un sistema público de salud que, hasta la fecha, sólo atiende al 20 por ciento de los adictos al fentanilo.
El restante 80 por ciento anda en las calles buscando conectar unas pastillas para su día. Imagínense la irresponsabilidad del Estado norteamericano. Su crueldad y falta de empatía social.

Finalmente me gustaría hablarles de cómo el dolor, el físico y el social, se comportan casi como cualquier otra de nuestras ideas. Me refiero a que, en lo social, el dolor persistente puede experimentarse como una grave amenaza a la libertad, al significado de la vida y, en última instancia, a la autoestima. Mientras que el malestar y la perturbación inmediatas se basan en el presente, las emociones que le siguen al dolor se basan en la consideración del pasado y del futuro.

Así, así como uno puede sentirse inmediatamente temeroso, angustiado o molesto durante la intrusión inmediata y la perturbación del dolor, también puede sentirse ansioso o deprimido por las implicaciones a largo plazo del dolor persistente. El dolor a menudo se experimenta no sólo como una amenaza inmediata al cuerpo, la comodidad o la actividad, sino también al bienestar y a la vida en general.

Son, entonces, los significados de cómo el dolor influye en las actividades de la vida y el futuro los que alimentan gran parte del sufrimiento. Hay depresión, ansiedad, frustración, ira y miedo que interrumpen la vida, dificultan el soportarla, y encubren angustias por lo que podría pasarnos en el futuro. Hay un dolor crónico que puede ser físico y sobre todo social. Quizás es con ese dolor crónico que los Estados Unidos está tratando de lidiar. Ni Trump, ni la salud pública, ni el Congreso lo están ayudando. De hecho, están solos los estadounidenses. Nadie los está ayudando.

Fabrizio Mejía Madrid
https://www.sinembargo.mx/author/fabriziomejia/
Es escritor y periodista. Colabora en La Jornada y Aristégui Noticias. Ha publicado más de 20 libros entre los que se encuentran las novelas Disparos en la oscuridad, El rencor, Tequila DF, Un hombre de confianza, Esa luz que nos deslumbra, Vida digital, y Hombre al agua que recibió en 2004 el Premio Antonin Artaud.
fuente:
https://www.sinembargo.mx/4616049/el-imperio-del-dolor/

también editado y en difusión desde
https://argentina.indymedia.org/

https://redlatinasinfronteras.wordpress.com/2025/02/13/el-imperio-del-dolor-fentanilo-y-sufrimiento-social/

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