Bolivia: ¿Hay una salida salomónica a la crisis? Por Rafael Bautista S.

Bolivia: ¿Hay una salida salomónica a la crisis?

 

Por Rafael Bautista S.

 

En una situación sin salida, la peor opción es meterse más adentro; la falta de perspectiva produce eso, porque cuando sólo se ve lo inmediato, se pierde de vista a dónde nos podría conducir la dirección impuesta. De ese modo las opciones se van reduciendo a una sola, donde nadie gana, porque eso supone –en nuestro caso– la anulación del otro. La sed de venganza, por más que active un placer momentáneo, lo único que deja como angustia existencial, es la pérdida absoluta de humanidad.

La vida política no es simple e implica madurez racional; si no es posible la convivencia entonces nadie gana y menos quienes provocan el enfrentamiento. Los liderazgos enfrentados reiteran repetidamente que no quieren otro “octubre negro”, pero sus actos no hacen sino direccionar todo al desastre. Por eso –desde la poca sensatez que queda– tiene sentido hablar de una “solución salomónica”, que no produzca una suma cero a nivel de la viabilidad de todo proyecto nacional. Ninguna de las partes enfrentadas tiene la posibilidad de imponerse por la fuerza, a no ser asumiendo un precio demasiado caro de pagar, no sólo por el presente sino por todas las generaciones; porque la muerte del hermano no es impune.

Nuestra crítica al gobierno siempre ha sido desde el “proceso de cambio” que, no sólo el oficialismo, sino hasta la oposición (también de modo interesado), ha confundido con el gobierno. El gobierno es una determinación política circunstancial; el “proceso de cambio” es algo mayor. Como “revolución democrático-cultural” era un esperanzado proceso de descolonización del “Estado aparente”. Por eso hemos venido señalando, una y otra vez, que abrazar una carrera desarrollista iba a conducirnos a un proceso regresivo que iba a ser el mejor escenario para que la derecha se empodere, incluso raptando las banderas que nunca debieron se cedidas por las apuestas oficialistas, como es la defensa de los derechos de la Madre Tierra.

A las bases populares, en su gran mayoría indígena y campesina (que son y siempre han sido la carne de cañón que el cálculo político pretende irresponsablemente ofertar), hay que señalarles que, el temor de perder todo se acrecienta más cuando nos acercamos fatalmente a una “solución final”. Más bien en la crisis aparece siempre un resto imaginativo que nos puede permitir una resolución creativa, lo cual pasa por generar un nuevo “consenso popular”. Porque ser pueblo no es algo asegurado, su potencia es algo que se puede des-constituir. Si el poder soberano se subordina al poder delegado entonces desaparece como sujeto y la decisión política queda en manos de una elite que ya no potencia al pueblo, precisamente, por esa subordinación. Un nuevo “consenso popular” es más que un pacto social e implica un re-encauce de lo diferido por la apuesta ortodoxa que ha caracterizado las dos últimas gestiones gubernamentales.

A los desencantados del proceso hay que señalarles que, caer en la decepción, suele generar, en el peor de los casos, un tipo de revanchismo que hace anidar el maniqueísmo más irreflexivo. En política se cumple con mayor precisión aquello de que no todo es o negro o blanco; los matices son definitorios. Por ello sería bueno para todos, que la discrepancia legítima haga y manifieste, de modo abierto, una distancia marcada del racismo señorial renacido, que ha caracterizado siempre a la derecha boliviana y que está funcionalizando a toda la oposición para llevarnos a una “solución por el desastre”. En estos 13 años, no es sólo el gobierno (en su versión “qananchiri”) el que no ha aprendido, sino también sus críticos: botar el agua sucia no significa botarla junto a la bañera y con el niño adentro.

Hay razones para admitir el argumento del fraude electoral. Pero también para conceder el argumento del golpe de Estado. Ninguna de las movilizaciones está siendo pacífica, y el escalonamiento del racismo es innegable. La convivencia política es lo que está en juego; si no somos capaces de superar este conflicto de modo racional, nadie crea que, de aquí en adelante, todo va a ser mejor. Por eso es hora de que, de ambos lados, los actores más sensatos, presionen por una “solución salomónica”. Aquí es donde no podemos quitarle el protagonismo al propio pueblo. Esa solución debe provenir del propio pueblo.

Pero por pueblo no nos estamos refiriendo a cualquier muchedumbre, que muchas veces se activa circunstancialmente, sino a ese resto crítico que tiene el potencial de permitirnos imaginar una nueva forma de vida. Por eso siempre hablamos del pueblo “en tanto que pueblo”; porque no se es pueblo por adscripción automática sino por apuesta histórica. Esa nueva forma de vida es lo que podía haber constituido un nuevo sentido común amplificado como el máximo de disponibilidad plurinacional; pero que fue diluyéndose desde el episodio del TIPNIS, y ha producido el empoderamiento de una derecha que ha sabido funcionalizar muy bien, a su favor, los propios valores democráticos que ha ido cediendo irresponsablemente cierta autosuficiencia gubernamental. Necesitamos recuperar ese desiderátum, es decir, reconstituir al pueblo “en tanto que pueblo”, para que todo lo logrado no sea rifado en un proceso regresivo que haga que perdamos todo.

Los más interesados en el desastre no son, ni siquiera, los que podríamos reconocer; sino poderes e intereses que nunca se muestran y que tienen todos los medios para generar el famoso “caos constructivo” de la “guerra infinita”. Hay que decirlo y subrayarlo: No sabemos lo que es la guerra. Por eso llamamos la atención de quienes discrepan de modo honesto: todo exitismo sólo nos conducirá a un triunfo pírrico. Es hora de que nos demos cuenta de que la apuesta unilateral por el triunfo empecinado es la mejor forma de provocar una “solución final”. Es hora de ceder.

La peor amenaza es la que ya se escucha: “o voy preso o soy presidente”, o aquello de que “no hay nada que revisar”. Todos aquellos que crean que es más fuerte quien grita más, no se dan cuenta que la verdadera fuerza no es una cuestión de volumen sino de argumentos. Desgraciadamente, si nos enfrentamos todos, no quedará nadie para señalarles a esos insensatos lo equivocados que estaban (porque enfrente no está sino el propio pueblo).

Quien cree que la discrepancia justifica el odio no ha aprendido a convivir humanamente. Para finalizar, a los cristianos y católicos movilizados, me gustaría recordarles aquello de que “escogió Dios a los humildes para vencer a los poderosos; a los sencillos escogió Dios para confundir a los sabios” (sepan discernir humildemente quiénes son, hoy, los humildes y los sencillos); porque el cálculo político que hacen los políticos es esa “sabiduría del mundo [que] es locura para Dios”. Y siguiendo con la Carta a los Corintios, a riesgo de ser acusado de ridículo: “el amor no guarda rencor, no se goza de la injusticia, más se goza de la verdad, todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (porque es mejor caer en ridículo que ser cómplice de un fratricidio).

 

La Paz, Chuquiago Marka, Bolivia, 29 de octubre de 2019
Rafael Bautista S.
autor de: “El coup d’Etat jacobino:

el 18 Brumario del Qananchiri”,

rincón ediciones, 2012.

Dirige “el taller de la descolonización”
rafaelcorso@yahoo.com

 

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