Laura Marrone
Durante la pandemia, la llamada revolución tecnológica digital penetró en educación acelerando los procesos de su incorporación al aula, a la gestión escolar y al propio sistema educativo. Sabemos que la desinversión en materia presupuestaria profundizó la fragmentación del derecho a la continuidad de los estudios de gran parte de nuestros estudiantes entre quienes tuvieron acceso al uso de dispositivos y a una conectividad sincrónica y quienes no. Aun hoy padecemos la pérdida de matrícula, especialmente en el nivel medio y superior, y un atraso en la adquisición de los contenidos que son expectativas de logro en cada nivel de enseñanza.
Sin capacitación previa, sin recursos tecnológicos y sin un banco de materiales previamente organizados, cada docente y cada escuela hizo esfuerzos denodados para sostener la continuidad de las clases, en muchos casos combinando el soporte digital, con programas de TV pública y materiales en soporte papel. Valga el ejemplo de docentes del valle de Tras las Sierras en Córdoba, que, frente a la falta de dispositivos y conectividad, afrontaron la cuarentena enseñando a sus alumnes a conectarse a la TV pública colocando un alambre en una papa, a modo de antena. Este tipo de realidades es conocido por la mayoría de les docentes, estudiantes y familias. No vamos a detenernos a detallarla sino, en cambio, a analizar los efectos que la tecnología digital tiene y puede tener en nuestros sistemas educativos, especialmente enfocados a la producción de plataformas y de aplicaciones.
En 2016 la CEPAL realizó un estudio de las tecnologías en la era digital a las que ordenó según tres etapas sucesivas. La primera es la que corresponde a las computadoras centrales y equipos terminales. Se desarrolla a partir de la década del 60, con millones de usuarios y miles de aplicaciones. La segunda se desarrolla en la década del 80 con las PC personales, y que se expenden con internet y la tecnología móvil, llega a cientos de millones de usuarios y decenas de miles de aplicaciones. La tercera, sostiene, comienza en 2005, con el nacimiento de Facebook, Youtube, Twitter, y está en pleno desarrollo. Corresponde a la internet de las cosas, es decir, máquinas que se conectan entre sí, y activan respuestas, la nanotecnología, la inteligencia artificial, la interconexión entre lo digital, lo biológico y lo ambiental y la Big-data. Es la era de los algoritmos predictivos. Según estadísticas posteriores a este estudio, en enero de 2022 abarcaba a 5.100 mil millones de usuarios, con un promedio de uso diario de internet global de 6 horas 43 minutos.
La primera se puede asimilar a la era industrial. Transcurre en una oficina, con escritorio y carpetas. La segunda ya no usa carpetas sino páginas hiper vinculadas, con motores de búsqueda que permitieron la aceleración de la circulación del conocimiento a nivel planetario. Para Occidente el motor de búsqueda más conocido y usado es Google. Para China es Baidu.
La tercera es la era del streaming, donde nuestros deseos y búsquedas se convierten en software, Nuestras búsquedas marcan patrones de conducta, que permiten a las empresas mediante algoritmos predecir nuestros gustos, anhelos y por tanto seleccionan y nos ofrecen mediante notificaciones, ofertas de videos, series, productos del mercado, relaciones sociales, información política, en consonancia con esa información que nosotros mismos hemos brindado. Han penetrado en nuestra intimidad consciente y hasta inconsciente de deseos. Se trata de un flujo constante y efímero, sin pasado, de un mundo volátil que nos convoca a vivir una realidad virtual. Un salto en esta dinámica son los cascos virtuales que permiten los metaversos, o entornos virtuales donde las personas pueden interactuar e intercambiar experiencias mediante avatares, con la posibilidad de situarnos en mundos pasados o distantes, de macro y micro dimensiones.
Esta tercera fase de la era digital no está ordenada como en la era industrial, sino que invade toda nuestra vida sin horarios, ni espacios fijos.
En el libro Quien controla la educación del futuro (Rivas, 2019) se analiza que, en su primera etapa, internet apareció como un proyecto humano de democratización del conocimiento y de expansión de la comunicación planetaria, en forma casi gratuita. Wikipedia fue el símbolo más destacado de este fenómeno. Pero que, en menos de una década, se ha transfigurado para pasar a ser un modelo de negocios que usa las plataformas para captar la atención de los usuarios transformados en clientes, proveedores, productores y anunciantes interconectados por las redes. El autor sostiene que esta mutación de las redes sociales es acelerada y está cambiando la organización de la cultura y los modos de la existencia de las personas. En un atractivo espacio gratuito, todos podemos subir producciones y transformarnos en prosumidores, usuarios que producimos y consumimos productos en forma gratuita. Pero, gracias a los algoritmos que permiten procesar miles de millones de datos, la llamada Big-data, las empresas como Google, facebook, Baidu, Netflix, pueden recoger esos datos para producir y ofrecer nuevos productos. Es la primera vez en la historia que, en tan poco tiempo, empresas se vuelven tan poderosas y logran, además, poder para diseñar la cultura colectiva y de las personas. Las empresas más importantes del mundo, antes de 2005, eran: EXXON, General Electric, Total, entre otras. Ahora lo son: Apple, Amazon, Facebook, Microsoft, y Facebook. Conforman ecosistemas de productos y servicios, que funcionan según modelos híbridos de mercados competitivos y colaborativos.
El autor señala que el conocimiento profundo y suave de las personas permite a esas empresas no solo predecir los deseos sino también determinarlos o prescribirlos, y de este modo, modificar conductas sobre reglas que aun desconocemos. Estamos frente a una maquinaria poderosa de control de la humanidad.
Podemos afirmar, por nuestra parte, que niñes y adolescentes son los más permeables a este mundo virtual, especialmente mediante los videos juegos, cuestión que ya advertimos en nuestros entornos familiares y escolares. Estos han desarrollado formas de transformarles en adictos a los juegos que no quieren largar. El desarrollo de las neurociencias y la Big-data han permitido a los productores de estos juegos conocer mejor el cerebro humano y por tanto regular los límites de adicción para que les jugadores no se agoten más allá de dosis tolerables cada día. Los juegos crean mundos de fantasía, alejados del mundo real, donde los jugadores se conectan con millones de otros extendidos por todo el planeta. Recrean una cultura híbrida entre lo digital y lo real. Los cascos de realidad virtual, de reciente en desarrollo, suponen un mayor aislamiento del jugador del mundo real con consecuencias sobre la construcción de su subjetividad que tampoco hoy podemos dimensionar.
La potencialidad de los algoritmos predictivos, junto a la gamificación de las propuestas educativas, esto es la imposición de la lógica de los premios o incentivos adictivios para aprender, tergiversan el sentido del aprendizaje. En lugar de desarrollar la voluntad de aprender por el conocimiento mismo, y su potencialidad transformadora de la realidad, les estudiantes son impulsados a avanzar para lograr monedas, estrellas o avatares de premio. Un proceso que nos retrotrae a la era de los premios y castigos propios del conductismo de principios del siglo XX.
Otra de las características de la nueva era es el uso de la Big-data, o sea el procesamiento de miles de millones de datos a una velocidad varias veces superior a la mente humano. Este avance de la tecnología facilita el reconocimiento facial, el control de movimientos corporales, faciales y el reconocimiento de la voz. Esto permitiría el control de la atención de les estudiantes en el aula y hasta en su casa, no solo por la docencia a cargo de las clases, sino desde equipos de control extra aula. Una dimensión que asusta.
La realización de clases virtuales sincrónicas, la desmaterialización del acto pedagógico en un edificio escolar, la interacción virtual entre estudiantes de diferentes localidades y hasta países, el acceso a fuentes de información de diverso origen y actualizada durante la pandemia demostró su potencial transformador de la tarea pedagógica. Sin embargo, esta revolución, sujetada a las imposiciones del capital, puede ser una herramienta que pase a controlar el hecho pedagógico en todas sus dimensiones y a liquidar la función de la docencia. Es decir, llevar a la alienación completa del trabajo docente, mediante la imposición de enlatados que definen en forma externa no solo los objetivos, los contenidos, sino los procesos mismos de enseñanza en sus más precisos aspectos, por supuesto, en forma estereotipada y descontextualizada. A modo del panóptico de Foucault, la tecnología digital, dominada por las empresas privadas, puede permitir controlar al docente dentro del aula desde una computadora en un país imperialista como EEUU, Rusia o China.
Un ejemplo de lo que decimos fue la propuesta Secundaria del Futuro que el gobierno del PRO quiso imponer en 2018 en CaBA. Esta reforma disponía que el 30% de la grilla escolar estuviera a cargo de docentes y el 70% restante con computadoras a cargo de facilitadores. La docencia dejaba de ser la que dirigía el acto pedagógico y se transformaba en un apoyo al facilitador quien, a través de la administración de las plataformas digitales prediseñadas, ordenaba la secuencia de los contenidos, los recursos digitales a emplear, incluso era el evaluador de los resultados de la tarea realizada. La resistencia de los estudiantes con la toma de 30 escuelas en pleno invierno impidió su aplicación en toda su dimensión, pero permanece latente. Este avance pretendía ir de la mano de una evidente reforma de las condiciones laborales de la docencia: liquidar su estatuto, su régimen de estabilidad para pasar a ser un trabajador “autónomo” que se contrata a partir de proyectos o programas, al término de los cuales, finaliza la relación laboral.
La revolución tecnológica podría colaborar con la reforma laboral que quiere imponer el FMI y el Banco Mundial para que la docencia pase a ser parte del ejército de precarizados. Esto ya ocurre en varios países de Europa, donde la estabilidad laboral y los concursos de titularización de la docencia son residuales. La gran mayoría de docentes es mono tributista o con contratos eventuales. La pérdida de estabilidad laboral docente no solo es un ataque a sus derechos laborales sino un ataque a la educación pública, pues incrementa el control empresarial de lo que se enseña y destruye la libertad de cátedra, fundamental para el desarrollo del pensamiento crítico de nuestros estudiantes.
Tenemos que “inventar o erraremos”
Finalmente está considerar la potencialidad positiva que sí tiene el uso de la revolución tecnológica en la educación. No somos ludistas del Siglo XXI, recordando al movimiento de los artesanos ingleses que a principios del siglo XIX rompía las máquinas de vapor que liquidaban fuentes de trabajo. Consideramos que la tecnología es una herramienta poderosa para mejorar el nivel de vida de la población y también para revolucionar nuestras prácticas pedagógicas. Estamos en los albores de nuevas prácticas que tenemos que inventar o erraremos, parafraseando al maestro Simón Rodríguez. Pero rechazamos que se transforme en un instrumento de mayor control y alienación de docentes y estudiantes.
Es necesario situar la tecnología como herramienta subordinada al acto pedagógico que la docencia, en una interacción con les estudiantes, vayamos diseñando. No podemos enseñar desconociendo que nuestres estudiantes viven en el mundo de la revolución tecnológica y creer que, pasada la virtualidad de la pandemia, volvemos al 2019. Se trata de pensar que no basta producir material didáctico para nuestra clase, sino de inventar formar colaborativas de producción de plataformas independientes de los empresarios y los gobiernos, a nivel de escuelas, de regiones, incluso interconectarnos en forma directa con docentes y escuelas de otros países.
Esto se vuelve imperioso para no dejarnos avasallar por la imposición de las plataformas privadas de las grandes empresas. No esperemos a que los mapas virtuales en lugar de las Islas Malvinas nos muestren las Shetland. Se trata de defender la soberanía del conocimiento de nuestro país frente a las potencias extranjeras. No dejemos avanzar a Monsanto y a las empresas contaminantes y extractivistas en la justificación de su depredación ambiental dentro de nuestros dispositivos. Produzcamos nuestros propios contenidos ambientales. No permitamos que la historia de las luchas de la clase trabajadora y de los sectores oprimidos desaparezcan de nuestras pantallas y que reduzcan nuestro currículo a cuestiones instrumentales. Digitalicemos nuestra historia y difundámosla por el planeta. No permitamos que la economía del comportamiento que imponen los algoritmos predictivos, conduzca a nuestra juventud a la resignación y al consumismo. Se trata de construir conocimiento crítico de la realidad que vivimos y de dotar de herramientas para la comprensión de la capacidad que estudiantes y trabajadores tienen para cambiarla. En fin, pongamos la tecnología al servicio de la lucha por cambiar el mundo.
Junto a esta defensa de los contenidos desde una perspectiva emancipadora de la humanidad y defensora del ambiente, defendamos el derecho de les estudiantes a su acceso a la Ciudadanía digital. Del mismo modo que alfabetizar fue un objetivo prioritario de las sociedades en el siglo XX, en la actualidad debe serlo lograr la Ciudadanía digital. Esto significa no solo la democratización del acceso a dispositivos y a conectividad de calidad de toda la población. Las nuevas brechas de la exclusión en el terreno de la tecnología están dadas por la falta de formación para comprender lo que el mundo digital ofrece. Por eso la escuela debe educar en el uso comprensivo de la tecnología digital. Se trata de desarrollar destrezas digitales, a aprender a manejar información segura, a cuidar la privacidad. A enseñar a navegar por internet interpretando de manera crítica la información que circula, así como ser responsable de la participación en la misma.
Para todo ello, necesitamos democratizar las instituciones educativas de modo de ir constituyendo equipos de trabajo no jerárquicos, sino de coordinación de tareas, con funciones rotativas, incluso ensayar formas electivas como las que ya existen en institutos superiores y universidades. Tenemos que lograr que la jornada laboral incluya, además de la hora de clase, tiempo para la reflexión de las prácticas de aula, la construcción de equipos de trabajo y la formación continua. Necesitamos un salario digno que nos permita terminar con el pluriempleo y la sobre explotación.
En esta perspectiva, les docentes debemos repensarnos como sujetos críticos de nuestra tarea pedagógica, apropiarnos del derecho a debatir y construir el sentido de la educación en sus niveles macro, de sus fines y propósitos, y no meros ejecutores de lo que otros diseñaron. Proponemos que pensemos estos fines en conjunto con la clase trabajadora y sectores populares, para poner la educación y la escuela al servicio de sus necesidades y sus luchas. En ese proceso de elaboración pondremos a considerar nuestra propuesta de una sociedad socialista, donde los recursos naturales, las fábricas, los bancos, el comercio exterior no sean privados, sino estatizados, pero dirigidos por les trabajadores y sectores populares. Una sociedad donde la riqueza material y simbólica sea puesta al servicio de toda la población según sus necesidades y la de las generaciones futuras, porque la cuestión del cuidado del planeta será constitutiva de la propuesta.
*Los conceptos centrales de esta nota fueron presentados en el ciclo de Conversaciones realizada por el Colectivo por la Ventana de Paraná-Entre Ríos en julio 2022.