La primera cumbre virtual se realizó entre el 18 y el 20 de septiembre. Con la presencia de intelectuales moderados y celebridades, el agrupamiento es un intento de reciclaje de proyectos ampliamente superados por las experiencias políticas concretas de los pueblos y los trabajadores, en vista del agotamiento de la “marea rosa” latinoamericana, el hundimiento de Syriza en Grecia, la negativa de Sanders a romper con el Partido Demócrata y las rebeliones populares que recorrieron gran parte del mundo en 2018 y 2019.
La plana mayor de la Internacional Progresista incluye al afamado lingüista anarquista Noam Chomsky, el senador socialdemócrata Bernie Sanders; Cornel West, de los Demócratas Socialistas de Estados Unidos; el ex ministro de Finanzas griego Yanis Varoufakis; las escritoras Naomi Klein, de Canadá, y Arundhati Roy, de India; la primera ministra de Islandia, Katrin Jakobsdóttir; la alcaldesa de Barcelona Ada Colau; el candidato presidencial Luis Arce y el ex vicepresidente Álvaro García Linera, del MAS boliviano; Andrés Arauz, candidato presidencial del correísmo en Ecuador; el ex presidente brasileño Lula da Silva y su ex canciller Celso Amorim; el ex alcalde y ex candidato presidencial colombiano Gustavo Petro; la ministra argentina Elizabeth Gómez; el diputado chileno Giorgio Jackson; el filósofo camerunés Achille Mbembe; el intelectual chavista Vijay Prashad de la India; Víctor Santa María, del sindicalismo peronista, y la embajadora Alicia Castro, de la Argentina, entre otros.
Los discursos de Chomsky y Varoufakis reflejaron las limitaciones del proyecto. Para Chomsky, hay dos internacionales en proceso de formación, una internacional reaccionaria, encabezada por Trump, que incluye a Bolsonaro, el dictador egipcio Al Sisi, a los gobiernos de Israel y la India, a las multilaterales financieras como el FMI y el BM, y al primer ministro derechista húngaro Victor Orban. Su rasgo característico sería su autoritarismo. La Internacional Progresista tendría su bastión entre los “movimientos populares”. En el mundo actual predominaría el neoliberalismo de Reagan y Thatcher, y una de las tareas primordiales de la Internacional Progresista sería “asegurar que todos entremos en pánico ahora y actuemos en consecuencia”. Desde esa concepción cabe esperar que los gobiernos capitalistas “democráticos” sean susceptibles de reaccionar a estas alarmas “progresistas”.
Varoufakis, por su parte, instaló la noción de que ya estamos entrando en una etapa poscapitalista, el dilema es si su economía “será autoritaria y oligárquica o democrática y social”. Ante el desastre ambiental, planteó un “acuerdo ecológico internacional” que, con un presupuesto de 8 billones de dólares anuales, podría llevar a cabo la transición de las energías fósiles hacia las energías renovables, disminuir el consumo de carne y apostar a los alimentos orgánicos. Considera que se trata de un reto análogo a la reconstrucción de Europa luego de la Segunda Guerra Mundial, aunque no solo se trate de reconstruir sino de crear nuevas tecnologías.
Si Varoufakis afirma que el “capitalismo no es compatible con la supervivencia de la humanidad”, la tibieza de sus propuestas no corresponde a esa sentencia. Llama a identificar a empresas multinacionales específicas “que abusan de los trabajadores” y realizar jornadas de boicot, por ejemplo, a Amazon. ¿Cuáles multinacionales no abusan de los trabajadores? El problema de la burocracia sindical y las necesidades organizativas de la clase trabajadora se eluden por la vía del boicot, es una falsa salida. Varoufakis cree que “el mundo del dinero y las finanzas está desvinculado del mundo de la producción” (!) y que la salida estratégica es un “socialismo de mercado” (?) bajo el principio de “un empleado, una acción, un voto”.
Como puede verse, su eje teórico es la democratización del capitalismo, y su antagonista no es la clase capitalista en su conjunto sino solo la tendencia que representa Trump. No es casual que al Movimiento Democracia en Europa (DiEM25), del que Varoufakis es referente, apoyado por Ada Colau, Baltasar Garzón, políticos verdes y filósofos como Toni Negri y Slavoj Zizek, lo animen ideas como la de democratizar a la Unión Europea.
Es inocultable la gravedad de esta encrucijada histórica, en la que se superponen la crisis sanitaria de la pandemia del Covid-19, una recesión económica mundial, la degradación ambiental y el calentamiento global. Para los revolucionarios, la salida de fondo es que gobiernos de la clase trabajadora establezcan a nivel regional y mundial una economía socialista, democráticamente planificada con criterios de sostenibilidad, al servicio de las mayorías populares. Para los autodenominados progresistas, lo posible son las reformas en el marco capitalista, democratizando los Estados burgueses, las multilaterales como el FMI e incluso a las propias empresas transnacionales.
En todo caso, no se trata de meras diferencias teóricas. La experiencia concreta de los pueblos latinoamericanos con gobiernos “progresistas” como los de Correa, Evo Morales, Lula da Silva, Cristina Kirchner, Pepe Mujica, Chávez y Maduro ha concluido en fracasos plagados de corrupción, entreguismo y depredación ambiental atroz, lo que allanó el camino a la más rancia derecha en el continente. Ninguno de estos gobiernos intentó superar las relaciones de explotación capitalistas, todos pactaron con el imperialismo y las burguesías nacionales. La mayoría de esos gobiernos, incluso, enviaron tropas de ocupación a Haití. El chavismo se abstuvo de hacerlo, pero en cambio propició los negociados corruptos de Petrocaribe con los gobiernos títeres de la misma ocupación militar de la ONU en Haití. En las luchas populares de 2018 y 2019 el “progresismo” jugó un rol nefasto. Por ejemplo, Giorgio Jackson y la mayoría de los diputados del Frente Amplio chileno, en plena rebelión popular contra Piñera, pactaron para mantenerlo en el poder, llegando a votar a favor de instrumentos represivos, como la llamada “ley antisaqueos”. La frustrante experiencia de Syriza en Grecia o de Ada Colau en Cataluña, entre otras, dejaron resultados similares.
Si el progresismo de la nueva organización está bastante desteñido, su internacionalismo es una caricatura aún peor. El escritor y ex preso político sirio de izquierda Yassin al-Haj Saleh aceptó en abril la invitación a participar en la Internacional Progresista. Pero al enviar su primera carta abierta a la página Wire, órgano de la Internacional Progresista, fue censurado y excluido, sin explicaciones. No toleraron su crítica a las capitulaciones de distintos sectores de la izquierda a la dictadura siria, la apología vergonzosa de la agresión militar rusa y la indiferencia hacia el mayor crimen internacional del presente siglo, que ha llevado a más de seis millones y medio de personas al exilio, alrededor de 30% de la población siria, país ocupado militarmente por Rusia, Irán, Estados Unidos, Israel y Turquía, así como por milicias pakistaníes, libanesas, iraquíes y de otros países. Los revolucionarios venezolanos nos solidarizamos con Yassin al-Haj Saleh, pues hemos comprobado que en nuestro país los miles de muertos por ejecuciones policiales, los millones de trabajadores oprimidos por relaciones de semiesclavitud con salarios mensuales de 2 dólares tampoco cuentan para esa pseudoizquierda. La ignorancia y la prepotencia intelectual “progresista” se combinan para producir una hostilidad profunda hacia el pueblo trabajador venezolano, aislándolo de la necesaria solidaridad internacionalista, como ocurre con el pueblo sirio.
Tal es la bancarrota política y moral que exhibe la Internacional Progresista. En la antología del reformismo, puede ocupar un lugar próximo a fracasos como la “quinta internacional” de Chávez, el Foro de San Pablo o el Grupo de Puebla. No es la organización internacionalista que necesitamos para superar revolucionariamente a este sistema capitalista de explotación humana y depredación ambiental.
Simón Rodríguez,
Miembro del Partido Socialismo y Libertad (PSL), sección venezolana de la UIT-CI