En Argentina la cárcel es una institución representativa de un estilo de gobernar, que alcanzó su punto máximo de expresión durante la última dictadura militar y que en la actualidad se ha ido consolidado a través de los distintos gobiernos democráticos, como un campo necropolítico que expone a umbrales de muerte tanto física como social a las personas privadas de la libertad, y que defiende el status quo de manera violenta a través de la policía, el sistema judicial y el encarcelamiento, a costa de los derechos de los grupos sociales más vulnerables. Tal defensa de la perpetuación de las desigualdades sociales ha dado lugar a una sociedad excluyente que normaliza el uso y la expansión de la prisión, con base en sentimientos guiados por el miedo, la venganza y los deseos de muerte.
Por Federico Ramallo/APL.
El uso sistemático de este tipo de política criminal selectiva ha hecho que las cárceles del país estén atiborradas con miles de cuerpos de hombres y mujeres de sectores populares, obligados a vivir en condiciones de hacinamiento, insalubridad, violencia e incapacitación. Así, el castigo estatal no se reduce a la privación de la libertad sino que configura un ‘espacio de muerte’ como tecnología disciplinaria dentro de las cárceles.
Pero más allá de estas prácticas hartamente discutidas, uno de los rasgos más inquietantes a resaltar de estás políticas deletereas, es la crueldad con la que se producen y son exhibidos los rasgos violentos que comportan la degradación humana, como prácticas que deben ser por todos asimiladas e incorporadas como cotidianas y hasta necesarias, con el objetivo de configurar mediante la naturalización del encierro, -y encerrada dentro de esta la desaparición forzada por medio de la muerte- una forma de expresión social, una nueva configuración del poder, que amparada en el consenso social, se sostenga sobre el fortalecimiento del aparato punitivo estatal, en tanto estrategia para controlar a aquellas comunidades marginadas y estigmatizadas por el orden económico neoliberal, desatando toda una gramática de la violencia que ha hecho colapsar nuestros sistemas interpretativos.
Normalización de la barbarie
Comprender los mecanismos sociales y políticos mediante los cuales se producen formas de ser, de estar y de percibir que contribuyen con la normalización de la barbarie, la crueldad y la deshumanización en la que vivimos, mediante la producción, circulación y el consumo de imágenes y de «información», en donde se registran acontecimientos violentos producidos por sujetos que se venden mediáticamente como endriagos, supone interrogarnos sobre el modo en que la crueldad ejercida sobre los cuerpos arrojados a las redes del poder coercitivo-judicial, se constituye en una forma de producción de subjetividades necropolíticas, la cual se produce tanto en las formas de ejercer el encarcelamiento, como en el modo de representarlas comunicacionalmente, contribuyendo con el reforzamiento de una “pedagogía de la crueldad” (Segato, 2016).
La violencia simbólica que se pretende instalada con eje en una aceptación generalizada, engloba aquellos elementos culturales que legitiman o refuerzan la violencia directa y/o estructural mediante los mecanismos educativos, de socialización y mediáticos (Galtung, 1996) amparados en la creación de estereotipos y la criminalización de los jóvenes mediante la cual se busca crear una imagen del joven criminal, como sucede con el denominado “delito de portación de cara”, en el cual se juzga por su apariencia a los jóvenes, estigmatizándolos ya sea porque reivindican una identidad desacreditada o son portadores de atributos de clase, género, etnia y raza que son culturalmente denostados.
La crueldad con la que se producen estos estereotipos, no se limita al acto de segregarlos por sus diferencias, sino que busca además, el modo de que estos estereotipos sean exhibidos, representados y ritualizados visualmente en los medios masivos de comunicación, convirtiendo todo lo relativo a estos en un espectáculo. La crueldad con que se vende mediáticamente la figura del excluido busca añadir sufrimiento y degradar a quienes padecen la violencia Estatal, la cual recae justificada, sobre los cuerpos que se convierten en el medio para demostrar la necesidad del control social por medio de la eliminación sistemática de determinados sectores sociales catalogados bajo la denominación de marginales, peligrosos, y por ello, indeseables.
Todo lo dicho introduce lógicamente, la pregunta sobre el modo en que la sociedad se reproduce entre la normalidad de la vida cotidiana y la excepcionalidad del encarcelamiento y la devastación humana, dado que la misma resulta una cuestión central a la hora de comprender un poco más acabadamente, sobre cómo fue posible la implantación del aparato represivo en medio del engranaje social.
Está cuestión sin dudas nos remite a la capacidad de asimilación social con efecto extremo durante la última dictadura cívico-militar (1976-1983), momento histórico caracterizado por el accionar altamente represivo-genocida del aparato Estatal y la naturalización de la violencia para quienes no estaban en el foco de la represión que, en la mayoría de los casos, desarrollaba sus actividades con normalidad en una ciudad que se percibía como segura, en parte gracias al papel fundamental que jugaron en la consecución de estos objetivos los distintos mass-medias en aquellos tiempos.
En efecto, puede señalarse que conforme avanzaba la dictadura, los crímenes urbanos específicamente referidos al delito común (robos, hurtos, atracos) fueron noticia menor en la sección de Policiales en los diarios de mayor transcendencia. En su lugar, fueron adquiriendo centralidad los casos referidos a “crímenes pasionales”, accidentes, siniestros y noticias policiales del exterior. Es así que, si bien no es posible saber cuán segura se sentía la sociedad, sí es posible sostener que la reducción de noticias referidas a delitos pudo haber contribuido a la percepción de una cierta seguridad en el desarrollo de la vida cotidiana. (Nancy Mariana Juárez)
Así mismo, el modo en que las noticias dieron cuenta de la presencia de las fuerzas armadas en lo cotidiano, así como de los modos en que fue tematizada la muerte violenta y los cuerpos sin vida en el espacio público, contribuyeron sin duda a que fuera posible la adaptación al horror a partir de los sentidos que circularon en la prensa diaria, en la medida que éstos habilitaron una cierta familiarización con las escenas de violencia extrema. El poder se despliega por esos tiempos entendido alrededor de la dupla dominación/resistencia, como un conjunto de técnicas de gestión de la conducta y de producción de la subjetividad, medio por el cual se justifica el accionar violento, instalando además la naturalización de estos hechos. Uno de los rasgos característicos que se oculta de esta violencia es que no recae sobre los combatientes ya sean revolucionarios o soldados, sino que recae sobre cuerpos inermes —población desarmada—, que sin embargo son puestos en escena como “una ofensa intencional a la dignidad ontológica de la víctima”, el Estado Caravero, 2009: 26). Se trata de una serie de crímenes que no van dirigidos únicamente a la muerte del otro, sino que buscan destrozar el cuerpo, fragmentarlo y “destruir al viviente como cuerpo singular, con el firme propósito de profanar su memoria y su identidad y así borrarlo de la historia o asignarle un papel indigno dentro de esta.
Ahora bien, en ese contexto el uso de las armas para la resolución de los conflictos políticos, sociales y cotidianos no sólo fue naturalizado sino que se convirtió en eje para la construcción social de la realidad. Los titulares de las noticias se dedicaron a detallar continua y sistemáticamente no sólo el desarrollo de “tiroteos”, “persecuciones” y “enfrentamientos”, sino también a cuantificar las muertes como consecuencia de los mismos mientras dejaban entrever como ventajosa la solución radical aplicada a aquellos que ejecutaban o intentaban ejecutar acciones por fuera de la ley.
Asimismo, en reiteradas ocasiones las noticias referidas a enfrentamientos armados en la vía pública no permitían distinguir entre las causas políticas y policiales que podrían haberlos motivado. En efecto, algunas de estas noticias tendieron a aparecer publicadas fuera de toda sección, en las últimas páginas del diario junto a los obituarios. Los tiroteos podían ocurrir en cualquier lugar y en cualquier momento pero con la constante de que los mismos nunca eran iniciados por los miembros de la Policía o el Ejército, sino que éstos sólo se limitaban a «repeler las agresiones». Lo político y lo policial se fusionaron para dar cuenta de los sucesos cotidianos, a la vez que permitían observar de qué modo se producía el encuentro o “choque” entre sociedad, muerte, y violencia.
Muerte e imaginario social
Si bien puede pensarse que la muerte es un acontecimiento que viene a generar una ruptura en la vida cotidiana de las personas, las representaciones e imaginarios respecto de ella, se construyen y circulan en el marco de la cotidianeidad. El acto de morir, así entendido, se convierte antes que nada en una realidad sociocultural (Platero, 2009). Más aún cuando en el contexto de una violencia política exacerbada, la muerte –y los muertos– son parte del cuadro diario: en veredas, a la vera del camino, en autos, aquí y allá, por todos lados. Puede afirmarse que la continua y recurrente exposición a noticias y acontecimientos sobre muertes de personas y aparición de cadáveres habilitó, en cierto modo, una paulatina asimilación de la sociedad a un contexto traumático, o en otras palabras, permitió una mejor adaptación y elaboración de un proceso político signado por la extrema violencia (Levín, 2013). Así, la presencia de las armas en la vida cotidiana, la resolución de los hechos delictivos comunes a través de tiroteos, la muerte cuantificada, espectacularizada y representada en tonos que entrañaba normalidad, son aspectos que constituyen características centrales del lazo social imperante en la época. Fundamentalmente, porque respondieron en su estructura y en su reproducción diaria a la aceptación o asimilación de medidas radicales y a la familiarización con situaciones de violencia extrema, hechos que salvando las distancias, se mantuvieron hereditariamente hasta hoy en el imaginario social colectivo, reforzando la capacidad de asimilación frente a la existencia de otra forma en la que el Estado violenta los derechos de las personas, sometiéndolas a un proceso de degradación humana cuando no a la desaparición biológica producto de la naturaleza mortuoria de las cárceles y sus prácticas.
Es por ello que es necesario dilucidar las dimensiones simbólicas del acto de encarcelar, exhibir y ritualizar la violencia con la que se lleva a cabo el control social, en tanto que allí podemos encontrar algunas pistas interpretativas que nos permitan comprender las violencias inflingidas sobre los cuerpos jóvenes, elementos todos ellos comunes que revelan una suerte de “mecánica del sufrimiento” al cual están expuestos los cuerpos encarcelados, revelando una serie de tecnologías corporales empleadas como una especie de “política del castigo” signada por la aceptación social del mismo (Blair, 2010).
Proyecto necropolítico
En este contexto el encarcelamiento puede entenderse como una de las expresiones de un proyecto necropolítico anclado en el funcionamiento de la economía capitalista neoliberal, la cual se funda en una serie de lógicas predatorias en la que se combinan la especulación a gran escala de los mercados financieros y las prácticas de violencia sistemática, que emplea como una de sus principales herramientas la mutilación de las espectativas de vida de los jóvenes pertenecientes a las clases populares, y la desacralización del cuerpo humano (por medio de la mediatización del encierro) que funciona como látigo invisible para el adoctrinamiento y domesticación de la clase obrera.
En Argentina, el modelo de las políticas penitenciarias se instaló como el ejercicio biopolítico de disciplinar y regular a la población reclusa. Pero dicha categoría enfatiza en sus practicas la operación de una tecnología de poder que produce la muerte a través de un ejercicio sistemático de la violencia y el terror, configurando campos donde los derechos se suspenden y los cuerpos de las personas son reducidos a cosas (Mbembe, 2006, p. 34).
Lecturas y compilación
Mecánica del sufrimiento y naturalización de la muerte violenta; (Diana Alejandra silva)
La naturalización de la violencia y el horror: armas, muerte y vida cotidiana en los policiales de
Clarín (1975-1976)
La muerte como técnica de gobierno en los tiempos de la Seguridad Democrática; (Giacomo Criscione)
De la Cárcel legal a la Cárcel real; (Dialnet)
Biopolitica y Necropolitica (Mbembe, 2006, p. 34).
Reseña de libro: A Journey. My Political Life; (Tony Blair, Nueva York y Toronto, Alfred A. Knopf, 2010, 699 pp.)
Humor político en tiempos de represión, Clarín 1976-1983; (Levín, Florencia 2013)
Totalitarismo y Paranoia. Lecturas de nuestra situación cultural (Caravero 2009)
Teoría de los conflictos ; (Galtung, 1996)
La guerra contra las mujeres; (Segato, 2016)