El amor, madre, a la patria
no es el amor ridículo a la tierra,
ni a la yerba que pisan nuestras plantas;
Es el odio invencible a quien la oprime,
es el rencor eterno a quien la ataca.
― José Martí
En la novela El hombre que amaba a los perros del autor cubano Leonardo Padura, el personaje central y narrador de la historia, Iván Cárdenas Maturell, en uno de sus pasajes reflexiona sobre la realidad de su país. En ese diálogo interior le ofrece al lector algunas valiosas instantáneas sobre una Cuba diezmada por el bloqueo estadounidense durante el llamado “período especial”. Ese momento infame y a la vez sublime de la historia cubana en donde todo un pueblo fue sometido a una privación colectiva de proporciones bíblicas por parte de una potencia que ya ensombrece al nazismo en su alevosía y maldad.
El personaje Iván –un escritor frustrado en su carrera y que construye una mirada crítica al proceso revolucionario cubano– en un momento narra una postal habanera desoladora: una ciudad que en horas de la noche se convertía en una urbe casi muerta, silenciosa y privada de luces por falta de flujo eléctrico. Solamente los hospitales y las comisarías semejaban islotes luminosos hasta el nuevo amanecer.
La propia mujer de Iván Cárdenas había muerto (así se inicia la novela) y entre sus padecimientos físicos Iván nos cuenta que ella había sufrido mucho debido a la neuritis periférica. Una inflamación masiva de todas las células nerviosas debido a la falta de vitaminas. Proceso inherente a la desnutrición inducida que el pueblo cubano padecía por obra y gracia de la criminalidad norteamericana. Una responsabilidad genocida que Leonardo Padura, el autor de la novela, a mi juicio no remarca lo suficiente. Pero tampoco es su obligación. Una novela no está para hacer denuncia social, si el autor así lo decide. De hecho me parece apropiado desde una perspectiva literaria.
Padura es un autor muy leído y bienamado por decenas de miles de lectores cubanos. Crítico del sistema y lejos de las premisas socialistas y revolucionarias que le tocó transitar en su existencia, sin embargo ha demostrado integridad y coherencia quedándose a vivir en su isla natal, cuando podría gozar las mieles de su éxito en las abundancias de los países europeos, con todo lo que ello implica. Leonardo Padura critica a la Revolución, pero se queda. Pero se queda para opinar constructivamente. Lejos está de Pablo Milanés, que de trovero cubano revolucionario pasó a ser un difamador de todo lo que oliera a Revolución y resistencia colectiva.
Por eso Leonardo Padura es respetado en Cuba. Unos cuantos lo miran con recelo, pero se lo respeta. Quizás porque un Gobierno íntegro y coherente como el de Cuba sabe reconocer esas mismas cualidades aún entre quienes lo critican. Es decir, toda una demostración democrática muy alejada de las derivas dictatoriales que los medios mundiales ofrecen sobre Cuba al lúmpen-lector que cada día fabrican con su desinformación.
En aquel período especial iniciado en 1991 tras la suspensión de ayudas por parte de la disuelta Unión Soviética –y que Padura evoca en su novela– el pueblo cubano debió aprender a vivir con casi nada. Una gesta que fue liderada por un Fidel ya otoñal, pero intacto en su instinto conductor preparado para la lucha y el sacrificio.
Los cubanos aprendieron a mantener su tasa cero de analfabetismo sin lápices en las escuelas y sin papel para los libros. Consiguieron mantener su higiene sin jabones y a reparar sus ropas sin agujas para coser. Vivieron sin baterías para sus radios, sin aspirinas, sin gasolina, sin repuestos, sin clavos para reparar sus sillas, sin zapatos para reponer y sin pegamento para reparar los ya gastados que no se podían reponer. Soportaron los agobiantes calores nocturnos del Caribe sin brisas de ventiladores y se olvidaron de freír con aceite o comer carne de res. Cada hombre y mujer cubana hizo su pequeña revolución personal padeciendo con grandeza de espíritu y fe martiana todas las carencias materiales, convirtiendo su desesperación cotidiana en una oración que ya es eterna… ¡Hasta la victoria, siempre, siempre, siempre!
Y a pesar de tanto oprobio artificial generado por un norte despiadado, la Revolución prosiguió su camino, entendiendo que una revolución es eso: lucha permanente, capacidad de improvisación, inmersión en la realidad por más dura que acontezca. Pero sobre todo, es cohesión constructiva de todos sus componentes sociales. Así, con hambre y con dignos harapos, o como escribiera el general argentino José de San Martín en 1819: “La guerra se la tenemos que hacer del modo que podamos (…) Cuando se acaben los vestuarios, nos vestiremos con la bayetilla que nos trabajen nuestras mujeres, y si no, andaremos en pelota, como nuestros paisanos los indios. Seamos libres, y lo demás no importa nada”. La misma mística profunda que solo un líder extraordinario como Fidel podía cristalizar dos siglos más tarde e imbuir con ella a su pueblo.
Por eso vale la pena no perder de vista que el bloqueo a Cuba, además de ser ilegal desde el punto de vista del derecho internacional, es también un acto criminal. Genocida, más precisamente. La Carta Orgánica de las Naciones Unidas nos recuerda que ninguna nación tiene el derecho a sancionar a otra unilateralmente, sino a través del consenso de la comunidad internacional en asamblea legítima.
Sin embargo, los medios de desinformación global han querido darle al bloqueo un carácter puramente semántico, de simple carácter político-diplomático, cuando en realidad es un mecanismo bárbaro. Un instrumento de muerte, de deconstrucción social, de aplastamiento cotidiano, de padecimientos físicos y psicológicos muy profundos. Un mecanismo, ni más ni menos, que de tortura colectiva.
Por supuesto no resulta extraño que un país como Estados Unidos, que ha hecho de la tortura su insignia nacional, haya elaborado una diplomacia basada en un concepto tan vil y degradado como ese. Por eso hablar del bloqueo es hablar de tortura. De una táctica masiva proyectada para doblegar a millones de seres humanos por el sufrimiento, la desesperanza y la zozobra de no contar con los indispensable. Cada hora de cada día durante años. Y en el caso de Cuba, durante décadas.
En una intervención televisiva reciente, ciertamente lúcida y afortunada, el compañero semiólogo mexicano, Fernando Buen Abad, señaló sobre Cuba que: “Nada puede ser dicho sobre este país hermano, sin haber primero tomado una posición crítica contra el bloqueo criminal al que ha sido sometido durante ya demasiado tiempo”.
Bien dicho. Ninguna discusión puede haber sobre Cuba si no entra el bloqueo como constante histórica. En su cada vez más desesperada miopía asesina, Estados Unidos ya no ve con claridad los contextos que pretende determinar para su dominio y sujeción. Supuso que aplicando las mismas metodologías de desestabilización que utilizó en años recientes en Egipto, en Libia, en Jordania, en Yemen o Argelia y tantos otros territorios, obtendría en América Latina los mismos resultados. Evidentemente leyó mal o tal vez no registró que esas tácticas no resultaron en Venezuela ni en Nicaragua. ¿Cómo iban a resultar en Cuba, pueblo forjado en una perseverancia griega y una resistencia irreductible que lleva ya 60 años de entrenamiento diario?
Este último y patético intento de primavera política a lo egipcio que la CIA procuró consolidar en Cuba, hizo emerger algo hermosamente evidente para toda nuestra Región y que ahora el mundo entero sabe: que Cuba no se toca. Que cualquier reforzamiento a la criminal realidad del bloqueo, generará contra Estados Unidos una avalancha de intolerancia y repudios monumentales. Algo que por otra parte ya se escucha en las murmuraciones globales, en un mundo que ya siente repugnantes arcadas de odio y desprecio ante una nación tan poderosa como cobarde.
Por eso –supongo e invito– deberíamos comenzar a visibilizar al agresor cada vez que acontecen nuevas formas de torturas hacia los pueblos. Apoyemos a las víctimas, tal y como ahora hacemos con Cuba, pero también vayamos a las embajadas norteamericanas a manifestar. Que sientan el miedo de las masas indignadas rodeando sus suntuosos edificios. Boicoteemos sus Walmart, sus aerolíneas y empresas. Que los gobiernos tibios que no se atreven a romper relaciones diplomáticas, al menos suspendan la entrada de ciudadanos estadounidenses a sus aeropuertos hasta que no cesen las agresiones. Hagamos visible al torturador, con pequeños pero multitudinarios aguijones, demostrando que la colmena global ya está harta del brutal saqueador que nos roba la miel de una vida pacífica que toda nación y pueblo se merece.
Gracias, Estados Unidos, por este nuevo y fallido golpe estúpido a Cuba… ¡Ahora el mundo sabe que Cuba no está sola y que Cuba no se toca!
Alejo Brignole
Analista internacional y escritor