“Yo no conocí a mi papá —dice Joaquín Frías, recién sentado ante el tribunal—. No tengo ningún recuerdo de él, ninguna imagen, ni el sonido de su voz, nada. Nací en junio del ’76 y vivimos juntos hasta junio del ’77. Después se separaron y no nos vimos nunca más”. Apenas está comenzando su testimonio, que va a durar más de dos horas y media. Es la historia de un hijo en la búsqueda permanente de su padre.
Por Fernando Tebele y Fabiana Montenegro para El Diario del Juicio.
Al darle la bienvenida, el presidente del tribunal, Esteban Rodríguez Eggers, le había explicado que es “una víctima de segundo grado”. Si bien se entendió que quiso decir, técnicamente, que no fue secuestrado ni torturado, sonó extraño. Todo lo que está por contar Joaquín lo muestra como una víctima del genocidio, que a todos y todas nos ha afectado de alguna manera. Y definitivamente ha marcado algunas vidas más que otras, con una cicatriz tan identificable y personal, tal vez como un tatuaje, pero mucho más metida en la piel que la tinta superficial.
Joaquín logró construir un vínculo inicial con Federico Frías Alverga, su papá, a través de las cartas que él le enviaba, escritas a veces detrás de una foto. Como una postal, viajaban hasta México desde donde una amiga, que conocía las direcciones de ambas puntas, oficiaba de enlace y las reenviaba; así llegaban a las manos pequeñas de Joaquín, que aún no sabía leer, tendría unos 3 años.
“Me las leía mi mamá como si fueran un libro de cuentos”. Tenían dibujos para captar la atención de un niño, efecto evidentemente conseguido porque Joaquín tiene presentes todavía esas imágenes. “De esa manera, yo sabía que tenía un papá que no estaba, no entendía bien por qué, pero estaba presente. Yo quisiera leer para que tengan una idea del tono de la voz. A veces las escribía detrás de una foto, con letra apretada. Como esta —levanta y muestra una foto escrita por detrás—. Como una postal… me decía cosas como estas:
Qué puedo hacer para que entiendas por qué no estoy ahora con vos llevarte a la calesita, montarte a caballito o remontar un barrilete juntos.
Quisiera que fueses grande por un ratito para poder explicártelo, y que después vuelvas a ser chiquito.
Se que brotaría de tus labios una sonrisa compinche y que me harías con tus deditos la “ve” de la victoria.
Pero el tiempo pasa lentamente, más cuando queremos apurarlo y los chicos crecen de a poquito.
Mientras, como tantos otros, sigo escribiendo un libro, que es para vos y miles de pibes más.
Libro que cuando vos sepas leer las palabras de la vida vas a encontrar con muchos capítulos escritos.
Sé que en ese momento vas a entender lo de la calesita, el caballito y el barrilete y tantas cosas más.
Va a brotar de tus labios esa misma sonrisa dulce que ahora imagino y vas a dibujar con tus dedos bien alto la “ve” de la victoria.
Papá — Junio 1978
Joaco, como le llaman sus afectos, es altísimo y flaco. Mide 1.90 mts. Tiene todo el aspecto del tipo buenazo, quizás excesivamente tímido, que cuando se abre lo hace sin condiciones.
“La relación epistolar ni siquiera era ida y vuelta porque yo no sabía escribir, podría dibujar. Le mandaba dibujos. Algunos le llegaron”, cuenta. Las cartas las recibieron en el ‘78/’79, pero en algún momento de esos años se interrumpen. Las leían en una casa de Neuquén, donde vivía con sus abuelos; también recibió algunas cuando ya estaban en un exilio vecinal en Montevideo. “No puedo decir que la pasaba mal, pero si registraba esta ausencia sobre todo cuando en el jardín de infantes el regalo del día del padre se lo daba mi abuelo materno. Era algo raro porque yo sabía que era mi abuelo; nunca me confundí, ni me confundieron”, explica con toda su tranquilidad. Ahora el que parece estar contándonos un cuento es él. Así como su papá les daba un formato que un niño estuviera más cerca de comprender en alguna dimensión, Joaco no quiere perderse en el relato, para que los jueces y quienes estamos allí, comprendamos su historia. Es el primer “hijo de la Contraofensiva” en declarar que no pasó por la guardería de La Habana, esencialmente porque su madre no participó. “Años después, 5 o 6, mi mamá me da las cartas, 10. Yo ya sé leer… estoy en una casa nueva en Neuquén también. Mi madre formó pareja con otra persona y tengo hermanos y hermanas. Yo ya sabía que era hijo de desaparecidos. No sé cómo hicieron para explicármelo porque me di cuenta solo. No era un tema que se hablase permanentemente. Había mucho miedo. Era una democracia tutelar, hacía poco que se habían ido los militares. Ni siquiera me lo tenían que decir, yo sabía que era un tema que no se lo podía contar a los vecinos”, asegura en referencia a 1984.
Frías tiene un cuaderno manuscrito de principio a fin al que recurre cada tanto con un vistazo. El espiral tal vez tenga tantas vueltas como su vida.
Las diagonales familiares
Joaquín da cuenta de que las dos familias, los Frías y los Ogando (la parte materna), eran de La Plata. A partir de la caída de los compañeros/as de la cercanía militante, se empiezan a mudar. Federico Frías militó en la JUP (Juventud Universitaria Peronista) en la Universidad de Ciencias Económicas de La Plata, de la que llegó a ser responsable. Trabajaba en Vialidad provincial. En el ‘75 se casó con Claudia Ogando. Era la época de la Triple A y la represión paraestatal. La madre militaba de una manera periférica, sin asumir el compromiso político del padre, y esto se iba a transformar en una diferencia insalvable en la pareja. En febrero del ‘77 se produjo un allanamiento ilegal en la casa de los abuelos Ogando. Allí cayeron preguntando por Federico Frías. Se asustaron y decidieron mudarse a la Capital en formato de inquilinos.
Abuelos secuestrados
El 11 de julio del ‘77 secuestraron a los 4 abuelos. Una patota de represores ingresó a la casa de los Frías. Al mismo tiempo, otra patota cayó en la casa de los Ogando y también los secuestraron. Mientras sus abuelos estaban secuestrados, ellos pudieron enterarse y se escaparon. La patota les pisaba los talones, pero no consiguieron atraparlos. Joaquín narra que al abuelo Frías le dijeron: “desgraciadamente no lo encontramos, porque estaría más seguro acá en la Brigada. Ahora, ingeniero, si lo encontramos en la calle, se lo tenemos que matar”. Joaquín Frías hace una pausa en su relato y retoma: “No sé qué más se le puede decir a un padre para destruirlo y si eso no califica como apremio físico…”. Sin embargo, su abuela, Teresa Alverga de Frías, firmó un documento que dice que no sufrieron apremios ilegales. A Joaquín se le quiebra la voz. Es posible que algún rostro querido se le venga a la mente. Pasa el momento y se sobrepone. Cuando Federico Frías sea secuestrado, Teresa va a ser la que firme los habeas corpus patrocinados por Emilio Mignone, y se mueva con el andar incansable de cada Madre.
“A los Ogando sí los torturan. Así era como funcionaba el dispositivo de secuestro y tortura, en algunos casos asesinato y desaparición de la dictadura, para capturar información”, indica Frías. “Esta patota sabía que los que sabían la dirección de la pareja eran los Ogando, aunque se pudiera suponer que fueran los Frías porque era el hijo. La ayuda material eran los Ogando. No pierden el tiempo. Saben de quién extraer la información. Mis abuelos me contaron todo lo que pasaron esa noche y la verdad que yo no podría ni contarlo aca, pero bueno… Lo importante es saber cómo ocurrió”, dice con tristeza, aunque sin perder nunca la solvencia y la seguridad.
Mientras tanto, Joaquín y sus padres consiguieron perderse. “Nos escapamos en subte, en tren, con un bolso, hasta la Estación de Lanús”. Es julio del ‘77. Para dar cuenta de la perversidad de la patota, pone como ejemplo que rompieron todo lo que encontraron en el departamento alquilado del que lograron huir. “Mi abuelo tiene que pagar los gastos”. A los abuelos Ogando, antes de liberarlos, les dicen que tienen que irse del país. Se van a Uruguay. “Nos instalamos en Montevideo. Después llega mi tía Paula, secuestrada en el Sheraton”.
La separación
Por momentos, como cuando habla de la separación de sus padres, Joaquín parece volver a su niñez agitada. “Fue una separación forzada, pero después mi mamá no quiso saber nada con seguir militando en Argentina. Mi papá decide no exiliarse. Hubiera sido fácil para él hacerlo —lo defiende—. Estaba convencido de que había que quedarse. De que era una derrota irse. Ella tal vez pensaba que mi papá iba a cambiar de idea, que se daría cuenta de que no había chance. Esta diferencia entre los dos se convirtió en una decisión de mutuo acuerdo o mutuo desacuerdo”, analiza ahora aquella separación. Fue también el momento en el que comenzaron a llegar las cartas de papá.
Reconstruyendo los pasos
Joaquín fue armando el rompecabezas pero aún hoy le faltan piezas. “Dónde estuvo en el ‘77/’78 lo tengo poco claro”. Lo ubica luego con unos compañeros. “Se reencuentra con Juanita y Néstor una pareja de La Plata. Viven en la casita de Loma Hermosa. Cerca de Campo de Mayo. Tienen allí una militancia más barrial, dan clases a los chicos, hacen pintadas contra la dictadura. Trabajan, porque nadie los mantenía”. Está un año y medio en esas condiciones. Hasta que Néstor —en realidad Joaquín Areta el del poema que otro Néstor leerá muchos años después públicamente, tal vez como despedida inconsciente— no vuelve de una cita a fines de 1978. “Efectivamente, hoy es un detenido—desaparecido”, expresa Joaquín. Levantan la casa. “Ahí pierdo un poco el rastro sobre qué pasa a fines del ‘78. Logra salir del país y en el ‘79 está en Río de Janeiro. Un amigo de él, Eduardo Pelitti, se lo encuentra fortuitamente en Río. En marzo del ‘79 sé que está en México, que es donde se prepara para lo que es Contraofensiva”, relata.
La Contraofensiva
Joaquín se mete de lleno en la participación de su padre en la operación político-militar de Montoneros. “Él era parte de la TEA (Tropas Especiales de Agitación), que aquí ya se comentó. Pude hablar con algunos compañeros de él que participaron de la preparación que fue en una casa que Montoneros alquiló en San Miguel de Allende, en México. Era un entrenamiento físico en un lugar agreste, donde trepaban paredes. También ahí tuvieron el entrenamiento técnico para las interferencias”.
Las transmisiones
“Era un dispositivo que anulaba la imagen y ocupaba el sonido. Convertía al televisor en una radio. El equipo era sencillo: una batería de autos, que trasladaban en siambrettas, otros lo hacían en colectivo. Había una antena y el transmisor, que interfería un solo canal… una sola señal. Además había un grabador que emitía el mensaje con las consignas de Montoneros grabadas por Firmenich. Después ellos aprenden a grabar sus propios mensajes más adaptados a la realidad. A veces se hacían en altura, en tanques de agua. Aprovechaban momentos de mucha audiencia, como las peleas de Monzón, que les permitían tener una audiencia más importante”.
Frías en Buenos Aires comparte una casa con Gastón Dillon, 7 años más chico que él, que ya tenía 27. También ubica allí a Mirta Simonetti (Teresa). En la zona de Laferrere. ”Mi papá fue responsable de las TEA en Zona Oeste. Yo tomé algunas notas para poder contarles”, dice, y recurre al cuaderno espiralado, en el que tiene algunas de las anotaciones que también formaron parte de un libro, que se llama justamente Las Transmisiones. “No eran grupos de más de 3 personas”, pero en algún momento los militares empiezan a entender el mecanismo, y aquellas emisiones se vuelven más peligrosas. De la primera tanda de interferencias, ninguna es descubierta. “Evidentemente no eran extraterrestres. Tuvieron apoyo de gente que los dejaba subir a una obra en construcción. O que les prestaban las baterías. En abril empiezan las transmisiones y en septiembre terminan. Acá tengo un pasaporte de fabricación montonera, que traje copias y quiero incorporar a la causa. Están a nombre de un tal Carlos Agustín Torres, por supuesto con su foto. Están los sellos, que no sé si son parte del montaje del pasaporte o son reales. Por lo que reconstruí este pasaporte es el que utilizó para salir del país. Lo conseguí a través de Carlos Hirsch, un compañero suyo que lo tenía guardado. Los conseguí en los ‘90 y para mí fue un impacto muy grande”, señala mientras mira otra vez esa foto carnet que vio mil veces.
“En el ‘80 se evaluó que era peligroso volver a usar el método de las transmisiones. Por lo que la idea fue hacer un trabajo más político de base. Bajan el perfil. Varios compañeros me contaron que pasaron un tiempo de vacaciones en Acapulco. Eso fue en enero del ‘80. Alquilan una combi y se van a las pirámides. Esto lo cuento porque a veces hay una idea de los militantes político muy cerrada. Mirta quería conocer Acapulco y fueron”. Le interesa remarcar especialmente estos rasgos de vida cotidiana, a pesar de la algidez de la época.
—¿Cómo entran al país? —le pregunta Rodríguez Eggers.
—En 2006 tuve una reunión con (Roberto) Perdía que me contó que entraron en febrero o en marzo del ‘80 sin problemas —responde después de buscar algún textual de Perdía en su cuaderno.
Agarren al ladrón
Joaquín está a punto de meterse en el secuestro de su padre. Algunos detalles ya fueron contados por Ana María Montoto Raverta durante la audiencia anterior. Pero así como en el testimonio de Ani el relato más crudo se da cuando habla de su mamá, María Inés Raverta, aquí será el hijo de Federico Frías Alverga el encargado de contar ni más ni menos que el extenso y multinacional sufrimiento de su padre.
“Vivía con mi mamá en Neuquén y empiezan a llegar recortes de diarios de Perú que hablan donde mencionan a mi papá como secuestrado. En paralelo mi abuela se empieza a enterar por informaciones periodísticas del secuestro de su hijo en Perú. No entiende muy bien qué había pasado. Se sabía que podía pasar lo peor”. Ahí se le quiebra la voz, pero más que por el dolor, la emoción es síntoma del orgullo por su abuela. “Comienza a hacer las presentaciones de habeas corpus. Se inicia un proceso judicial de utilería… se rechaza el pedido. Se relaciona con las Madres de Plaza de Mayo. Idas y vueltas. Esta info la adjunta a su pedido de habeas corpus. El secuestro salió en el diario de Perú”. Toma un recorte entre sus papeles y lee: “El miércoles a las 12:30 del mediodía, un joven alto de alrededor de 28 años, pelo castaño, ojos claros, casaca beige y pantalón marrón, corría desesperado por el centro de Miraflores perseguido por un hombre armado, fornido, de unos 35 años, de saco azul y pantalón beige. El perseguidor no vaciló en disparar hasta cinco veces al aire, al mismo tiempo que gritaba ‘agarren al ladrón’. Un grupo de ancianos de una tienda logró atrapar al joven creyendo efectivamente que se trataba de un delincuente común. Cuál no sería su sorpresa cuando el joven exclamó, con acento extranjero: ‘me han traído de la Argentina para matarme en el Perú’. En esos momentos lo alcanzó un hombre fornido que descargó un culatazo sobre el joven, rompiéndole la cabeza. Al mismo tiempo, de un Mercedes Benz, descendieron un policía y una mujer policía, que cargaron con el captor y su víctima desapareciendo rápidamente”. Cuenta luego que su abuela adjuntaba en sus reclamos ese tipo de publicaciones.”La noticia se amplifica rápidamente. En diarios de Francia, de Brasil, incluso de Argentina, porque el tema escala a niveles diplomáticos”.
En realidad Frías Alverga no había sido secuestrado en Perú, como sí sucedió con Ramírez, Raverta y Gianetti de Molfino, sino que lo habían llevado en avión desde Buenos Aires, donde ya estaba secuestrado, con la finalidad de que mantuviera una cita ya pactada con antelación. Así conseguirían secuestrar a quienes estaban en Perú en una de las bases de la Contraofensiva.
Federico Frías Alverga, según reconstruyó Joaquín a través de un documento del Batallón de Inteligencia 601 del Ejército, llamado Bajas producidas en procedimientos de las fuerzas legales. Allí figura en el Nº18 Quito o Fredy. “Si esto es así, lo secuestraron el 1 de mayo, que era su cumpleaños”. Entonces ensaya una teoría de cómo llegó a Perú. “Yo creo que elabora una estrategia de supervivencia. No sé si fue torturado o no, tampoco me interesa o no; si lo pienso dos veces creo que sí. Esta claro que despliega esa estrategia que muchos secuestrados hacían en la medida de los posible. Lo concreto es que tenía la cita cerrada pactad meses antes en Perú con la base de Montoneros que estaba armándose en ese lugar. Perdía mencionó que ‘seguramente le encontraron los papelitos’, dando a entender que no dio la información bajo tortura sino que le encontraron la info del papelito con la cita. No estoy muy contento con eso. Mi padre a esa altura era un militante veterano y no creo que hubiera sido tan descuidado de tener anotado el papel de la cita aunque sea en clave”, remarca. Frías Alverga dio los datos de la cita pautada, pero la adelantó un día. Joaquín supone que la Inteligencia corroboró que la cita existía: “no creo que hubieran ido a Perú solo por un dato entregado por un secuestrado”. Allí menciona el libro de Ricardo Uceda, Muerte en el Pentagonito, que era el edificio de la inteligencia peruana. En el libro aparece el testimonio de uno de los altos oficiales peruanos de inteligencia que fueron parte de la patota: un tal Arnaldo Alvarado, El Negro, un grandote de metro ochenta. Por esa razón contiene tanto detalle informativo. Frías Alverga llega a la cita (como ya narramos en la crónica del testimonio de Montoto Raverta) con un dispositivo que le impedía correr: una tanza atada en un extremo al dedo gordo del pie y en el otro en un testículo. Imposible no sólo correr, también caminar con normalidad. Con esa renguera inevitable, Frías consiguió que le dieran un cigarrillo. Pidió permiso para ir al baño de un bar. Quemó la tanza, pero continuó simulando la renguera. En cuanto pudo salió corriendo. Después sucedió lo que contaron los diarios. Al detenerlo, el más duro de la patota, Lito, le dio el culatazo que le abrió la cabeza. Allí aparece otra prueba de su involuntaria estadía en Lima: queda registrada su entrada y su salida del hospital donde le cosen la herida. Pero los peruanos lo terminan entregando a la patota argentina, después de un llamado de alta jerarquía a la comisaría donde lo tenían amarrado.
“A partir de ese momento no se que pasó esa noche, puedo hacer mil conjeturas… los militares tienen una persona que los engaño, les hizo correr peligro.. no quiero ni pensarlo”. Finalmente consiguen atrapar a Raverta en la cita acordada.
A los datos recopilados por Joaquín y a los documentos desclasificados en EEUU, se le han sumado últimamente otros de Argentina, como los de la Dirección de Inteligencia de la Policía de la Provincia de Buenos Aires (DIPPBA). “Para mí es el más importante —dice Frías—. En el caso del documento que quiero leer, Procedimiento sobre la BDT (Banda de Delincuentes Terroristas) Montoneros”. El documento da cuenta del informe de la cita cantada y los secuestros ocasionados por la serie de caídas. “Mientras mi abuela presentaba habeas corpus y le decían ‘no sabemos dónde está, ese mismo comisario recibía este informe. Para mí es contundente y no deja dudas acerca de lo que ocurrió”.
Pasos en Lima
Frías viajó a Perú. Visitó a Uceda (“una persona macanuda”). Le armó una cita con Alvarado (“la jugó de bueno. Me dijo que él le había convidado el cigarrillo con el que quemó la tanza. No me dijo mucho más”). Dice que su testimonio lo decepcionó un poco. Pero en un segundo encuentro “él me relata que hay un chofer, Jorge Chávez, que es el que lleva a los tres secuestrados hacia Bolivia, donde se simula la extradición. Esta misma persona, cuando la patota argentina se va de apuro hacia nuestro país, él los lleva al aeropuerto. Ahí lo hacen subir al avión y le dan un regalo a la contraparte peruana: pelucas, micrófonos, a modo de agradecimiento, aunque el operativo no había salido del todo bien. Y ahí Chávez refiere que lo vio a mi papá en el avión”. Ese testimonio rompe con la versión de que Raverta y Frías fueron asesinados en Perú.
El sargento y los fusilamientos
Joaquín Frías sigue aportando datos. Lejos de parecer cansado, se lo ve dispuesto a quedarse allí todo el tiempo que sea necesario. Todavía sólo pregunta la fiscal Sosti. “Lo que pude reconstruir me encuentro con un testimonio que a finales de los ‘90 dio el Sargento retirado Nelson Ramón González ¿Se acuerdan de ese programa tipo talk show al que iban Coppola y Maradona? —pregunta Joaco. Se oyen algunas risas como respuesta afirmativa— Él da allí algunos datos que son comprobables. Dice que vio el fusilamiento de Pato Zucker, el hijo del actor cómico marcos Zucker. Él habla con la hermana, Cristina Zucker y le cuenta lo que vio”. Cristina luego publicó el libro El tren de la Victoria, en el que da cuenta de su mirada personal de la Contraofensiva. En ese libro “también cuenta de en ese fusilamiento habían un tal Frías. No sabía si creerlo o no. Entonces trato de contactarme con González. Trato de contactarlo. Busco por DNI en el padrón electoral. En la base del ANSES. Le mando una carta y me responde. Vive en Plottier. Viajo a Neuquén sin decirle nada a la familia. Sigue habiendo mucho miedo 40 años después. Viaje de incógnito. Le muestro una foto y el me responde que sí, que era él. Lo vio en Campo de Mayo”. González relató que los fusilamientos se dieron en el campo de tiro. “Diría que es la única persona que puede decir eso”, agrega. El sargento habló de cuatro personas fusiladas, pero sólo pudo reconocer a Zucker y a Frías, no a los otros dos”.
—Las otras dos, ¿sabés si eran varones o mujeres? —pregunta Sosti.
—No, eso no le pregunté, no se me ocurrió —se lamenta Frías.
El relato de González fue detallado, y Joaquín lo expresa ahora en su testimonio, que ya va para los dos horas. “El jefe de Campo de Mayo Cristino Nicolaides llamó a jefes y subjefes de escuelas militares y dijo algo así como ‘ahora se van a ensuciar en esta guerra como nosotros estamos sucios y ordenó que disparen con su arma reglamentaria’. Mi papá tenía los ojos vendados. Esos disparos no los mataron quedaron en el piso temblando y después gente de la patota, tal vez del batallón 601, los remataron de un tiro en la cabeza. Ese fue su relato”. Pasan unos minutos en los que continúa contando, hasta que dice “puede ser que ese haya sido el final de mi papá”.
—Nelson González, ¿hace referencia al destino final de los restos? —consulta el abogado querellante Pablo Llonto.
—Sí. Él dice que quemaron los cuerpos con cubiertas y fueron enterrados cerca del polígono de tiro de Campo de Mayo.
—¿Hay un momento en particular en el que te enterás que sos hijo de desaparecidos? —vuelve hacia atrás en el tiempo Llonto.
—Fue viendo por tv el juicio a las juntas. Estaban pasando un tramo en el noticiero y yo dije: “y yo no seré hijo de desaparecidos?”. Todos se quedaron duros. No lo podían creer. De alguna manera, esta anécdota un pco refleja que yo pude poner en palabras esto que tenía algún tipo de indicio. Y fue mirando un fragmento de un juicio oral. POr eso pienso en los efectos de un juicio oral. Lo que estamos viendo acá los martes no es nada más que para los familiares. Tiene un efecto en la sociedad. Va más allá. Es muy muy importante que se hagan estos procesos y que se conozca la verdad; restituye identidad en la sociedad. A veces pienso en aquellas consigna de Ni olvido ni perdón ni reconciliación, que es dura, va por la negativa, pero esa declaración política que parece testaruda, anacrónica, pero es una divisa permitió que un colectivo muy heterogéneo, de abuelas, madres, hijos, familiares. Necesitamos saber. Aun así, tenemos claro que lo más importante no es eso tal vez, si no poder acceder a información que sabemos que existe y no tenemos, pero que no estamos dispuestos a negociar medio metro de nada, porque nuestra consigna es Ni olvido ni perdón ni reconciliación. Puede sonar duro y de otra época. Hubo muchas idas y vueltas. Cuando yo empecé a buscar a mi papá había indultos. Y acá estamos 40 años después. Esto se va a escuchar afuera, no solo acá, por lo que tiene un poder de justicia que nosotros buscamos no solo para nosotros sino también para toda la sociedad.
—¿Cuántos años tenía cuando vio ese recorte del juicio a las juntas? —pregunta el juez De Korvez, decano del tribunal.
—Tenía 8 años calculo.
Luego de las preguntas de las otras querellas, es el turno del abogado oficial, Lisandro Sevillano, que le repite nombre de militares que fueron juzgados en otra causa por el juez Ariel Lijo. La estrategia de la defensa, además de levantar permanentemente la teoría de los dos demonios, también intentaría ir hacia la cosa juzgada, el principio por el que nadie puede ser juzgado dos veces por el mismo hecho. Aquella causa de Lijo abarcaba aspectos de la Contraofensiva pero no parece repetir hechos que se estén juzgando en este debate. Como es un punto central de este juicio, Sosti lo enfrenta y se produce una fuerte discusión que Rodríguez Eggers frena estirando los dos brazos como un juez ante boxeadores.
—Que no se convierta en una riña de gallos por favor —dice el juez.
Sevillano vuelve a la carga.
—Usted es periodista, ¿tiene el número de teléfono con el que se comunicó con González?
Llonto interviene para decir que hay hostigamiento por parte de la defensa contra el testigo. Estamos cerca de las tres horas de testimonio. Joaquín se mantiene en el centro de la escena, mientras los demás discuten. Sabe que se acerca el final. Toca el cuaderno. Acomoda los papeles. “Dije todo lo que tenía para decir”. Se levanta tan alto como es y desde allí arriba, mira el mundo con cara de tarea cumplida y con mirada de esperanza.
*Este diario del juicio por la represión a quienes participaron de la Contraofensiva de Montoneros, es una herramienta de difusión llevada adelante por integrantes de La Retaguardia, medio alternativo, comunitario y popular, junto a comunicadores independientes. Tiene la finalidad de difundir esta instancia de justicia que tanto ha costado conseguir. Agradecemos todo tipo de difusión y reenvío, de modo totalmente libre, citando la fuente. Seguimos diariamente en https://juiciocontraofensiva.blogspot.com
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