Tecnología, inteligencia artificial y el riesgo de perder lo que hace única a la experiencia universitaria.
Hoy, hablar de inteligencia artificial (IA) y de cómo se está metiendo en cada rincón de nuestras vidas ya no sorprende a nadie. En el mundo de la educación, específicamente en las universidades, su uso crece constantemente: plataformas virtuales, tutores automáticos, asistentes para redactar trabajos prácticos, sistemas que corrigen exámenes en segundos. Según una investigación reciente de la Universidad Nacional de La Plata, casi la mitad de los docentes universitarios del país (48,15 %) ya usan algún tipo de herramienta de IA o de virtualidad en su labor académica.
A simple vista, parece una buena noticia o una gran herramienta. Las nuevas tecnologías pueden ayudar muchísimo: permiten personalizar el aprendizaje, ganar tiempo, mejorar la organización, adaptarse a distintos ritmos y necesidades. Pero también vale la pena frenar un poco y preguntarnos: ¿qué estamos ganando y qué estamos perdiendo en este proceso?
La eficiencia tiene su costo
Es cierto que las IA nos resuelven cosas. Nos dan respuestas rápidas, nos ayudan a ordenar ideas, incluso simulan conversaciones. Pero también pueden volverse atajos que nos desconectan de lo más valioso del aprendizaje: el proceso o como dice la metáfora que nos convoca “el viaje”. Esa parte incómoda, lenta, a veces frustrante, pero profundamente valiosa y transformadora.
Además, usar estas herramientas sin medida puede afectar algo más profundo que el aprendizaje: puede vaciar de sentido la experiencia de estudiar. La inteligencia artificial responde rápido, sí. Pero no escucha, no pregunta, no se sorprende. Estudiar frente a una pantalla, en soledad, no es lo mismo que compartir una clase con un otro. No es lo mismo que animarse a decir una idea en voz alta, aunque suene mal. No es lo mismo que alguien te mire y diga “yo también pensé eso” o discutir en posiciones enfrentadas, salir del aula con confirmaciones o nuevas preguntas, conforme o disconforme, pero, al fin y al cabo, con un sentimiento que no pasa desapercibido.
La universidad no es solo un título
En Argentina, una carrera de grado tiene entre 30 y 40 materias. Pero nadie recuerda esos años en base a números. Lo que queda son las vivencias. El compañero con el que te preparaste para rendir una materia clave, la profe que creyó en vos cuando estabas por largar todo, los mates compartidos mientras se repasan apuntes, las corridas para no llegar tarde, los nervios antes de una exposición oral, los festejos después de una buena nota o las lágrimas de un aplazo. Estudiar presencialmente no es solo estar en un aula: es vivir en comunidad, escuchar otras voces, cruzarse con realidades distintas, aprender de gente con historias muy diferentes a la propia, es también tener contención cuando las cosas no salen bien.
Porque el recorrido universitario no siempre es lineal ni feliz. Hay estudiantes, personas, amigos, compañeros que, por razones económicas, familiares o de salud, quedan a mitad de camino. A veces abandonan por agotamiento, otras por sentir que no encajan, por no encontrar su lugar o simplemente porque se dan cuenta que esa no era la profesión deseaban. Y en muchos casos, es justamente la cercanía con otros, encarnados en un grupo de estudio, un docente atento, una charla casual en el pasillo, lo que puede marcar la diferencia entre seguir o bajarse de la aventura universitaria. En la virtualidad, esa red de contención es mucho más difícil de construir.
Tecnología humana. ¿Es posible?
No es intención de esta reflexión decir que la tecnología sea mala, al contrario: bien usada, puede ser una aliada de enorme valía. Puede democratizar el acceso a contenidos, acortar distancias, facilitar aprendizajes. Pero no puede, ni debe, reemplazar lo humano. No puede darte un abrazo cuando “metes esa materia” y sabes de que hablo. No puede decirte “vamos juntos” en todo momento y circunstancia. No puede enseñarte lo que se aprende solo compartiendo tiempo con otros. La universidad es mucho más que una acumulación de contenidos, es un espacio de construcción colectiva, de crecimiento personal, de descubrimiento íntimo. Un lugar donde nos transformamos, no solo como profesionales, sino como personas. Y en ese viaje lo más valioso no está en la pantalla, sino en los vínculos que tejemos a lo largo del camino.
Por Gustavo Rubio.
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