Las negociaciones con el FMI siguen avanzando. El acuerdo llevará a profundizar la política económica orientada a privilegiar la protección de los negocios financieros y especulativos. La salida que propone el gobierno es el ajuste fiscal. Pero la única de fondo es el cambio de la estructura productiva. Todo lo demás reciclará la crisis en que Argentina se sumerge cada década.
(Fabiana Arencibia-Red Eco) Argentina – El gobierno hace los deberes para llevarle las metas de inflación, fiscales, monetarias y de tipo de cambio que van a incluir en el Proyecto de Presupuesto 2019 para que ingrese en setiembre al Congreso de la Nación.
El organismo muy solicito con Argentina dijo que aceptaría el déficit primario de 2,5% para este año, pero con la promesa de reducirlo al 1% en 2019. La exigencia no es la baja del déficit fiscal “total” porque éste incluye los intereses del endeudamiento y el organismo debe garantizar que se le pague.
Al Fondo le preocupan también las “distorsiones” que hay con las cifras de inflación cuando el gobierno habla de una meta del 15% anual y en cuatro meses casi se llegó al 10%. Además el organismo exige que la inflación para el año 2019 no supere el 10%.
El gobierno apuesta a que se firme el Memorándum de Entendimiento antes de que arranque el mundial de fútbol. En el mismo se van a detallar las metas trimestrales que se comprometerá a cumplir la Argentina para el acuerdo stand by de tres años (hasta el 2020), y por el que se podrían obtener hasta USD 30.000 millones en etapas.
Lo que hay que decir es que llegamos al FMI estando a las puertas de un default porque se dieron situaciones que fueron confluyendo.
Una es la suba de la tasa de interés de los Estados Unidos con el peligro de que los capitales en nuestro país que vienen a especular, y que son la gran mayoría, salieran del sistema financiero nacional para irse a invertir a aquel país que paga más tasa.
También había causas internas. Una de ellas fue la no liquidación de divisas por parte de los exportadores. Ese sector fue beneficiado por el decreto 893/2017 por el cual se eliminó la obligación de liquidar en el mercado de cambios las divisas ingresadas al país producto de las exportaciones de bienes, servicios y materias primas. Además el 28 de abril vencían las LEBAC, letras que de no ser renovadas por los tenedores, les liberarían los pesos por ellos invertidos que seguramente irían a la compra de dólares, presionando su precio al alza descontrolada.
Las LEBAC representan para sus tenedores un compromiso del Estado de devolver el dinero que pide prestado a través de la compra de estos títulos más sus cuantiosos intereses, al vencimiento de las mismas. O sea, son deuda.
Recordemos que la operatoria en grandes volúmenes (más allá de los inversores locales) significó que quienes las compraron convirtieron dólares a pesos para su adquisición y luego cobraron altos intereses que, al vencimiento, podían invertir nuevamente en la compra de dólares y llevárselos.
La gran rentabilidad se produjo porque el alto interés pagado superaba un dólar más o menos estable en su momento. Por eso, para incitar a que las LEBAC fuesen renovadas en medio de la crisis cambiaria es que el gobierno ofreció una tasa del 40% muy por sobre la devaluación del dólar que pasó de estar a fin de 2017 en casi 19 a 25, casi 32% de devaluación, al momento de la crisis.
Así aterrizamos en el FMI. Es la tercera vez que sucede. Una fue en la última dictadura, otra en la década de los 90 y la última es la actual.
Lo que viene a hacer el FMI ahora no es oxigenar para cambiar algo sino reforzar una política que el gobierno de Macri ya viene desarrollando de ajuste fiscal. Y desde el punto de vista económico lo que el FMI viene a traer para equilibrar el “déficit fiscal” es un mayor nivel de recesión porque lo que necesita quien presta plata, llámese como se llame, es que puedan devolvérsela. Y para ello, hay que gastar menos, hay que ahorrar dólares para pagar el préstamo.
La necesidad del acuerdo no es solo del gobierno argentino. También es del FMI porque su directora gerente Christine Lagarde está por terminar su mandato este año y dio la orden política – dentro de lo que son los marcos legales del organismo – de moverse de la manera más condescendiente posible con este acuerdo. Cerrar el caso argentino ayudaría a iniciar una nueva etapa del FMI con los países a los cuales perjudicó por sus políticas durante los 90. Sería como un espejo para mostrar que el Fondo ha vuelto para ayudar a países en crisis macroeconómicas que no son privativas de Argentina.
El acuerdo llevará a profundizar la política económica orientada a privilegiar la protección de los negocios financieros especulativos. Porque los sectores que siguen ganando son quienes traen plata para especular y también, al igual que durante el kichnerismo, la banca financiera. A estos se suman los vinculados a la depredación de los bienes comunes, en especial el negocio de los hidrocarburos.
Las 53 empresas que cotizan en la Bolsa, durante el 2017 crecieron en facturación y en ganancias más de lo que creció la economía y más de lo que subió la inflación. Y hay 8 dentro de ellas que son las beneficiadas por los tarifazos de luz y gas y las petroleras.
El “rumbo económico” está asentado sobre esas dos actividades: la financiera y la explotación de los bienes comunes.
Más allá de estar pendientes de la cotización del dólar, lo que hay que analizar es qué pasa con nuestra economía.
Cuando se plantea la discusión en términos monetarios (cotización del dólar, emisión monetaria, déficit fiscal, etc) lo que hay que decir es que el problema de Argentina no es un problema económico sino político. Y tiene que ver con una estructura productiva deforme basada fundamentalmente en la producción primaria (soja, hidrocarburos, minería), en mano de pocas empresas concentradas y extranjerizada.
En lo que respecta a la actividad industrial, es “dólar-dependiente” porque la mayoría de sus insumos son importados. Incluso la industria que durante el kichnerismo fue una de las puntas de lanza, la automotriz, es básicamente ensambladora de partes importadas.
“De cada U$S 10 dólares que se necesitan para producir, solo se generan 6. Los otros 4 se obtienen tomando deuda o con el ingreso de capitales especulativos. Este gobierno ha generado cerca de U$S 90.000 millones de dólares de nueva deuda pública en dos años y ha pedido autorización para endeudarse en cerca de U$S 46.500 millones durante este año”, comentó el economista Claudio Lozano.
O sea, que es una estructura productiva que por un lado es primaria y por el otro está sostenida por industrias dependientes de las importaciones y por lo tanto del dólar.
A la alta dependencia del dólar se suman los que se van del país por una balanza turística deficitaria pero sobre todo la insultante fuga de capitales (los que se llevan al exterior y los que salen del circuito bancario y financiero). Este fenómeno no es nuevo. Durante el kirchnerismo se fugaron casi 125.000 millones de dólares. Una economía así deformada no aguanta sino se cambia la dependencia que tiene con el dólar.
Al decir de Lozano, “El problema (en Argentina) no son los pobres ni es el Estado, sino los ricos y su forma de acumular”. Si pensamos que hay casi 400.000 millones de dólares fuera del país de los cuales solo se blanquearon 140.000 (la mayoría no ingresaron al país) y que además no pagan impuestos, ahí tendremos un punto clave de decisión política como puntapié inicial para resolver el problema de los recursos.
La salida que propone el gobierno es el ajuste fiscal, o sea que el Estado achique sus gastos para achicar el déficit. Y si no alcanza, entonces emitir dinero y/o endeudarse. Lo que no dice es que los intereses del endeudamiento provocan gran parte del déficit que pretende recortar. Obviamente que sin tocar el pago de la deuda o su refinanciación, contrayendo más deuda para pagar deuda.
Y tampoco se plantea que el camino no debería buscarse solo en los gastos sino en los ingresos genuinos a los que puede recurrir el Estado que son los impuestos. Pero no el aumento de los que gravan el consumo, como el IVA, sino aquellos que alcanzan a las grandes riquezas. Si se cobrase a las 114.000 personas – las que más patrimonio tienen en nuestro país superior a los 15 millones de dólares – la tasa del Impuesto sobre los Bienes Personales que existía antes de la reforma tributaria (que la redujo hasta el 2019), con ese dinero podría terminarse con los hogares pobres, sin emitir y sin endeudarse.
Si además se distribuyera la riqueza que Argentina produce en un año entre los 44 millones de habitantes, cada uno recibiría una renta mensual de U$S 1.000 o sea, $ 25.000. Un hogar tipo rondaría en los $ 100.000 mensuales de ingresos, mientras que hoy la mitad de los hogares apenas promedia los $ 13.000 y 7 de cada 10 niñas y niños son pobres.
A corto plazo, mayores impuestos a las grandes fortunas, distribución de la riqueza hacia sectores de bajos recursos y sectores productivos y no especulativos. Son medidas posibles de tomar y que solo requieren de decisión política. A largo plazo, cambios en la estructura productiva.
Ninguna de las dos cosas serán posibles con un gobierno en el que 7 de cada 10 funcionarios tiene vínculos por ser o haber sido representantes de bancos y empresas extranjeras. No se saldrá de la crisis si la variable que se maneja como única es el achique del déficit fiscal recurriendo al endeudamiento y con apertura comercial y financiera. Tampoco si el cambio se busca en un proyecto que no plantee terminar con la concentración y extranjerización de una economía que además permanezca sostenida por la soja, los negocios financieros y el ensamble automotriz.
Entrevista en La Colectiva http://lacolectiva.org.ar/lo-que-dejo-la-coyuntura/
www.redeco.com.ar/nacional/economia/24108-nada-que-el-fmi-pueda-solucionar