Gustavo Esteva: Para sentipensar la comunalidad
por Hemilse Hernández Matías
Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, México
Bajo el Volcán, vol. 15,
núm. 23, febrero, 2015, pp. 171-186
bajoelvolcan.buap@gmail.com
Disponible en: http://www.redalyc.org/articulo.oa?id=28643473010
https://www.academia.edu/41014578/Esteva_Para_sentipensar_la_comunalidad
Gustavo Esteva
Resumen
Tras establecer la distinción entre palabras y términos, el ensayo intenta despejar la confusión que se ha creado por el hecho de que ‘comunalidad’ nació a la vez como palabra y como término. En la segunda parte, se plantean limitaciones y posibilidades de la empresa científca que se ha formado en torno al término, y se esboza la hipótesis de que la palabra tiene una función central que cumplir en la construcción del mundo nuevo, en particular, para la recuperación del arte de vivir comunal.
Bajo el Volcán
Parece haber un equívoco perturbador en el uso actual de ‘comunalidad’.
En estas notas apresuradas para abordar un asunto que requeriría un tratamiento muy extenso intento distinguir entre la palabra y el término ‘comunalidad’. Por un tiempo resistí la idea de emplear la palabra como término: que se le construyera como concepto, categoría e incluso ideología. A pesar de la descalifcación profesional de ese empleo, sin embargo, y del abuso descuidado que se ha hecho del término, he llegado a la conclusión de que es preferible acotar ese uso, en vez de negarlo.
Para este propósito, apelo ante todo a mi maestro Raimón Panikkar para esclarecer la diferencia entre palabras y términos.
En seguida aplico la distinción al caso y presento una hipótesis sobre uno de los posibles destinos políticos de ‘comunalidad’, que la haría inspiración del mundo nuevo.
Palabras y términos
La ciencia sólo usa términos, no palabras; pero crea confusión porque se roba palabras del lenguaje ordinario y, al colonizarlo, debilita su carácter.
Con los términos que usa la ciencia, construimos un mundo al que atribuimos carácter “objetivo”. Esta operación puede cumplir funciones útiles, pero hay quienes consideran ese mundo “objetivo”, reducido a signos, como el único y más importante mundo real, como la única realidad precisa y cognoscible. La perspectiva científca se sobrepone a la perspicacia humana. La confusión entre términos y palabras es el principio de la decadencia de una cultura. Quiere decir que ya no está viva: que se ha fosilizado. El lenguaje ha dejado de ser mediador y se vuelve intermediario. El mediador está en la naturaleza del hablante y del oyente, no simplemente los conecta.
Si uso H2SO4, no hay confusión: es un signo del ácido sulfúrico.
Surgen difcultades cuando se usan palabras comunes como términos. Luna sería un cuerpo material newtoniano o einsteniano que gira alrededor de la Tierra a cierta velocidad. Tiempo no sería ya lo que la gente entendió o no entendió por miles de años con ese nombre, sino la relación matemática entre distancia y velocidad. Palabras como ‘agua’, ‘luz’, ‘energía’, ‘materia’… dejan de ser entidades más o menos misteriosas, con vida y libertad propias, para operar como parámetros científcos cuyo comportamiento puede predecirse.
Idealmente, cada término representa un concepto, y usamos los conceptos como signos mentales que se referen a realidades más allá de ellos. Los términos son intermediarios entre sujeto y objeto.
Son las expresiones visibles y audibles de conceptos y un concepto es un medio a través del cual signifcamos la cosa real. Por todo ello,
los términos se dan siempre en tercera persona. “Esto es…”. Se alude a la tercera persona, un ello. Ácido sulfúrico o patria.
Usamos términos, pero hablamos palabras –que no son simples términos o signos. La palabra es algo que se nos da, que compartimos, no es nuestra invención. Pero cada palabra auténtica es un descubrimiento creativo, como si fuera nuevo, por primera vez.
Le damos al emplearla un signifcado que le da novedad.
Cada palabra que uso dice algo que es también mi creación y la palabra me cambia, me da algo que no estaba ahí. Humboldt decía con razón que para entender una sola palabra necesitas todo el lenguaje.
La palabra es símbolo. Incluye 1) al que habla, tanto como 2) aquello de que habla, 3) con lo que se habla y 4) a quien se habla.
Una palabra lo es si es hablada por alguien, tiene sonido y aspecto sensorial (se habla con); un signifcado, un sentido (se habla de algo); alguien que oye (a quien se habla), que a su vez recoge con sus palabras lo que decimos. El oyente condiciona al hablante tanto como el tema.
Los cuatro elementos forman unidad indestructible. No hay palabra si falta uno de ellos. La palabra no existe por alguna otra cosa, no apunta a algo independiente y separable de la palabra.
Esto debe tomarse literalmente, verbatim… una palabra es la manifestación en sí, que simultáneamente revela y oculta, expone y protege lo que dice, como un vestido que revela y oculta a la vez nuestro cuerpo y lo manifesta.
La palabra es material y espiritual, sensual e intelectual, personal e impersonal, todo en uno. Tiene poder y signifcado. No es un puente bajo el cual fuyen independientemente las aguas extranjeras del signifcado intelectual, ni un manantial para irrigar mentes ignorantes.
La palabra es un arco que al unir crea las playas que puentea.
Las playas son diferentes. Los pilares del puente están enclavados en las playas… pero no son el sujeto y objeto epistemológicos, sino el yo y el tú. Sólo hay yo si hay tú. Y no hay yo y tú sin palabras. Literalmente, verbatim.
Una palabra no puede manipularse como un término. Las palabras, como el hombre, son temporales, circunstanciales. Cada vez que digo: ‘te amo’, ‘papá’, ‘no estoy de acuerdo’… no es una etiqueta de algo fjo, sino un llamado o una respuesta. Una palabra es un voto, un sacramento, un compromiso. Hay el riesgo de que no la tomes. Cada vez que uso la palabra es única.
Cada palabra como acto individual es también lengua como hecho social (Saussure). Usas palabras cuando llamas a personas: las palabras tienen un sentido; nombras cosas cuando signifcas cosas: las cosas tienen un signifcado; aplicas términos a objetos cuando buscas conceptos; los términos tienen referencias.
La palabra real es un símbolo y no un signo. El símbolo no es objetifcable, porque no está ahí. Si algo no es símbolo para ti, no es símbolo (para ti); si no entiendes una palabra, no entiendes de qué se trata. Punto. Si te la explican, entenderás quizás los símbolos de las palabras de las explicaciones, no la palabra. Sólo obtienes el sentido de la palabra cuando te habla directamente sin explicación ni traducción. El símbolo no es mera subjetividad –porque no está nada más aquí. No podemos postular palabras tal como postulamos signos y axiomas. Un símbolo es natural y no artifcial. Desafía toda manipulación. El símbolo simboliza, y no se confunde el símbolo con lo simbolizado.
Una palabra es más que un eslabón que conecta. Es la expresión misma de la relación que deja que las cosas sean lo que son.
Está conectada con todo el lenguaje y el grupo. No es un fenómeno: no puede abstraerse de su lugar. Es la vivienda del ser.
Las palabras tienen signifcado en sí mismas, pero no hay palabras reales carentes de alguna convicción personal y encarnadas en la propia vida o en la del oyente.
Reducir la palabra a su signifcado “puro” la mata.
Cada palabra dice una frase y expresa un compromiso. Es mito y logos a la vez. Sólo hay palabras si están integradas al lenguaje que les da vida y sentido.
Las palabras, como los símbolos, tienen vida propia. Para serlo, la palabra tiene que ser hablada. Y cada vez que se habla adquiere un nuevo sentido.
Los conceptos se relacionan con términos, las experiencias con palabras. Y experiencia es contacto sin intermediario.
Podemos usar un término para designar el objeto signifcado por el término cuantas veces queramos. Será repetición. No podemos hacer lo mismo con las palabras. No pueden repetirse: tienen que ser reactuadas.
La palabra es relación, tanto amor como signifcado, abraza al oyente tanto como al hablante, comprende orejas y voces y corazones de los que relaciona. Y sólo está completa cuando despliega sus cuatro elementos.
El término apunta hacia un objeto. La palabra nos involucra.
Una palabra tiene sentido, lo que implica una dirección y un correlato sensual. Las palabras son palabras cuando nos colocan en una dirección entre el hablante y aquello de que habla, cuando nos ponen a los dos, el hablante y el oyente, en la dirección hacia el contenido que no puede separarse de su recipiente sensual. Es algo que se puede expresar como sentipensar y es, por cierto, la única manera real de sentir y pensar: no se puede pensar sin sentir ni sentir sin pensar.
Usamos términos, que son signos, para designar referencias, y hablamos palabras, que son símbolos, para vivir en comunión con nuestros compas.
He seguido casi al pie de la letra un texto de Raimón Panikkar (1980) para establecer con él una distinción entre palabras y términos, que obviamente da sentido restringido a la palabra palabra, que no es el que normalmente se da a ese nombre.
El nacimiento de ‘Comunalidad’
‘Comunalidad’ nació a la vez como palabra y como término, bajo condiciones que han propiciado la confusión y su uso arbitrario.
Como en muchos otros países, el sistema educativo nació en México para “quitarles lo indio a los indios”. La operación tuvo éxito considerable. Muchos millones dejaron de ser lo que eran.
Y esto se aplica sobre todo a los graduados universitarios, que adquieren casi inevitablemente una manera de ser y experimentar el mundo que ya no es la que tenían cuando entraron a su Alma Mater, la cual los hace nacer de nuevo.
Floriberto Díaz, mixe, y Jaime Martínez Luna, zapoteco, se graduaron de antropólogos. De manera casi heroica lograron seguir siendo quienes eran, pero quedaron expuestos a un conficto más profundo que la que Jaime llama “esquizofrenia cultural” (2003, 21).
Por su lealtad fundamental y persistente a su origen, y por su compromiso político con los suyos, hicieron esfuerzos desmedidos por poner los conocimientos que habían adquirido al servicio de sus pueblos, aunque tenían clara conciencia de que las herramientas que les enseñaron eran generalmente instrumentos para disolverlos.
‘Comunalidad’ les nació como palabra, y en la lucha. No necesitaban explicarla o defnirla. En el caso de una palabra nueva, como ‘comunalidad’, se comparten naturalmente sus componentes. Quien la oye por primera vez sabe de qué se trata, sin mayor explicación. Y sabe que, como en el caso de toda palabra auténtica, es un descubrimiento creativo, que se renueva cada vez que la empleamos, como si fuera la primera vez.
Pero las palabras no lo son, no están completas, si no incluyen al que las escucha. El oyente, como dice Panikkar, condiciona al hablante tanto como al tema. Entre los oyentes de ‘comunalidad’ estaban muy claramente quienes no podían compartirla, quienes exigían una explicación para entenderla. ‘Comunalidad’ empezó a cojear. Si el oyente no está incorporado a ella la palabra no lo es.
Floriberto y Jaime lo sabían. Lo experimentaron desde la primera vez que usaron la palabra con quienes no eran como ellos.
Ante ese muro que parecía infranqueable, trataron de dar a ‘comunalidad’ el carácter de término. Intentaron construirlo como concepto y como categoría, para buscar en ese terreno un entendimiento común. No lo hicieron bien. Por ello, en parte, se ha producido la descalifcación profesional, que ha llegado a extremos ridículos.
Pero no se trata de sus limitaciones teóricas, técnicas o históricas para la construcción conceptual, ni de su acceso escaso, esporádico o nulo a las bibliotecas pertinentes. Se trata de la contradicción existencial que inevitablemente experimentaban al tratar de convertir su notable hallazgo en algo contrario a su naturaleza.
Como palabra, la comunalidad no es definible. No se le puede defnir en términos lógicos, especificando género y diferencia específca, como cuando se dice: ese animal es un vertebrado mamífero. Todo intento de definición implicaría una reducción al plano abstracto y lógico, que puede ser útil para diversos propósitos analíticos, pero que no es pertinente ni aceptable para abordar la palabra. Pero esto no signifca que sea irracional, ajena a la razón; lo que pasa es que pertenece a un mundo racional distinto al de aquellos que se ocupan de la construcción conceptual en el ámbito científco y profesional, y de quienes habitan el mundo “occidental” u “occidentalizado”. Como esos interlocutores no podían recibir ‘comunalidad’ como palabra, Jaime y Floriberto se las ofrecieron como término.
Existe ya la empresa científca de ‘comunalidad’. La ‘ciencia de la comunalidad’ tiene obviamente sus padres fundadores. Además de Jaime y Floriberto, están Benjamín Maldonado y Juan José Rendón. En 2003, Maldonado escribió que ‘comunalidad’ era todavía una mirada desde adentro para los de adentro: no lograba salir del marco cultural en que había nacido. Pero en los diez años siguientes se puso de moda y empezaron a surgir especialistas y usuarios del término. No me ocupo aquí de la calidad y perspectivas de esa construcción conceptual de ‘comunalidad’ que se ha estado realizando, de la que hay muestras muy notables en el núm. 34 de Cuadernos del Sur, pero quiero destacar dos extremos:
• La academia establecida ha mostrado indiferencia o abierta descalifcación. Si bien hay contribuciones críticas interesantes y se observa ya alguna apertura, las posturas dominantes refejan a la vez prejuicio e ignorancia. Quiero destacar el caso de un artículo pretensioso e insensato de Víctor de la Cruz, publicado en Cuadernos del Sur en 2011.
Refeja con claridad la medida en que esa academia desconoce tanto la realidad que cree estar examinando como la literatura técnica pertinente. La controversia apenas comienza, pero aún no tiene interlocutores sufcientemente califcados en quienes rechazan el término.
• Arturo Guerrero no es antropólogo ni oaxaqueño. Tras una larga y azarosa inmersión en el mundo serrano, en el que ‘comunalidad’ nació, Arturo logró producir la que a mi entender es la más sólida contribución a la comprensión de la palabra y el término. De tierra espiral: Comunalidad, memoria y esperanza en la Sierra Norte de Oaxaca (2005) de- safía claramente los cánones académicos convencionales, pero logra evitar que el impresionante aparato académico de respaldo del término contamine su disfrute gozoso de la palabra, que late al margen de la costra “científca”.
Quiero analizar, en cambio, la difcultad ante oyentes legos que no captan el sentido de ‘comunalidad’ y dejan la palabra incompleta, fallida. ¿Existe alguna posibilidad de compartirla con ellos? ¿Cómo pueden dialogar los diferentes?
Puede llamarse diálogo a una simple conversación. Diálogo dialéctico sería una exploración de entendimiento, entre dos o más personas, basada en la razón común, en conceptos y abstracciones compartidos. ¿Cómo puede darse el diálogo entre quienes no comparten racionalidad? La palabra diálogo signifca originalmente ir más allá del logos, de la razón, del entendimiento. Trascenderlos.
Un diálogo dialógico, como el que necesita practicarse en la relación entre culturas, explora su interacción con base en la percepción simbólica, trascendiendo el plano del logos, de la mera razón, pero sin renunciar a él. Supone usar la razón, pero no sólo la razón. No es la mera conciencia lógica, conceptual, refexiva, epistemológica, objetiva o subjetiva. Tampoco puede reducirse a un signo, representación, metáfora, imagen… Implica avanzar a los elementos que dan transparencia al discurso, a lo que se dice.
Se trata de llegar a ver lo que se está diciendo, aunque no podamos ver lo que permite ver, pues se encuentra en una condición como la de la luz, que permite ver pero no puede ser vista.
La cultura aparece habitualmente como una mera categoría mental, un concepto, la “lógica”, la “flosofía” de un pueblo o de un ser humano. Estaría en el orden lógico-epistemológico, como un sistema de signifcados, signos, representaciones. Sería cosmovisión, flosofía de la vida, por lo que incluiría una cosmología, una antropología, una teología, una ontología, una epistemología, una ciencia, una manera de hacer las cosas (know how). Se puede incluso hablar de una mitología y de un sistema de creencias. Se enfoca así la cultura desde un ángulo lógico-refexivo, como una esencia a ser defnida.
El diálogo entre culturas exige trascender este enfoque para tomar en cuenta un estrato más profundo y consistente, que determina toda cultura. Es bastante real pero invisible; no puede reducirse a lo pensado, lo dicho, al logos. Según Robert Vachon, esta dimensión o estrato es la matriz mítica primordial y ontónoma, la realidad unificadora, integral, englobante, que es la fuente de cualquier sistema de pensamiento y creencia y da coherencia no-científca a todos los conocimientos y creencias, no sólo dentro de cada cultura, sino entre culturas (Vachon 1995). No es solamente el mythos subyacente de un pueblo, sino el universo mítico en que vivimos, el horizonte de inteligibilidad en que todas nuestras experiencias e interpretaciones de la realidad adquieren sentido.
La clave de este diálogo intercultural se encuentra en el escuchar. Carlos Lenkensdorf (2008) ha mostrado con rigor el contraste al respecto entre los pueblos originarios y los occidentales u occidentalizados. En estos, “se enfatiza el hablar y el decir a costa del escuchar” (39). “El escuchar es la puerta al diálogo que, a su vez, es fundamento de la convivencia, porque al dialogar nos emparejan las palabras escuchadas” (43). “Al ponernos a escuchar iniciamos un proceso transformador de nosotros: queremos escuchar para averiguar cómo son ellos y por esta vía averiguar quiénes somos nosotros” (51). El diálogo no es posible si los dialogantes no se escuchan mutuamente. “Otras culturas […] son interrogatorios para nosotros si nos abrimos a escuchar sus preguntas” (26). A final de cuentas, subraya Lenkensdorf, para acercarse a la otredad del otro hace falta imaginar mucho más que una cosmovisión, en que se hace predominar el sentido de la vista, en una clara tradición occidental. Se necesita concebir una cosmoaudición, y de hecho, una cosmovivencia.
El escuchar, trascendiendo al logos, conduce al hacer, y es ahí, en la práctica, en donde fnalmente puede tener lugar el diálogo intercultural.
La opción Comunal
Desde hace 30 años, Teodor Shanin observó que el mundo estaba cayendo a pedazos y era el momento de venir con nuevas ideas. Entre ellas, destacó lo que le parecía central:
El futuro deberá ser, de algún modo, un hecho comunitario. El socialismo era claramente portador de un mensaje de comunitarianismo. El problema es que fue traducido en colectivismo, estatismo y autodestrucción (Esteva 2012).
Aunque descuidada por las ciencias, la comunidad aparece aún como la forma más general de existencia humana, aunque su realidad se escape a la conciencia: la comunidad se disimula en la vida de quienes la integran y resulta tan secreta como inmediata a la realidad sensible. En un sentido muy real, la idea de comunidad no es otra cosa que el reconocimiento de la forma concreta de existencia del ser humano, que tiende a tomar la forma de un ideal por las amenazas que se ejercen, con violencia incluso, sobre esa posibilidad humana de existencia.
A lo largo del siglo xx, la palabra se aplicó sobre todo a la comunidad rural, ante la cual predominaron dos actitudes opuestas. Mientras unos la veían como una barrera protectora contra la injusticia y la explotación de los campesinos y exigían preservarla, ante la expansión capitalista que la disolvía, otros la consideraban un anacronismo, un obstáculo a toda forma de progreso que debía ser abolida. (Andreev 1977, 132). Es cierto que es la primera configuración sedentaria de la convivencia humana, pero no lo es que retenga un carácter “primitivo”. El hecho de que persista, como la familia, bajo las condiciones más heterogéneas, en los periodos y circunstancias más alejados entre sí por la historia o la geografía, habla de una sustancia orgánica de alto dinamismo que se arraiga en la historia y en las historias particulares, que se reproduce y transforma constantemente, poseedora de un pasado del que nada subsiste y del que todo está ahí. No podemos tomarla como fue. No podemos imaginar su realidad actual como un producto rezagado o una supervivencia anómala. No podemos seguir manteniéndonos en el rígido marco del prejuicio que se ha formado en torno a ella.
Muchas comunidades rurales que antecedieron a la creación de Estados Unidos, por ejemplo, fueron claro producto urbano: eran en buena medida fugitivos de las ciudades quienes las construyeron sobre un vacío social, creado muchas veces a sangre y fuego. La sociología estadounidense, igualmente, ha confgurado una imagen cosmopolita de la comunidad rural que poco tiene que ver con ella pero permea los análisis del tema.
Fenómenos del último medio siglo exigieron reconsiderar el asunto. Entre 1970 y 1975 más de un millón de estadounidenses se trasladaron de sus ciudades hipertrofadas a pueblos de menos de 500 habitantes, y muchos permanecieron ahí hasta ahora, ilustrando una tendencia que ha estado revirtiendo la que provocaron los grandes asentamientos urbanos que sólo se siguen expandiendo en el sur del planeta. Urbanistas y sociólogos empezaron a sugerir la reconstrucción de la vida de aldea como la única opción de supervivencia ante la imposibilidad de dar un carácter sustentable a las aglomeraciones urbanas.
La aldeanización de las ciudades se convirtió en proyecto. La tecnoelectrónica ha estado reduciendo la movilización forzada de los trabajadores, propiciando una reconstrucción de las relaciones sociales en términos aldeanos. Estas comunidades ultramodernas, en las que viven ya la mayoría de los alemanes, como las de los individuos-vaivén, los conmuter, que duermen en comunidades “rurales” pero se trasladan diariamente al trabajo en ciudades, son obviamente diferentes a las que conservan su impronta histórica y continúan hasta hoy experiencias de cientos o miles de años.
Henri Lefevre, que dedicó la mayor parte de su exploración al mundo cosmopolita y al paso de lo rural a lo urbano, lo hizo después de estudiar con todo rigor la comunidad rural. Al considerar que podía renacer en la actualidad, en función de exigencias modernas y sobre bases contemporáneas, consideró que no había “nada más interesante que este renacimiento: quizá de él pueda surgir un sentido nuevo sobre la Tierra” (1976: 37-38).
No sólo se está ya produciendo ese renacimiento que anticipó, aunque el 60% de la población del mundo sea ahora urbana. Al tiempo que se regeneran las comunidades rurales, está proliferando el impulso comunitario en las ciudades. No resulta exagerado sostener que el ámbito de comunidad constituye ya la célula de una forma de existencia social que desplaza a las que defnen el capitalismo, el individuo y la mercancía, y que esa forma comunitaria ya no está confinada al mundo rural.
En 1992, en ocasión de la Cumbre de la Tierra, el equipo de la revista inglesa The Ecologist, se desplazó por el mundo para explorar lo que estaba ocurriendo. Encontró por todas partes el movimiento por los ámbitos de comunidad. Unas veces, se trataba de un empeño de regeneración de lo suyo por parte de quienes habían logrado protegerlo del cercamiento que hizo posible el capitalismo (the enclosure of the commons). Otras veces se trataba de la recuperación de sus espacios, por parte de quienes los habían perdido, como los campesinos quechua y aymara, que recuperaron un millón de hectáreas en el Perú, una por una, y producen actualmente 40% de los alimentos de ese país. Finalmente, se trataba también de la creación de nuevos ámbitos de comunidad, en las ciudades, por quienes no resistían ya la prisión individualista que se les había impuesto.
Veinte años después, el fenómeno tiene ya reconocimiento general en los más diversos círculos. Se explica así el premio Nobel que se le otorgó a Elinor Ostrom, por su dedicación al estudio de los commons. En 2012, The Commons Strategies Group, una de las múltiples organizaciones centradas en el tema, publicó el libro de David Bollier y Silke Helfrich, cuyos 72 ensayos, de los más diversos autores y geografías, son ya una referencia necesaria sobre el asunto, en que se presenta la riqueza actual de los ámbitos de comunidad, más allá del mercado y del Estado. En 2014 la prestigiada revista Community Development Journal publicó un suplemento especial dedicado al “Sentido común: pensamiento novedoso sobre una vieja idea”, en que se examina el estado actual de la refexión y de la práctica.
Un aspecto central en esta nueva experiencia es que la realización actual del ideal comunitario no expresa ya la oposición tradicional entre comunidad y gobierno. En muchos casos, refeja la constatación de que, como anticipó Shanin, con el capitalismo no se puede gobernar. Prolifera un des-gobierno, una ausencia de regulación de comportamientos y acontecimientos, el cual genera creciente incertidumbre, multiplica la violencia y conduce a un autoritarismo agresivo, en que se recurre a la violencia legítima o ilegítima ante el desorden social generalizado. El empeño comunitario aparece como respuesta efcaz a esa situación. Parte del rechazo de todas las formas impuestas de gobierno, incluyendo a la que todavía se llama “democracia representativa”, para ejercer, en el ámbito comunitario, tanto gobierno de acontecimientos y comportamientos como sea posible, y para reconstruir desde él instituciones basadas en los principios y experiencias de las comunidades para concertar la coexistencia armónica de los diferentes en espacios más amplios y en particular en los grandes asentamientos urbanos.
Es ésta la línea de propuestas, por cierto, que están haciendo los pueblos indios de Oaxaca para generar un nuevo orden constitucional del estado y que se encuentra aún como inspiración zapatista. Se han estado poniendo sobre la mesa una variedad de ideas y experiencias que están dando cauce a la antigua disyuntiva entre individuo y comunidad, por la que se ha peleado en todas partes, desde siempre. Se plantea, entre otras cosas, que el individuo es una construcción social con una historia específca, y que es posible y necesario reivindicar la condición real de la persona humana, como nudo de redes de relaciones concretas.
No existen aún “modelos” de pensamiento y comportamiento de la opción alternativa, pero avanza la articulación disciplinada y rigurosa de las experiencias y esperanzas de las mayorías, bajo el supuesto de su diversidad y pluralismo. Una corriente de pensamiento y acción cada vez más vigorosa, inspirada claramente en los pueblos indios, abandona las separaciones cartesianas en todos los órdenes. En el del conocimiento, apela a la idea de sentipensar. Frente a la memoria, como congelación de la realidad construida en el molde de la textualidad, se levanta la oralidad letrada y se reivindica el recuerdo, con su carácter cambiante y su origen en el corazón. Se intenta traer de nuevo la política (como compromiso con el bien común), junto con la ética, al centro de la vida social, desplazando de ahí a la economía. Y todo ello en el marco del empeño por crear un mundo en que quepan muchos mundos, como sugirieron los zapatistas.
En los últimos renglones de El género vernáculo, el libro en que Iván Illich caracteriza con rigor los daños más profundos que ha causado el capitalismo en la realidad natural y social, rechaza toda nostalgia, todo regreso sentimental al pasado, y expresa una convicción serena: “Tengo serias sospechas de que se puede recuperar un arte de vivir contemporáneo” (1990: 201).
Para Arturo Guerrero, la paradoja comunal consiste en “conservarse cambiando, cambiar para permanecer y perdurar; adecuación primordial entre conservar y crear; renovación interminable de lo que no cambia”. Es cierto: la mejor de las tradiciones de las comunidades indias es la tradición de cambiar la tradición de manera tradicional. Por eso siguen siendo quienes son, adaptándose a las más diversas circunstancias.
Y Arturo concluye: “En este carácter paradójico de la comunalidad reside sin duda el arte de vivir comunal […]. En la comunalidad, al habitar se le da existencia a lo que nos da existencia, realizamos lo que nos da realidad” (2005: 321 y 326). Por eso, aprender a escuchar la palabra ‘comunalidad’, sentipensarla, puede ser una fuente primordial de inspiración para las tareas de hoy. Eso debería tratar de recoger, así sea indirectamente, el término ‘comunalidad’.
Bibliografía
Bollier, David y Helfrich, Silke (2012). The Wealth of the Commons: A World Beyond Market & State, The Commons Strategies Group, Levellers Press, Amherst, MA.
De la Cruz, Víctor (2011). “Comunalidad y estado de derecho”. Cuadernos del Sur, 31.
Esteva, Gustavo (2012). “Pensar todo de nuevo: Anticapitalismos sin socialismo. Una entrevista con Teodor Shanin”. Bajo el volcán, 11(18), pp. 93-120 (la conversación tuvo lugar en 1980. Fue publicada por primera vez en 1992).
Guerrero, Arturo (2005). “De tierra espiral: Comunalidad, memoria y esperanza en la Sierra Norte de Oaxaca”. Tesis de Maestría en Desarrollo Rural. México, uam-x.
Illich, Iván (1990). El género vernáculo. México: Joaquín Mortiz/Planeta.
Lefevre, Henri (1976). De lo rural a lo urbano. Buenos Aires: Lotus Mare.
Maldonado, Benjamín (2003). Autonomía y comunalidad india, Oaxaca: Conaculta/Cedi.
Martínez Luna, Jaime (2003). Comunalidad y desarrollo. México: Conaculta/CamPo.
Panikkar, Raimón (1980). Words and Terms. Roma: Istituto di Studi Filosofci.
fuente: https://www.academia.edu/41014578/Esteva_Para_sentipensar_la_comunalidad
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