«Tal vez el inconsciente colectivo de Jung o las ideas sintéticas a priori que, según Platón, flotan en las esferas como arquetipos no eran otra cosa que el Internet. Esos pensamientos y sueños comunes forman nubes compactas en suspensión que pueden ser descargadas de nuevo como una lluvia sobre otros cerebros apretando otra tecla. Quien sepa manipularla tendrá todo el poder de este mundo (…). Al final de la historia quedará una sola verdad con una sola tecla bajo el impulso de un solo dedo. Esa verdad nos hará libres. Enter».
(Manuel Vicent: «Enter», publicado en El País el 6 de marzo de 2011)
«No hay ningún obstáculo para hacer un registro eficiente de todo el conocimiento humano, de las ideas y de los éxitos, para crear una memoria mundial completa para toda la humanidad».
(H. G. Wells: El cerebro mundial)
Lo celebran con uno de sus simpáticos doodle; ya saben, esa imagen animada mediante la que el archifamoso motor de búsqueda de internet señala algún acontecimiento digno de ser remarcado. Esta vez les ha tocado a ellos, o a él, a Google, la en la práctica monopolística puerta de entrada al ilimitado universo de la world wide web, al cumplir su vigésimo cumpleaños.
Carl Sagan, en uno de los capítulos de su ya clásica serie de divulgación científica Cosmos, el titulado «La persistencia de la memoria», enunció una frase que a mí siempre me ha parecido un prodigio a partes iguales de síntesis y verdad. Venía a decir que el viaje evolutivo de la especie humana empezaba en los genes, continuaba en el cerebro y terminaba en los libros. En el encéfalo, más precisamente en la corteza cerebral o neocórtex, la información innata en la que estaban escritos los programas de respuesta de nuestro organismo para sobrevivir en el medio mutaba en información que ya no podía ser transmitida ni conservada mediante la bioquímica del ADN. Para lo primero, el homo sapiens contaba con el instinto del lenguaje (léase a Steven Pinker) y para lo segundo la evolución nos dotó de una nada despreciable memoria. Pero esta facultad cognitiva, conforme el ser humano fue produciendo más y más cantidad de información que convenía fuese compartida y almacenada para que la especie prosperara, se reveló insuficiente. Homo sapiens inventó la escritura, incrementando con ella su potencial de almacenamiento y de acceso a nuevos depósitos de información, mejorando en variedad y cantidad su repertorio de repuestas a los desafíos medioambientales y poniendo las bases para la creación de un medio social que mejoraba ostensiblemente sus posibilidades de supervivencia. La aparición del libro fue un hito de una relevancia inconmensurable que se multiplicó exponencialmente con la imprenta.
Desde entonces, la cantidad de información que producimos no ha hecho sino crecer y crecer, y cada vez a un ritmo mayor. Uno de los críticos de internet con mayor predicamento en la actualidad, Nicholas G. Carr, señala la aparición del invento de Gutenberg como el origen de lo que él denomina «mentalidad literaria», todo un modelo de pensamiento asociado al hábito de la lectura de libros. En su ensayo titulado Superficiales. ¿Qué está haciendo internet con nuestras mentes? alude a dos testimonios de hace siglos que ya destacaban la abrumadora avalancha de información generada por la imprenta. La primera referencia corresponde a Richard Burton quien, en su obra maestra de 1628 titulada Anatomía de la melancolía, describe «el vasto caos y la confusión de los libros» a que se enfrentaba el lector del siglo XVII: «Su peso nos oprime, nos duele la vista de leerlos, y los dedos de pasar sus páginas». Años antes, en 1600, Barnaby Rich, otro escritor inglés, se había quejado: «Una de las grandes enfermedades de nuestro tiempo es la proliferación de libros que abruma a un mundo incapaz de digerir la abundancia de materias ociosas que todos los días se dan a la imprenta».
Con el paso del tiempo y el consiguiente aumento exponencial de la producción de información, el problema de dar con un método eficaz para su almacenamiento y diligente recuperación para su uso pertinente se convirtió en un asunto de principal importancia. Durante el siglo XX se desarrollaron soluciones cada vez más elaboradas, sistemáticas y tendentes a la automatización. Las mismas máquinas que habían agravado la sobrecarga de información se contemplaban a partir de la segunda mitad del siglo pasado como el mejor recurso para aliviar el problema. Ya entonces hubo quien temía que el avance científico se pudiese ver frenado por la incapacidad humana para estar al tanto de toda la información relevante que se producía en relación con un determinado ámbito de investigación. El ingeniero electrónico, Vannevar Bush, asesor científico de F.D. Roosevelt, plasmó esa preocupación en un visionario artículo, no exento de polémica, publicado en 1945 en la revista Atlantic Monthly y titulado «As we may think» (Como pudiera pensarse). ¿Su solución? Un nuevo tipo de máquina de catalogación personal a la que puso de nombre «Memex», útil para cualquiera que se rigiese por «los procesos lógicos del pensamiento». Nos asegura Carr que la máquina de Bush es un antecedente del ordenador personal y su sistema lógico de procesamiento de la información predice el sistema hipermedia de la World Wide Web. «Estamos rodeados de la descendencia del Memex», afirma el autor norteamericano, pero niega que estemos siquiera aproximándonos a resolver el problema de la sobrecarga de información.
En su libro de hace cuatro años titulado La señal y el ruido, el exitoso estadístico Nate Silver repara por su cuenta en dicho problema, cuya esencia radica en que la cantidad de información aumenta diariamente en 2,5 trillones de bytes, mientras que la cantidad de información útil no lo hace: «La mayor parte de esa información es sólo ruido y el ruido aumenta mucho más rápido que la señal. Hay una cantidad creciente de hipótesis que analizar y de información que desbrozar, pero la cantidad de verdad objetiva se mantiene relativamente constante». Nuestro cerebro no está filogenéticamente configurado para manejarse en un medio en el que el silencio está literalmente proscrito, y tiende a simplificar y filtrar aquella información que viene a confirmar nuestros prejuicios. Igual que la ingente producción bibliográfica que hizo posible la imprenta no impidió un largo período de enseñoramiento de los sectarismos religiosos que se tradujo en sucesivas guerras de religión en Europa culminadas con la devastadora Guerra de los Treinta Años, hoy sabemos que internet solo por sí mismo no nos salvará de los fanatismos y las pseudociencias (léase mi artículo El secuestro de la mente y la paradoja de internet). Diríase que a sus veloces lomos se propaga con notable éxito la mentalidad de la posverdad. Esto ya lo predijo Alvin Toffler en su libro El shock del futuro (1970).
Según cree Nicholas Carr, la solución no se encontrará nunca en un dispositivo de computación automático, sino en el tiempo que nos demos para pensar. Se requiere paciencia para decantar el tesoro de conocimiento que resulta de la criba del tiempo. Ahora bien, el autor es muy consciente de que corren malos tiempos para pararse a pensar: «Inundados en todo momento por información de interés inmediato, sin más remedio que recurrir a los filtros automáticos, otorgamos instantáneamente privilegios de validez a lo más nuevo y popular. En la Red, los vientos de la opinión se han convertido en un torbellino».
En el enjambre es el elocuente título de un ensayo de hace cinco años del filósofo Byung-Chul Han, en el que aborda, de un modo más propiamente filosófico, la sobrecarga de información. Aquí alude a la enfermedad psíquica que genera en el sujeto sometido a ella, el information fatigue syndrom o IFS, reconocido en 1996 por el psicólogo crítico David Lewis. Quien lo padece «se queja de creciente parálisis de la capacidad analítica, perturbación de la atención, inquietud general o incapacidad de asumir responsabilidades». Difícil pensar si la capacidad analítica se paraliza, pues ¿cómo distinguir lo esencial de lo no esencial? O, en terminología de Nate Silver, la señal del ruido. Para Byung-Chul Han, «el pensamiento es siempre exclusivo», en el sentido de que excluye toda información que no aporte conocimiento. Porque para conocer es menester reflexionar sobre la información recibida, jerarquizar su importancia significativa y buscar principios generales para ordenarla. Concluye este filósofo: «Más información no conduce necesariamente a mejores decisiones. Hoy se atrofia precisamente la facultad superior de juicio por la creciente cantidad de información. Con frecuencia un menos de información produce un más . La negatividad de la omisión y del olvido es productiva. Más información y comunicación no esclarecen el mundo por sí solas. Y la transparencia tampoco lo hace clarividente. El conjunto de información por sí solo no engendra ninguna verdad. No lleva ninguna luz a la oscuridad. Cuanta más información se pone a disposición, más impenetrable se hace el mundo, más aspecto de fantasma adquiere. En un determinado punto, la información ya no es informativa, sino deformativa; la comunicación ya no es comunicativa, sino acumulativa».
Google –según señala Nicholas Carr– trabaja para que sus usuarios tengan veloz acceso a la mayor cantidad de piezas de información de modo que puedan extraer diligentemente su esencia y seamos, así, más productivos como pensadores. Todo se sacrifica al dios de la eficiencia a cuyo servicio se ponen los más potentes algoritmos, para los cuales no existe lo que no es cuantificable. Confiamos en su criterio, que nos es opaco porque ignoramos esos algoritmos, los cuales en todo caso premian a los sitios más visitados del universo de internet, que –claro está– como son los más buscados serán los que aparecerán en los primeros puestos de los resultados de búsqueda, lo que hará que sean más visitados por los internautas alimentándose el bucle de retroalimentación y la polarización entre la información que es visible y la que no. La cuestión es si todo criterio verdaderamente relevante es cuantificable.
Lo que hizo Frederick Winslow Taylor mediante su sistematización del trabajo manual (taylorismo), lo hace actualmente Google para el trabajo mental. Y según declaraciones de sus potentados creadores, de lo que se trata al final es de la construcción de una inteligencia artificial a gran escala. Según refiere Carr, en una entrevista de 2004, Sergey Brin ya tenía claro que «ciertamente, si tuvieses toda la información del mundo incorporada en tu cerebro, o en un cerebro artificial que fuese más listo que tu cerebro, te iría mejor».
¿Cómo sería ese mundo mental en el que se habría proscrito definitivamente el silencio? ¿No se vería dramáticamente afectada la conciencia de un yo inundado permanentemente de información, flotando sin elección en la superficie de un flujo incesante de bits tan denso que le impedirían sumergirse en las profundidades de un pensamiento contemplativo y potencialmente creativo?